Es maravillosa la sensación de que el Hollywood clásico sigue conteniendo pequeñas sorpresas a la espera de ser descubiertas más allá de las filmografías de los grandes directores conocidos por todos. Hacía tiempo que una película no me resultaba tan estimulante como El Diablo Burlado (The Devil and Miss Jones, 1941), la cual hace tiempo que tenía ya en mi punto de mira por mi afición a las comedias clásicas. Pero hace poco me topé en uno de los mejores rincones sobre análisis fílmico que hay en la red, el blog de David Bordwell, un magnífico texto sobre el director artístico William Cameron Menzies que me hizo lanzarme ya de cabeza a por el filme.
No voy aquí a entrar a fondo sobre las cualidades que hicieron de Menzies una de las figuras más destacadas de la era clásica en cuanto a diseño artístico, puesto que el extensísimo post de Bordwell ya aborda el tema de forma sobresaliente además con numerosas capturas de pantalla. Lo que sí quiero destacar es que Menzies tuvo una larga carrera en que buscó en todo momento la forma de dar rienda suelta a sus inquietudes artísticas dentro del sistema productivo hollywoodiense, normalmente poco abierto a este tipo de experimentos, y a menudo lo logró. Uno de los momentos en que parece ser que logró controlar a fondo el estilo visual de las películas en las que colaboraba fueron sus numerosas colaboraciones a principios de los años 40 con el director Sam Wood.
Hasta ahora Sam Wood era para mí un nombre que solo asociaba a algunas películas concretas como un par de los hermanos Marx y otros clásicos de la época, así como a alguna anécdota divertida referente a su carácter ferozmente anticomunista (parece ser que en su testamento legó su fortuna a sus hijas… ¡pero a condición de que éstas firmaran una declaración jurada de no ser comunistas o haberse casado con uno!). Resulta que en las obras en que Menzies hizo el diseño artístico para Wood este último le dejó tal libertad que prácticamente podría considerarse que el primero codirigió las películas. El mítico director de fotografía James Wong Howe diría, en una cita que se puede encontrar en el artículo antes citado de David Bordwell, que Menzies no solo diseñó los decorados sino que dejaba siempre especificado dónde colocar la cámara y el tipo de lentes a usar para cada plano. La apariencia visual de esas películas era prácticamente obra de Menzies, mientras que Wood se encargaba de dirigir a los actores. Tanto Wong Howe como el propio Menzies afirmarían que Sam Wood literalmente no tenía ni idea del aspecto visual… lo cual hace que tenga cierto mérito que se labrara así una exitosa carrera como realizador.
Otro detalle que no me resisto a comentar: el filme que nos atañe se realizó en la RKO en la misma época en que Val Lewton estaba colándole al estudio sus obras tan peculiares y/o personales bajo la excusa de ser meros filmes de terror baratos, William Dieterle facturaba una película tan peculiar como El Hombre que Vendió su Alma (The Devil and Daniel Webster, 1941) y en que Orson Welles debutaba al largometraje con una inusual carta blanca para hacer lo que le viniera en gana. Si bien es cierto que era el estudio más pequeño entre los grandes, resulta reseñable ver cómo en este breve periodo de tiempo tantos artistas creativos consiguieron dar rienda suelta ahí a su creatividad.
La película que nos ocupa es en la teoría una de las prototípicas comedias clásicas de la época con un argumento cuyo desenlace acabaremos intuyendo muy pronto. El señor Merrick es uno de los hombres más ricos del mundo que, además, ha procurado mantenerse en el anonimato para que su rostro no sea conocido por el público. Por desgracia en unos grandes almacenes de los que es propietario se han organizado varios trabajadores realizando protestas para exigir mejoras salariales. Para desenmascarar a los que han perpetrado dicha revolución, decide infiltrarse en la sección de zapatería haciéndose pasar por un nuevo empleado sin que nadie (ni siquiera los encargados) sepa quién es realmente. Ahí trabará amistad con la señorita Jones, una jovencita que le coge simpatía y que está saliendo con Joe O’Brien, que es el líder de la huelga.
