Leo McCarey

Tú y Yo [An Affair to Remember] (1957) de Leo McCarey

Esta entrada ha sido concebida como complemento a la dedicada a la primera versión de Tú y Yo (1939), así que recomiendo leer antes la anterior, ya que aquí no volveré a resumir el argumento y haré referencia a escenas que se explicaron en el post anterior.

Me resultan muy interesantes los casos de directores que deciden hacer un remake de una película propia, ya que a menudo este proceso conlleva la idea de mejorar lo hecho anteriormente con más medios o experiencia. Lo podemos ver claramente en las últimas obras de Yasujiro Ozu, quien había ido depurando tanto su estilo que tenía sentido que quisiera rehacer algunas de sus películas antiguas como Historia de una Hierba Errante (Ukigusa Monogatari, 1934). También en la definición que daba Hitchcock de sus dos versiones de El Hombre que Sabía Demasiado, al decir que «la primera era obra de un aprendiz talentoso y la segunda de un profesional». O a veces todo responde a algo mucho más sencillo: si John Ford decidió rehacer El Juez Priest (Judge Priest, 1934) es porque se quedó con la espina clavada de que no le dejaran mantener una escena de un linchamiento, de modo que en El Sol Siempre Brilla en Kentucky (The Sun Shines Bright, 1953) pudo repetir la misma historia añadiendo esa subtrama.

En una de las entrevistas que Peter Bogdanovich hizo a Leo McCarey, éste dijo que la decisión de realizar un remake de Tú y Yo (1939) respondía a que había sido uno de los mayores éxitos de su carrera, y quería hacérsela llegar al público joven de aquella época que jamás se acercaría a ver la versión antigua por ser demasiado vieja (una película de, oh cielos, ¡20 años! ¿Quién iba a ver una antigualla como ésa?). Yo me aventuro también a pensar que respondía a cierto agotamiento creativo después del éxito de sus dos películas con Bing Crosby a mediados de los años 40, ya que a partir de entonces sus nuevos trabajos se van espaciando más en el tiempo, y el último que había hecho entonces era la incomprendida Mi Hijo John (My Son John, 1952), que fue para él una mala experiencia a causa de la repentina muerte del protagonista a medio rodaje. Después de cinco años sin trabajar, volver a uno de sus mayores éxitos con dos actores taquilleros era seguramente una forma de ir sobre seguro.

Habiendo visto las dos versiones de Tú y Yo en días casi seguidos realmente es una experiencia curiosa revivir de nuevo una serie de situaciones e incluso diálogos que son casi idénticos de una versión a otra dichos por otros actores y con un acabado visual tan diferente. Pero no es menos curioso comprobar que, pese a que los actores son tan buenos o mejores que los de la original (al menos Cary Grant me parece mucho mejor que Charles Boyer, en cuanto a Irenne Dunne vs Deborah Kerr lo dejo en empate) y pese a que a nivel técnico entiendo que a la mayoría de espectadores les parecerá superior la versión moderna por la fotografía en color y el estilo más depurado, aun así yo sigo prefiriendo la original, una opinión compartida por el propio McCarey – un pequeño comentario aparte sobre los actores: resulta muy significativo que el protagonista masculino de este remake sea un actor que podía haber protagonizado perfectamente el primero por edad y la fama que ya tenía entonces; en cambio Deborah Kerr en 1939 aún no había debutado en el cine, e Irene Dunne, la protagonista de la primera versión, estaba ya retirada del cine en 1957. Hollywood como sabemos no tiene problemas en colar a hombres ya más que maduros como galanes en sus películas, pero es inflexible para conceder ese tipo de papeles a mujeres de la misma edad.

Hay en el primer Tú y Yo una especie de pureza que no está en el remake. Por inconcreto y vago que sea decirlo así, no tiene el mismo ambiente o tono. Es en definitiva una demostración de cómo el cine es una forma de arte a veces caprichosa, en que no hay una fórmula mágica para conseguir una buena película: el tener mejores medios y poder realizar un filme técnicamente superior no se traduce necesariamente en una película mejor o que, sencillamente, transmita más.

Y no obstante, estoy siendo injusto con esta nueva versión de Tú y Yo porque estoy basándome en una comparación con la anterior. Pero si tomáramos esta película por sí sola es innegable que estamos ante una obra más que notable. El papel protagonista parece hecho a la medida de Cary Grant, dándole pie a su humor elegante pero también a esa faceta más sensible que intenta esconder bajo una fachada siempre irónica. Uno de los aspectos más destacables de Grant como actor es cómo en tantas películas conseguía dar a entender los dilemas internos de sus personajes ocultándolos bajo esa pose de eterno seductor que aparentaba tener todo bajo control. Es por ello que supo desenvolverse tan bien entre la comedia y el drama resultando creíble pese a mantener casi siempre el mismo prototipo de personaje. En cuanto a Deborah Kerr es seguramente la gran sorpresa de la película. No se le hace demasiada justicia hoy día a esta gran actriz, y aquí demuestra su versatilidad para mantener perfectamente el mismo tono ligero y juguetón que imprime su compañero demostrando estar también más que dotada para la comedia.

Hay por otro lado algunos pocos detalles que se diferencian de la primera versión que son especialmente remarcables, como el primer beso entre ambos, que sucede mientras suben unas escaleras, de modo que no vemos sus rostros pero entendemos todo lo que sucede por la posición de sus cuerpos. Es un momento especialmente ansiado por el espectador, ya que continuamente parece que va a suceder pero se acaba postergando. Y es aquí donde el genio y la sutileza de McCarey se hacen patentes al jugar con nosotros manteniendo oculto ese instante tan esperado, pero al mismo tiempo dotándole de una gran hermosura.

