Ernst Lubitsch

Especial décimo aniversario: El Bazar de las Sorpresas [The Shop around the Corner] (1940) de Ernst Lubitsch

Este post forma parte de un especial que el Doctor Mabuse ha preparado para celebrar el décimo aniversario de la fundación de este gabinete cinéfilo. Podrán ver más detalles y la lista de películas escogidas en el siguiente enlace.

Hay películas cuya magia reside en la capacidad de sus autores de haber sido capaces de crear un pequeño universo que nos acabe resultando totalmente familiar a los espectadores, conseguir que en hora y media creamos conocer a todos sus personajes, que los veamos como seres de carne y hueso con vida propia. Puede parecer una obviedad pero no es nada fácil: sintetizar en 90 minutos los diálogos y las acciones precisas que nos permitan formarnos una idea completa de su personalidad y su vida más allá de las escenas que tienen lugar en la pantalla, seleccionar adecuadamente a los actores que los encarnen, crear una puesta en escena adecuada que dote de credibilidad a todo ello… Todo ello implica un laborioso trabajo para que el resultado final funcione, y pocas películas lo logran de una forma tan magistral como El Bazar de las Sorpresas (1940) de Ernst Lubitsch, calificada por el propio cineasta como la mejor obra que jamás había hecho.

Situada en Budapest, la película narra el día a día de los empleados de una tienda llamada Matuschek y Compañía. Entre ellos destaca Alfred Kralik, que pese a su joven edad es el jefe de vendedores y el hombre de confianza del dueño del establecimiento, Hugo Matuschek, que se permite favores como llevarle a cenar a su casa. Un día llega a la tienda Klara Novak, una joven que consigue un empleo en la tienda y hacia la que Alfred enseguida siente una franca antipatía. Poco sospecha que en realidad Klara es una mujer con la que lleva tiempo carteándose y a la que fantasea con conocer un día.

El Bazar de las Sorpresas es una de esas obras en que resulta totalmente visible la voluntad de sus creadores de concentrar en todo el metraje un pequeño universo como es en este caso la «familia» de Matuschek y Compañía. El guion es especialmente hábil al concentrar la acción en los empleados de la tienda dejando totalmente fuera a los personajes ajenos a este universo (nunca vemos a la señora Matuschek pese a su importancia en la historia, ni la vida de los personajes en sus hogares), pero al mismo tiempo consigue a través de los diálogos que en unas pocas pinceladas nos hagamos una idea de cómo son y qué preocupaciones tienen fuera del trabajo. En otras palabras, éstos parecen seguir viviendo cuando les perdemos de vista. Eso queda especialmente claro en el personaje secundario que encarna Felix Bressart (típico secundario del Hollywood clásico que habrán visto en multitud de películas de la época), Pirovitch, que en la tienda es el mejor amigo de Alfred. Tanto la excelente interpretación de Bressart como sus diálogos hacen que enseguida visualicemos a ese hombre apocado, tímido, sencillo, asustadizo pero de buen corazón; que se esconde en el trabajo cada vez que el jefe pide a sus empleados su opinión sobre algo o está de mal humor, pero que al mismo tiempo el único momento en que se atreve a confrontarlo es cuando cree que se ha cometido una injusticia con su amigo. Es un personaje indudablemente divertido (en cierto momento en que Matuschek echa la bronca a los empleados por no querer quedarse a hacer horas extras esa noche y Perovitch recibe una inoportuna llamada de su mujer que despacha rápidamente con un forzado «Esta noche no podremos ir a cenar como estaba previsto, ¿no es genial?») pero que no se queda simplemente en caricatura, sino que resulta vivo y creíble.

En el otro sentido está el personaje de Vadas, un hipócrita y pelota que resulta sumamente repelente al resto de personas, pero al cual en realidad no tenemos nada que reprocharle. Simplemente se muestra demasiado amable y empalagoso, y en ciertas ocasiones se le nota el afán por enredar las cosas en su beneficio, pero en ningún momento le vemos adquirir el rol de antagonista de la historia; en el fondo no es más que un pobre diablo pretencioso e hipócrita.

Al centrar la mayor parte de la acción en la tienda y hacer que conozcamos de la vida privada de los personajes a través de ese espacio, no solo se nos está remarcando la importancia que tiene nuestro lugar de trabajo en nuestras vidas (al fin y al cabo es donde mucha gente pasa la mayor parte del tiempo) sino que además permite explorar la idea de lo diferente que puede ser la vida privada de las personas respecto al rol que tienen en la esfera pública. La premisa de hecho se basa en eso: Alfred y Klara se aborrecen en el trabajo, pero en paralelo se han escrito cartas de amor donde han abocado sus verdaderos sentimientos. Cuando Pirovitch le descubre a Alfred que la mujer misteriosa con la que ha concertado su primera cita es Klara, el primero se muestra incrédulo e inicialmente piensa en no presentarse, pero entonces Pirovitch inquiere que después de todo ella escribió las cartas. Y lo mismo es cierto en la inversa: cuando Alfred juguetea con Klara preguntándole por su cita, ésta le dice que jamás entendería al hombre al que está esperando porque está en otra esfera respecto a él y no podrían ser personas más diferentes.

