King Vidor

Un Sueño Americano [An American Romance] (1944) de King Vidor

No creo descubrir nada nuevo a los aficionados al cine clásico al afirmar que King Vidor ha sido uno de los grandes cineastas de Hollywood más injustamente olvidados durante mucho tiempo. Por un lado, no llegó a tener el lustre de cineastas de primera línea contemporáneos suyos como William Wyler, que además siguió facturando grandes clásicos populares después de la II Guerra Mundial, una época más agradecida de ver para la gente a quien le da un poco reparo bucear demasiado a fondo en el Hollywood clásico. Por el otro, cuando los cahieristas decidieron reivindicar una serie de cineastas colocándoles en el canon que aún hoy día utilizamos, dejaron de lado a algunos nombres magníficos, quizá por no corresponderse a sus teorías del cine de autor al considerarles meros artesanos de estudio.

En esta categoría entrarían grandes nombres como Henry King, Clarence Brown y, por supuesto, King Vidor. Y no obstante no solo los tres eran cineastas de calidad más que indudable, sino que también supieron demostrar que eran capaces de realizar grandes obras alejadas de la rutinaria cadena de producción de los principales estudios. Uno de mi descubrimientos cinéfilos más destacados del año pasado fue Han Matado a un Hombre Blanco (Intruder in the Dust, 1949) de Clarence Brown, una obra de una personalidad y valentía inusitadas que dejaría boquiabierto a más de uno. Y recientemente Henry King me ha vuelto a dejar impresionado con Almas en la Hoguera (Twelve O’Clock High, 1949), uno de los retratos más veraces y humanos sobre lo que supone combatir en la guerra. No solo son buenas películas, sino que se apartan de las producciones estándar del estudio por motivos diferentes. Solo por eso deberíamos empezar a quitarnos de la cabeza el prejuicio de que estos directores eran meros empleados eficaces.

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Ave del Paraíso [Bird of Paradise] (1932) de King Vidor


Me siento confuso respecto a la opinión que me merece Ave del Paraíso (1932). A todas luces es un King Vidor menor con un guion algo naif basado esencialmente en el exotismo de la historia, y no obstante tiene algo que de alguna manera ha conseguido cautivarme. Es cierto que muchos de nosotros estamos acostumbrados a juzgar las películas en base a criterios que, por muy subjetivos que sean, pueden evaluarse mínimamente de una forma cualitativa – por ejemplo, podrá gustar más o menos, pero nadie negará que el guion de El Apartamento (1960) es de una gran calidad – y no obstante a veces olvidamos que el cine tiene una poderosa capacidad de seducción en sus imágenes, y que a menudo nos dejamos cautivar por productos que nosotros mismos somos conscientes que no son gran cosa. Y creo que es lo que me ha sucedido en parte con Ave del Paraíso.

De hecho la misma génesis del filme ya da una idea del tipo de producto que tenemos entre manos: el prestigioso productor David O. Selznick, por entonces en la RKO, tuvo que encargarse de esta historia que había llegado a sus manos y le pidió a King Vidor que la dirigiera. Éste leyó el guion basado en una obra de teatro y le pareció tan malo que no logró acabarlo. Cuando le expresó sus dudas a Selznick, éste reconoció que tampoco había leído el guion y le dijo una frase que se haría célebre en relación a la película: «No me importa la historia que uses siempre y cuando se titule «Ave del Paraíso» y Dolores del Rio se lance a un volcán en llamas hacia el final«. Vidor hizo todo lo posible por rehacer el argumento pero no logró sacar nada decente de ese material y finalmente acabaron yendo a rodar exteriores en Hawai sin un guion (a modo de curiosidad tuvieron tantos problemas allá que acabaron filmando casi todo en estudio y en algunas playas del Sur de California, que en honor a la verdad recrearon a la perfección como si fueran los mares del sur).

