Nadie Puede Vencerme [The Set-up] (1949) de Robert Wise

A veces creo que uno de los ejercicios que se le debería dar a todo estudiante de cine, y más concretamente de guion, es visionar y analizar algún ejemplo de esas películas de serie B de los años 40 hechas con pocos medios y con excelentes resultados. El caso más paradigmático es obviamente Detour (1945) de Edgar G. Ulmer, pero creo que funcionaría mejor como ejemplo de lo que quiero decir un filme tan notable como Nadie Puede Vencerme (The Set-Up, 1949) de Robert Wise. En primer lugar porque, a diferencia de la película de Ulmer, no se hace tan visible su precariedad y se nota que tiene un presupuesto más holgado, aunque sin salirse de la estética de serie B. Y en segundo lugar por su forma de concretar la acción en unos pocos escenarios muy específicos. También juega a su favor el ser uno de esos filmes centrados en un periodo de tiempo muy limitado, que creo que le da una sensación de inmediatez que encaja muy bien con su breve duración y el tono a veces algo apresurado de cierto serie B.

Stoker Thompson es un boxeador de poca monta ya veterano que espera para jugar un combate esa noche contra un joven desconocido. Su mujer Julie se ha negado a acompañarle porque está harta de presenciar en cada combate cómo le apalizan y le insiste para que se busquen otro tipo de vida, pero Stoker se aferra al sueño de poder lograr todavía un éxito tardío pese a su edad. Lo que no sospecha es que su mánager Tiny ha hecho un trato con un gangster para amañar el combate y que Stoker se deje perder. Tiny, por pura avaricia, decide no hacerle conocer a Stoker el arreglo, confiando que éste perderá incluso luchando en serio y así no tendrá que compartir con él parte del soborno, pero el problema es que Stoker decidirá darlo todo.

Como comentaba al principio, me encanta la forma como se resuelven las grandes películas de serie B de esta época: esa absoluta concreción narrativa, la manera tan limpia y directa al grano de ir desarrollando la historia, esa necesidad de aprovechar bien cada detalle para ir suministrando información al espectador… pero al mismo tiempo sin saturarlo ni sobrecargar las escenas. Hay además una especie de modestia, típica de buena parte del cine americano clásico, que resulta hoy día más refrescante que nunca: el comprobar que no se hacen alardes innecesarios, que el director no busca sobresalir… pero a cambio cuando se hace necesario te deja boquiabierto con alguna decisión de puesta en escena llamativa, que además viene justificada por necesidades del guion.

Fijémonos en el inicio, en que Wise nos sumerge ya en el ambiente pugilístico y callejero a través de las disputas de vendedores de periódicos en la puerta y algunos espectadores haciendo cola. Un comentario suelto nos dan una primera pista del que será nuestro protagonista, Stoker, sobre el que se hace una broma a costa de su avanzada edad para el boxeo. Entra en escena un personaje crucial del drama, ¿y qué es lo primero que hace? Encender una cerilla rasgando la parte del cartel del combate en que aparece el nombre de Stoker. Acto seguido sabemos que es su manager. ¿Qué mejor forma de dar a entender sutilmente el trato que le va a dispensar al boxeador?

¡Qué fácil parece todo cuando lo vemos funcionando! Por usar una metáfora bastante poco elegante, es como cuando encendemos un aparato electrónico y damos por hecho que debe funcionar correctamente, sin pararnos a pensar en toda la complejidad que encierra por dentro para que luego lleve a cabo una acción seguramente sencillísima que tenemos asimilada en nuestro día a día. Lo mismo sucede con este tipo de cine, que además no puede escudarse en coartadas artísticas o intelectuales que puedan disculpar el que no funcione tan bien en otros aspectos: su finalidad es explicar la historia de la mejor forma posible, y si eso no funciona nos quedamos sin nada.