De entrada dejemos de lado el hecho de que desde el principio como espectadores ya sepamos cómo va a evolucionar el argumento y cuál será su previsible desenlace, y a cambio disfrutemos del viaje y de todo lo que tiene que ofrecernos El Diablo Burlado, que es bastante. Ya para empezar el filme se inicia con un hilarante aviso inicial en que se dice que el personaje del señor Merrick no está basado en ningún millonario real y se pide, por favor, que nadie demande a los creadores de la película. Le sigue una curiosa composición visual más propia de la era muda en que se contrapone un primer plano de Merrick (el diablo) envuelto en llamas en contraste con la señorita Jones caracterizada como un ángel que apaga de un soplo el fuego que envuelve al primero.
A partir de aquí se inicia la película propiamente dicha, que me parece una de las comedias más insólitas de la época por algo que podría verse como un defecto pero que no lo considero necesariamente así: parece que los elementos de comedia van por un camino y la puesta en escena por otro. Sí, tenemos a grandísimos actores cómicos como la magnífica Jean Arthur (un tanto desaprovechada en el personaje que se le ofrece pero aun así muy divertida y con su personalidad tan irresistible) o Charles Coburn, así como la curiosidad de ver al normalmente entrañable Edmund Gwenn en un personaje muy antipático. Disponemos además de un guion del magnífico Norman Krasna, especialista en screwball comedies y colaborador en algunas de las primeras películas americanas de Fritz Lang.
Pero a cambio, la forma que tiene la película se escapa por completo a las screwball comedies de la época, comenzando por algo que puede parecer menor pero no creo que lo sea, que es la ausencia de banda sonora musical en la mayor parte del filme, dándole un tono austero en lugar de la típica musiquilla alegre de comedia que nos está animando a estar en modo humorístico. Pero donde más se nota es en las composiciones visuales, y aquí es donde se destaca la presencia de alguien fuera de lo común como es el caso de William Cameron Menzies. La película está repleta de planos compuestos de forma peculiar, casi más propios de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) que de una comedia. Menzies tiende a empequeñecer los personajes en la parte inferior del plano dejando un gran espacio arriba, algo que no recuerdo que lo hiciera ningún otro director americano de la época. A menudo nos ofrece planos abigarrados, otros con simetrías extrañas o con elementos que parten la pantalla en diagonal, así como varios experimentos de profundidad de campo con objetos en primer plano que no se diferencian tanto del ya citado filme de Welles (si bien no lo lleva a sus extremos). Si no fuera por la iluminación podríamos estar en un film noir y justificaríamos todas estas decisiones visuales como una forma de transmitir sensación de opresión e inestabilidad.
Podría parecer que Menzies ha antepuesto sus experimentos visuales a las necesidades de la película, pero tampoco creo que perjudiquen al resultado, simplemente le dan un look muy peculiar, del mismo modo que un director al que consideramos autor no dejará de impregnar su estilo propio a las obras que realiza. Porque por fortuna o bien Menzies ha respetado el resto de ingredientes que hacen que El Diablo Burlado siga funcionando como comedia, o bien Wood se encargó de que la parte de comedia se mantuviera intacta mientras Menzies hacía sus experimentos en la parte visual (de hecho entiendo que había un entendimiento mutuo a la hora de trabajar, ya que ambos colaboraron juntos en varias películas para diferentes estudios en esa época, entre ellas la magnífica Sinfonía de la Vida (Our Town, 1940), otro de mis grandes descubrimientos cinéfilos recientes).
Añadamos a estas peculiaridades visuales un guion por parte de Krasna que debe mucho al universo de Capra no solo por su mensaje populista (el rico descubriendo que, después de todo, los pobres tienen la razón en sus quejas y además se lo pasan mejor que él), sino por esconder bajo su faceta de comedia amable bastantes mensajes incisivos y críticos contra el sistema: la dificultad de los trabajadores por organizarse y protestar por miedo a perder el trabajo o por pura dejadez (algo que sigue siendo totalmente vigente hoy día), lo abusivo de las fuerzas del orden (la divertida escena en la comisaría de la que solo logran escapar cuando Joe les da el coñazo citando la Constitución), el estigma que supone ser la cabeza visible de un movimiento de protesta (Joe le da a entender a su prometida que seguramente ya no podrá encontrar más trabajo en la ciudad), las trampas en las negociaciones con el director de los grandes almacenes… todo ello se nos muestra en forma de gag, pero sigue habiendo una verdad soterrada detrás que puede congelar nuestras sonrisas, algo que ya se da a entender en ese rótulo inicial en que se pide a los millonarios que vean la película que, por favor, no les denuncien si se sienten identificados con lo que ven, que es todo una broma.
