Permítanme una digresión antes de entrar en la película a comentar hoy. A veces pienso que hay dos tipos de grandes películas: por un lado, aquellas que resulta obvio por qué son tan buenas y funcionan tan bien y, por el otro, aquellas que encierran cierto misterio no fácilmente descifrable. Para mí un ejemplo clarísimo de la primera categoría serían las mejores obras de Billy Wilder: guiones ejemplarmente estructurados con unos diálogos maravillosos, un trabajo de dirección impecable, buenos repartos… en definitiva, el cine de género de Hollywood en su mejor expresión. No es de extrañar que sean películas tan buenas, todos los ingredientes son de primera calidad. Obviamente sabemos que esto no es una ciencia exacta, y no son pocos los ejemplos de filmes que lo tenían todo para arrasar y no acabaron funcionando, pero cuando se da el caso no creo que haya dudas del por qué.
El segundo grupo de grandes filmes lo constituyen obras que, sí, también tienen directores, guionistas, actores y un equipo técnico de primera… pero cuya grandeza reside en algo más difícil de concretar. Es entonces cuando a veces los críticos o cinéfilos usamos palabras tan vagas como «magia» o expresiones del tipo «tiene algo especial», comodines para decir que hay ahí algo que se nos escapa más allá de sus valores cinematográficos. En esta categoría yo pondría obras maestras como Amanecer (Sunrise, 1927) de F.W. Murnau y Ordet (1955) de Dreyer, por citar dos.
No se me malinterprete. No estoy diciendo que las grandes películas del segundo grupo tengan más mérito que el primero, en absoluto, solo que son más difíciles de desgranar desde un punto de vista crítico (al menos en mi caso). Ni tampoco pretendo insinuar que un director pertenezca a una categoría u otra. Hitchcock por ejemplo ofreció en Con la Muerte en los Talones (North by Northwest, 1959) una obra maestra que entra claramente en el primer grupo (el filme viene a ser la versión mejorada hasta el virtuosismo de un tipo de historia que ya había narrado en obras anteriores, con todos sus toques de humor y suspense llevados a su mejor expresión), pero la que muchos consideramos su mejor película, Vértigo (1958), pertenecería a la segunda categoría aun cuando posee multitud de valores «objetivos» que justifiquen su grandeza.
Todo esto me lleva a hablar de Jean Renoir, un director que, en esta clasificación que me acabo de inventar tiene obras maestras que para mí entrarían tanto en la primera categoría (La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937)) como en la segunda (Una Partida de Campo (Une Partie de Campagne, 1946), mi obra favorita suya). Y sí, como habrán supuesto, esta digresión es una forma de escudarme para hablar de una de sus obras más míticas, El Río (The River, 1951), que entraría en ese segundo grupo de filmes.
Antes, pongamos un poco de contexto para entender cómo acabó Renoir embarcándose en un proyecto tan insólito. El Jean Renoir de finales de los años 40 era un cineasta bastante insatisfecho. De todas las películas que había hecho en Hollywood la única que opinaba que merecía realmente la pena era El Sureño (The Southerner, 1945), y si bien yo no estoy de acuerdo con esta apreciación tan dura, sí que la puedo entender. Por si eso fuera poco, aunque empezó con buen pie en taquilla, tanto El Sureño como Diario de una Camarera (Diary of a Chambermaid, 1946) tuvieron una acogida discreta entre el público. Y entonces llegó Una Mujer en la Playa (The Woman on the Beach, 1947), que fue una experiencia casi traumática para el director, un proyecto en que se embarcó sin estar muy convencido y que le tuvo ocupado mucho tiempo en remontajes y cambios porque en los preestrenos no gustó nada. Tanto esfuerzo fue en vano: la película fue su mayor fracaso de taquilla en Estados Unidos.