De modo que Ave del Paraíso en el fondo no dejaba de ser un proyecto meramente comercial del cual su gran artífice, Selznick, solo exigía algunas tórridas escenas de amor que mostraran a su seductora pareja protagonista con poca ropa en un ambiente exótico, mientras que para su creador, Vidor, fue simplemente un encargo. Y no obstante, el resultado final tiene algo genuinamente atractivo más allá de Dolores del Rio y Joel McRea retozando por la playa, y creo que tiene que ver con el magnífico trabajo de Vidor tras la cámara. Aparte de lo atrayentes que resultan sus protagonistas y el entorno, aparte de la forma tópicamente hollywoodiense como se filma a la tribu indígena, hay algo realmente auténtico en lo que estamos viendo, de alguna forma Vidor consigue que estas imágenes tengan una especie de inocente pureza.

De hecho el pueril argumento tiene mucho de típica fantasía juvenil de evasión: poder escapar a una paradisíaca isla desierta con una atractiva nativa escasa de ropa sin deberes ni obligaciones que atender. Es más, en el fondo la trama de la película potencia esa misma idea: Johnny es un joven marinero que conoce a una atractiva lugareña, Luana, cuando el yate en que trabaja se detiene brevemente en una isla paradisíaca. Después de que surja el romance entre ambos, Johnny decide quedarse en la isla con Luana mientras el yate sigue su trayecto, a la espera de que le recojan en el camino de vuelta. De modo que en el fondo Johnny no deja de ser un jovencito que se está dando unas vacaciones con el beneplácito de su figura paterna más cercana, el capitán del yate (quien ha accedido de buena gana a darle a Johnny ese paréntesis erotico-lúdico que él nunca pudo disfrutar cuando tuvo su edad) y lo que estamos viendo en Ave del Paraíso no dejan de ser una especie de «vacaciones de verano», en que el tiempo se congela y buena parte del metraje discurre sin que suceda nada relevante…. hasta que finalmente las obligaciones de Johnny y Luana les forzarán a volver con los suyos.

Quizá lo que hace que simpatice tanto con la película es por tanto la forma como apela a mi yo más puramente juvenil, a esa fantasía de evasión temporal de la realidad y la conocida frustración de saber que ese paréntesis (esas «vacaciones») al final acabará llegando a su fin. Pero volviendo a lo que decía anteriormente, también creo que Vidor consigue extraer algo realmente atractivo de sus imágenes. Me fascinan los numerosos planos submarinos en que se ve a los protagonistas buceando, y si bien las breves escenas de aventuras en que Johnny acude a rescatar a Luana resultan inconexas como dos pantallas distintas de un videojuego precisamente tienen algo atractivo por su aire casi abstracto (en una se enfrenta a un remolino de agua del cual nunca llegamos a entender del todo como sale indemne, y en otra atraviesa un río de lava bellamente filmado).

Y por descontado no podemos olvidarnos del que fue el gran aliciente del filme en su época: el desbordante erotismo que desprende, solo posible en esta época de pre-código Hays. La escena en que se ve a Dolores del Río buceando desnuda se haría especialmente célebre en la época, y no se puede decir que en el resto del filme vaya mucho más tapada. Recuerdo que siendo bastante joven en una ocasión pille por casualidad el final de la película en la televisión y que hubo otra escena menos célebre que no obstante me dejó huella porque me parecía bastante erótica para un filme tan antiguo: aquélla en que Luana está atendiendo a un Johnny semiinconsciente que le pide algo de beber y lo que hace es masticar el jugo de una fruta y luego dárselo a beber directamente de su boca. Definitivamente Ave del Paraíso no es una gran película, pero Vidor consiguió extraer de ella imágenes poderosas que perduran en el recuerdo.

Aleluya [Hallelujah] (1929) de King Vidor

King Vidor es un director al que seguramente no se le esté reivindicando lo suficiente más allá de unas pocas películas suyas que han perdurado como clásicos y de darle por sobreentendido como otro de esos buenos directores del Hollywood clásico al que, sin embargo, no se le hace especial caso. Ello quizá se deba a que es una figura curiosa, que no puede clasificarse como uno de aquellos realizadores con un estilo autoral claro que tanto gustaban a los críticos cahieristas, pero tampoco como uno de esos cineastas de oficio puro y duro, que hacían buenas películas (a veces excelentes) sin molestarse en seguir una línea propia definida. Esto provoca que sea un tipo que se resista a ser encasillado y por tanto hacia el que no es fácil aproximarse.

