Estados Unidos

La Casa en la Sombra [On Dangerous Ground] (1951) de Nicholas Ray

Teniendo en cuenta lo complejo que es el proceso de producir una película y todos los factores que condicionan el resultado final, podría decirse que los grandes filmes son pequeños milagros en que se logró que todas las piezas encajaran a la perfección y las personas involucradas fueran las adecuadas. Eso es aún más cierto en el caso de un director tan volátil como Nicholas Ray, quien carecía del fuerte carácter y/o de la astucia (o incluso la falta de escrúpulos) para saber moverse en esas aguas tan tempestuosas que eran el sistema de estudios de Hollywood. Por ello no creo que sea casual que una de sus mejores obras sea un filme como La Casa en la Sombra (On Dangerous Ground, 1951), considerado de poco interés por parte del estudio y en el que, en consecuencia, Ray tuvo una libertad creativa sin interferencias que encontraría pocas veces en su carrera.

El material de base era sombrío y poco prometedor: una novela sobre un policía que busca a un joven con problemas mentales que ha asesinado a una niña y que, durante la investigación, se acaba enamorando de su hermana ciega. Pero de alguna forma a Ray la historia le pareció que daría mucho juego y, lo más importante, consiguió interesar a Robert Ryan en el proyecto. Éste era uno de los actores en voga dentro de un estudio tan humilde como la RKO y tenía muy buena relación con Ray después de haber trabajado juntos en Nacida para el Mal (Born to Be Bad, 1950) – años después fue el único intérprete de confianza de Ray que aceptó embarcarse en Rey de Reyes (King of Kings, 1961), pese a que desde fuera parecía una producción dudosa e inestable (lo cual era cierto). De modo que sumando ambos factores se dio la circunstancia de que la RKO, inmersa en el caos interno que estaba provocando Howard Hughes, dio luz verde a un proyecto que a nadie del estudio parecía motivarle y, lo más importante, en el que nadie metería las narices por no ser más que un policíaco barato sustentado solo en su pareja protagonista. A partir de aquí, Ray pudo encarar el proyecto como quería dando forma a una de sus más grandes obras.

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El Reloj Asesino [The Big Clock] (1948) de John Farrow

Creo que uno de los aspectos que más me gustan de ciertas obras de suspense es percibir cómo están construidas sobre un perfecto mecanismo de relojería, en que todas sus piezas se complementan para abocar al espectador al borde del paro cardíaco. En la literatura creo que uno de mis ejemplos predilectos es la segunda mitad de El Talento de Mr. Ripley de Patricia Highsmith, en que toda una serie de circunstancias y casualidades (a veces afortunadas, otras no tanto) se van sumando hasta hacer que la tensión resulte casi insoportable respecto al destino de su protagonista: ¿lo pillarán? Y de no ser así, ¿cómo rayos va a escapar de una situación en la que está totalmente acorralado?

La analogía con el mecanismo de relojería me viene muy bien para hablar de una de las grandes obras de ese magnífico cineasta que es John Farrow: El Reloj Asesino (The Big Clock, 1948), una cinta de la que por cierto no puedo dejar de aplaudir la absurda «traducción» de su título original – qué poco atractivo sería un filme policíaco llamado simplemente «el gran reloj» y qué poca importancia tiene que ese nuevo título genere unas falsas expectativas respecto a un reloj asesino que no existe en la película.

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Muerte en los Pantanos [Wind Across the Everglades] (1958) de Nicholas Ray y Budd Schulberg

No se puede negar que parte de la fama que atesora Nicholas Ray se debe en buena medida a su aura de artista maldito. No quiere decir eso que éste sea el motivo principal ni pretenda con ello infravalorar su enorme talento como cineasta pero, partiendo de la base de que el concepto de «artista maldito» nos suele resultar muy atractivo, Ray es de los cineastas a los que mejor se le podría aplicar dicho concepto: en numerosas ocasiones estuvo en conflicto con los grandes estudios de Hollywood mientras los críticos europeos lo elevaban por las nubes, su carrera quedó truncada de golpe a causa de los problemas que dio en sus últimos rodajes, se pasó las últimas dos décadas de su vida intentando levantar proyectos que no fructificaron y hundido en su alcoholismo y, en última instancia, logró filmar una película experimental con un grupo de estudiantes a los que daba clases. Si eso no es maldito, ya me dirán qué lo es.