Otro aspecto que me encanta de Nadie Puede Vencerme (agh, como odio la fastidiosa «traducción» española del título original) es ese cuidado por la ambientación que nos sumerge tan a fondo en la historia. Por un lado, la galería de rostros que compone el público asistente al combate: ese hombre obeso que no para de comer, el fanático del deporte que sigue el enfrentamiento al mismo tiempo que escucha el beisbol en una radio portátil, el ciego que le pide a su acompañante que le describa los detalles… y en general esa masa de rostros sudorosos ávidos de sangre y violencia. Por otro lado, están esos pequeños detalles en que inicialmente uno no se fija y podrían no estar ahí, pero que siempre suman: la puerta del vestuario de los combatientes con los nombres escritos cutremente en tiza de aquellos a quienes les toca cambiarse ahí, ese médico con expresión de «ya me da igual todo, éste es un mundo de locos» o el árbitro repasando las normas del combate antes del enfrentamiento con un tono rápido y monótono propio de alguien que repite de carrerrilla algo tantas veces que ya no significa nada para él. Todo ello sin olvidar la ironía de que el lugar donde sucede la acción se llame Paradise City siendo un sitio tan decadente.

Esa voluntad de aprovechar cada minuto de filme para transmitir una serie de ideas se ve magníficamente reflejado en todas las escenas que tienen lugar en el vestuario, donde las breves apariciones del resto de combatientes vienen a ser reflejos de lo que debió ser el pasado de Stoker: el joven principiante nervioso en su primer combate profesional, los dos que disfrutan de su momento álgido, el que empieza a perder con cierta frecuencia ya sus combates… y, como muestra de futuro, el triste personaje del veterano que aún confía en lograrlo y mentalmente ya es inestable. Sin necesidad de flashbacks ni monólogos interiores, todo ello nos sirve para entender por qué Stoker empezó y sigue ahí.

Y en contraste con este ambiente cerrado y asfixiado del pabellón de boxeo, qué logradas las escenas en exteriores con Julie (magnífica y muy sentida Audrey Totter) deambulando sin rumbo mientras se pregunta qué hacer con su vida. El guion tiene tiempo de evocar una serie de sensaciones de forma breve sin que parezcan apresuradas ni tampoco que corten el ritmo de la narración: pasajes puramente noir en esos callejones oscuros, nostalgia al contemplar a esas jóvenes parejas pasando la noche juntos y una tristeza casi poética en ese momento tan bello en que se asoma por un puente solitario, nos tememos que se esté planteando saltar, pero lo que hace es romper su entrada para el combate y arrojar los pedacitos. Un instante evocador que además ya nos anticipa que no se dará una de las situaciones típicas de este tipo de filmes: no aparecerá en mitad del combate para darle los ánimos necesarios a Stoker que le permitirán ganar.

Es curioso que desagradándome tanto el boxeo, me gusten tanto las películas pugilísticas. Quizá porque es un deporte muy cinematográfico, al simbolizar muy bien esa lucha individual por lograr el éxito y tener un aspecto casi coreográfico que lo hace más agradecido de filmar que una competición de ping pong o de ajedrez. La escena del combate de Nadie Puede Vencerme es el momento más importante de la película, ya que está considerada una de las escenas de boxeo más influyentes de la historia del cine, algo avalado por el propio Martin Scorsese, que dirigió la que considero la mejor película sobre el tema, Toro Salvaje (Raging Bull, 1980). Aquí se mezclaron varios factores afortunados. Por un lado tanto el protagonista, el sensacional Robert Ryan (una debilidad personal mía y seguro que de muchos aficionados al Hollywood clásico), como su rival habían sido boxeadores con anterioridad. Por el otro Wise decidió filmar el encuentro con varias cámaras a la vez. El resultado le da una autenticidad y realismo que casi recuerdan a un combate televisado, ya que no tenemos la sensación de que los planos estén cuidadosamente preparados de antemano (aunque podría haber sido el caso).

Por otro lado para mí le da un aliciente extra el hecho de que no estemos viendo un gran combate. De hecho lo que presenciamos es el último enfrentamiento de la noche, el relleno final que muchos espectadores se saltan, una lucha entre un veterano ya acabado y un novato aún inexperto. Y no se nos esconde. No es una pelea épica, no hay una narrativa clara detrás del tipo «primero parece que está todo perdido, pero en el último momento se resarce y le pega el golpe decisivo». Más bien parece una lucha, larga, agónica y agotadora, pero que al mismo tiempo – ¡y aquí está el milagro! – no se hace pesada de ver. Lo que se nos está mostrando es que Stoker realmente está acabado. Y esto en un filme de estas características es algo remarcable, porque no se nos engaña con la confortable idea de una historia de superación pese a su avanzada edad.