Y no obstante, su autobiografía – la recomendadísima Un árbol es un árbol – nos muestra a un tipo lúcido que nos ofrece una visión inusitadamente meditada y serena sobre su oficio, lejos de esas autobiografías más entretenidas pero llenas de fantasmadas y alimentadas de un nada nada disimulado egocentrismo (ése es el caso por ejemplo de las de Frank Capra y Raoul Walsh). La imagen que me dio Vidor en su libro es la de un cineasta inquieto que, a diferencia de otros compañeros más guerreros, con frecuencia no tuvo la oportunidad (o quizá simplemente las ganas o la audacia) de imponer sus ideas a los estudios para hacer el tipo de películas que ambicionaba, siendo Un Sueño Americano (1944) el ejemplo paradigmático de obra en que más se nota la enorme diferencia entre lo que Vidor tenía en mente y lo que acabó siendo. Que uno de sus últimos cortometrajes, realizados cuando ya estaba retirado, sea un ensayo sobre la metafísica (!) creo que es una más que valiosa pista de que Vidor era un tipo interesantísimo. Pero al margen de esa tentativa fallida y de este curioso corto, hay al menos tres momentos de su carrera en que Vidor logró ser un absoluto transgresor batallando con los estudios para llevar adelante una idea audaz y fuera de lo común en la que confiaba plenamente. Éstos son Y el Mundo Marcha (1928), El Pan Nuestro de Cada Día (1934) y Aleluya (1929).

Comentaba Vidor que tenía desde hacía tiempo la ambición de hacer una película protagonizada íntegramente por afroamericanos que reflejara sus costumbres y su manera de ser, algo que a éste le fascinaba desde su infancia. Obviamente el estudio en que trabajaba ni se planteó la idea cuando éste se la propuso. Pero he aquí que a finales de los años 20 llegó el sonido y Vidor vio ahí una oportunidad para desarrollar su idea, ya que le permitiría grabar también las canciones y la música de esa comunidad. No solo eso, estoy convencido de que el otro gran aliciente del sonido para Vidor era que esta invención implicaba dar unas mayores dosis de realismo a las películas, y como su propósito era precisamente retratar a esa gente tal cual eran (dentro de las posibilidades de una ficción de Hollywood, obviamente), el cine sonoro sin duda haría que el resultado final se beneficiara de ello. Así pues, valiéndose de su posición como uno de los grandes directores estrella del estudio – El Gran Desfile (1925) fue la película más exitosa de la era muda solo por detrás de El Nacimiento de una Nación (1915) – consiguió convencer al presidente de la Metro, vendiéndole la idea de que sería una película algo morbosa sobre la sexualidad desinhibida de la gente negra. La idea coló. Nació Aleluya (1929).

Lo que más le llamaba la atención a King Vidor de los afroamericanos a los que observaba de pequeño en su pueblo natal era la fuerte espiritualidad de esa comunidad pero también, al mismo tiempo, su marcada sensualidad. Eso sumado a su propósito de usar el sonido para capturar sus cánticos llevó al argumento de Aleluya, que captura todas esas facetas a través de la historia de Zeke Johnson, un recolector de algodón que cuando va a recoger el dinero para su familia lo acaba perdiendo en un bar de mala muerte engañada por la atractiva Chick y su amigo, el tramposo Hot Shot. Cuando en la trifulca que sigue muere por accidente el hermano pequeño de Zeke, éste se transforma y se convierte en un famoso predicador. Tiempo después, Zeke y Chick se reencuentran. Ésta se burla de sus discursos religiosos pero finalmente se acaba convirtiendo al cristianismo y se gana la confianza de Zeke. Inevitablemente, Chick acaba seduciendo al inestable Zeke y éste abandona la vida religiosa fugándose con ella. El último acto nos muestra a Zeke trabajando en un aserradero casado con Chick, que como es de esperar, no le será fiel.

