Keisuke Kinoshita

Mujer [Onna] (1948) de Keisuke Kinoshita


Hasta hace unos años yo tenía asociado a Keisuke Kinoshita a un tipo de cine comercial más o menos previsible, lo cual no quiere decir que no fuera talentoso – de hecho Veinticuatro Ojos (Nijushi No Hitomi, 1954) ya he dicho en más de una ocasión que es una de mis películas favoritas del cine japonés clásico. No obstante, hace poco el visionado de Ella Era como un Crisantemo Salvaje (Nogiku no gotoki kimi nariki, 1955) me dejó boquiabierto y me hizo replantearme la visión que tenía de Kinoshita. Que conste en acta que para mí ser un director comercial no es algo malo, al fin y al cabo los cuatro grandes del cine japonés eran cineastas exitosos en taquilla, pero en Kinoshita el matiz que creía ver erróneamente era el de un muy competente cineasta de estudio que apenas me depararía sorpresas. Craso error que estoy intentando subsanar.

Y como muestra de ello hoy rescato una obra que, sin ser de sus películas más logradas, sí que es de las más curiosas y que mejor sirven para demostrar que Kinoshita era un cineasta con personalidad propia. Bajo el título tan vago y perezoso de Mujer (Onna, 1948), que incluso tras el visionado sigo sin entender, se encuentra en realidad un tour de force: una historia que Kinoshita y dos actores deben tirar adelante con en el mínimo de elementos posibles. Situada dentro del enorme ciclo de dramas de posguerra que inundaban la cinematografía japonesa de la época, Mujer tiene como protagonista a Toshiko, una cantante y bailarina que se gana la vida en un club nocturno y que un día es requerida por su amante Tadashi para que escape con ella. Pronto Toshiko descubre que Tadashi ha participado en un robo durante el cual atacó a un agente de policía, y su idea inicial es separarse de él. Pero éste le insiste para que no le deje asegurando que la necesita para reencauzar su vida.

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El Adiós de un Hijo [Rikugun] (1944) de Keisuke Kinoshita

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Tomosuke ha recibido de su padre una educación que le ha enseñado a amar su país ante todo y, si es necesario, luchar y morir por él. Por ello, cuando siendo adulto se produce la guerra contra China, Tomosuke intenta alistarse, pero a causa de su su débil condición física se ve excluido. Con el tiempo forma una familia y tiene esperanzas en que su hijo mayor, Shintaro, podrá desempeñar la noble tarea de alistarse al ejército y defender a su país, pero desafortunadamente parece que Shintaro también es de constitución débil y no parece probable que pueda honrar a su familia cumpliendo ese cometido.

Como adivinarán sagazmente por el argumento y el año de producción, nos encontramos con una película de propaganda bélica, en la que el cineasta Keisuke Kinoshita se vio obligado a difundir un mensaje patriótico y militarista de acuerdo con las exigencias políticas del momento. Juzgar una obra de este estilo es difícil: por mucho que podamos disculpar a su creador el mensaje tan directamente propagandístico, no podremos evitar que nos choque al no coincidir con nuestros principios (o al menos de la mayoría de nosotros, espero). Y por otro lado, aun si nos centramos solo en sus aspectos artísticos, es muy difícil que el guión consiga salvar el gran handicap de todas las películas generadas en estas circunstancias: que la finalidad (el transmitir un mensaje, sea cual sea) acabe devorando la coherencia psicológica de los personajes, convertidos en meros transmisores de ciertos valores. Y en ese aspecto creo que El Adiós de un Hijo no consigue salir del todo airosa.

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Efectivamente, Kinoshita hace un muy buen trabajo tras la cámara pese a ser una obra de juventud, con un estilo que opta por planos muy largos en que deja que los personajes tomen el peso de las escenas. Por otro lado el actor protagonista es ni más ni menos que Chishu Rhyu, una figura icónica del cine japonés al que recordarán como mínimo por las películas de Yasujiro Ozu. Pero, ay, la finalidad de la película es tan clara y tan exenta de matices que cuesta entrar en ella. Podemos entender, aunque no la compartamos, la ambición del protagonista de luchar por su país, pero el problema está en que los diálogos suenan impostados, más preocupados por dar a entender sus mensajes y cimentar el rol de los personajes como representantes de lo que es una buena familia japonesa que en dotarlos de naturalismo. Resulta significativo que un actor como Rhyu, que suele transmitir tanto humanismo, aquí nos parezca tan frío y distante de nosotros. Al final la película acaba pareciendo más un muy interesante documento de una época que una historia que parezca humana y con vida.