Tras haber mencionado todas las virtudes del guion, creo que es de justicia hacer una mención especial a Samson Raphaelson, uno de esos nombres que sin duda resultarán desconocidos para la mayoría de cinéfilos pero que es en gran parte el responsable del éxito de muchas de las obras maestras de Lubitsch. De igual modo que parece que el nombre de Frank Capra ha acabado eclipsando al de su principal guionista, Robert Riskin, el de Lubitsch parece haber oscurecido el de Raphaelson, y en ambos casos hay que reconocer que las grandes obras de ambos cineastas deben muchísimo al trabajo de sus respectivos escritores. Habrá quizá quien replique que tanto Capra como Lubitsch supieron hacer grandes películas sin ellos demostrando su talento innato, pero innegablemente las contribuciones de sus guionistas fueron demasiado importantes como para no tenerlas en cuenta.

Sin ir más lejos, el guion de El Bazar de las Sorpresas es uno de esos que podría estudiarse en las clases de escritura de cine: construido de forma impecable, repleto de diálogos inolvidables con réplicas muy divertidas, con personajes llenos de humanidad… es todo lo que debería tener un buen guion clásico. Resulta admirable la forma como Raphaelson va moviendo las diferentes subtramas entrelazándolas entre sí al mismo tiempo que nos va transmitiendo más información sobre sus personajes, pero de una forma tan natural que parece engañosamente fácil. Tal es así que se puede permitir la elegancia de descubrir la identidad de la misteriosa chica con la que se cartea Alfred sin ningún tipo de énfasis o golpe de efecto.

Por destacar una escena que me conmueve especialmente a nivel de guion, me parece magnífico ese instante hacia el final de la cinta en que Matuschek se ha reconciliado con sus empleados en la víspera de Nochebuena y se queda esperando en la puerta a que salgan. ¿Qué sucede? El buen hombre, pese a ser el más adinerado de todos, no tiene con quien pasar una noche tan especial, pero en vez de decírselo directamente a sus empleados, para ocultar su patética situación les lanza comentarios vagos con los que tantea el terreno: a uno le pregunta si va a tener muchos invitados en Nochebuena (ante la respuesta de que harán algo íntimo, Matuschek entiende que no puede autoinvitarse) y a otro más joven le pregunta si la pasará con sus padres (en realidad va a compartirla con un ligue). No hay sombra de patetismo, simplemente ésta va consultando a cada uno de buen humor ocultando el motivo secreto que nosotros sabemos, ya que antes le hizo la propuesta directamente a Alfred (el único con el que tiene suficiente confianza). Y entonces sale el nuevo chico de los recados a quien apenas conoce, y al saber que tampoco tiene a nadie con quien celebrar la Nochebuena le invita a una opulenta comida. Nosotros respiramos aliviados. Al final todos los personajes de alguna manera consiguen solucionar sus problemas sin salir del espacio de la tienda.

Pero tras haber reivindicado como merece al señor Raphaelson no nos olvidemos de nuestro hombre: Herr Lubitsch. Porque aquí vuelve a demostrarnos lo gran director de actores que era, y si además está ayudado de una magnífica pareja protagonista como es el infalible James Stewart (desde el principio el único que Lubitsch y Raphaelson se plantearon para encarnar a dicho personaje) y una Margaret Sullavan llena de carácter, el resultado no podía fallar. Pero además, aunque esta vez reemplaza los ambientes sofisticados por un entorno más popular, donde las puertas cerradas que esconden pequeñas indiscreciones no son tan necesarias, sigue habiendo sitio para pequeños toques Lubitsch como ese plano de la estafeta de correos en que únicamente vemos un casillero y una mano enguantada rebuscando en su interior: es Klara buscando la carta que nunca llega de su amante, no hace falta más que un plano de una mano y un fugaz plano de su rostro abatido tras el casillero para darnos a entender todo.

Lubitsch tiene en su haber un buen número de grandísimas películas, pero siempre sintió una especial predilección por El Bazar de las Sorpresas, algo que se nota en el tono de la película. Resulta muy interesante esa preferencia por una obra aparentemente tan pequeña viniendo de alguien que ha realizado otras más importantes y gigantescas, pero al mismo tiempo demuestra el enorme valor que puede tener un filme más modesto pero impecablemente realizado. Es uno de esos filmes en que se percibe el cariño que sus creadores han puesto en sus personajes y el cuidado que hay en todo tipo de detalles de puesta en escena y de guion. No queda prácticamente ni rastro de ese toque mordaz y en ocasiones cínico del antiguo Lubitsch, pero al mismo tiempo las mejores cualidades de su cine siguen estando presentes.

Ángel (1937) de Ernst Lubitsch


Imaginen una película que parte de la siguiente premisa: una mujer casada, aburrida de su marido (un diplomático inglés de enorme prestigio) decide escaparse a París mientras éste está de viaje y tiene una breve aventura con un apuesto galán durante una inolvidable noche. La mujer vuelve a casa, pero él no puede olvidarla. Tiempo después, su marido trae a casa como invitado a un nuevo amigo que ha hecho, un hombre encantador que está embelesado todavía por una mujer que conoció en Francia. ¿Adivinan de quién se trata?