Ciertamente, si algo se le puede reprochar a Aleluya es su guion un tanto desigual sobre todo a causa de sus personajes tan estereotipados. De hecho, aunque la finalidad de Vidor fuera legítimamente capturar a la comunidad negra tal cual es, hoy día nos resultan todo arquetipos que en su época la película paradójicamente ayudó a perpetuar. Ésa es la triste situación de los actores afroamericanos durante el Hollywood clásico: los estereotipos eran la única forma que tenían de ser aceptados por el gran público blanco… e incluso – y esto es aún mucho peor – ¡por buena parte del propio público negro, que disfrutaba de este tipo de caracterizaciones!

No obstante, aceptando la cinta como hija de su tiempo en ese aspecto, Aleluya sigue siendo una obra inusualmente valiente y transgresora para venir de un gran estudio de Hollywood. Recordemos: nos encontramos en los inicios del sonoro y la mayoría de cineastas aún estaban adaptándose a la novedad y pensando cómo utilizarla de forma adecuada. En cambio, el señor Vidor no solo no se asustó como otros compañeros suyos, sino que lo primero que quiso hacer fue una película arriesgadísima a nivel de contenido y que además implicaba un gran dominio de este nuevo invento para capturar de forma eficaz los diálogos y canciones. De hecho, desde su primera obra sonora Vidor ya estaba experimentando con sus posibilidades expresivas.

El inicio de la película es toda una declaración de intenciones cuando en los créditos iniciales escuchamos ya los cánticos de los protagonistas mientras estamos viendo aún el logo de la Metro (no sería hasta tiempo después cuando oiríamos al célebre león de la MGM rugiendo al inicio de cada película). Pero la cosa no se queda solo en la forma como captura las canciones y bailes: si nos fijamos en las escenas en el bar, en la fábrica o en la cantera notaremos un gran cuidado en reproducir el sonido ambiente de forma realista (puede parecer obvio dicho hoy día, pero créanme, en 1929 no lo era tanto),  e incluso el propio Vidor se enorgullecía de cómo en la escena final en los pantanos exageraron los sonidos por motivos expresivos. Hasta el sermón de Zeke usa el sonido, ya que éste interpreta a una especie de conductor de tren que debe salvar a los pecadores y para meterse en el papel imita incluso el sonido del ferrocarril con los pies. No conviene olvidar por otro lado que, para conseguir que sonoramente la película funcionara tan bien, hizo falta un trabajo absolutamente agotador por parte de Vidor y los montadores: muchas escenas tuvieron que grabarse sin sonido y añadirlo posteriormente, pero en aquellos primeros días del sonoro el proceso de sincronización era una absoluta pesadilla que requería de múltiples manualidades y una paciencia infinita. Que el resultado final siga siendo vigente hoy día es la mayor prueba de que lograron su propósito.

Aleluya es en definitiva una de esas curiosísimas rarezas típicas de inicios del sonoro, cuando los estudios iban tan perdidos sobre cómo utilizar el invento que se atrevían con cosas inusualmente atrevidas como ésta o esas comedias tan alocadas y surrealistas de principios de los 30 – sólo en este periodo unos auténticos anarquistas como los hermanos Marx habrían conseguido abrirse paso en la gran pantalla. También es la prueba de que King Vidor era sin duda un cineasta inquieto, con ganas de probar cosas nuevas y de arriesgarse (la jugada por suerte le salió bien: el filme fue un rotundo éxito). Pero además se nota una auténtica voluntad de capturar ese ambiente, no solo utilizando un reparto íntegramente afroamericano, sino queriendo plasmar las diferentes facetas de esa comunidad haciendo que la estructura del guion sea casi una excusa para pasar por todas ellas (el campo de algodón, la improvisada boda con los cánticos de celebración, el bar de mala muerte con la música urbana, el sermón espiritual…) y siendo lo más fidedigno posible al utilizar para la mayor parte del reparto a personas recogidas de distritos negros (¡y sirviéndose de predicadores auténticos como asesores para escenas como la del bautizo!). Aleluya es en definitiva la muestra de cómo incluso en una industria tan cerrada como Hollywood a veces era posible salirse de la norma.