Pero mayormente los añadidos respecto a la primera versión (el filme dura media hora más) creo que no aportan mucho. La entrevista del personaje de Cary Grant con su prometida por televisión la encuentro algo forzada y no especialmente cómica pese a que se nota un esfuerzo por conseguirlo, y me parece quizá una forma un tanto forzada de modernizar la trama insertando la novedad respecto a 1939 del mundo televisivo. Tampoco la ruptura de ella con su pretendiente (que en el primer filme no presenciábamos) creo que aquí aporte gran cosa. De hecho al dedicar más minutos a los prometidos de ambos personajes se pierde esa sensación de intimidad de la primera versión, de estar viviendo algo especial y privado con esa pareja de personajes.

Donde creo que falla McCarey no obstante es en su afán de forzar ciertos sentimientos al espectador enfatizando de forma innecesaria algunos momentos. Por ejemplo, la cena en el barco en que se sitúan en mesas separadas para evitar rumores sobre su relación, en la que acaban siendo la comidilla de todo el salón porque se han sentado en mesas anexas, y que aquí se traduce de forma totalmente antinatural en un plano de los pasajeros riendo en voz alta de algo que en realidad no es tan hilarante, como queriendo enfatizar lo violento y cómico de la situación. O las inevitables escenas de ella con el coro de niños, que si bien ya existían en la original aquí se hacen más largas y empalagosas (esta afición de McCarey por este tipo de escenas de hecho ya le venía de sus dos películas de sacerdotes con Bing Crosby). En la versión de 1939 el cineasta era más sutil, no necesitaba remarcar tanto que quería hacernos reír o emocionarnos según el caso.

Concediendo pues que en estos detalles McCarey estuvo no desacertado pero sí menos acertado, por todo lo demás creo que esta nueva versión de Tú y Yo sigue siendo un más que notable melodrama, que entiendo que pueda resultar más atractivo a los espectadores actuales por la presencia de Cary Grant o simplemente porque el acabado visual resulta más atractivo. A mí curiosamente me entra mejor la estética y la forma de hacer películas de los años 30, sobre todo en el ámbito del melodrama, y es por ello que por ejemplo prefiero las versiones originales de Imitación a la Vida (Imitation of Life, 1934) o Sublime Obsesión (Magnificent Obsession, 1935) de John M. Stahl a los remakes de Douglas Sirk, aun cuando reconozco que las versiones de Sirk están mejor realizadas y tienen una mayor riqueza.

Pero más allá de esa preferencia personal creo que resulta muy interesante hacer esta doble sesión para comprobar cómo una misma historia narrada por el mismo director y con un guion casi idéntico puede transmitir sensaciones un tanto diferentes, sin que ello quite que ambas hayan logrado trascender como sendos clásicos del melodrama.

Tú y Yo [Love Affair] (1939) de Leo McCarey

Una de mis más gratos reencuentros cinéfilos de este año ha sido el revisionado de Tú y Yo (1939) de Leo McCarey, que me ha dejado completamente desarmado aun conociendo ya de antemano la historia y su desarrollo. Y es que este melodrama romántico es el tipo de obra que uno pensaría desde la distancia que lo tiene todo para ser una película excesivamente lacrimógena y sensiblera: una historia de amor frustrado, la protagonista sufriendo un grave accidente que la deja en silla de ruedas, la larga escena con la abuela quizá demasiado gentil y encantadora del protagonista masculino, la ambientación navideña en su desenlace o, por si todo eso fuera poco, la aparición de un grupo de niños huérfanos hacia el final. Ciertamente todos estos ingredientes hacen prever una sobredosis de sentimentalismo y no sería un diagnóstico muy desacertado, pero – y aquí está la clave del asunto – lo realmente remarcable es que McCarey consigue extraer de todo ello una película preciosa y realmente especial, que tiene algo en su tono y sensibilidad que la diferencia de la mayoría de filmes del género.

Los protagonistas son Terry McKay y Michael Marnet, que se conocen en un viaje en barco a través del Atlántico en dirección a Nueva York. Él es un famoso playboy francés que va a casarse en breve con su prometida, ella una antigua cantante de music-hall a quien también le espera su novio en tierra. Después de conocerse casualmente a bordo del barco se hacen amigos y poco a poco se enamoran, pero sus compromisos y su falta de estabilidad económica hacen aparentemente imposible que su relación pueda llegar a más, así que se hacen una promesa: reencontrarse al cabo de seis meses en el Empire State, entendiendo que si uno de los dos no acude es porque ha seguido habiendo un motivo de peso para que su relación no pueda fructificar. Ambos rompen con sus compromisos en los siguientes meses pero el día de la cita sucede una desgracia: Terry sufre un accidente de coche que la deja en silla de ruedas y Michel, que no sabe lo que ha sucedido, la espera durante horas y acaba pensando que ésta le ha dado plantón.

Un primer factor que explica por qué Tú y Yo funciona tan bien como melodrama romántico quizá lo podemos encontrar en el pasado de McCarey como director de comedia en cintas como La Pícara Puritana (1937), donde ya había colaborado exitosamente con Irene Dunne, así como toda su formación en el mundo del slapstick con cómicos de la talla de Charley Chase y Laurel y Hardy. Porque lo que hace muy inteligentemente el guion es darle a su primer acto, en que se va solidificando la relación entre Terry y Michel, un tono de comedia ligera. Lo que se consigue así es romper con la idea tópica de la fase de enamoramiento desde un punto de vista sentimental y hacer que se base sobre todo en la química y la complicidad cada vez mayor entre los dos protagonistas. Los personajes nos caen bien, bromean constantemente entre ellos y la película nos permite poder visualizar cómo ese entendimiento mutuo va desembocando progresivamente en algo más, ahorrándonos pues largas peroratas sobre el amor. Realmente tenemos la sensación de que son una pareja que funciona bien.