Tras esta engorrosa experiencia, Renoir pasó varios años intentando levantar diferentes proyectos en Hollywood sin mucho éxito. Tampoco le interesaba por entonces volver a Francia, pero entonces le llegó una oportunidad de la persona más inesperada: un hombre que se había hecho rico con una cadena de floristerías y que decidió producir una película de forma independiente por estar tan desencantado por el tipo de cine que se hacía en Hollywood. Sí, tan raro como suena. El destino unió a un Renoir en apuros con un productor que no solo estaba dispuesto a trabajar con él sino, más importante aún, a darle toda la libertad creativa que quisiera, ya que su objetivo era producir un filme de calidad. La tercera pieza que faltaba era la novela El río de Rumer Godden, la historia de tintes autobiográficos de una adolescente inglesa criada en la India que se enfrenta a los primeros conflictos relacionados con la madurez. Godden aceptó coescribir el guion con Renoir, sobre todo después de lo poco que le gustó la adaptación que acababan de hacer de otro de sus libros: el Narciso Negro (Black Narcissus, 1947) de Michael Powell y Emeric Pressburger – que por otro lado es una maravilla por mucho que a la autora original no le convenciera.
Cuando se estrenó, El Río se convertiría en un enorme éxito internacional que volvió a situar a Renoir como un gran cineasta a tener en cuenta. El público acudió en masa atraído por esas imágenes tan bellamente filmadas de la India en Technicolor, mientras que los críticos más sesudos aplaudían esa forma de narración tan libre, en que se evitaba una gran trama principal que vertebrara toda la película en favor de varias escenas sueltas a modo de pinceladas que eran acompañadas por planos que captaban el ambiente indio. No obstante, es curioso constatar cómo mucho de lo que hizo que este filme fuera tan especial surgió en parte por una serie de circunstancias afortunadas, más que por un plan del propio Renoir. Veámoslo en detalle.
La protagonista es Harriett, una adolescente inglesa que convive con su familia en una casa en la India, donde se entremezclan sus orígenes europeos con algunas tradiciones hindús. Su pequeño mundo, hasta entonces ajeno al exterior y las complicaciones de la vida, sufrirá un pequeño colapso cuando su vecino reciba la visita de un primo suyo americano, el Capitán John, que perdió una pierna en la guerra. Harriett se enamorará de él, pero su amiga, Valerie, también sentirá interés por esa nueva figura y ambas competirán por conseguir su atención.
Explicada así es obvio que El Río no parece muy prometedora, y de hecho en otras manos que no fueran las de Renoir seguramente habría acabado siendo otro melodrama más sobre un triángulo amoroso de adolescencia con una ambientación levemente exótica de fondo. Pero he aquí lo que hace de ésta una película tan bella y especial: Renoir no profundiza a fondo en esta trama, más bien prefiere ir mostrándola en varias pinceladas mientras, en paralelo, se deja contagiar por la belleza del entorno en que rodó el filme. No tenemos tanto la sensación de que la intención de su autor sea explicarnos una historia como de sumergirnos en un determinado ambiente, de contagiarnos de las sensaciones de los personajes. Y eso es lo que hace de El Río una película tan decididamente moderna para la época.
Por ello para Renoir era absolutamente fundamental filmarla en la India, algo que habría sido imposible dentro de un gran estudio de Hollywood (que, como mucho, consentiría la filmación de algunos planos en localizaciones para añadirlos a la película y reconstruir el resto en un plató) pero que en este caso era posible gracias a la complicidad de su productor. La idea que tenía Renoir de que aquí el paisaje y el entorno eran tan importantes como los personajes entra en consonancia con algunos de los postulados del cine moderno, y de hecho no era algo nuevo para él – véase Toni (1935) o Una Partida de Campo (Une Partie de Campagne, 1936), eso sin olvidar que en su debut en Hollywood, Aguas Pantanosas (Swamp Water, 1941), intentó inútilmente permiso del estudio para filmar toda la película en pantanos reales en el sur del país. Pero al mismo tiempo debe destacarse también la honestidad del cineasta respecto a su papel en un entorno totalmente desconocido para él: cuando se entrevistó con varios estudiantes de cine indios que eran admiradores suyos (entre ellos Satyajit Ray), Renoir les dijo abiertamente que su película seguramente no conseguiría captar la esencia de su país, que lo que haría sería captar la visión de alguien de fuera fascinado por su exotismo y que, por otro lado, ésa era la visión que aceptaría el público al que iba dirigida. A esos jóvenes indios les decepcionó oír algo así, pero para mí en realidad dice mucho más en favor de Renoir que si hubiera dicho que su intención era captar la esencia de la «auténtica India», algo que en realidad les correspondía hacer a ellos, los que vivían allá.