Y aquí es donde entra en juego la maestría de sus creadores, porque lo que Ernst Lubitsch y el guionista Samson Raphaelson consiguen es que una historia tan manida y poco atrayente acabe siendo una pequeña maravilla bajo el título de Ángel (1937), seguramente un Lubitsch menor, pero es que un Lubitsch menor siguen siendo palabras mayores.

¿Cómo consiguen Lubitsch y Raphaelson extraer una película interesante que aun hoy día resulta atractiva a partir de un argumento tan tópico? De entrada es de justicia reconocer que se apoyan en la inigualable presencia de su protagonista, Marlene Dietrich, seducida por el galán Melvyn Douglas pero por desgracia casada con Herbert Marshall, actor británico de perenne expresión adormilada  con el cual la Dietrich se empeñaba en emparejarse en esa época – véase La Venus Rubia (1932) de Josef von Sternberg. Tenemos pues un adulterio, un atractivo amante que no está dispuesto a dejar escapar a esa mujer y un buen marido (aburrido como una ostra pero buen tipo al fin y al cabo, no en vano su trabajo es ni más ni menos conseguir que los países del mundo no se peleen entre ellos – sí, tal cual suena) al que ella no quiere decepcionar. El drama está servido.

Pero aquí es donde entra en juego la maravillosa sutileza y el buen gusto de Lubitsch y su guionista estrella, que evitan de forma persistente caer en los golpes de efecto fáciles que uno esperaría de un melodrama así. Cuando en su salida nocturna ella se arrepiente de haber cometido adulterio y decide dejar tirado a su conquistador, la cámara no nos muestra cómo ella huye ni la cara de decepción de él. Lubitsch, el gran maestro del fuera de campo, deja la cámara en la vendedora de flores que acaba de venderle a él un ramo y deja que intuyamos por su expresión y los gritos de él fuera de plano lo que está sucediendo. Finalmente la mujer se acerca y recoge el ramo del suelo, lanzado por ese amante despechado. Y he aquí el pequeño detalle para rematar la escena: lo limpia un poco y vuelve a ponerlo en su caja de flores. Después de todo lo que ha sucedido no es cosa suya y tiene que hacer negocio.

Más adelante tiene lugar el temido reencuentro entre amantes con el marido cornudo que ignora lo sucedido como maestro de ceremonias. Pero Lubitsch persiste en evitar los grandes golpes dramáticos: ella adivina quién es él antes de que venga a casa a comer, y en cuanto a éste, descubre la identidad de la esposa de su amigo antes de encontrarse con ella, gracias a un retrato suyo… pero fíjense, ¡Lubitsch no filma su expresión cuando se acerca a mirar la fotografía y descubre que dicha mujer es la misma a la que sedujo en París! Porque lo que le interesa a Lubitsch no es tanto ese momento de gran impacto emocional como el juego de falsas apariencias que tiene lugar a continuación: ambos ocultando su secreto bajo una apariencia de perfecta cortesía, ella negándose a tocar la melodía de piano que los dos asocian a aquella noche pese a la insistencia de su marido (que le oyó previamente tocar esa canción sin conocer su significado y que le pide que la toque para su invitado) y finalmente pidiendo a su invitado que describa a la misteriosa mujer de su historia con todo tipo de detalles físicos, un desafío en toda regla del que él sale airoso.

Y en cambio, no por ello deja el guión de darnos a entender la terrible tensión que están sufriendo los dos bajo esa apariencia de cortesía. Pero lo hace una vez más con un recurso lleno de sutileza y humor: a través de la conversación de los criados de la cocina y de la forma como examinan los platos de comida. El hecho de que la señora no haya probado bocado y el invitado haya troceado la carne pero sin comerla lo interpretan como que la comida no ha gustado, pero nosotros entendemos lo que significa. Este tipo de recursos que sirven de gag pero también para describirnos de forma tan ingeniosa lo que le sucede a los personajes son los que engrandecen los guiones de Raphaelson para Lubitsch.

De hecho, aunque no se trata de una comedia, el guión no deja de ofrecernos ingeniosos detalles humorísticos que muestran el mundo de la hipocresía y de las falsas apariencias en que se mueven los personajes. Cuando nuestro galán conoce al personaje de la Dietrich, la confunde con una duquesa que se dedica a un servicio de «damas de compañía» de alto nivel (ay, los tiempos de la censura Hays, no obstante no hace falta ser un genio para conocer la índole de dicho negocio) a quien un amigo describió como anciana y obesa, una descripción que no encaja nada con la mujer que tiene ante él. Más adelante, cuando conoce a la duquesa real, éste le espeta que es tal cual la había descrito su amigo, algo que ella se toma como un halago pero que para nosotros es un puro gag dada la terrible descripción que dio antes. Del mismo modo, la pequeña historia del mayordomo que se empareja con una jovencita también sirve para descubrir como incluso en el ámbito de los criados y mayordomos existen también clases: mientras pasean en el hipódromo y él saluda a todos sus conocidos, ella se asombra de que esté tan bien relacionado y conozca a tantos mayordomos de gente ilustre.