Obviamente todos los cineastas con algo de personalidad y ambición entraron en conflicto antes o después con productores y grandes estudios, pero el problema de Ray es que no tenía ni el fuerte carácter necesario para afrontar esas situaciones ni la astucia para poder salirse con la suya sibilinamente. Sus mejores películas son casi siempre aquellas en las que o tuvo una libertad de movimientos inusual o sus intenciones coincidían con las del productor. Pero cuando se producía un choque, Ray, de carácter dócil, poco amigo a los enfrentamientos y dado a tener arrebatos depresivos y encerrarse en sí mismo, acababa arrojando la toalla y dejarse llevar. Que aun así algunas de esas películas que no pudo tirar adelante como él quiso acabaran siendo películas muy buenas es solo un ejemplo de su enorme talento. Incluso su peor obra, Infierno en las Nubes (Flying Leathernecks, 1951), un filme bélico infestado de testosterona y patriotismo indigesto, está muy bien realizado y con detalles técnicos muy interesantes pese a ser un puro encargo en el que Ray no se involucró más de lo esencial.

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Preludio de Amor [When You’re in Love] (1937) de Robert Riskin

En un primer vistazo, Preludio de Amor (When You’re in Love, 1937) podría parecer otra screwball comedy de la época, pero en realidad es un filme bastante interesante ni que sea por motivos extracinematográficos, ya que se trata de la única película dirigida por Robert Riskin, el guionista clásico de Frank Capra. Capra y Riskin formaron en los años 30 un equipo imbatible y dieron luz a algunas de las mejores comedias del Hollywood clásico. Ese estilo que hoy entendemos como «capriano» nació de dicha colaboración, ya que fue a raíz de que empezaran a trabajar juntos que los filmes de Capra empezaron a tener esa personalidad propia tan reconocible.

No obstante, cuando Capra publicó en los 70 su autobiografía El Nombre delante del Título ofreció una imagen muy poco generosa de dicha colaboración. De hecho el libro supuso un shock para sus numerosos colaboradores: ese director que en los años 30 se había rodeado de un equipo técnico y artístico habitual, a los que además trataba con mucho cuidado y respeto, casi como si fueran una especie de familia, de repente se desmarcaba en su vejez con un libro falso y egocéntrico en que transmitía la idea de que el éxito de sus películas se debía a él únicamente. Algunos colaboradores habituales ni se mencionaron. Otros quedaron reducidos a la anécdota. Riskin (quien no vivió para ver la publicación de dichas memorias) era reconocido como su colaborador esencial, pero Capra ponía el énfasis en él mismo. En contraste, el biógrafo de Capra, Joseph McBride, que le tiene una tirria enorme por lo mucho que le decepcionó cuando descubrió cómo era como persona, optó por hacer lo contrario y en su libro The Catastrophe of Success (¿qué clase de título es ese para una biografía de alguien como Capra?) se mostraba reticente a reconocer los méritos que le correspondían, atribuyendo la magia de su cine a ese magnífico equipo de colaboradores del que supo rodearse.

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Viaje de Ida [One Way Passage] (1932) de Tay Garnett

A menudo pienso que uno de los ejercicios más interesantes que podría llevar a cabo un estudiante de cine es el de narrar un largometraje en menos de hora y cuarto, pero sin que parezca ni incompleto ni apresurado, en que todo se ajuste perfectamente. Puede parecer extraño lo que diré, pero creo que a veces el mérito de ciertos filmes está en lo que no tienen de más. Sé que es un poco peliagudo utilizar como argumento a favor de una película lo que no han hecho el director y el guionista, pero cuántas veces me he encontrado filmes que partían de buenas premisas y luego se han alargado innecesariamente, se les ha añadido alguna subtrama innecesaria o al final no han sabido ser coherentes con su premisa inicial.

Todo esto es un preámbulo para explicar uno de los motivos por los que me ha gustado tanto Viaje de Ida (One Way Passage, 1932) de Tay Garnett. Una película de apenas 68 minutos situada en su mayor parte en un mismo espacio (un barco que hace la travesía entre Hong Kong y San Francisco) que parte de una idea irresistible: justo antes del viaje se conocen Dan y Joan, que tienen un flechazo instantáneo y, casualidades de la vida, viajan en el mismo barco. Lo que sucede es que al final de ese trayecto a ambos les aguarda un negro destino: Dan es un criminal condenado a muerte que está siendo escoltado por el sargento de policía Steve a San Quintín, donde será ahorcado; Joan, por otro lado, tiene una enfermedad terminal que se encuentra en su última fase. Eso quiere decir que su romance nacerá y morirá en ese mismo trayecto en barco, ya que a ambos les aguarda una más que probable muerte al poco de llegar a tierra.