Aquí, claro está, juega un papel fundamental la química entre ambos actores, que funcionó tan bien que se volvió a explotar en otros dos filmes posteriores. Irene Dunne, que hoy día normalmente asociamos a comedias como la anteriormente citada, en realidad había empezado mayormente con melodramas como los que realizó con John M. Stahl a principios de los años 30 – la magistral La Usurpadora (Back Street, 1932) o Sublime Obsesión (Magnificent Obsession, 1935) – y se había sentido inicialmente insegura en su primera comedia, Los Pecados de Teodora (Theodora Goes Wild, 1936) de Richard Boleslawski hasta que descubrió que también se movía con facilidad en ese género. De modo que esa versatilidad para saber defenderse en ambos mundos es fundamental para su personaje. Por otro lado, si bien Charles Boyer es un actor que no me gusta especialmente, nunca ha estado tan bien en su faceta de pícaro seductor como aquí, resultando creíble tanto en sus escenas en que despliega su encanto como prototípico francés mujeriego como en aquellas en que se muestra más tierno. No es casual que ambos citaran Tú y Yo como la película favorita de sus respectivas carreras, realmente pocas veces se les ha visto mejor en la pantalla.

McCarey por otro lado explota aquí una técnica que ya había llevado a cabo antes exitosamente en el que creo que es uno de los momentos más únicos y especiales de todo el Hollywood clásico: el tramo final del durísimo drama sobre la vejez Dejad Paso al Mañana (Make Way for Tomorrow, 1937) en que detenía la historia por unos minutos para dejar que simplemente disfrutáramos de este último rato que compartía juntos el matrimonio de ancianos antes de tener que separarse. En Tú y Yo notamos de nuevo esa idea por no tener prisa en hacer que la narrativa avance, en no pretender que cada escena tenga una causalidad clara en el conjunto de la historia, y sencillamente permitir que disfrutemos de dos personajes que nos son simpáticos y que veamos cómo poco a poco se van entendiendo mejor. Todo esto – y aquí estoy entrando en el terreno de la especulación personal – quizá venga en parte por su formación en el mundo de la comedia slapstick, donde como sabemos la prioridad no es tanto que cada escena permita avanzar la narrativa sino que dé pie a que el cómico en cuestión pueda desplegar sus gags o sus rutinas clásicas humorísticas. Nos es mayormente indiferente que las desventuras de Charley Chase o de Laurel y Hardy no avancen narrativamente, lo que queremos es disfrutar de ellos, de todo su arsenal cómico, de los gags que nos dejan por el camino. El planteamiento es bastante similar en Tú y Yo, pero al ser abordado en el género del melodrama puede dar la apariencia de que la trama avanza muy lentamente, que muchas escenas no tienen razón de ser. Pero eso es lo que genera ese clima concreto y que además remarca la idea de ese viaje en barco como un sitio donde, precisamente al encontrarse alejado de tierra y por tanto de la civilización, las obligaciones se dejan temporalmente de lado y es posible sucumbir al encanto de un extraño y plantearse si quizá la opción que nos espera en tierra firme es la mejor para nuestro futuro.

Aquí merecen también una mención la excelente pareja de guionistas Donald Ogden Stewart y el futuro director Delmes Daves, que supieron captar perfectamente la idea de McCarey. Pero aun así, uno de los rasgos que caracterizaba al director es su tendencia a cambiar los diálogos constantemente al último momento, de modo que los actores a menudo recibían nuevas líneas sobre la marcha el mismo día de rodaje. Esta forma de trabajar, que exasperaba a algunos actores (por ejemplo, Cary Grant en el caso de La Pícara Puritana, si bien luego el resultado final fue tan bueno que cambió de opinión), a cambio creo que le da a la cinta y los diálogos una mayor frescura y fluidez.

La cinta pues se mueve peligrosamente a lo largo de su hora y media entre la más tierna sensibilidad y la ñoñería, y si consigue salvarse es mayormente por ese tratamiento de los personajes y el tono a veces rozando la comedia de su primera mitad. Hay una larga escena que puede parecer algo desconcertante en que ambos, antes de haberse declarado mutuamente su amor, van a visitar a la abuela de Michel, Janou, que vive viuda en una especie de pequeño paraíso en Madeira. Es difícil explicar las sensaciones que transmite esa escena, en que el elemento más ligero de la trama momentáneamente desaparece y tenemos la impresión compartida por Terry de estar experimentando algo vagamente trascendental, que intuimos pero no llegamos a captar del todo. Es en momentos como éste donde McCarey me parece más sorprendente como cineasta, al transmitirnos ciertas sensaciones inconcretas que le dan a la cinta un tono especial, pero sin recurrir a grandes revelaciones ni darnos a entender nada concreto.

La película de hecho nos muestra un universo curiosamente amable, en que ningún personaje se nos revela como negativo y en que se nos ocultan las escenas potencialmente desagradables como las rupturas de Terry y Michel con sus respectivos prometidos, como si los guionistas no quisieran que esos momentos desagradables rompieran el clima tan plácido creado hasta entonces. Ni siquiera en la escena final, el momento cumbre de la cinta pensado para que saquemos nuestros pañuelos, tenemos grandes declamaciones amorosas (ni un mísero «Te quiero»). En su lugar, el guion logra muy astutamente construir una escena en que en primer lugar se juega con los personajes y luego se nos lleva con toda la naturalidad del mundo a la revelación final. Si no quieren saber los detalles y aún no han visto el filme, quizá podrían dejar de leer a partir de aquí.