Pero más allá de estos deliciosos detalles, la grandeza del guión y la gran baza a favor de Ángel es la elegancia con la que afronta este tenso triángulo amoroso. Y sobre todo la sinceridad con que se nos plantea esta relación: la evidencia de que, al margen de lo que escoja (y, si estamos algo puestos en cine clásico, sabremos que escogerá lo que exigirá el código de censura de la época, y no lo más lógico), la opción Melvyn Douglas será sin duda la que le hará más feliz y la de Herbert Marshall la que le aportará una estabilidad tranquila y amuermada. Cuando al final ella toma su decisión no hay declaraciones de amor, ni reconciliaciones ni siquiera el clásico beso final. Ella simplemente se va con el hombre que ha escogido y sale con él. Somos nosotros como espectadores los que entendemos a partir de todo lo que hemos visto lo que conlleva esa decisión. Cómo admiro de Lubitsch y Raphaelson esa delicadeza y esa fina sensibilidad para darnos a entender tanto con tan poco, a base de pequeños detalles de guión y fueras de campo. Ciertamente no creo que seamos lo suficientemente conscientes de la suerte que hemos tenido de disfrutar del cine de un director tan ingenioso y elegante como Herr Lubitsch.

El Príncipe Estudiante [The Student Prince in Old Heidelberg] (1927) de Ernst Lubitsch

Ernst Lubitsch fue uno de los primeros cineastas europeos de renombre que emigró a Hollywood para continuar ahí su carrera. Afortunadamente, supo adaptarse a la perfección haciendo el tipo de cine que los grandes estudios esperaban de un emigrante como él: un cine con ese toque europeo que se suponía que solo alguien proveniente del viejo continente sabría crear (aún cuando en muchos casos ni los propios cineastas europeos acababan de entender qué se esperaba realmente de ellos). Es decir, Lubitsch se encargó de dar forma a esa visión idealizada de Europa que tenían los americanos, una fantasía romántica y encantadora, con países de nombres inventados en que los nobles vivían fascinantes intrigas amorosas.

El Príncipe Estudiante se sirve de esa fantasía para dar forma a una historia clásica: el príncipe o princesa que envidia los pequeños placeres de la vida cotidiana que les son negados a ellos por su condición y que no puede evitar querer infiltrarse entre el pueblo llano. El exponente más famoso de esta idea sería la obra maestra de William Wyler Vacaciones en Roma (1953), pero este film supone un interesante antecedente.

La película se inicia a partir de las frases que repite la gente del pueblo al ver al joven príncipe: «Debe ser estupendo ser príncipe«, lo cual contrasta con la existencia aburrida del joven Karl Heinrich que a su vez envidia la vida de esas personas humildes. Cuando al final de la película el príncipe es coronado rey después de haber renunciado a la mujer que amaba, saluda melancólico en un desfile mientras la gente comenta de nuevo lo maravilloso que es ser rey.

Y es que la película es ante todo un film sobre el deber, no solo sobre ser rey sino sobre madurar dejando de lado los caprichos de juventud. Por ejemplo, la primera vez que el príncipe conoce al juerguista grupo de estudiantes de Old Heidelberg, es acogido como uno más, un compañero de borracheras. Cuando vuelve tiempo después, esos mismos estudiantes le saludan estáticamente, manteniendo las distancias respetuosas con el monarca. Karl prefiere seguir siendo tratado como uno más emborrachándose con ellos, pero mientras que éstos ya han aprendido cual es su posición y el comportamiento que deben tener, el futuro rey todavía no sabe comportarse como tal.

Lubitsch a esas alturas ya era un experto director que sabía usar con gracia y soltura los recursos que le brindaba el lenguaje cinematográfico. No solo por su famoso «toque Lubitsch» sino por algunos detalles visuales muy bien pensados. Por ejemplo, la escena en que el príncipe aprueba el examen y su tutor y amigo Friedrich Jüttner intenta felicitarlo pero no puede al ponerse entre ellos un séquito de aduladores que se va haciendo tan extenso que Jüttner acaba teniendo que salir de la habitación. O el estatismo tan marcado de los amigos estudiantes de Karl en su segunda visita, que se mueven de forma ordenada y casi militar, respecto al alegre y caótico bullicio de su primer encuentro.

Un detalle curioso, hasta que no ha transcurrido una hora de película, no existe realmente ningún conflicto sólido. Y sin embargo, en esos 60 minutos la película ha ido circulando con fluidez y sin aburrir al espectador. Eso es posible gracias al trabajo de Lubitsch y sus guionistas pero también a los inspirados actores: el mexicano Ramón Novarro (famoso por ser el protagonista de la primera Ben-Hur) dando vida con gracia a ese príncipe inocente y encantador, muy al estilo de los personajes que interpretaba Harold Lloyd; una adorable Norma Shearer y el danés Jean Hersholt (uno de los protagonistas de la monumental Avaricia de Erich von Stroheim, quien por cierto iba a dirigir esta película) como el doctor Friedrich Jüttner.

La película no apuesta por la comedia pura y dura, sino más bien por un tono amable y divertido sin buscar los gags abiertamente, o al menos no de forma tan clara como en otras obras de Lubitsch – no quiere decir eso que no haya momentos claramente cómicos, véase por ejemplo la impagable escena en que los tres relamidos mayordomos intentan divertir al príncipe jugando a la pelota. La idea es más bien hacer que el público disfrute de sus personajes y de esa visión idealizada y encantadora Europa mostrada a través de un bonito y entrañable cuento.

