A veces sucede que, por una feliz coincidencia, algunos grandes directores finalizan sus carreras con una película que resulta perfecta como testamento cinematográfico por su temática o estilo, como es el caso por ejemplo de John Huston y la preciosa Dublineses (1987). Pero lo más frecuente es que esa película que sabemos que sin duda habría sido una despedida perfecta para su autor resulte no ser la última. Muchas veces los directores veteranos se niegan a retirarse definitivamente y no pueden evitar la tentación de llevar a cabo otra obra más. Otras veces simplemente no es algo premeditado por el propio director y ese magnífico epitafio para ellos no es más que otra obra de su carrera. Sea como sea, éste es sin duda el caso de El Diablo Dijo No, que aunque cronológicamente no sea la última película de Lubitsch, casi se podría considerar como su film de despedida, el cierre de su fantástica y larga carrera en el mundo del cine.
Hay varios motivos que le llevan a uno pensar eso. En primer lugar está el mismo punto de partida de la película, en que el protagonista muere y repasa los hechos más importantes de su vida. En segundo lugar, se trata de un film que recopila algunos de los temas más frecuentes de su director. Finalmente, hay un marcado sentimiento nostálgico que impregna sobre todo el último tramo de la película y que le da un tono melancólico poco habitual en el cine de Lubitsch.
El film se inicia con la llegada al infierno del envejecido protagonista, Henry Van Cleve, quien está tan convencido de que no le aceptarán en el cielo que ni se ha molestado en probar suerte ahí. Sin embargo, el Diablo no conoce la razón por la que Van Cleve deba ir al infierno, así que le pide que le cuente la historia de su vida para poder juzgar si debe entrar o no. A partir de aquí se inicia un relato en flashback de la biografía de Henry Van Cleve centrado en su relación con las mujeres.
El Diablo Dijo No es una película que recupera algunas de las características típicas de la obra de Lubitsch que éste había dejado un poco de lado en sus últimos films. Aquí vuelve a recurrir a los ambientes de clase alta característicos de sus comedias de principios de los años 30 que tuvo que reemplazar en las maravillosas El Bazar de las Sorpresas (1940) o Ser o No Ser (1942) por personajes de clase media. Así mismo, vuelve a recurrir a un protagonista marcadamente mujeriego, encantador, amoral y poco heroico. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de sus obras, ésta no solo está ambientada en Estados Unidos sino que abriga una intención de tener un tono típicamente americano.
Uno de los aspectos más curiosos y que más alarmó a los productores en su momento es el hecho de que prácticamente no hay argumento. La trama se basa simplemente en los hechos más remarcables de la vida del protagonista, pero no hay un conflicto central que vertebre la historia o una meta perseguida por Henry Van Cleve a lo largo de todo el metraje. El objetivo que perseguía Lubitsch cuando adaptó muy libremente la obra de teatro original junto a su guionista habitual Samson Raphaelson era que el público se encariñara con el personaje. A partir de ahí no habría problema en narrarles en casi dos horas una vida que pese a estar llena de amoríos no cuenta con grandes hazañas sorprendentes.
Como no podría ser de otra manera con Lubitsch, la vida de Henry Van Cleve nos es narrada a través de su relación con el amor comenzando por la divertida escena en que su madre y su abuela disputan por cuidarlo y acaban dejándole abandonado mientras se pelean. El momento más importante y que seguramente era especialmente importante para el director llega cuando un adolescente Henry es instruido en las nuevas reglas que rigen el mundo sexual de su época por una criada que, cómo no, es francesa. El joven le confiesa apesadumbrado que se ve obligado casarse con una chica porque la besó en un impulso y, claro está, si sus padres se besaron para después contraer matrimonio, él debe hacer lo mismo. La coqueta criada entonces le abre los ojos: está viviendo en otra época en la cual no es necesario casarse con todas las chicas que bese, lo que significa no sólo no casarse con ella sino poder perseguir a todas las jóvenes que quiera. Esta revelación supone el despertar sexual de Henry que marcará el resto de su vida así como la confirmación de que las antiguas reglas sexuales del pasado iban desvaneciéndose.
Henry se verá entonces en continuo conflicto con sus padres, quienes no entienden ni aprueban su lujurioso estilo de vida, pero será admirado por su abuelo, el cual contempla feliz cómo su nieto está haciendo lo que él siempre quiso y no pudo. En contraste a Henry, se encuentra su repelente primo Albert, que acumula todas las virtudes y valores que él no tiene.