  

El Pan Nuestro de Cada Día [Our Daily Bread] (1934) de King Vidor

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No deja de ser curioso que una película como El Pan Nuestro Cada Día fuera una obra de un director tan puramente norteamericano y libre de toda sospecha de izquierdismo como King Vidor. En su autobiografía, Vidor defiende que él simplemente planteó este proyecto como una forma de proponer una solución a los tiempos tan difíciles que vivía el país, pero que él no pretendía inyectarle ningún mensaje político de cualquier signo. Sea cierto o no, la película gozó – con toda la lógica del mundo – de una calurosa acogida en la URSS, y es que si sus protagonistas no fueran tan arquetípicamente americanos podría colar como un film soviético por su temática.

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La idea de Vidor era hacer una especie de secuela de su magnífica Y el Mundo Marcha (1928), retomando a sus dos protagonistas que encarnaban al americano medio y situándolos en el contexto de la Gran Depresión que azotaba al país por entonces. De hecho, para enfatizar esa idea, los protagonistas de El Pan Nuestro Cada Día se llaman igual que los de Y El Mundo Marcha, e incluso Vidor quiso que el protagonista fuera el mismo que el de la película muda, James Murray – por desgracia no pudo ser debido a que Murray estaba en plena fase de autodestrucción alcohólica.

Por otro lado, un film producido en Hollywood en que una joven pareja en paro crea una cooperativa agrícola es de entrada una idea totalmente descabellada, pero no para el emprendedor King Vidor. Una vez que todos los estudios se negaron a participar en un proyecto tan arriesgado y después de que los bancos le negaran crédito para el film, Vidor decidió producirla él mismo a su cuenta y riesgo. No fue un film muy exitoso pero el esfuerzo valió la pena artísticamente, se trata de una de las películas más interesantes de su carrera y uno de los primeros precedentes de cine social realizado en la glamourosa Meca del Cine.

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El que sea una producción independiente es algo que se nota en cada plano de la película y que se agradece. Nada de grandes estrellas de moda, el reparto son en su mayoría actores desconocidos que dan más credibilidad a este relato que trata sobre los Juan Nadie, la América real, no la de las películas. Nada de decorados de cartón piedra, el film se rodó en el campo. Y nada de una gran producción lujosa, la escasez de medios se nota pero concuerda con el tipo de film que es y con la sinceridad de su mensaje. La suma de todos estos factores junto a lo atrevido de su mensaje, hacen de El Pan Nuestro Cada Día una película única en su contexto, que estéticamente parece más un film de otro país que una producción de Hollywood. De hecho la comparación con cierto cine soviético no es tan desacertada, ya que tienen en común detalles como ese cuidado retrato de la vida en el campo, el ennoblecer las tareas del humilde agricultor y el mensaje implícito de que la unión entre hermanos (ya sea hermanos proletarios o hermanos estadounidenses) hace la fuerza.

A partir de aquí el film se construye con una serie de estereotipos que, por manidos que sean, funcionan para el mensaje que desea transmitir Vidor: todos esos humildes hombres en paro con buenos corazones, el criminal redimido, la joven de ciudad que seduce a John y hace de elemento disruptivo dentro de ese pequeño universo idílico, etc. Porque El Pan Nuestro Cada Día no es solo un canto a la esperanza y a la lucha por la supervivencia a través de la unión, sino también a la América más humilde, a esos trabajadores honestos, inocentes y llenos de buenas intenciones, es la forma que tiene Vidor de transmitir la idea de «juntos lograremos levantar este país», una versión más seria del cine populista que Frank Capra practicaba en la misma época.

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Para la posteridad queda sobre todo la escena final en que todos luchan por construir una acequia que lleve agua a la cosecha de maíz antes de que ésta se eche a perder. Volviendo otra vez al cine soviético, es la escena que más se emparenta con este tipo de films al no centrarse en un personaje sino en la colectividad, y poseer un ritmo casi musical. El momento en que el agua llega a la cosecha es el momento más catárquico y emotivo, en que por fin los sufridos agricultores han vencido a los elementos trabajando juntos.

En definitiva, una película única y muy especial que cobra sentido precisamente en ese contexto tan particular en que fue gestada. Toda una rareza dentro del acartonado Hollywood clásico, un film que destila una autenticidad, pureza y honestidad raras en el cine americano de la época.