Una de las mejores obras mudas de Lubitsch.

La Muñeca [Die Puppe] (1919) de Ernst Lubitsch

Lancelot es un joven sin mucho interés por el sexo contrario a quien su tío, el acaudalado Barón de Chanterelle, le promete toda su fortuna si se casa. Escondido en un monasterio para escapar de cualquier compromiso matrimonial, los avariciosos monjes le proponen que engañe a su tío casándose con una muñeca a tamaño real como si fuera una mujer de verdad.

En 1919 Lubitsch ya estaba haciendo méritos de sobras para ser considerado uno de los directores alemanes más importantes del momento, aunque por entonces no se le asociaba tanto a la comedia como a los grandes dramas suntuosos de época. La Muñeca sería un pequeño y agradable paréntesis en su carrera en ascenso, una película sencilla contada con vocación de cuento, algo que se nota ya en su sorprendente y entrañable prólogo en que vemos al mismo Lubitsch montando una casa de muñecas y el paisaje que le rodea para luego introducir en su interior dos muñecos. A continuación se ve un plano de la casa, de la que sale el protagonista, como si esos muñecos hubieran cobrado vida a manos de su creador.

Todo el film está impregnado de ese aire irreal y estilizado de cuento infantil: los decorados pretendidamente no realistas (por ejemplo, en una cocina podemos encontrar dibujadas en la pared las sartenes y cacerolas), los caballos interpretados por hombres disfrazados, los dibujos del sol y la luna… todo ello está creado de forma pretendidamente no realista pero manteniendo una estética de cuento, casi como si los personajes y espacios fueran dibujos que han cobrado vida.

Sin embargo Lubitsch estaba lejos de ser un director inocente, y combina gags típicos de película infantil con otros que insinúan ideas más bien adultas. Del primer tipo podemos destacar el protagonista empapado pidiendo al sol que le seque para a continuación achicharrarse hasta el punto de que sale humo de su cuerpo, o cuando Hilarius descubre consternado que Lancelot no se ha llevado una muñeca, sino a su hija, lo cual provoca que se le pongan todos los pelos de punta y le encanezcan súbitamente hasta que se soluciona el conflicto y recobran su color habitual.

Pero también podemos encontrar gags más adultos como esos avariciosos monjes que devoran su comida con una glotonería que resulta hasta desagradable y que además se quejan del hambre y necesidad que deben pasar. Tampoco debemos pasar por alto el miedo que tiene Lancelot al sexo, algo que de ninguna manera Lubitsch pasaría por alto ni en un cuento infantil. Su extremada inocencia y candidez infantil resultan cómicas cuando ha de enfrentarse a mujeres. Tampoco olvida el director de ninguna manera el componente erótico que supone tener una muñeca femenina a tamaño real, una mujer que obedece a las órdenes de uno, como se ve en la escena en que Hilarius busca deleitar a su cliente mostrándole su corte de muñecas, quienes se dirigen coquetamente a Lancelot y le rodean, provocando que éste se ponga nervioso y pida una muñeca menos atrevida.
Durante el film, Ossi (la hija de Hilarius) se hará pasar por la muñeca y no podrá evitar enamorarse de ese joven tan ingenuo con momentos tan divertidos como cuando quiere recostarse en su regazo en el coche de caballos y para ello finge haberse caído, lo que provoca obviamente la turbación de Lancelot. También resulta destacable la escena en que éste ha de cambiarla y ponerle el vestido de novia, instante que indudablemente resulta tan violento para él como para ella.

La película resulta divertida aunque las actuaciones del reparto hoy en día pueden antojarse un tanto grotescas y exageradas, sin embargo responden en realidad a las necesidades del tipo de comedia que representaban y que además encajan en este mundo fantasioso de cuento.
Los mejores momentos obviamente vienen de mano de Ossi y todos los problemas que pasa ella para disimular que es una persona real, así como su imitación de los movimientos de la muñeca, que tienen como momento culminante los instantes en que se pone a danzar, sin duda un auténtico precedente del baile al estilo robot.

Un film para contemplar disfrutando del encanto que tiene como cuento audiovisual que se desmarca de los films de época que Lubitsch estaba rodando. En todo caso podría enlazarse por el argumento y las situaciones de confusión más bien con sus futuras comedias de enredo.

La Viuda Alegre [The Merry Widow] (1934) de Ernst Lubitsch

La libre adaptación que hizo el maestro de la comedia, Ernst Lubitsch, de la opereta La Viuda Alegre no es solo una de sus mejores películas sino que es posiblemente la que mejor explota su estilo personal y ese «toque Lubistch» tan admirado por posteriores cineastas como Billy Wilder, su alumno más aventajado.

El film tiene lugar en el imaginario reino de Marshovia a finales del siglo XIX, donde su protagonista, el imparable seductor Conde Danilo, decide conquistar a una de las pocas mujeres del país que aún no han sucumbido a sus encantos: la joven y atractiva viuda Madame Sonia, que posee la mayor fortuna del país. Aunque la acaudalada viuda le rechaza, queda tan hechizada por los encantos del Conde que recupera las ganas de entablar relaciones con otros hombres y viaja a París, donde toda una serie de pretendientes se la disputarán.
En consecuencia, el rey Achmet y su consejo de ministros temerán que la viuda se case con un extranjero, puesto que entonces toda su fortuna se iría con ella y Marshovia caería en la bancarrota. Para poner remedio al problema, se enviará al Conde Danilo en misión especial para seducir a la viuda y así conseguir que su inmensa fortuna no salga del país.