Michel, que desconoce que Terry ha quedado inválida y no pudo acudir a la cita por haber sufrido un accidente, va a visitarla meses después de haber recibido el «plantón» para despedirse de ella antes de salir de viaje. Ésta, tumbada en un sofá, no quiere revelarle la verdad para que éste no se quede con ella por pena. Tiene lugar aquí un inteligente diálogo que juega con el orgullo herido de ese playboy, a quien por primera vez en su vida han dejado en la estacada, y que en lugar de confrontar a Terry con lo que sucedió realmente pretende que fue él quien no acudió a la cita. Terry le sigue el juego haciéndole creer que ella sí fue y se quedó tirada. Ambos saben que no es cierto, pero es la única forma de que Michel pueda confrontarla con lo que sucedió sin que sea demasiado doloroso, y ella, como lo entiende, se presta a ese extraño juego. El intercambio de diálogos aquí es uno de los grandes logros de Ogden Stewart y Daves: Michel especula sobre cómo cree que debió sentirse Terry (en realidad está diciendo cómo se sintió él), y ésta se siente dolorosamente culpable por lo sucedido pero teniendo que pretender que fue ella la que quedó abandonada.

La historia en principio llegaría aquí a un punto muerto, puesto que Terry se niega a desvelar lo que sucedió, pero finalmente tiene lugar la gran revelación final cuando Michel menciona cómo un cuadro que hizo de ella fue vendido por su marchante de arte a una mujer pobre en silla de ruedas, y entonces cae en la cuenta de que esa mujer podría ser la propia Terry. Busca por el apartamento dicho cuadro, que confirmaría sus sospechas, y he aquí la grandeza de McCarey como director a la hora de resolver ese momento de gran tensión emocional: nos muestra a Michel parado ante un objeto fuera de campo y mediante un espejo se nos da a entender que lo que está mirando es dicho cuadro, la confirmación de que esa clienta fue Terry. Seguidamente la cámara vuelve a encuadrar el rostro consternado y emocionado de Charles Boyer (no creo que tenga otro momento en toda su carrera tan emotivo, tan catártico como éste), quien tras descubrir la verdad abraza a Terry y promete seguir con ella sin importar el estado en que se encuentre. Pocas veces una película ha finalizado de forma tan emotiva y elegante al mismo tiempo.

Mi Hijo John [My Son John] (1952) de Leo McCarey

Resulta en ocasiones muy complicado desvincular ciertas películas de su mensaje cuando éste nos resulta particularmente molesto o contrario a nuestros principios. Y cuando logramos vencer ese obstáculo, a menudo es porque se tratan de películas que ya han sido reconocidas como grandes obras, y por lo tanto sobre las que otros ya han hecho el esfuerzo de analizarlas más allá de su contenido – como es el caso de la paradigmática El Triunfo de la Voluntad (1935) de Leni Riefenstahl. Pero hay muchas otros casos que precisan de una revisión urgente. Por ejemplo, hace tiempo reivindiqué una película de suspense tan notable como Fugitivos del Terror Rojo (1953) de Elia Kazan, que suele ser considerada como un mero vehículo de propaganda con el que el cineasta intentaba congraciarse con el Comité de Actividades Antinamericanas justo después de su famosa declaración en que delató a muchos compañeros suyos. Puede que las circunstancias de esta película jueguen totalmente en su contra a la hora de apreciarla, pero desvinculándola del contexto que envolvió a su realizador merece la pena.

Lo mismo sucede con una obra surgida en circunstancias muy parecidas y que ha sido aún más odiada si cabe: Mi Hijo John (1952) de Leo McCarey, un film producido en pleno mccarthismo en que el cineasta daba rienda suelta a sus creencias conservadoras y ferozmente anticomunistas a partir de la historia de una familia de clase media americana, los Jefferson, en que uno de sus hijos resulta ser un espía rojo.

Vilinpediada históricamente, Mi Hijo John posee mucha más profundidad de la que uno esperaría de una obra de propaganda anticomunista. De hecho reconozco que su visionado me descolocó por completo y me dejó confuso sobre lo que pretendía Leo McCarey. En circunstancias normales, un vehículo de pura propaganda divide a los personajes entre buenos y malos, aquellos puros enfrentados a los corruptos. Y no obstante, ¿qué nos ofrece la familia Jefferson? Un padre cuya ideología de extrema derecha roza el delirio y una madre cuyos simpáticos arrebatos cómicos esconden una profunda inestabilidad emocional. Teniendo en cuenta los precedentes, que su hijo John les saliera comunista parece casi un mal menor.

Pero lo que hace que la película me parezca tan ambigua es que no estoy tan seguro de la postura de McCarey. Cuando el padre, Dan, habla a su hijo sobre un discurso que quiere lanzar en un grupo local apodado Legión Americana, en cierto momento acaba perdiendo los estribos y entonando una patética canción patriótica escrita por él. Me cuesta creer que en escenas como ésta McCarey no se esté burlando de dicho personaje aún coincidiendo con su ideología. De hecho, la imagen que se nos da de Dan es la de alguien ultranacionalista que no dudaría en matar a su hijo si supiera que es un traidor a la patria y que, de hecho, le ataca físicamente simplemente por la sospecha de que sea comunista. Una sospecha que, cabe recordar, se basa no en indicios reales sino en que su hijo sea un intelectual y se codee con otros como él, haciéndole sentirse inferior (que dicho personaje con un rechazo instintivo hacia lo intelectual sea además maestro de escuela sólo lo puedo entender como una burla de McCarey a la derecha más rancia). Tampoco está de más recordar el primer encuentro fortuito de Dan con el agente del FBI Stedman cuando los coches de ambos chocan accidentalmente: no solo Dan descarga la furia contra el otro conductor sin motivo alguno sino que, al saber que no es alguien del pueblo, le da a entender lo poco que le gustan los forasteros.

Puede achacarse que el personaje de Dan Jefferson tenga todos los tópicos que atribuiríamos a alguien de extrema derecha, pero lo sorprendente es que la película no parece ponerse de su parte en ningún momento, ni siquiera cuando al final el guión le da la razón, puesto que John realmente es comunista. En un vehículo propagandístico tradicional, Dan debería ser la voz de la razón y la puesta en escena subrayaría la verdad que hay en sus discursos, pero extrañamente McCarey nos lo pinta como un lunático.