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Madame Satán [Madam Satan] (1930) de Cecil B. DeMille

A veces uno se da cuenta de que disfruta más de ciertas películas fallidas pero interesantes que de otras mejor resueltas pero sin nada especial. Y en el caso que nos ocupa, Madame Satán (1930) no es en absoluto una de las obras más conseguidas de Cecil B. DeMille, pero a cambio nadie se atrevería a negar que especial que lo es.

Inicialmente no parece que estemos ante un filme particularmente llamativo, sino ante una clásica comedia matrimonial de enredo. Tenemos un matrimonio formado por Angela y Bob que se encuentra en crisis por el pequeño problema de que él se pasa las noches de picos pardos junto a su amigo solterón Jimmy y su amante Trixie. Vemos llegar a los dos por la mañana aún borrachos a casa intentando que Angela no se dé cuenta, pero finalmente les pilla y, en medio de las excusas que se inventan, Bob se saca de la manga que esa tal Trixie es en realidad la esposa de su amigo Jimmy. De manera que Angela decide hacer lo más sensato: ir a visitar a Jimmy en el apartamento de su supuesta mujer para pillarles sus mentiras. Si de momento esta reseña no les parece muy apetecible, tengan paciencia y sigan leyendo, les prometo que luego se pone más interesante, pero hay que ir descubriéndolo poco a poco.

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Navidades en Julio [Christmas in July] (1940) de Preston Sturges

Preston Sturges es de esos directores que ha logrado pasar a la posteridad pese a contar con una carrera inusualmente breve como realizador: solo doce películas, de las cuales las dos últimas dudo que casi nadie recuerde que existan, de modo que a efectos prácticos todo se debe a diez filmes. Cuando algo así sucede es porque dicho realizador tiene un rasgo especial que resulta visible en sus pocas obras, y en el caso de Sturges tenemos tanto motivos artísticos como otros extracinematográficos. En lo que se refiere al primer aspecto, Sturges destacó por ser (primero como guionista, luego también como director) uno de los más grandes exponentes de la comedia clásica americana. Sus historias eran ágiles, contenían un punto de acidez o cinismo bastante inusual en el género y subvertían muchas de las convenciones de las conocidas como screwball comedies, dándoles una inteligente vuelta de tuerca.

Pero los motivos extracinematográficos que han dado fama a Sturges no son menos remarcables. Después de asentarse como afamado guionista para la Paramount se propuso poder dirigir sus propias historias en una época en que la silla de director estaba vetada a los escritores. Harto de batallar con el estudio, le hizo una oferta que no pudieran rechazar: un guion titulado El gran McGinty (The Great McGinty, 1940) por solo 10 dólares a cambio de que se lo dejaran dirigir a él. Teniendo en cuenta que por entonces era uno de los escritores más reputados del estudio, la proposición resultó demasiado tentadora como para no aceptarla. Y la película resultante fue un enorme éxito que le permitió a Sturges no solo poder dirigir sus propios guiones sino algo aún más inédito: tener su pequeña unidad de producción independiente dentro del estudio con cierta libertad creativa siempre y cuando cumpliera los plazos y presupuestos. En ese aspecto Sturges fue un pionero, uno de los primeros cineastas de Hollywood que intentó lograr cierta independencia en el sistema de estudios. No les engañaré, al final la experiencia fue breve y acabó mal para Sturges (es lo que tiene ser un pionero), pero a cambio pudo legar ocho comedias maravillosas a la posteridad, la segunda de las cuales, Navidades en Julio (Christmas in July, 1940), es quizá la más olvidada de todas, algo totalmente injusto y a lo que intentaremos poner remedio aquí.

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El Destino se Repite [Repeat Performance] (1947) de Alfred L. Werker

Este Doctor ya ha comentado varias veces en este gabinete cómo el cine negro se ha convertido en uno de los géneros fetiche de los fanáticos del cine clásico entre otras cosas por ser capaz de funcionar incluso en condiciones que resultarían perjudiciales a otro tipo de películas. De esta forma una de las obras más míticas del noir tiene como uno de sus elementos definitorios la obvia pobreza y falta de recursos del rodaje, mientras que una obra maestra incontestable como El Sueño Eterno (The Big Sleep, 1946) de Howard Hawks parte de un guion a todas luces incomprensible. ¿En qué otro género podríamos destacar felizmente cualidades como éstas e incluso entenderlas como algo que beneficia a las películas?