A nivel de dirección probablemente sea uno de los trabajos más destacados del realizador alemán, que hace aquí una labor sencillamente extraordinaria sirviéndose de numerosos recursos narrativos muy ingeniosos que denotan una gran imaginación. Para ello Lubitsch contó con la ayuda de los ingeniosos guionistas Ernest Vajda y, sobre todo, Samson Raphaelson, con el cual tuvo una larga y exitosa serie de colaboraciones que incluirían joyas como Un Ladrón en la Alcoba (1932), El Bazar de las Sorpresas (1940) o El Diablo Dijo No (1943). Ambos guionistas simplificaron bastante su versión manteniendo los puntos esenciales y añadiendo a su antojo lo que creían necesario para dar forma al famoso toque Lubitsch.

Un ejemplo de la imaginación de los escritores y el director a la hora de servirse de recursos narrativos es la forma como se nos muestra la evolución de Madame Sonia al inicio del film. En primer lugar, Lubistch nos enseña su diario personal y, a continuación, nos da a entender cómo Madame Sonia es incapaz de quitarse al Conde Danilo de la cabeza enseñando las páginas siguientes al encuentro (en que ella escriba una y otra vez «Sigo olvidándole«) mientras vemos imágenes de la viuda intentando conciliar el sueño en vano.
El cambio que sufre Madame Sonia tras ese encuentro amoroso nos es enfatizado a continuación de forma muy clara mediante los contrastes de colores: en su mansión todo es blanco y resalta el color negro de su vestido, sus zapatos, sus sombreros e incluso su perro; después de conocer a Danilo todo el vestuario vuelve a ser blanco, incluso el perrito.

Sin embargo, el mayor punto fuerte del film es ese juego de falsas apariencias en que Lubitsch era un maestro. Aquí es donde creo que se muestra ese famoso «toque Lubistch» en su máxima expresión con sus sutilezas e insinuaciones. Las puertas de los suntuosos palacios a menudo sirven para ocultar lo que sucede pero al mismo tiempo no dejan dudas al espectador sobre lo que hay tras ellas, es decir, el director no muestra nada pero sabe cómo, al mismo tiempo, darnos a entender de forma clara lo que sucede en esas habitaciones. Los planos de puertas que se abren y cierran abundan en toda la película, puertas tras las cuales suceden todo tipo de hechos que no deben conocerse públicamente: seducciones, adulterios, engaños y oscuras tramas políticas.

Una muestra de la extraordinaria eficacia de este recurso. El obeso rey abandona su dormitorio para dirigirse a una importante reunión dejando ahí sola a su esposa. El guardia que custodia la puerta es el Conde Danilo. Cuando pierde al rey de vista, el Conde entra rápidamente en la habitación pero la cámara permanece fuera (no hace falta que nos muestre lo que sucede dentro, puesto que ya lo sabemos de sobra). Sin embargo, el rey ha olvidado su espada, así que vuelve a la habitación y le vemos entrar y salir con total indiferencia, por tanto deducimos que no ha pillado a la pareja de amantes. Sin embargo, al abrocharse el cinturón con la espada descubre que le va demasiado estrecho, piensa extrañado qué debe estar sucediendo y cuando parece comprenderlo vuelve a entrar furioso. Es la típica escena en que un marido engañado descubre un adulterio, pero sin embargo Lubistch la convierte en un momento memorable e ingeniosísimo. Para rematarlo, en mitad de la discusión deciden ponerse a reír forzadamente para que los criados no sospechen nada, haciendo aún más absurdo este momento.

A lo largo del film explotará este recurso continuamente. Cuando el Conde Danilo intenta seducir infructuosamente a Madame Sonia en el segmento final nosotros no veremos nada, sólo sabremos lo sucedido de boca del embajador Popoff que va narrando todo a su secretario para que redacte un telegrama. Dicha escena filmada no tendría gracia, pero de esta forma Lubistch consigue encontrarle un punto cómico centrándose en otro personaje y no en los protagonistas.

Otro de los principales pilares del film relacionado con las falsas apariencias son los cambios de identidad, en concreto por parte de Madame Sonia, que en su primer encuentro con el Conde Danilo en París en un cabaret se hace pasar por una cabaretera más. Aquí Lubistch juega con una premisa que luego sería absolutamente fundamental en futuras comedias clásicas: un personaje engaña a otro y los espectadores conocemos la situación, de modo que se crea suspense porque tememos que el arrogante Danilo espante a la mujer que debe seducir. En este caso resulta especialmente irónico porque la seduce fácilmente, pero al no conocer la identidad de ella, se va de la lengua y echa toda su misión por tierra debido a su fanfarronería.