Llegados a este punto quizá deberíamos preguntarnos entonces si el gran tema de la película realmente es el comunismo, palabra que no se menciona en la película hasta casi la mitad de metraje. ¿Qué tenemos antes? Un hogar americano aparentemente idílico que se enrarece con la llegada del hijo John de Washington, puesto que, aunque madre e hijo se adoran, es innegable que no hay una buena relación con el cabeza de familia. Y aunque durante buena parte del metraje (porque McCarey se toma su tiempo en darnos a conocer los personajes y sus relaciones entre sí) no se hace explícita la sospecha del comunismo, notamos que algo no encaja. De hecho, Mi Hijo John es una película que produce cierta sensación de extrañeza, porque pese a poseer todos los elementos de un hogar americano notamos que algo inconcreto no funciona. Y ahí es donde está la clave, puesto que la película trata ante todo de relaciones familiares y no de la lucha contra el comunismo, lo cual no deja de ser una amenaza que sobrevuela el metraje pero que nunca se materializa de forma concreta: ¿exactamente qué ha hecho John? ¿Cuál es realmente su gran pecado, ser comunista o haber roto con los principios morales de su familia? Más que hablarnos de los peligros del comunismo, el film nos explica por ejemplo cómo Dan se siente superado por su hijo, superior intelectualmente a él, y de cómo le molesta que no siga sus mismos valores patrióticos y religiosos. De cómo esa madre que le adora pero cuyos dos libros de referencia son – ojo al dato – un libro de cocina y la Biblia no ha podido moldear a su hijo favorito tal y como le gustaría.

Y sobre todo nos habla de la traición que comete el hijo hacia su madre, interpretada magistralmente por Helen Hayes, que se desmarca del resto del reparto con una interpretación que abarca registros más cómicos junto a otros más dramáticos consiguiendo que ambos encajen con su personaje. Lo más doloroso para nosotros no es que John sea comunista, sino que haya engañado y decepcionado a su madre. Nuestras simpatías fácilmente irán con él antes que con su padre, pero después de esas escenas en que McCarey refleja el amor que hay entre madre e hijo, se nos antoja demasiado doloroso ver cómo la manipula. Relacionado con eso, uno de los momentos más audaces del film nos muestra a Lucille descubriendo que su hijo la ha engañado a través de las grabaciones de vídeo que ha hecho el FBI, algo que le da un tono más real despojado de los elementos melodramáticos tradicionales (la banda sonora, primeros planos de su rostro compungido…). Casi como si McCarey se sirviera de este recurso para dejar una distancia respetuosa en el que es el momento emocionalmente más duro de esta pobre mujer.

Es por eso que Mi Hijo John consigue emocionar aunque a uno le repela su mensaje, porque estamos viendo cómo una madre pierde a su hijo adorado, y cómo debe luchar entre seguir sus ideales o ser fiel a él. La tensión y el nivel de dramatismo que hay en el encuentro entre ambos después de que la madre haya descubierto la mentira (no sin antes haber cometido ella otro pecado: desconfiar de su hijo y comprobar ella misma la veracidad de su relato) es apabullante, y creo que en ese aspecto la película funciona maravillosamente y confirma a McCarey como un extraordinario director de actores, que además logra dar vida tanto a los personajes más secundarios (el sacerdote) como a los momentos más aparentemente insignificantes (las escenas iniciales que muestran los rituales familiares).

Desafortunadamente el final es un desastre, aunque no podemos saber cuánto de ello es achacable al guión y cuánto a las desafortunadas circunstancias que rodearon la producción. Robert Walker, que encarna a John, murió hacia el final del rodaje y McCarey se vio obligado a acabar la película tomando prestados algunos planos sin utilizar de Extraños en un Tren (1951) de Hitchcock, donde Walker era coprotagonista. De esta forma, la conversión tan súbita y poco creíble de John no sé si venía tal cual en el guión original o si ahí estaba mejor perfilada. En todo caso, dadas las circunstancias McCarey hace un trabajo decente aunque en ocasiones se antoja demasiado artificial (los planos de Walker en cabinas de teléfono donde no se escucha lo que dice se hacen extraños y podría haberse prescindido de ellos), y el desenlace de suspense inevitablemente traiciona por completo el tono dramático tan bien mantenido hasta entonces.

Además, el hecho de que existiera una grabación de audio de Robert Walker recitando el discurso que da su personaje al final de la película y que no se pudo llegar a filmar con él no sé si debemos considerarlo un golpe de buena suerte o una desgracia para los espectadores, ya que nos obliga a escuchar el discurso patriótico en su totalidad pese a la ausencia del actor. Aunque para McCarey sin duda se trataba de un elemento fundamental de la película, para mí es una escena que poco nos aporta a estas alturas, ya que lo interesante del film era la relación entre John y sus padres; no obstante es el peaje a pagar en este tipo de obras con mensaje.

¿Por qué goza pues de tan mala fama Mi Hijo John y son tan pocos los críticos que se han atrevido a hablar en su favor? ¿Es una predisposición contra un film que apoyaba el mccarthismo en unos años en que además en Hollywood las listas negras estaban acabando con las carreras de tantos cineastas? ¿Cuánta gente no la ha visto dando sencillamente por hecho que su mala fama está justificada en vez de darle una oportunidad? En todo caso, en lo que a este Doctor respecta, debo reconocer que la película ha superado mis expectativas y me ha parecido una obra con suficiente densidad como para dedicarle más de un visionado. Sin duda se trata de un film a revalorizar.

La Pícara Puritana [The Awful Truth] (1937) de Leo McCarey

Uno de los mejores ejemplos de las comedias románticas que tanta popularidad gozaron en los años 30. La premisa no es nada nueva: dos protagonistas en estado de gracia que se retan continuamente en una guerra de sexos que tiene como conclusión la reconciliación o el enlace amoroso. Los nombres implicados en este caso son de primera categoría: Cary Grant e Irene Dunne como protagonistas y Leo McCarey tras la cámara, quien en 10 años pasó de dirigir cortos slapstick de Charley Chase y Oliver y Hardy a convertirse en un director de prestigio (de hecho con este film ganaría su primer Oscar).