Por último, no nos olvidemos de los actores, absolutamente brillantes incluyendo los secundarios. Las escenas que comparte el señor Merrick interpretado por Charles Coburn con su mayordomo, encarnado por ese secundario de oro que era el actor húngaro S.Z. Sakall, son maravillosas, destacando aquélla en que el sufrido criado va a los grandes almacenes haciéndose pasar por un cliente con una niña insufrible para que Merrick consiga unas ventas. Aunque resulta previsible el doble juego de roles en que se ponen de manifiesto las diferencias entre pobres y ricos (cuando Merrick trae uno de los vinos más caros del mundo a un picnic en la playa con sus nuevos amigos haciéndolo pasar por uno que ha comprado en una tienda, sus acompañantes lo tiran porque no les gusta el sabor), Krasna consigue explotarlo muy bien en complicidad con el saber hacer de Coburn, en uno de los mejores papeles que recuerdo haberle visto.
Donde esto se explota mejor ese juego de roles es en la escena final en que los trabajadores negocian con los principales inversores de los grandes almacenes y Merrick se encuentra todavía entre los primeros, haciéndose pasar por uno más. Como es lógico, los inversores tratan a los trabajadores con aspereza y arrogancia, pero cuando Merrick les responde irritado, se muestran sumisos y le dan la razón (después de todo, él es su superior aunque en esas negociaciones se haga pasar aún por un dependiente). Como son los jefazos los que conocen la verdadera identidad de Merrick pero no los humildes trabajadores, estos últimos se muestran sorprendidos de la extraña autoridad que tiene su compañero en esa reunión de peces gordos.
Pero finalmente debe suceder lo inevitable y descubrirse la identidad de Merrick. Aquí nos esperamos el previsible momento dramático de la cinta en que los protagonistas se sienten indignados al haber sido engañados y el otrora arrogante Merrick intenta conservar su amistad. Pero cuando parece que nos vamos a encontrar con la clásica moraleja final y la sentimental reconciliación, Krasna y Wood deciden sorpresivamente cortar ese momento drásticamente con un gag (las reacciones de los trabajadores son hilarantemente exageradas) y pasar directamente a un final tan absurdamente feliz (todos bailan juntos y hablan sin motivo alguno de un viaje… ¡a Honolulú! ¿A cuento de qué?) que para mí constituye otro gag en sí mismo.
Es como si Krasna, consciente de que las estructuras y códigos de las comedias clásicas ya habían sido más que machacados y repetidos durante esos años, decidiera hacer como Preston Sturges en esa época y saltarse algunos de los momentos previsibles, en este caso abogando por la pura diversión sin moralejas. Krasna, al igual que Menzies en el apartado visual, en el fondo está dinamizando un género que, si bien aún gozaba de buena salud, empezaba a estar muy visto y requería de ciertas estrategias inusuales para darle un poco más de vidilla.
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Una pura delicia, mi querido Doctor. Desaprovechada y todo, muero por Jean Arthur, como diría nuestra querida Hildy.
Es una peli muy interesante por lo que tan bien analiza del aspecto visual que le ha dado Cameron Menzies. A ver por cierto si un día me entretengo y reviso La vida futura, que es de esas pelis sobre las que me gusta hablar a pesar de sus defectos. Pocas veces se predijo tan mal el futuro con tanta clase. Sin embargo me gustaría apuntar que creo que las decisiones artísticas y visuales de Menzies en El diablo burlado, a pesar de su atractivo, no puedo decir que perjudiquen a la peli, porque la enriquecen mucho, pero sí que lastran un poco su dinámica interna, y entorpecen un poco la posibilidad de hacer un montaje más ligero. De hecho, si se fija bien hay varias ocasiones en las que se ha intercalado un primer plano de los protagonistas que en realidad no era tal, pero se ha ampliado el fotograma con la intención, me parece, de agitar un poco la coctelera visual en el montaje. Pero vamos, son pijadas mías. La peli mola mucho.