La película goza de un ritmo prodigioso, sin ningún crescendo remarcable pero tampoco sin bajones. Los únicos instantes que en mi opinión rompen un poco ese ritmo son los breves fragmentos cantados que nos recuerdan el origen de la obra pero que a mí no me parecen especialmente memorables. Sin embargo para Lubitsch eran un componente importante del film, ya que fue él quien puso de moda estas operetas musicales que combinaban números musicales (en los inicios del sonoro cualquier excusa era buena para insertar canciones en una película) con argumentos de comedia. Afortunadamente los segmentos musicales no son excesivos y además resultan breves, de manera que no llegan a afectar al resultado final. Incluso se debe destacar el último de todos, el larguísimo baile que sirve como momento de lucimiento absoluto para Lubistch y para el coreógrafo del film, con momentos de una belleza visual intachable casi abstracta.

Resulta también significativo que ésta sería su última opereta, así como su última colaboración con el actor francés Maurice Chevalier, que era su actor fetiche para estas operetas y al que se le daban especialmente bien los papeles de seductor. No es por tanto gratuito decir que aquí terminó una importante etapa de su carrera para empezar otra en la que crearía sus mejores películas.
La Viuda Alegre afortunadamente fue un magnífico cierre de su primera etapa sonora y uno de los mejores exponentes del cine de Lubistch. Una divertida comedia sutil que resulta provocadora y discreta a la vez, y cuyo estilo tan elegante ha sobrevivido perfectamente al paso del tiempo.

El Diablo Dijo No [Heaven Can Wait] (1943) de Ernst Lubitsch

El Diablo Dijo No40
A veces sucede que, por una feliz coincidencia, algunos grandes directores finalizan sus carreras con una película que resulta perfecta como testamento cinematográfico por su temática o estilo, como es el caso por ejemplo de John Huston y la preciosa Dublineses (1987). Pero lo más frecuente es que esa película que sabemos que sin duda habría sido una despedida perfecta para su autor resulte no ser la última. Muchas veces los directores veteranos se niegan a retirarse definitivamente y no pueden evitar la tentación de llevar a cabo otra obra más. Otras veces simplemente no es algo premeditado por el propio director y ese magnífico epitafio para ellos no es más que otra obra de su carrera. Sea como sea, éste es sin duda el caso de El Diablo Dijo No, que aunque cronológicamente no sea la última película de Lubitsch, casi se podría considerar como su film de despedida, el cierre de su fantástica y larga carrera en el mundo del cine.

Hay varios motivos que le llevan a uno pensar eso. En primer lugar está el mismo punto de partida de la película, en que el protagonista muere y repasa los hechos más importantes de su vida. En segundo lugar, se trata de un film que recopila algunos de los temas más frecuentes de su director. Finalmente, hay un marcado sentimiento nostálgico que impregna sobre todo el último tramo de la película y que le da un tono melancólico poco habitual en el cine de Lubitsch.

El Diablo Dijo No1

El film se inicia con la llegada al infierno del envejecido protagonista, Henry Van Cleve, quien está tan convencido de que no le aceptarán en el cielo que ni se ha molestado en probar suerte ahí. Sin embargo, el Diablo no conoce la razón por la que Van Cleve deba ir al infierno, así que le pide que le cuente la historia de su vida para poder juzgar si debe entrar o no. A partir de aquí se inicia un relato en flashback de la biografía de Henry Van Cleve centrado en su relación con las mujeres.

El Diablo Dijo No es una película que recupera algunas de las características típicas de la obra de Lubitsch que éste había dejado un poco de lado en sus últimos films. Aquí vuelve a recurrir a los ambientes de clase alta característicos de sus comedias de principios de los años 30 que tuvo que reemplazar en las maravillosas El Bazar de las Sorpresas (1940) o Ser o No Ser (1942) por personajes de clase media. Así mismo, vuelve a recurrir a un protagonista marcadamente mujeriego, encantador, amoral y poco heroico. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de sus obras, ésta no solo está ambientada en Estados Unidos sino que abriga una intención de tener un tono típicamente americano.

Uno de los aspectos más curiosos y que más alarmó a los productores en su momento es el hecho de que prácticamente no hay argumento. La trama se basa simplemente en los hechos más remarcables de la vida del protagonista, pero no hay un conflicto central que vertebre la historia o una meta perseguida por Henry Van Cleve a lo largo de todo el metraje. El objetivo que perseguía Lubitsch cuando adaptó muy libremente la obra de teatro original junto a su guionista habitual Samson Raphaelson era que el público se encariñara con el personaje. A partir de ahí no habría problema en narrarles en casi dos horas una vida que pese a estar llena de amoríos no cuenta con grandes hazañas sorprendentes.

Como no podría ser de otra manera con Lubitsch, la vida de Henry Van Cleve nos es narrada a través de su relación con el amor comenzando por la divertida escena en que su madre y su abuela disputan por cuidarlo y acaban dejándole abandonado mientras se pelean. El momento más importante y que seguramente era especialmente importante para el director llega cuando un adolescente Henry es instruido en las nuevas reglas que rigen el mundo sexual de su época por una criada que, cómo no, es francesa. El joven le confiesa apesadumbrado que se ve obligado casarse con una chica porque la besó en un impulso y, claro está, si sus padres se besaron para después contraer matrimonio, él debe hacer lo mismo. La coqueta criada entonces le abre los ojos: está viviendo en otra época en la cual no es necesario casarse con todas las chicas que bese, lo que significa no sólo no casarse con ella sino poder perseguir a todas las jóvenes que quiera. Esta revelación supone el despertar sexual de Henry que marcará el resto de su vida así como la confirmación de que las antiguas reglas sexuales del pasado iban desvaneciéndose.