De hecho el magnífico desenlace está lleno de amargura, muy en consonancia con el tono del resto del filme. Después de una breve escena de suspense en que Stoker intenta escapar del pabellón sin ser advertido por la banda de gangsters (qué inteligente decisión el prescindir aquí de la música), éste sufrirá la paliza de su vida en la cual quedará ya incapaz de boxear de nuevo. Ninguno de los personajes corruptos recibirá ese merecido que esperamos siempre en el Hollywood de esa época por cortesía del Código Hays.

No obstante, pese a su amargura este final ofrece dos concesiones a su protagonista: la satisfacción de haber ganado su último combate y de que el último puñetazo que habrá asestado en su vida será a ese gangster. Es en el fondo un final feliz a la fuerza porque dejará de boxear, pero he aquí lo interesante: no será porque se dé cuenta de que esa vida no tiene futuro o por haber decidido hacer caso a los razonables ruegos de su esposa, será por las desafortunadas circunstancias. Stoker, pues, estaba condenado a acabar como ese patético boxeador veterano que salió inconsciente de su combate sin recordar su nombre. Ése era su futuro. Y lo mucho que le ha costado vencer a un boxeador que sí, era joven, pero tampoco muy bueno, es una muestra de que no le quedaba mucho más por ofrecer. Si ha esquivado ese futuro no es por haber sido por fin razonable ni por amor, sino porque ha tenido mala y buena suerte a la vez. Es por tanto un desenlace que nos muestra cómo ciertos hombres no pueden luchar contra sus impulsos o sus fantasías por mucho que todo apunte contra ellos, y nos deja un inevitable poso amargo pero también una sensación de alivio.

4 comentarios

  1. Mi querido Doctor… ¡Qué peliculón!

    Una vez más yo añadiría al menos media estrellita o una entera, por qué no, y que se quedaran en las mismas cinco que merece su brillante análisis. Coincido en todo lo que relata sobre los mecanismos de estas joyas de bajo presupuesto. No coincido solo en dos detalles subjetivos, en los que opino diferente: la primera, que el mejor ejemplo para una escuela de cine sobre un portento de serie B para mí no sería Detour, y mire que me gusta, sino El demonio de las armas.

    Y sobre su película favorita de boxeo, pues le comprendo, claro, y aunque tengo mis dudas, porque otras son más complejas , creo que si tuviera que salvar solo una de la historia del cine, sería esta.

    Un abrazo!

    1. Hola Manuel,

      En realidad no discrepamos en uno de los puntos. No quise dar a entender que Detour es el mejor ejemplo para una escuela de cine (aunque sería realmente uno muy bueno) sino que es la gran película de culto del cine de serie B de poco presupuesto, habiendo alcanzado un estatus mítico que creo que no tienen ésta o la que cita usted, las cuales, dicho sea de paso, me parecen mejores.

      Sobre Toro salvaje, acepto siempre otras opiniones pero cuidado con lo que dice sobre este film, porque está tocando una fibra sensible y no quiero que acabemos peleándonos en un cuadrilátero para decidir si es mejor ésta o El boxeador de Keaton.

      Un saludo pugilístico de alguien que, en realidad, nunca ha sabido – ni ha querido saber – pelear.

  2. Me fascina está película. Y sonrío cuando te he leído esta afirmación: «Es curioso que desagradándome tanto el boxeo, me gusten tanto las películas pugilísticas». Porque a mí me pasa exactamente lo mismo.

    Hablando de «Nadie puede vencerme», cuando la vi en su día, me fijé en sus créditos que era la adaptación de un poema narrativo de Joseph Moncure March. Y aunque no he leído ese poema, me llamó la atención este dato, porque la película es todo un poema visual sobre la figura del perdedor. Con una rima y un ritmo. Donde Robert Ryan está maravilloso porque ofrece todos los matices posibles a su personaje.

    Creo que «Nadie puede vencerme» haría una gran sesión doble con otra película de un boxeador maduro (Anthony Quinn): «Réquiem por un boxeador» (1962) de Ralph Nelson.

    Beso

    Hildy

    1. Hola Hildy,

      Leí que el poema narrativo original tenía una pequeña gran diferencia respecto a la película y es que su protagonista era afroamericano. Cuando cambiaron eso del filme, el autor original se sintió tan ofendido que le cogió tirria para siempre.

      La que mencionas de Réquiem por un boxeador es la típica película que siempre quiero ver y nunca me pongo a ello. Mira, es una gran excusa para como mínimo hacerme con ella y ver si este año le pongo remedio. ¡Gracias por la recomendación!

      Un saludo.

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