Por comentar algo en lo que usted con razón no incide, porque es lo de menos, dejo aquí la curiosidad del motivo por el que protestan los empleados del almacén y es que, dicen, » a la gente se le da un empleo, se le sube el sueldo cada año durante 10 o 15 años y luego se les despide para pagar menos a otros más jóvenes». Vamos, que protestan por la temporalidad de sus empleos y porque no pueden tener seguridad de trabajar ¡más de 10 o 15 años!
Cómo hemos cambiado.
Un abrazo agradecido.
PD: también vi Bushido. Buena y con fundamento, sí señor, aunque no terminé de entender el tramo contemporáneo. O sea, sí lo entiendo porque he visto eso mismo en muchas otras pelis, esa sumisión a la empresa, pero yo creía que lo del Bushido era algo más circunscrito a la tradición Samurai, y se supone que todas esas normas quedaron proscritas, incluso explícitamente, a finales del XIX. ¿Soportaría Jean Arthur tamañas afrentas? ¡Espero que no!
Hola Manuel,
Yo también le debo un revisionado a La vida futura, que la vi muy de joven y me decepcionó quizá porque esperaba otra cosa, pero ciertamente a nivel visual es algo increíble.
Me cuesta no reconocer que en el fondo algunas de esas extrañas decisiones visuales no afecten de alguna forma al tono de comedia, ya sea a nivel de ritmo o, como dices, de dinámica interna. Pero el caso es que me gusta tanto el efecto y me he divertido tanto que no he indagado más en ello, y por ejemplo se me ha pasado eso que dices de los primeros planos ampliados para compensar la ausencia probable de planos «más normales».
Y sí, es curioso comparar las reivindicaciones laborales de los trabajadores en películas como ésta con la realidad laboral de hoy día… y en realidad no hace tanto tiempo de eso, pero el mundo ha cambiado sustancialmente en estas décadas, se lo digo yo como anciano centenario.
Sobre Bushido, entiendo que la trama contemporánea es para insinuar que, aunque no exista ya el bushido, sigue habiendo esas reglas de sumisión aunque no haya samurais y señores feudales por medio. Ciertamente, esa subtrama moderna daría juego para una buena screwball comedy llena de confusiones en que, en vez de suicidarse, Jean Arthur pondría firme al pasmarote de su prometido. Quizá eso es lo que le hace falta al sufrido protagonista, una mujer fuerte que le haga ver que está haciendo el idiota.
Un abrazo.
Jajajaj, sí, muero por Jean Arthur.
Por la que yo conozco, la que a partir de 1936 encadenó comedia maravillosa tras comedia maravillosa: El secreto de vivir, Una chica afortunada, Vive como quieras, Caballero sin espada…
¡¡¡Podemos hacer una sesión doble preciosa con comedias de Jean Arthur y Charles Coburn!!! Con la película que reseñas, que no había visto y me ha encantado (me quedo con la secuencia en Coney Island), y otra con George Stevens: El amor llamó dos veces (The More the Merrier). Además en esta última está otro de mis actores favoritos de varias screwball comedies, el bello Joel McCrea.
Me ha encantado cómo la analizas desde el trabajo del director artístico William Cameron Menzies. Es decir, desde sus logros visuales.
Y también te deja con sonrisa ese final fuera de toda lógica…, porque no hay otra salida para los personajes…, más que la locura. Todos en un barco hacia una felicidad imposible.
Gracias por hacerme verla.
Beso
Hildy
¡El amor llamó dos veces es maravillosa! Podría ser perfectamente mi favorita de George Stevens, aunque no sea de las más conocidas o prestigiosas. Divertidísima y de nuevo, muy bien visto, con el dúo Charles Coburn y Jean Arthur en estado de gracia. Como comedia funciona sin duda mejor al ser más pura, la que comento aquí es más extraña… pero logra ser divertida pese a eso, que también tiene su mérito.
Y el final es fantástico, ciertamente. Un maravilloso sinsentido como queriendo decir «ya sabemos que esto acabará en happy ending, así que, ¿por qué no desmadrarnos con un final feliz totalmente pasado de rosca?». Aunque el Hollywood clásico tenía unas normas muy firmes de producción y estilo, siempre resulta reconfortante ver a cineastas que consiguen transgredirlas un poco.
Un abrazo.