Viendo La Pelirroja (1941) de Raoul Walsh me hice la pregunta de qué implicaciones tiene a nivel de narrativa un recurso bastante usual en la historia del cine como es el explicar toda una película a través de un flashback, algo en lo que quizá no nos hemos parado a pensar lo suficiente (o al menos yo no). Veamos qué sucede en este caso: estamos en el Nueva York de principios de siglo XX y tenemos a Biff Grimes, un dentista gruñón excelentemente interpretado por James Cagney que se lamenta ante su amigo Nicholas de los pocos clientes que tiene, y se pregunta si será porque ha trascendido en el barrio que estuvo en la cárcel. Su mujer Amy (Olivia de Havilland) le insiste en que se prepare para dar un paseo juntos como cada domingo, pero sucede algo inesperado: le llaman para que atienda a un importante cliente que tiene un dolor de muelas insoportable y que ha probado con todos los dentistas de la ciudad en vano al ser un día festivo. Pese a que Biff pensaba negarse por principios, al final acepta atraído no por la generosa suma de dinero que le prometen a cambio sino porque dicho cliente es ni más ni menos que Hugo Barnstead, un antiguo amigo al que odia en parte porque le quitó a la mujer de la que ambos estaban enamorados, Virginia Brush. Llegados a este punto, el filme nos explica en flashback lo sucedido entre Biff, Hugo y Virginia mientras esperamos a que Hugo acuda a librarse de esa dolorosa muela sin conocer la identidad del dentista que le va a atender.
Deténgamonos aquí. ¿Qué implicaciones tiene narrar esta película de esta forma? Ni más ni menos que cuando conozcamos la historia de Biff nosotros sepamos antes que él lo que va a suceder. Que cuando veamos a ese joven Biff lleno de iniciativa y esperanzas nosotros sepamos que le espera un futuro poco esperanzador en que acabará teniendo un ruinoso consultorio de dentista. Que cada vez que contemplemos los torpes (y por ello encantadores) intentos de Biff por filtrear con Virginia sepamos que no está destinado a emparejarse con ella. En definitiva, el guion está impregnado desde el inicio de un tono melancólico, porque aunque hay un elemento de suspense en la narrativa (queremos saber cómo acabó en la cárcel y por qué odia tanto a Hugo) nosotros no compartimos las esperanzas de Biff hacia un futuro brillante en que se lleve a la chica, sabemos que va a fracasar.
Es curioso como tantos directores americanos clásicos han sabido emplear tan bien este recurso del flashback para darle un tono melancólico a una historia que en realidad por la forma como está narrada no nos lo parecería tanto si se desarrollara toda en presente (me vienen a la mente el John Ford de El Hombre que Mató a Liberty Balance (1962) o Henry King, que no casualmente se movían a menudo en géneros como el western o la americana que de por sí suponen una mirada a un pasado mítico – ¿o no tanto? – perdido). Lo que hace que nos resulte melancólica es esa mirada hacia atrás, evocar a esos personajes cuando avanzaban hacia un futuro en el que creían y no eran conscientes de que no lograrían sus metas, o al menos no tal y como imaginaban. Lo interesante de esta estrategia es que eso hace que el director no se vea en la necesidad de enfatizar el tono dramático de la narración. Al contrario, que sea incluso procedente evitarlo: somos nosotros los que vemos con nostalgia esas imágenes.
La historia tiene como base una obra de teatro titulada One Sunday Afternoon que ya fue adaptada en el cine en 1933 con el título en español de La Mujer Preferida con Gary Cooper como protagonista (lo que ya de por sí me supone un problema: ¿quién rayos se va creer una historia en que otro hombre le quita la chica… a Gary Cooper?). No he visto dicha versión pero no goza de muy buena fama, de hecho se ve que Jack Warner se la hizo ver a su jefe de producción de cara a preparar La Pelirroja para que tomara nota sobre lo que no tenía que hacer. Pero no había que preocuparse, porque con el sólido guion de los hermanos Epstein, un Raoul Walsh en su edad de oro y un reparto sobresaliente tanto en los papeles principales como secundarios, el resultado no podía fallar.
Puede parecer curioso de hecho que Walsh citara este filme como el favorito de su carrera en lugar de otras películas más representativas suyas con un estilo más de acción, pero en realidad me parece una decisión comprensible. Se nota que el director se siente cómodo con el tono de la película, que no apuesta abiertamente ni por la comedia ni el drama, más bien un ambiente muy deudor de la americana con una evocación idealizada de esa América de principios de siglo que al cineasta le debía traer recuerdos de juventud.