El rodaje entrañó algunas pequeñas dificultades pero curiosamente no venían tanto por estar rodando en un paraje tan inhóspito como de otras circunstancias de rodaje: el hecho de contar con bastantes actores no profesionales (en breve entraremos en ello) y, sobre todo, la dificultad que entrañaba el filmar en Technicolor. Otro acierto de Renoir fue apostar firmemente por el color como forma de captar la India, pero por entonces el sistema Technicolor aún era muy complejo y caro de utilizar. El director de fotografía, su sobrino Claude Renoir, tuvo que aprender su funcionamiento y llevarlo a la práctica en un tiempo récord, pero eso ya le iba bien al realizador: le gustaba ese ambiente tan casual y a veces casi amateur, y como veremos solía sacar lo mejor de sí de las dificultades que se iba encontrando sobre la marcha. No obstante, el rodaje en Technicolor en la India sí que implicaba una dificultad insalvable: todo el material filmado debía enviarse a Londres, donde se positivaba. Eso quiere decir que entre enviarlo y recibir las tomas podían pasar perfectamente 10 días. Renoir estaba filmando pues casi a ciegas, sin poder ver los resultados al instante y, más arriesgado aún, con un margen casi nulo para repetir tomas que no hubieran salido bien.
A partir de aquí será cuando empezaremos a separar el mito Renoir de la realidad. Con esto no pretendo en absoluto menospreciar al cineasta, pero es cierto que a Renoir le encantaba (como a tantos directores míticos) alimentar la leyenda que había alrededor de su nombre. Cuando los críticos de la Cahiers du cinéma se lanzaron a alabarle como el gran director del cine francés, obviamente Renoir quedó encantado, pero no solo eso, sino que confirmó todas las teorías que éstos estaban construyendo sobre su forma de hacer cine e incluso las alimentó… aunque fueran falsas. Así pues, Renoir exageró el margen de improvisación que había en sus rodajes dando a entender que muchas de sus grandes películas de los años 30 eran mayormente improvisadas. Eso era estrictamente falso, pero sí que era cierto que Renoir era abierto a hacer cambios durante los rodajes en base a sugerencias de actores y técnicos, o sencillamente de las circunstancias. Pero, claro, eso no queda tan bien como el mito de «Renoir, el improvisador».
Por ejemplo, uno de los aspectos que más beneficia El Río es la ausencia de grandes estrellas. Un actor célebre rompería con el tono tan modesto y auténtico de la película, e inevitablemente eclipsaría al resto de personajes e incluso al entorno. Intuiríamos que él es un elemento clave de la película y que debemos prestarle más atención. Tal y como se realizó el filme en cambio no tenemos esa sensación: todo fluye con naturalidad y aunque hay una actriz protagonista que además ejerce de narradora, no acapara la atención, parece otro elemento más del entorno. Éste es uno de los grandes logros de la película, y Renoir, consciente de ello, alardeó de su buen ojo al prescindir de estrellas… pero, ay, en este caso el cineasta se dio cuenta de ello más bien a posteriori.
Ya había sucedido lo mismo con El Sureño, que él asegura que concibió como un filme sin estrellas porque, una vez completada la película, se notó que realmente pegaba muy bien esta decisión de casting al tipo de historia. Pero lo cierto es que la película nació como un proyecto para el actor Joel McCrea y su esposa Frances Dee. Cuando éstos rechazaron sus papeles al final se recurrió a actores poco conocidos básicamente por ser una obra de presupuesto escaso. Lo mismo es cierto en El Río. Renoir le había ofrecido el papel del Capitán John a Robert Ryan, James Mason y Van Heflin entre otros, pero no se pudo contratar a ninguno por diversos motivos. En consecuencia se le adjudicó a un actor prácticamente sin experiencia, Thomas E. Breen, con una filmografía de apenas cuatro papeles que terminaría con esta película y que, como único dato curioso a aportar, era el hijo del funesto Joseph Breen, el censor por excelencia de Hollywood.