La pareja protagonista son Lucy y Jerry Warrimer, un matrimonio que deciden divorciarse después de tener una disputa motivada por los celos y la desconfianza mutua. Sin embargo, el proceso de divorcio es largo y tendrán que esperarse unos meses a volver a ser solteros oficialmente. No solo eso, ambos cónyuges exigen tener la custodia de su fox terrier Mr. Smith (el mismo can que ya tuvo un gran papel en la saga de La Cena de los Acusados), y después de que el juez le dé la razón a Lucy, estipulará unos días de visita a Jerry. Cuando ella intente recomponer su vida con un simpático e inocente hombre sureño, Dan, Jerry irá apareciendo inoportunamente a hacerles la vida imposible con la excusa de que viene a visitar a su adorado perro.

La Pícara Puritana posee todas las cualidades que hacen de las screwball comedies de los años 30 y 40 un género cautivador e infalible: un ritmo rápido que no deja sitio al aburrimiento pero sin abrumar al espectador, diálogos rápidos con numerosas réplicas contundentes, dos protagonistas que prácticamente luchan por eclipsar el uno al otro y un director que pone orden en toda esta aparente locura pero al mismo tiempo procurando mantener la espontaneidad. Curiosamente, Cary Grant no se entendió con Leo McCarey y llegó a pedir al estudio que le dejaran abandonar una película que no entendía y que dirigía un realizador empeñado en obligarles a improvisar escenas graciosas. Él no lo sabía, pero en realidad McCarey acabó haciéndole un favor: La Pícara Puritana fue el primer gran papel cómico de su carrera y definió su faceta humorística de ahí en adelante. En esta película, Cary Grant por fin descubrió cómo explotar eficazmente su vena cómica, aún a costa de un rodaje lleno de tensión y de una película con la que nunca simpatizó del todo.

El espectador conoce las reglas del juego, sabe que Lucy y Jerry acabarán reconciliándose (puesto que así lo dictaminan las normas del Hollywood clásico) pero el interés está en la lucha entre ellos, en ese querer reconciliarse pero no querer reconocerlo, que sea el otro el que acabe cediendo, fingir sentirse contento porque la otra persona haya encontrado una nueva pareja y al mismo tiempo intentar fastidiársela. La excusa del perro es además bastante acertada, ya que ambos se conocieron por una disputa para llevárselo, casi podría decirse que se casaron para darle un hogar común, por lo que en el fondo Mr. Smith es el símbolo de esa unión que nunca se rompe del todo.

Hay muchas escenas antológicas que merecen ser recordadas, como la cena en el club en que se encuentran Lucy y Jerry con sus respectivas nuevas parejas: Dan (divertidísimo Ralph Bellamy, que repetiría un papel muy similar también enfrentado a Cary Grant en Luna Nueva) y una mujer que Jerry acaba de conocer. Como si fuera un partido de tenis, cada uno de los dos tiene que sufrir su momento de humillación dejándoles empatados: primero la chica con la que está Jerry le deja en ridículo con el horroroso número musical que representa, luego éste anima a Lucy y Dan a que salgan a bailar y, al ver lo mal que lo hace su contrincante, paga a la orquesta para que repitan la misma canción.

Otro de mis momentos predilectos es la escena llena de tensión en que el profesor de canto de Lucy va a visitarla a su apartamento por motivos inocentes. Repentinamente Jerry llega a disculparse y ésta decide esconder al profesor en su habitación para que Jerry no sospeche nada. Eso conduce a una escena divertida y angustiosa en que Lucy intenta esconder el sombrero del profesor y el perro persiste en cogerlo y traerlo a sus amos creyendo que es un juego.

El único momento de la película en que el ritmo disminuye levemente es en la escena final, en que Lucy astutamente consigue recrear la misma situación en que meses atrás se vio envuelta con su profesor de canto: su coche se estropeó y se vieron obligados a pasar la noche en un refugio. Esa estrategia le sirve para demostrar que no fue una excusa sino que realmente podía haber sucedido esa situación, pero al mismo tiempo es la única escena aparentemente seria de la película. Ambos duermen en dormitorios continuos y comentan despreocupadamente que en breve dejarán de ser marido y mujer. No se dicen nada más pero notamos que hay cierta desolación, cierta tristeza en ese hecho. Ninguno de los dos quiere ceder, pero intentan darse a entender que les gustaría poder volver a estar en la situación anterior.

El problema no se resuelve hasta que entra en juego el azar: una corriente de viento que oportunamente abre la puerta que los separa, y un gato que luego se sitúa al lado de la puerta impidiendo que vuelva a abrirse. Jerry, que quiere volver a donde está Lucy, intenta que la puerta se abra pero el gato se lo impide. Cuando el animal abandona su sitio y la puerta se abra sorpresivamente, sus intenciones serán instantáneamente descubiertas, pero pese a ser un momento embarazoso, es la chispa final que les faltaba para reconciliarse: ella ha visto que él realmente está intentando volver. Aunque por supuesto Jerry da a entender una excusa cualquiera, ambos han comprendido finalmente, el marido regresa con su mujer y todo vuelve a la normalidad. Es una escena aparentemente muy sencilla, pero que tiene mucha maestría en sus diálogos y su forma de enfocarla. Lejos de ser una reconciliación forzosa e impostada, se basa en ese principio que regía toda la película de querer volver con el otro pero no reconocerlo.

Imprescindible.