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Henry se verá entonces en continuo conflicto con sus padres, quienes no entienden ni aprueban su lujurioso estilo de vida, pero será admirado por su abuelo, el cual contempla feliz cómo su nieto está haciendo lo que él siempre quiso y no pudo. En contraste a Henry, se encuentra su repelente primo Albert, que acumula todas las virtudes y valores que él no tiene.
A partir de aquí nos encontramos con los ingredientes típicos del cine de Lubitsch, el experto en tratar temas sexuales e infidelidades con una sutileza y elegancia únicas. Pero aún así, en este film el director alemán enseña al espectador aún menos de lo habitual y sabemos de las hazañas de Casanova del protagonista por boca de los personajes pero no visualmente, como sí sucedía en películas anteriores donde mostraba de forma deliciosa todo el proceso de seducción. Aquí más que concentrarse en sus dotes de Don Juan, prefiere dejar esa faceta de lado tratándola como una característica del personaje y no como el centro del film.

Así pues, aquí podemos disfrutar de algunas de las estrategias harto conocidas de Lubitsch como recurrir a la insinuación (en la escena final una atractiva enfermera entra en la habitación de un envejecido Van Cleve después de que él haya tenido un sueño en que bailaba con una bella rubia el vals de «La Viuda Alegre», momento en que Lubitsch prefiere dejar la cámara fuera y hacer que suene el vals, el resto es fácil de imaginar), los intercambios de identidades y las confusiones derivadas de ello (Henry seduce a Martha haciéndose pasar por un empleado de una librería, para luego descubrir que es la prometida de su primo) y el uso de objetos como elementos dramáticos (cuando un anciano y viudo Henry pide a su hijo que contrate a una joven para que lea por él y le haga compañía cambia de opinión al coger accidentalmente el libro que le unió a su adorada Martha).

A nivel humorístico no es una de sus comedias más graciosas pero sí que tiene algunos momentos realmente inspirados como la escena del desayuno de los Strable, un patético matrimonio que nada en la abundancia y se pasan el día peleándose. Mientras desayunan, a Mr. Strable se le antoja leer el cómic que está hojeando su mujer, pero como es demasiado orgulloso para pedírselo llama a un criado para que se lo dé. El criado, que parece ya versado en estas trifulcas matrimoniales, intenta dialogar con las dos partes ya que éstos no se dirigen la palabra mutuamente. Al final Mrs. Strable le desvela cómo acaba la historia que tanto ansía leer su marido, y éste se pone furioso. Lubitsch alarga esta pequeña viñeta cómica que otro director habría tratado como un simple pequeño gag apoyándose en los personajes y en sus deliciosos diálogos.

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Sin embargo, uno de los pocos inconvenientes que le encuentro a la película es que Don Ameche no acaba de convencerme como protagonista. Hace un buen papel pero no es especialmente carismático y sin duda habría sido mejor contar con Rex Harrison o Fredrich March, que son los actores que el director tenía en mente. A cambio, el plantel de secundarios funciona perfectamente, destacando a la preciosísima Gene Tierney. La ternura y cariño que transmiten Tierney cuando encarna a una envejecida Martha es una de las cualidades más irresistibles de la película.

Aún siendo una excelente película, El Diablo Dijo No no llega a ser perfecta del todo, y algunas escenas se habría agradecido que Lubitsch las hubiera aligerado un poco en beneficio del conjunto. Eso es especialmente notorio en el último segmento, ya que cuando Henry ha encontrado la estabilidad que buscaba en Martha desaparece cualquier conflicto importante y eso repercute en el ritmo del film. La historia sigue siendo deliciosa y conmovedora, pero se nota la ausencia de un tono más humorístico y de un conflicto que mantenga al espectador en tensión.
A cambio, Lubitsch rueda algunas de las secuencias más bonitas y melancólicas de su carrera. En las últimas escenas entre Henry y Martha se nota el cariño que siente Lubitsch hacia sus personajes y lo contagia a los espectadores. El humor frívolo y los divertidos adulterios momentáneamente desaparecen y el director se concentra en la felicidad de ese matrimonio perfecto. Después de tantos años mostrándonos a decenas de personajes infieles que viven el amor despreocupadamente, de repente Lubitsch al final de su carrera se detiene ante un matrimonio feliz y adorable al cual filma con respeto y ternura.

Como señalé al principio, aunque cronológicamente es su penúltima obra, dudo que exista una mejor manera de acabar la filmografía de Lubitsch que ésta: la reconciliación final del director con la institución del matrimonio, con una pareja que se quiere honestamente y es feliz, el último de toda una serie de Casanovas atractivos y despreocupados que acaba sentando la cabeza, la muerte en manos de una preciosa enfermera mientras sueña con bailar con ella el vals de La Viuda Alegre… Definitivamente, El Diablo Dijo No es el mejor testamento que Lubitsch ha podido dejar como culminación a toda una vida consagrada al cine.

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