Un ejemplo de la lucha que hay en el film entre el humanismo y los valores que se ve obligados a transmitir: la escena de la noche antes de que el hijo parta a la guerra. La familia acaba de cenar y los dos hijos se ofrecen a dar unos masajes a sus padres. La escena mantiene el tono doméstico durante un rato hasta que vemos cómo la madre se seca unas lágrimas. Kinoshita no se acerca a su rostro (eso vendrá luego, como veremos) ni siquiera centra la cámara en ella, se mantiene en plano general para no perturbar la tranquilidad del momento. Durante esos instantes tenemos la sensación de vivir algo auténtico: un hogar apacible en sus últimos momento antes de la guerra. Pero entonces habla el padre y rompe totalmente con el tono al recordar a su hijo sus deberes como buen soldado y que en tiempos de guerra la muerte es lo más normal. Adiós a esa estampa conmovedora. Hola, producto patriótico sin personalidad.

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No obstante, hay un plano conmovedor al final de la película que puede dar a entender una ruptura más directa con su mensaje patriótico. En la escena en cuestión, la madre del chico está trabajando en las tareas del hogar mientras su hijo desfila para dirigirse al frente. De repente, Kinoshita nos ofrece un primer plano del rostro de ella, un primer plano inusualmente largo que refleja la tristeza de la madre, quien sabe que quizá nunca más volverá a ver a su hijo. Lo llamativo de este momento es lo mucho que alarga Kinoshita el plano, enfatizando los sentimientos del personaje. Es uno de esos momentos que demuestran que tras la cámara se encuentra alguien inquieto y no un cineasta acomodaticio. Es también uno de esos instantes que dejan entrever ciertas fisuras en el mensaje politizado de la película: por unos momentos parece que Kinoshita nos quiera dar a entender con ese plano que, aunque la película deba posicionarse en cierto sentido, él no concuerda con su mensaje. Son estas pequeñas rupturas lo que justifican el visionado de obras de propaganda como ésta, el ver cómo el autor cumple con el cometido que se espera de él pero introduciendo pequeñas fisuras en que se hace dudar al espectador pero sin llegar a posicionarse claramente. No deja de ser un plano mudo, que no verbaliza explícitamente lo que piensa la madre, pero el hecho de que aún así sobreentendamos lo que sucede ahí es una muestra de la sagacidad de Kinoshita, quien rompe con el mensaje de esta forma tan cinematográfica.

Más célebre es la escena final, que resulta menos sutil en su propósito al mostrar a la madre acudiendo al desfile para despedir a su hijo. En su época los censores criticaron este momento porque se suponía que una buena madre japonesa vería orgullosa como su hijo iba a luchar en la guerra, de modo que la imagen de esa mujer desesperada no encajaba mucho con esa idea. Aunque no la encuentro tan interesante como el plano mencionado anteriormente, es esta escena la que nos confirma el sentimiento real de su director. Todo el argumento centrado en un hombre y su hijo que hacen lo posible por ir a la guerra, todas las frases patrióticas sobre el deber de todo buen japonés, todo ello de repente es reemplazado por algo tan elemental como una madre que intenta ver a su hijo en un desfile porque intuye que probablemente nunca más volverá a casa. Quizá es algo tarde para salvar el film, pero no para que el director haya podido posicionarse en un último atisbo de humanismo.

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Veinticuatro Ojos [Nijushi no hitomi] (1954) de Keisuke Kinoshita

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Conmovedor film japonés situado en la pequeña y humilde isla de Shodoshima a finales de los años 20, donde llega una joven profesora nueva llamada Hisaki Oishi para educar a doce alumnos de primer curso (de ahí el título del film, ya que serán los veinticuatro ojos de estos niños los que estarán observándola durante su primer año en la escuela).

Ésta es junto a Carmen Vuelve a Casa (1951) y La Balada de Narayama (1958) la película más famosa del olvidado director Keinosuke Kinoshita, que también firma aquí el guión basado en una novela. Veinticuatro Ojos es uno de los mayores exponentes de la excelente salud de la que gozaba el cine japonés en los años 50 tras haber superado la dura posguerra y que le permitió darse a conocer exitosamente en occidente.

En mi opinión, una de las claves del film es que consigue combinar perfectamente momentos preciosos y emotivos con otros de una terrible crudeza. Kinoshita no cae en el recurso de mostrar en la primera parte una visión idealizada de la infancia de los niños para después mostrarnos su futuro, sino que en todo momento planea sobre los niños la amenaza de lo que les espera en el mañana. De hecho una de los primeros comentarios que hace la profesora a su madre sobre sus jóvenes alumnos es que después de clase no tienen tiempo para jugar porque han de ayudar a sus humildes familias a seguir adelante.