En El Destino se Repite (Repeat Performance, 1947) nos encontramos con un inicio altamente confuso que podría resultar desalentador en otro tipo de filme pero que aquí codificamos como algo que va con el género: una joven, Sheila Page, dispara a un hombre y huye del apartamento. Es Nochevieja, se incorpora a una fiesta donde insiste en hablar a solas con un amigo llamado William Williams para pedirle consejo. En los diálogos se mezclan nombres que aún no sabemos ubicar (el muerto es un tal Barney, se habla de acudir a un tal John Friday) mientras seguimos sin entender por qué ha matado a ese hombre. Además, la ausencia de grandes estrellas en el filme hace que tardemos un rato en asentarnos por no saber qué papel tendrá cada uno de ellos: si apareciera por ahí un Bogart o un Richard Conte nos sería fácil intuir qué tipo de papel tendrán en esta confusa trama o simplemente que acabarán siendo personajes importantes, pero no es el caso y hay una suerte de «democracia» entre personajes que hace que tardemos un rato en saber quiénes serán los que tendrán más relevancia aparte de Sheila (cabe decir que, aunque no muy recordada hoy día, la protagonista Joan Leslie sí era una estrella reputada en su momento, mientras que Richard Basehart aquí todavía no era famoso). Es por inicios como éste que considero interesante ver las películas sin conocer su argumento, llegar vírgenes a ellas para depender totalmente del guion y percibir mejor su capacidad de conducirnos al argumento principal – a no ser, claro está, que se trate de una reseña de su genio del mal favorito, en cuyo caso les pido que hagan una excepción y sigan leyendo.

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Falsa Personalidad [Laughter] (1930) de Harry d’Abbadie d’Arrast

Una de las cualidades que inicialmente más se me escapaban de algunas obras del primer cine sonoro americano y que con el tiempo he acabado apreciando es lo extrañas que pueden ser a veces algunas de estas películas. No sabría utilizar un adjetivo más adecuado para definir esa sensación de extrañeza que siente uno viendo algunas escenas de filmes abiertamente comerciales en que se toman decisiones de guion insólitas o algunas escenas parece que no van a ninguna parte concreta. Es como si con la llegada del sonoro una parte del cine de Hollywood se hubiera olvidado de los códigos prototípicos de cada género y estuviera volviendo a aprenderlos.

Miren si no cómo empieza Falsa Personalidad (Laughter, 1930), que es aparentemente una comedia ambientada en la alta sociedad. Un plano de un hombre llamado Ralph en una cabina telefónica diciendo con acritud «Así que ya podré llamar mañana, ¿eh?» justo antes de colgar y marcharse desencantado a su piso. De ahí pasamos a una elegante mansión donde conocemos a la joven con la que intentó contactar, Peggy, a la que la criada le informa de la llamada que ha recibido. Volvemos al piso de antes y vemos a Ralph preparando su suicidio hasta que llega la muchacha y consigue detenerle a tiempo.

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El Invisible Harvey [Harvey] (1950) de Henry Koster

Teóricamente, uno pensaría que alguien como Elwood P. Dowd jamás podría causar problemas a nadie. Se trata de un hombre de mediana edad con un carácter tan afable que es imposible enfadarse con él, y en su tiempo libre simplemente se dedica a pasear, charlar con otras personas (no importa si son desconocidas) y, por qué no, tomarse un trago de vez en cuando. Pero resulta que su mejor amigo, Harvey, es un tanto especial. Más que nada por el pequeño detalle de ser un conejo de dos metros a quien solo él puede ver. En consecuencia, su hermana Veta y su sobrina Myrtle deciden ingresarlo en un manicomio. Lo que no pueden sospechar es que Harvey, que en realidad es un pooka (criatura mitológica propia del folklore irlandés que adquiría la forma de un animal), se encargará de proteger a su amigo evitando que acabe encerrado.

Esta es la premisa que sigue El Invisible Harvey (Harvey, 1950), una de esas deliciosas comedias de enredo en que una pequeña sociedad perfectamente coherente y ordenada se ve abocada al caos por la influencia inconsciente de su protagonista. Al final todos los roles se invierten y es el loco quien escucha las confesiones que le hace el director del psiquiátrico tumbado en el diván, mientras que la misma hermana que quería encerrarlo acaba siendo la que implora para que no curen su locura. Y el elemento más ajeno a las normas sociales, el loco, es el único que parece controlar la situación en todo momento siguiendo el sencillo método de no preocuparse por nada y confiar en la bondad innata de la gente.

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