Nobleza Obliga [Ruggles of Red Gap] (1935) de Leo McCarey

Simpática y muy entrañable comedia populista de Leo McCarey protagonizada por Ruggles, un estirado criado inglés a la antigua usanza de un rico milord que un día recibe la fatídica noticia de que su señor lo apostó en una partida de póker y perdió. Sus nuevos señores, los Floud, son un matrimonio norteamericano procedentes de un pequeño pueblo llamado Red Gap, cuyos modales y educación no tienen absolutamente nada que ver con el mundo en que Ruggles se ha movido hasta ahora.

Bajo este argumento se encuentra la clásica historia de autodescubrimiento y ruptura con las tradiciones y los valores del pasado. Ruggles es un personaje sin duda anticuado y fuera de su tiempo que de repente se ve arrojado contra una concepción del mundo totalmente diferente a la suya. Su nuevo señor, Egbert Floud, no solo no le trata con la típica educada condescendencia de su antiguo amo, sino que, peor aún, le trata como a un igual invitándole a una cerveza y haciéndole partícipe de sus confidencias. Cuando éste le diga a Ruggles que se siente con él puesto que todos los hombres son iguales, Ruggles sufrirá un duro choque. Éste se negará a sentarse argumentando que resulta duro romper una tradición que data de generaciones atrás (ya que su padre y su abuelo fueron también criados), pero cuando lo haga y comparta la cerveza con su amo por fin habrá dado ese pequeño pero decisivo paso hacia su nueva vida.

Los Floud representan a la perfección a estos nuevos ricos que, a diferencia de Lord Burnstead, no poseen un título nobiliario ni una tradición que date de generaciones atrás. Él sigue comportándose como lo que es, un hombre del campo, solo que ahora atiborrado de dinero, mientras que su esposa se empeña en intentar cubrir las apariencias y aparentar un pedigrí que ni ella ni, mucho menos, su marido tienen. Mientras que él trata desde el principio a Ruggles (al que cómicamente apoda Coronel sin motivo) como a un amigo y de hecho lo presenta así ante sus conocidos, ella es pura hipocresía y apariencias. Resulta particularmente cómico cuando Ruggles y Egbert tienen su primera borrachera juntos y éste último convence a su mujer que todo empezó por culpa del inocente Ruggles, quien dice que tiene problemas con el alcohol. Aunque ella sabe perfectamente cómo es su marido, se agarra a esa historia e incrimina a Ruggles por su conducta incluso increpándole que le hubiera traumatizado llevándole a sitios a los que él nunca habría ido, como un tiovivo.

Con su llegada a Red Gap, el problema de las falsas apariencias aumentará cuando los aldeanos acaben realmente creyendo que Ruggles es un ilustre Coronel, a lo que él responde con cierta diversión, expectante por ver qué acabará sucediendo. En ese ambiente de camaradería irá emergiendo su verdadera personalidad y sus ganas por ser él mismo y empezar a valerse por sí solo. Muy en sintonía con el típico cine populista de la época, McCarey da una imagen idealizada y amable del americano humilde y de a pie. La sencillez y el encanto de esos cowboys contrasta con la hipocresía y la altanería de los ricos, especialmente el cuñado de su amo, quien no duda en tratarle despectivamente como criado que es. El mensaje es, cómo no, realzar las cualidades de los humildes en contraste con el patético mundo de los ricos.

La película apenas se basa en un fuerte conflicto o una trama demasiado compleja, más bien esboza esta prometedora trama y deja que la historia siga por sí sola y que el espectador disfrute de los personajes y las situaciones que van surgiendo. Resulta innegable que el film es todo un vehículo para el lucimiento de un extraordinario Charles Laughton, quien se luce sin demasiados problemas con este papel tan jugoso y divertido. La pomposa educación y corrección del personaje contrasta con sus miradas y expresiones que dan a entender lo que está pensando (aún cuando no lo diga nunca en voz alta) y hace que sea especialmente divertido en momentos como la borrachera, en que por primera vez en su vida no consigue reprimir sus impulsos y se deja llevar por la espontánea locura de sus amos.

Un film divertido, simpático y muy eficiente. Pese a algún momento más serio como el discurso de Lincoln que Ruggles recita de principio a fin (en su momento, la escena más célebre y alabada del film, pero hoy en día no puedo evitar pensar que resulta algo fuera de lugar), Nobleza Obliza es un film que no parece tener grandes pretensiones al no explotar apenas los posibles conflictos dramáticos que se esbozan (su enfrentamiento con el cuñado de Egbert, la historia de amor con otra criada….), y que prefiere quedarse simplemente en lo que es, una bonita fábula.

Dejad Paso al Mañana [Make Way for Tomorrow] (1937) de Leo McCarey

Una de las grandes joyas ocultas del Hollywood clásico, una película que en su momento fue un previsible fracaso absoluto y que afortunadamente está siendo cada vez más reivindicada.

Barkley y Lucy Cooper son dos ancianos que un buen día reúnen a sus tres hijos para darles una triste noticia: están arruinados y el banco va a quitarles su casa, no tienen dónde vivir. Por supuesto sus hijos deciden ofrecerles su apoyo, pero desgraciadamente ninguno de ellos tiene sitio en sus hogares para alojar a los dos padres, así que tendrán que separarse viviendo en casas distintas hasta que encuentren una solución. Se produce entonces un doble conflicto: por un lado esa adorable pareja de ancianos llevan viviendo juntos toda su vida y tendrán que acostumbrarse a vivir separados, por otro lado está el inevitable conflicto generacional, dos ancianos irrumpiendo en las vidas de sus hijos perturbándolas por completo.

El tema de la vejez y del conflicto generacional, de esos pobres ancianos descolocados en un mundo que no entienden, no era un tema especialmente atrayente para Hollywood o el público de entonces, pero aún así el solvente Leo McCarey creó uno de los melodramas más tiernos, tristes y sinceros de su época. Porque la película es conmovedora y se presta a que el espectador derrame alguna lágrima, pero si algo se le debe reconocer es que está rodada con una sobriedad y un saber hacer impecables, huyendo de dramatismos tópicos y baratos e indagando en la profundidad de los personajes.