Ciertamente, el uso de actores no profesionales (por ejemplo la joven protagonista) o con muy poca experiencia (el caso de Breen Junior) es un factor esencial en el tono que da la película y una muestra de cómo Renoir a menudo elegía a su equipo más por intuición que por motivos objetivos. Patricia Walters, que encarna a Harriet, le había conquistado por completo al margen de que supiera actuar mejor o peor. En cuanto a Thomas E. Breen, quizá influyó el hecho de que el actor estaba realmente herido de una pierna como el personaje que interpretaba, y el director pensó que podría transmitir algo de ello en su personaje. Solo para ciertos secundarios se apoyó en nombres de probada eficacia como Esmond Knight (secundario de oro del cine británico) o Arthur Shields (actor habitual del cine de John Ford y hermano menor de Barry Fitzgerald, con el cual guarda un innegable parecido físico y de voz).
Esto entrañó como es natural ciertas dificultades en la fase de montaje: algunas escenas tuvieron que recortarse o suprimirse porque algunos de los actores no parecían creíbles y, recordemos, Renoir no pudo ver cómo quedaban durante el rodaje por culpa de que el metraje en Technicolor debía positivarse en Londres. Repetir tomas tampoco era una opción al haberse rodado toda la película en la India y estar los actores desperdigados por el mundo. En circunstancias normales, el jefe del estudio le habría echado la bronca a Renoir por tamaño desastre planificativo, pero la grandeza de Renoir es cómo sacaba partido de los problemas. Ciertamente, el tal Thomas E. Breen era un actor tan soso y limitado que costaba entender cómo ese capitán John podía ejercer tal fascinación en las chicas. ¿La solución de Renoir? Quitarle planos y escenas al personaje. Lo mismo se hizo con todo aquello que no acababa de funcionar.
En consecuencia las primeras proyecciones de prueba de la película no funcionaron muy bien. Se habían suprimido elementos de la trama que la hacían difícil de seguir, y al público le faltaba algún actor carismático en el que apoyarse (un James Mason o un Robert Ryan sin ir más lejos). Pero a cambio también hubo feedback positivo respecto a un aspecto de la película: a la audiencia le encantaron las imágenes tan exóticas de la India filmadas en lujoso Technicolor. La solución para Renoir era obvia: recortó aun más algunas de las escenas centradas en la trama principal y, a cambio, añadió buena parte del metraje documental que había filmado en la India. Como eso implicaba que la trama se haría aun más difícil de seguir, Renoir hizo escribir un texto en primera persona que ejercería de narrador de la película en voz de una Harriet adulta. Fíjense qué curioso, uno de los elementos clave de la película sin la cual no la podríamos imaginar hoy día, esa voz en off… ¡nació como una solución improvisada en la sala de montaje! El resultado final no le gustó nada a la autora del libro (que vio como su historia pasaba a estar sepultada por multitud de imágenes exóticas y se diluía en pequeñas escenas), pero maravilló al público y la crítica. Ahí es cuando nació El Río como emblema de la modernidad que conocemos hoy día.
Teniendo todo eso en cuenta, es curioso constatar cómo lo que hace de El Río una película tan única y paradigmática le deba mucho a las circunstancias de rodaje. Imaginemos cómo habría sido el filme con una gran estrella haciendo de Capitán John y en unas circunstancias de rodaje que permitieran haber repetido tomas poco convincentes en su momento. Tendríamos seguramente un muy buen melodrama, pero no sería tan especial. Volviendo a la disertación inicial de este texto que se me está yendo de las manos, indudablemente pertenecería a la categoría de grandes obras que tienen una explicación a su calidad. Pero lo que tenemos aquí es algo mucho más misterioso e interesante, que la sitúa entre esas películas que son geniales porque transmiten algo que va más allá de sus cualidades más fáciles de captar. La forma como Renoir nos sumerge en el ambiente, el tratar esta historia de madurez a través de pequeñas anécdotas en lugar de sobreexplicar, dejando ciertos vacíos que debemos llenar nosotros, la forma incluso abrupta como se solucionan algunas historias (la marcha tan súbita del Capitán John, la subtrama de la vecina de Harriet que tiene un pretendiente rico pero que no llega nunca a desarrollarse), el atreverse a medio filme a incorporar un relato narrado por Harriet sobre el dios Krishna que invade la película sin que nadie lo haya invitado, etc. Todo ello hace de El Río una experiencia sumamente especial (¿ven? ya usé una de esas palabras comodín para este tipo de filmes).