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La primera parte de la película nos muestra uno de los temas más habituales en el cine japonés de la época, que es el enfrentamiento entre la tradición japonesa y la modernidad. La nueva profesora no gusta a la gente del pueblo debido a que tiene el descaro de vestir con ropa moderna y viajar en bicicleta, algo inaudito para una mujer en el Japón más rural y tradicional de 1928. Además, en la escuela se toma algunas libertades bastante chocantes como preguntar a los niños qué apodo tienen para dirigirse a ellos por éste o hacerles cantar canciones no tradicionales.
La hostilidad de la gente del pueblo cesará cuando la profesora sufra un accidente por culpa de una pequeña travesura y se tuerza el tobillo. Los alumnos deciden ir a visitarla a su casa ignorando que se encuentra a muchísima distancia de la escuela y cuando llegan ahí están cansados y hambrientos. La dulce Hisako les consolará y les proporcionará una buena comida, acto que hará que los padres de los pequeños se reconcilien finalmente con la profesora.
Esta primera parte del film es la más agradable y emotiva. Cabe reconocer que tanto la protagonista (Hideko Takamine, una de las actrices más importantes de la historia del cine japonés) como los niños hacen un gran trabajo y resultan totalmente convincentes. Además, Kinoshita se sirve del paisaje para enmarcar a los personajes en un entorno que es al mismo tiempo hermoso (los paisajes rurales, los numerosos planos del mar…) pero no idealizado, ya que en todo momento vemos las humildes y a veces incluso desastrosas casas de los habitantes del pueblo.

Debido al accidente, Hisako tendrá que trasladarse del colegio durante cinco años. A su retorno los niños han cambiado sustancialmente y están empezando a pensar en su futuro, pero le siguen guardando el mismo cariño que cinco años atrás. Es entonces cuando la dura realidad empieza a afectar directamente a la vida de muchos de ellos.
Una joven pierde a su madre, enferma tras un parto, y debe dejar la escuela para cuidar del bebé, que inevitablemente acaba muriendo también. Sola y con un padre hundido y entregado al alcohol, es adoptada. Más adelante en una excursión escolar Hisako descubrirá que ahora tiene una dura vida como camarera. Cuando después de su encuentro la pequeña sale en busca de la profesora para decirle unas últimas palabras, se esconderá muerta de vergüenza al ver a sus antiguos compañeros. Resulta terrible comprobar en qué se ha convertido la vida de esa niña que poco antes pedía caprichosamente a su madre una fiambrera con dibujos de azucenas porque todas las niñas de clase tenían una nueva.

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Esa mencionada excursión que la profesora se encarga de recalcar que es un momento para recordar toda la vida, será el momento que separe definitivamente su infancia de la edad adulta. En el viaje en barco los niños todavía son felices e inconscientes, y comentan alegremente cómo se han pagado la excursión trabajando o ahorrando mucho. A partir de entonces empiezan a surgir más problemas relacionados con su futuro. Una de las niñas con especial destreza para el canto quiere estudiar música pero está condenada a trabajar en el restaurante de sus padres. Todos los niños quieren convertirse en soldados porque eso es mejor que ser pobres pescadores como sus padres. Y lo peor de todo es que Hisoki no puede hacer nada para evitarlo, el film plantea todos estos hechos como una inevitable consecuencia del destino sin dar esperanza a cambiarlos. Esto se refleja a la perfección en el momento en que una alumna le confiesa llorando el estado de miseria en que están sus padres a lo que la profesora le responde: «No te desanimes, tienes que ser fuerte. A lo mejor te estoy pidiendo un imposible pero no sé que otra cosa puedo decirte. Si tienes ganas de llorar, ven a visitarme y lloraremos juntas«.

Los tiempos se vuelven duros, Japón se va a enfrentar a un largo periodo de guerras y en la escuela Hisoki sufre amenazas de ser acusada de comunista. Incapaz de poder contemplar cómo las vidas de sus adorados niños se abocan a la desgracia, decide dejar el trabajo de profesora: «Me gustaría dejarlo y abrir una tienda de dulces. Creo que he hecho todo lo que he podido por mis estudiantes, pero es imposible que haya lazos duraderos entre nosotros. Los profesores y los alumnos están unidos por los libros de texto oficiales. Siempre es «lealtad y patriotismo», la mitad de mis alumnos quieren ser soldados… ¡lo odio!«. A lo que su marido responde irónicamente «¿Quieres acabar con la guerra abriendo una tienda de dulces?», dando a entender algo que ella pronto descubrirá por sí sola y es que por mucho que intente huir de la realidad alejándose de la escuela, tendrá que seguir enfrentándose a ella.

Cuando la paz vuelve a Japón, Hisoki decide regresar a la escuela, donde ahora enseñará a los hijos de sus antiguos alumnos. En homenaje a su antigua profesora, los supervivientes de aquella clase hacen una fiesta en su honor, una escena que refleja la devoción tan típicamente nipona hacia los profesores. Durante la fiesta surge un momento precioso cuando contemplan la fotografía que se hicieron juntos 17 años atrás siendo unos niños y le preguntan a uno de los presentes, que se ha quedado ciego por culpa de la guerra, si la recuerda. Éste responde que la puede ver perfectamente y empieza a describirla con detalle. Tras tanto tiempo y tantas desgracias, sigue permaneciendo imborrable en sus mentes el recuerdo de los rostros de aquellos felices e inocentes, rostros de unos niños aún inconscientes del futuro que les esperaba.

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