A partir de aquí nos encontramos con los ingredientes típicos del cine de Lubitsch, el experto en tratar temas sexuales e infidelidades con una sutileza y elegancia únicas. Pero aún así, en este film el director alemán enseña al espectador aún menos de lo habitual y sabemos de las hazañas de Casanova del protagonista por boca de los personajes pero no visualmente, como sí sucedía en películas anteriores donde mostraba de forma deliciosa todo el proceso de seducción. Aquí más que concentrarse en sus dotes de Don Juan, prefiere dejar esa faceta de lado tratándola como una característica del personaje y no como el centro del film.
Así pues, aquí podemos disfrutar de algunas de las estrategias harto conocidas de Lubitsch como recurrir a la insinuación (en la escena final una atractiva enfermera entra en la habitación de un envejecido Van Cleve después de que él haya tenido un sueño en que bailaba con una bella rubia el vals de «La Viuda Alegre», momento en que Lubitsch prefiere dejar la cámara fuera y hacer que suene el vals, el resto es fácil de imaginar), los intercambios de identidades y las confusiones derivadas de ello (Henry seduce a Martha haciéndose pasar por un empleado de una librería, para luego descubrir que es la prometida de su primo) y el uso de objetos como elementos dramáticos (cuando un anciano y viudo Henry pide a su hijo que contrate a una joven para que lea por él y le haga compañía cambia de opinión al coger accidentalmente el libro que le unió a su adorada Martha).
A nivel humorístico no es una de sus comedias más graciosas pero sí que tiene algunos momentos realmente inspirados como la escena del desayuno de los Strable, un patético matrimonio que nada en la abundancia y se pasan el día peleándose. Mientras desayunan, a Mr. Strable se le antoja leer el cómic que está hojeando su mujer, pero como es demasiado orgulloso para pedírselo llama a un criado para que se lo dé. El criado, que parece ya versado en estas trifulcas matrimoniales, intenta dialogar con las dos partes ya que éstos no se dirigen la palabra mutuamente. Al final Mrs. Strable le desvela cómo acaba la historia que tanto ansía leer su marido, y éste se pone furioso. Lubitsch alarga esta pequeña viñeta cómica que otro director habría tratado como un simple pequeño gag apoyándose en los personajes y en sus deliciosos diálogos.
Sin embargo, uno de los pocos inconvenientes que le encuentro a la película es que Don Ameche no acaba de convencerme como protagonista. Hace un buen papel pero no es especialmente carismático y sin duda habría sido mejor contar con Rex Harrison o Fredrich March, que son los actores que el director tenía en mente. A cambio, el plantel de secundarios funciona perfectamente, destacando a la preciosísima Gene Tierney. La ternura y cariño que transmiten Tierney cuando encarna a una envejecida Martha es una de las cualidades más irresistibles de la película.
Aún siendo una excelente película, El Diablo Dijo No no llega a ser perfecta del todo, y algunas escenas se habría agradecido que Lubitsch las hubiera aligerado un poco en beneficio del conjunto. Eso es especialmente notorio en el último segmento, ya que cuando Henry ha encontrado la estabilidad que buscaba en Martha desaparece cualquier conflicto importante y eso repercute en el ritmo del film. La historia sigue siendo deliciosa y conmovedora, pero se nota la ausencia de un tono más humorístico y de un conflicto que mantenga al espectador en tensión.
A cambio, Lubitsch rueda algunas de las secuencias más bonitas y melancólicas de su carrera. En las últimas escenas entre Henry y Martha se nota el cariño que siente Lubitsch hacia sus personajes y lo contagia a los espectadores. El humor frívolo y los divertidos adulterios momentáneamente desaparecen y el director se concentra en la felicidad de ese matrimonio perfecto. Después de tantos años mostrándonos a decenas de personajes infieles que viven el amor despreocupadamente, de repente Lubitsch al final de su carrera se detiene ante un matrimonio feliz y adorable al cual filma con respeto y ternura.
Como señalé al principio, aunque cronológicamente es su penúltima obra, dudo que exista una mejor manera de acabar la filmografía de Lubitsch que ésta: la reconciliación final del director con la institución del matrimonio, con una pareja que se quiere honestamente y es feliz, el último de toda una serie de Casanovas atractivos y despreocupados que acaba sentando la cabeza, la muerte en manos de una preciosa enfermera mientras sueña con bailar con ella el vals de La Viuda Alegre… Definitivamente, El Diablo Dijo No es el mejor testamento que Lubitsch ha podido dejar como culminación a toda una vida consagrada al cine.
Lubitsch es amor.
Muy bueno su analisis. Discrepo en cuando a Don Ameche. Yo lo veo estupendo en ese personaje de mujeriego, digamos, contenido. Es seductor, atractivo, encantador, en fin, que logra que empatizemos con él, lo que el director quiere. Y la pelicula es estupenda, con dialogos cargados de ironia. La he visto en 2015, o sea 70 años despues de su realizacion y me parece una joya.