Insisto, no todo ello es fruto de las circunstancias de rodaje. Muchos de estos rasgos ya son propios del cine de Renoir y se pueden rastrear en obras suyas de los años 30, pero en este caso el contexto empujó al cineasta a ir más lejos de lo que tenía pensado inicialmente. Miren si no la admirable contención con que filma la muerte de uno de los personajes principales, y cómo pasa del descubrimiento de su cuerpo a su funeral pero sin utilizar un tono dramático y lúgubre, sino como otro proceso más de la vida como todos los que hemos ido descubriendo junto a Harriet: el despertar de la sexualidad, las complejidades del mundo adulto… y la muerte. Y tampoco olvidemos el extraordinario trabajo de fotografía de Claude Renoir, uno de los elementos clave del filme de cara a captar la esencia de esa cultura.
Uno de los motivos por los que Renoir se resistía a volver a trabajar en Francia es que no quería abandonar su etapa en Hollywood hasta haber creado una gran película con la que volver con la cabeza bien alta a su tierra natal. El Río logró por fin ese propósito. Es puro Renoir, una cinta de una gran belleza que parece que no profundiza en lo esencial de las cosas pero que, en realidad, lo está haciendo de una forma más sutil. Un filme que, siendo una obra enteramente personal y realizada con absoluta libertad, transmite a la perfección la personalidad de su autor, algo que se deja entrever desde su simpático inicio en que una voz en off da la bienvenida a los espectadores. Así era Renoir, el cineasta extrovertido y sociable que daba lo mejor de sí en circunstancias adversas en las que gozara de total libertad. Y la prueba de ello es este filme, que años después citaría como la obra favorita de su carrera.
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Uf, querido Doctor, se me acumulan las cosas que querría decirle… Procuraré ser sintético.
Lo primero, le doy a usted cinco estrellas por su reseña. O no sé si darle cuatro y media, como usted a El Río… Que a lo mejor es más que cinco, porque si no no lo entiendo. Le agradezco mucho todo lo que nos cuenta, que yo no tenía ni idea entre otras cosas porque esta es una de esas películas que parecen volar sobre nuestras almas en su propia órbita lejana, circular y perfecta, y que parece que no es necesario entenderlas ni analizarlas ni explicarlas. Pero usted lo ha hecho perfectamente. Tan bien que, curiosamente, aunque ya ha dicho prácticamente todo lo que conviene saber, me han entrado ganas de volver a verla y escribir sobre ella, aunque no sabría ahora mismo qué. Igual lo hago.
La primera vez que vi El Río fue cuando la pusieron en Qué grande es el cine, sería el año noventaytantos. Yo entonces me empezaba a aficionar a esto pero mi perspectiva de la historia del cine era nula. Vamos, que no tenía ni idea de quién era Renoir, o si lo sabía no había visto nada suyo. Yo veía el programa siempre y lo que echaran en cineclub por el insomnio y ya está, tragaba cine sin masticar. Y vi esto y me explotó en el alma de una manera como ya, por desgracia, muy pocas veces me ocurre (por cierto que la mayor de esas explosiones la tuve con Amanecer) y, bueno, no sé describir qué sentí, pero fue algo intenso, especialísimo. Desde luego Renoir logró conmigo su objetivo de evocar un lugar exótico, quizá irreal pero colorido y lleno de humanidad, del que cuesta mucho volver a la gris existencia.
Habla usted en su muy pertinente prólogo de esas dos clases de grandes obras en las que sitúa El Río con mucho tino en la segunda, la de las algo inefables. Pero me resulta curioso que ponga usted como ejemplo de este tipo Ordet y Amanecer, que yo habría puesto en la primera porque sí las veo desgranables y explicables. Coincido más con su comparación de Con la muerte en los talones y Vértigo, esta otra de las que también me dejó muy tocado.
Hablábamos hace un tiempo de que estaba usted por comprarse un proyector y de con qué peli estrenarlo. Esta me parece la más adecuada.
Lo dejo ya, felicidades de nuevo por su trabajo. Para ser un genio del mal me da usted mucho gustito.
Por cierto, que me olvidaba, me ha encantado del cartel que pone usted al principio eso de «para aquellos que amaron Las Zapatillas rojas, Enrique V y Hamlet»… ¡Solo falta Terminator 2!