Pese a que habría sido facilísimo acabar creando un film sobre dos ancianos desamparados y encantadores en un mundo brutalmente cruel, McCarey juega limpio y no cae en extremismos para mostrarnos seres humanos auténticos de carne y hueso.

Los dos Cooper no se consiguen aclimatar a ese nuevo tipo de vida y se sienten desubicados al vivir separados después de toda una vida felizmente juntos. Pero al mismo tiempo son una molestia, y eso es algo que no se nos esconde. El ejemplo más obvio de esto es la difícil convivencia de la madre Lucy con la familia de su hijo George: la mujer de George no soporta la presencia de otra mujer en la casa, su hija se siente incómoda porque invade su espacio y la criada no recibe con agrado la noticia de que deba renunciar a algunas noches libres para quedarse con la anciana.

Hay una escena maravillosa que muestra a la perfección esta ambivalencia, el que Lucy es una molestia pero al mismo tiempo una dulce mujer que no tiene culpa de ser una víctima. Por la noche la mujer de George organiza a menudo clases de bridge en las que por desgracia está presente Lucy, que no se da cuenta de que es un estorbo para los invitados. Mientras se desarrollan las partidas, la anciana molesta a los presentes inconscientemente, charla con ellos, hace ruido e incluso descubre sus cartas sin darse cuenta. Es una situación tan violenta que incluso nosotros como espectadores nos sentimos incómodos.
Pero entonces Lucy coge el teléfono para hablar con su marido. Sin darse cuenta mantiene una conversación con él en un tono de voz tan alto que todos pueden oír perfectamente lo que está diciendo. Y a partir de las frases que se dicen y de los tiernos consejos que le da nos damos cuenta de lo mucho que se quieren y cómo se echan de menos. Cuando Lucy cuelga el teléfono está tan triste que todos los invitados se han quedado mudos con un nudo en la garganta al ser testigos de una escena tan emocionalmente pura que normalmente se reserva para el ámbito privado. Esa anciana que era un estorbo de repente se les revela como lo que es: una pobre mujer que se siente sola por estar separada de su adorado esposo después de tantas décadas juntos. Magistral.

Pero aún así, McCarey huye de dramatismos innecesarios, y en el caso del anciano Barkley decide mostrar su historia desde un punto de vista menos grave, apoyado más en el carácter de entrañable cascarrabias del personaje y no tanto en el hecho de que su hija no lo cuide bien hasta el punto de que llega a enfermar. Otra muestra clarísima del tratamiento tan humano que hace el guión de los conflictos es la escena en que Lucy descubre una carta de un asilo al que sabe que van a mandarla. Cuando su hijo, el bueno de George, intenta decírselo, Lucy le interrumpe manifestando sus ganas de irse a vivir a un asilo, donde cree que será más feliz con gente de su edad. Antes que confrontar a los personajes, McCarey utiliza este violento momento para remarcar la ternura y humanidad de Lucy, que prefiere mentir para evitar hacerle pasar a su hijo por ese mal trago.

Sin embargo, el momento cumbre de la película se encuentra sin duda en su tramo final, cuando tiene lugar la escena decisiva del film: Barkley va a ser enviado al oeste, donde el clima es más benévolo y podrá recuperarse, y Lucy va a ser ingresada en un asilo, pero antes sus hijos consiguen organizarles un encuentro de despedida. Aunque se supone que luego se reencontrarán, tanto nosotros como ellos sabemos perfectamente que no será así, y que ése va a ser el último encuentro de sus vidas.

La premisa es absolutamente fantástica, pero corre el peligro de caer en el sentimentalismo más tópico y descarnado. Afortunadamente aquí es donde uno no puede hacer menos que inclinarse ante la maestría y sabiduría de McCarey por el resultado final. Durante más de 20 minutos, el director congela la acción en un tiempo muerto inusitadamente largo para el Hollywood de la época y se recrea en los últimos momentos de la pareja. Desde el punto de vista narrativo no sucede nada en esos minutos, pero se trata de una de las secuencias más tiernas y humanas de la historia de Hollywood. La pareja al principio no sabe bien qué hacer, pero poco a poco, cuando se acerca la hora de volver a casa, se van animando hasta acabar cenando en el hotel donde pasaron su luna de miel. Ahí todo el mundo les trata con amabilidad y cortesía, y ellos recuerdan los buenos momentos de su vida juntos mientras cenan y bailan. No se puede describir la belleza de estas escenas porque se apoyan de una forma decisiva en los dos actores, pero es uno de esos momentos de cine en estado puro, en que un director consiguió capturar magia con su cámara. Solo por estas escenas, Dejad Paso al Mañana merecería un lugar en la historia.

Aquí McCarey consiguió algo tan difícil como capturar un momento tan especial, los últimos instantes juntos de un matrimonio que se quiere y se separará para siempre. Y sin sentimentalismos ni lágrimas, sino más bien al contrario. Es por ello que resulta tan auténtico y que la sencilla despedida del final se nos hace tan conmovedora:

– «Si no te vuelvo a ver… Puede pasar cualquier cosa. El tren puede descarrilar…  Si no te volviese a ver, ha sido un placer conocerte. Srta. Breckenridge.»
– «Es el discurso más bonito que has hecho nunca. Y por si no te veo en algún tiempo, sólo quiero decirte que todo ha sido maravilloso, cada momento de estos cincuenta años. Prefiero ser tu mujer a cualquier otra cosa en el mundo.»
– «Gracias Lucy»

Y antes de que Lucy o nosotros tengamos tiempo de asimilar estas palabras, Barkley se sube al tren y desaparece de su vista para siempre dejándola a ella, y probablemente al espectador, con el corazón encogido y alguna que otra lágrima en los ojos.

Cine en estado puro, magistral.