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Espejismos [Show People] (1928) de King Vidor

Después de la controvertida Y el Mundo Marcha (1928), King Vidor decidió filmar un tipo de película totalmente contrario a ese drama realista que ponía en duda el sueño americano. Y optó ni más ni menos que por una simpática comedia sobre el mundo de Hollywood llamada Espejismos. El argumento es tremendamente simple: Peggy Pepper es una joven sureña que llega a Hollywood acompañada de su padre para convertirse en una estrella desconociendo las dificultades que eso entraña. Pero aunque aspira a ser una gran actriz dramática, Peggy tendrá que conformarse con pequeños papeles en comedias slapstick que le proporciona el actor cómico Billy Boone.

Espejismos es una agradable comedia que se beneficia sobre todo de la divertida actuación de su protagonista Marion Davies, pero a la que sin embargo se le puede achacar también de que no deja de ser algo autocomplaciente. No es un film que critique el sistema de Hollywood y la forma como se llega al estrellato, sino que es más bien una obra algo azucarada centrada en el mundo de Hollywood con el clásico triángulo amoroso en que, cuando Peggy consigue el estrellato, abandona a Billy por un estirado actor dramático. Aunque la historia de Peggy tiene muchos paralelismos en la vida real con otras actrices que siguieron su camino (por ejemplo, Gloria Swanson), en ningún momento se hacen críticas punzantes ni se abandona el tono amable.


Una de las mejores ideas del film es la forma como parodia los géneros y clichés típicos de Hollywood. Las comedias slapstick que aparecen son divertidamente exageradas e incluso cuentan con la aparición de unos policías que son una clara referencia a los Keystone Cops, mientras que las escenas de melodrama que Peggy interpreta resultan falsas e impostadas, sobre todo por la actuación de ella.

Quizás la mejor escena es cuando el director de melodramas hace una prueba de cámara a Peggy y le pide que mire hacia un lado, donde ha de imaginar que está el hombre que ama, y a otro, donde está el que odia, y a continuación le hace repetir ese gesto una y otra vez hasta que las dos expresiones de Peggy acaban resultando absurdamente ridículas. Posteriormente le seguirá un divertido momento en que el director hace todo lo posible para que su actriz llore sin éxito (llega incluso a llorar un asistente antes que ella), pero cuando lo consigue le pedirá que haga una escena divertida.

Uno de los aspectos más interesantes que presenta son sus numerosos cameos de estrellas de la época (¡incluso Chaplin!), como puede verse en la escena en que Peggy se encuentra en el comedor del estudio rodeada de algunos de los grandes nombres del momento, como Douglas Fairbanks y el vaquero William S. Hart. Sin embargo mis cameos favoritos son aquellos autoreferenciales.
Al final de la película, Peggy participa en un rodaje con el propio King Vidor de director, quien se interpreta a sí mismo. A juzgar por los vestidos de los actores, ese rodaje es además un guiño a su película más famosa, El  Gran Desfile (1925). El más divertido es sin embargo cuando Peggy se topa con una actriz importante que baja de un coche y pregunta quién es, cuando le dicen que es Marion Davies, ésta responde mirando con un gesto desdeñoso. La gracia está en que Marion Davies es quien interpreta a la actriz protagonista, por tanto se ha burlado de sí misma.

La película resulta en conjunto una comedia agradable y simpática, no especialmente memorable pero que gustará especialmente a los seguidores del cine de la época por esos pequeños guiños. Se le puede acusar de ser un film demasiado blando que desaprovecha una idea magnífica que daría pie a hacer una ácida crítica sobre Hollywood, pero está claro que en ningún momento King Vidor pretendía eso. Espejismos es una obra que simplemente usa el mundo del espectáculo para hacer esos pequeños guiños, que da una visión amable de un tema mucho más complejo haciendo bromas que más que ser punzantes buscan la complicidad de la comunidad cinematográfica. Es un film manso que permitiría a los cineastas de entonces esbozar una pequeña sonrisa al reconocer lo que ven reflejado en esas pequeñas bromas inofensivas sin sentirse atacados. Habría que esperar más de 20 años para que Billy Wilder creara su visión pesimista y demoledora de Hollywood con su obra maestra El Crepúsculo de los Dioses (1950), pero eso ya es otra historia…