Un abrazo
Hola Manuel,
Gracias por su generosa y extensa respuesta. Por puntos:
1) Voy a tener que suprimir el sistema de estrellas para no enfadarle más con mis puntuaciones, jajaja. Soy consciente de que para muchos cinéfilos (entre ellos usted) ésta es una de las grandes obras maestras del cine pero yo antepongo otras de Renoir antes. Más concretamente el trío Una partida de campo, La Regla del juego y La gran ilusión. Pero vaya, que tal y como doy a entender esta película me encanta, y al final lo de las puntuaciones no es tan importante como la impresión que transmite mi artículo.
2) Le animo a que escriba sobre ella si se lo pide el cuerpo, seguro que tiene mucho que aportar. De hecho releyendo lo escrito me da la impresión de que, aunque es un texto largo, hay muchas cosas en las que apenas he profundizado. Es lo que tienen este tipo de películas que no te acabas nunca.
3) Agradezco su anécdota sobre cuando la vio en Qué grande es el cine (y entiendo mejor su molestia por no haberle subido la nota a 5). Me trae muchos recuerdos de cuando empecé también a aficionarme al cine con el mismo programa y con las sesiones de cine clásico de madrugada. Esa explosión que dice yo no la sentí con este filme, que descubrí muchos años más tarde, pero sí con Amanecer (que por cierto también me resulta curioso que usted ponga en la primera categoría porque para mí tiene algo más allá de lo desgranable que no sabría explicar… de hecho me pasa con todas las grandes de Murnau).
4) Innegablemente ésta es una película perfecta para inaugurar un proyector, por la calidad, la fotografía… todo. Si lo hace, hágamelo saber.
5) Sí, el cartel es muy significativo de a qué tipo de público va dirigida la película, es decir, cinéfilos cultos y no gente que ve cine comercial y facilón como Hitchcock o Lang. Es curioso verlo desde nuestra perspectiva actual.
Un abrazo.
Recuerdo que durante la universidad, en los noventa, programaron una retrospectiva completísima en la filmoteca-cine Doré de Jean Renoir. Y ahí fue donde este realizador me deslumbró. Me pude ver casi todas sus películas. Entre ellas El Río, que de hecho no he vuelto a verla, pero guardo varias secuencias y momentos en mi mente.
Tengo gran cariño y predilección por una trilogía alegre de Renoir (me he inventado la denominación): La carroza de oro, French CanCan y Elena y los hombres.
Me ha encantado tu clasificación especial de las películas. Jajaja, algo así como películas perfectas y películas con alma. Y la repera ya son las perfectas con alma.
Beso
Hildy
Hola Hildy,
Pues justamente la trilogía que mencionas es en mi caso la época que menos me atrae de su carrera. Aunque obviamente son buenas películas, a mí el Renoir que más me atrae es el de los 30, incluso en sus obras menores, pero es la gracia de estos cineastas con una carrera tan larga, que cada uno puede quedarse con una etapa concreta.
Échele un revisionado cuando pueda a El río, es una de sus obras más especiales y se le sacan cosas nuevas a cada revisionado.
Un abrazo.
Renoir es un director que me encanta pero se me resiste… He visto varias películas suyas, y las he disfrutado, pero me cuesta identificar las claves por las que se sustentan. Con directores como Ford o Hawks, o Lang o Lubitsch me resulta mucho más fácil entender por qué me gustan, pero con Renoir todavía no he encontrado la clave… Dicho esto, tiene películas en las que aunque se busquen razones, lo que se encuentra son sensaciones. Y eso me sucede con esta película (y con Una partida de campo, ya que estamos). Como comentas en tu magnífica reseña, el argumento es secundario para experimentar la película, es mucho más relevante la luz, los sonidos del río, la fascinación que sienten los protagonistas por el entorno… No conocía esa anécdota del director, pero desde luego aquí consigue reflejar la fascinación del visitante como pocas películas han hecho. Una obra maravillosa
Hola Joan,
Me parece interesantísimo lo que comentas, que te guste un cineasta pero en ocasiones no sepas entender las claves de su cine, creo que a todos nos pasa con alguno. Y de hecho tanto El río como Una partida de campo son ejemplos clarísimos de lo que comentas de películas que te dejan unas sensaciones especiales. Es algo que ni siquiera creo que esté presente en la mayoría de sus películas, pero sí en éstas. En el caso de El río creo que transmite muy bien su personalidad en la película, su humanismo y su fascinación por otras culturas, y eso le da ese tono tan encantador.
Un saludo.