Uno de los temas que trata el filme con bastante acierto es la evolución de ciertas convenciones sociales con el cambio de siglo, que se ponen de manifiesto en el contraste entre Virginia y su amiga Amy. La primera (una magnífica Rita Hayworth), el objeto de deseo de los dos amigos, es una chica coqueta que tiene buen corazón (eso es algo que se verá a medida que avance el filme) pero que resulta demasiado superficial y apegada a las líneas de comportamiento que se esperan de una dama. Amy en cambio es una mujer trabajadora que dice simpatizar con las sufragistas y odia las convenciones de género, como no poder reconocer abiertamente que el encuentro de ella y Virginia con los dos amigos fue algo pactado y no casual, no poder responder a los guiños que le hacen los hombres y, en general, no poder expresarse abiertamente cuando un hombre le interesa y, por qué no, besarlo simplemente por el placer de disfrutar del beso. En otras palabras, Amy pretende algo tan chocante como que una mujer manifieste su deseo sexual, y lo más divertido de todo es que esta idea choca tanto a Biff, un tipo dispuesto a pelearse con cualquiera, que le acaba asustando.
Desafortunadamente el guion desaprovecha esta idea tan interesante cuando más adelante sabemos que lo de Amy es pura pose y que al final no es tan valiente ni moderna como pretendía… aunque en su fuera interno le gustaría serlo. De hecho uno de los pocos detalles que se le podría reprochar a la película es que no acabe de explotar más a fondo un personaje tan interesante como el de Amy, cuya fuerte personalidad no acaba teniendo tanto peso en la trama como nos gustaría.
Una de las cosas que más me gustan de La Pelirroja es la idea de que el amor es algo que a veces nace con el tiempo, incluso después de que dos personas lleven un tiempo juntos… ¡o incluso después de haberse casado! La historia contrapone la visión clásica e idealizada del amor (Virginia) con la más práctica (Amy) y no se nos oculta que en el fondo Virginia será siempre para Biff su mujer soñada. Amy es en cambio la compañera perfecta, y lo que descubrirá Biff es que a largo plazo es preferible eso a una esposa más bonita y coqueta. Pero curiosamente no es hasta cuando sale de la cárcel después de cinco años que nos parece que Biff realmente acaba enamorándose de su esposa o que, al menos, se comporta como si lo estuviera. Hasta entonces Amy había sido el plan B, la chica a la que recurrió por despecho al saber que Virginia se había casado con su mejor amigo y, sí, con la que se nota que tiene cierta complicidad en la escena hogareña que se nos muestra, pero no notamos amor estrictamente hablando por su parte.
El desenlace afortunadamente tampoco opta por un final feliz facilón. Es cierto que Biff consigue una pequeña venganza a costa de Hugo, y que él y Amy acaban formando una buena pareja. Pero para ser un filme del Hollywood clásico me resulta sorprendente que Hugo no pague realmente por su traición a su amigo, que Biff al final de la película siga igual de pobre que siempre pese a haber sido el personaje más honrado de todos y que, al fin y al cabo, la chica con la que se queda ni siquiera es la que da título a la película. Obviamente se nos camufla cierta apariencia de happy end a través del recurso del cine populista que esgrime que los ricos en realidad no son felices y que los pobres viven mucho mejor en su situación humilde (un principio del que alguna vez me gustaría constatar su veracidad aun a riesgo de acabar siendo realmente más infeliz con una modesta fortuna), pero no nos engañemos, si Biff al final parece conforme con su humilde trabajo de dentista y con Amy es porque en realidad no le queda otra alternativa.
Pese a no ser una película muy representativa del cine de Walsh, sí que podremos ver en ella muchas de sus marcas de estilo, desde el estilo tan fluido (que nos demuestra que si sus películas pasan volando no es necesariamente por pertenecer a géneros de acción sino mérito del director) a algunos recursos típicos suyos como esa visión tan marcada de la masculinidad en que los hombres están continuamente solucionando sus diferencias a puños sin que eso quiera decir que sean mala gente. ¿Qué ha sido de esos viejos tiempos en que podías provocar una saludable y festiva pelea sin riesgo a ser denunciado? Walsh por otro lado opta muy inteligentemente por dejar mucho espacio a los actores para que se luzcan, incluyendo secundarios como Alan Hale (el impagable padre de Biff). Pero el gran protagonista del filme es ese actor todoterreno llamado James Cagney. Pocas veces lo he visto tan bien y tan polifacético como en este filme: emana esa vitalidad y fuerza tan propias pero también con una faceta vulnerable que éste mantiene oculta, ese orgullo herido de tipo duro que pretende que no le importa su mala suerte. No es de extrañar que éste la considerara también una de sus películas favoritas.
Por último no puedo dejar de mencionar los detalles de guion que hacen referencia a los cambios en la sociedad vinculados con el cambio de siglo, desde elementos más vistosos (los automóviles reemplazando los coches de caballos) a otros más sutiles relacionados con el día a día. En ese aspecto es impagable la cena en casa de Hugo, convertido en un patoso nuevo rico, en que les ofrecen un plato exótico que es toda una novedad: unos spaghetti que no tienen ni idea de cómo comer. Y eso sin olvidar la gran novedad de la iluminación eléctrica, de la cual Hugo fanfarronea hasta que saltan los fusibles y entonces espeta confuso en la oscuridad «Le dije a Tom Edison que esto nunca funcionaría«. Afortunadamente el tiempo le dio la razón a Tom Edison.