Orson Welles

El Extraño [The Stranger] (1946) de Orson Welles

El Extraño (1946) pertenece a una curiosa y muy breve etapa de la carrera de Orson Welles en que el genial cineasta se propuso demostrar a los estudios de Hollywood que «podía portarse bien». Después del fiasco a nivel de taquilla de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), los conocidos rifirrafes que mutilaron la bellísima El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) y el proyecto cancelado It’s All True (1943), Welles se había dado cuenta de que debía poner más de su parte si quería seguir haciendo cine. Obviamente hoy día sabemos que esas saludables intenciones le duraron muy poco, y que tenía una personalidad demasiado fuerte como para plegarse a los dictados de sus productores. Pero a mediados de los años 40 seguramente Welles tenía en mente ganarse el favor de los estudios para así poder hacerse un hueco que le permitiera combinar proyectos comerciales con otros más personales. Fue en esos años cuando optó por pasarse al cine negro con El Extraño y La Dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947) – y eso si no contamos el proyecto que supervisó y seguramente codirigió, Estambul (Journey into Fear, 1943) junto a Norman Foster. La experiencia no funcionó. Pese a que Welles logró acabar El Extraño dentro de plazos y presupuesto para contrarrestar esa imagen de artista difícil y pese a que se convirtió en el mayor éxito de taquilla de toda su carrera, siempre desdeñó el filme y lo consideró su peor obra. Y en lo que respecta a La Dama de Shanghai, le disgustaron tanto los cambios de montaje que pidió que en los créditos iniciales de la película se retirara su nombre como director. Pero, ¿es realmente justa la apreciación tan negativa de Welles respecto a estos filmes? Obviamente no. Y de hecho tienen mucho más de su personalidad de lo que le gustaría admitir, pero entremos en detalle.

El protagonista de El Extraño es el señor Wilson, un agente encargado de perseguir a criminales de guerra de la II Guerra Mundial que se encuentran ocultos por todo el mundo. Su objetivo es dar con Franz Kindler, un importante miembro del partido nazi que se encuentra en paradero desconocido y que, como tuvo la precaución de mantener su figura en el máximo anonimato posible durante sus años en actividad, puede estar en cualquier lugar haciéndose pasar por una figura corriente. Para dar con él tiene la arriesgada idea de liberar a otro importante nazi, Meinike, que era la mano derecha de Kindler, con la esperanza de que le conduzca a él. Efectivamente, Wilson sigue a Meinike hasta una pequeña localidad de Connecticut donde Kindler se ha cambiado el nombre por el de Charles Rankin y se acaba de casar con Mary, la hija de un respetable juez. Una vez Kindler/Charles mata a Meinike, Wilson se queda sin pruebas para atrapar al ex-nazi, de modo que pide ayuda al hermano de Mary, Noah, para desenmascararlo.

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Especial décimo aniversario: Campanadas a Medianoche [Chimes at Midnight] (1965) de Orson Welles


Este post forma parte de un especial que el Doctor Mabuse ha preparado para celebrar el décimo aniversario de la fundación de este gabinete cinéfilo. Podrán ver más detalles y la lista de películas escogidas en el siguiente enlace.

Una de las mejores descripciones que conozco de Orson Welles la dio el respetable actor shakesperiano John Gielgud cuando lo definió como alguien «extremadamente inteligente y repleto de talento (más bien desordenado) en múltiples direcciones«. Valorando la carrera de Welles en retrospectiva una de las preguntas que más a menudo me viene a la cabeza es cómo habría sido la trayectoria de este magnífico cineasta – seguramente uno de los pocos a los que uno podría aplicar verdaderamente la palabra «genio» en el sentido más estricto del término – de haber nacido en la era del digital con todas las facilidades que ello conlleva. Siempre me han parecido alucinantes los innumerables relatos sobre los malabarismos imposibles que hacía Welles combinando proyectos totalmente diferentes al mismo tiempo. No era nada infrecuente que, mientras estuviera preparando la preproducción de un filme, al mismo tiempo actuara en algunas películas ajenas para sacar algún dinero, puliera o escribiera otros guiones con ideas que tenía en mente para el futuro, persiguiera a algún incauto productor para enredarle en otro proyecto que quería llevar adelante y, en medio de todo este caos, aun tuviera en la cabeza la película que estaba montando en esos momentos para decidir en el lugar y momento más insospechado rodar un plano suelto de recurso que le hacía falta. Y lo más increíble de todo es que esos planos, que iba tomando en cualquier otra parte para completar ese puzzle que era el interminable montaje de su última película, luego encajaban perfectamente (o, al menos, conseguía que lo pareciera);  puesto que la prodigiosa mente de este artista nunca perdía de vista cómo tenía que filmarlos para que, cuando se combinaran con otros capturados en espacios y momentos totalmente distintos, éstos concordaran.

¿Cómo habría sido pues un Orson Welles de la era digital, pudiendo realizar el montaje de sus películas cómodamente desde un sencillo portátil, teniendo la posibilidad de grabar con cámaras digitales mucho más ligeras (¡o incluso con el móvil!), pudiendo vigilar más de cerca sus innumerables frentes abiertos gracias a internet e, incluso, supervisando ensayos a los que no podría asistir conectándose a través de una webcam? Resulta tentador pensar que todo ello le habría permitido completar muchos de los proyectos que no llegó a finalizar. Pero me inclino a creer que en realidad todo ese amplio abanico de posibilidades habría hecho que su forma tan caótica de trabajar se le fuera aún más de las manos y que el resultado habría sido parecido. ¿Quién sabe? Soñar es gratis. En todo caso, más que lamentarnos por todo lo que se le quedó a medias, celebremos las obras que sí pudo terminar, como Campanadas a Medianoche (1965), que él siempre consideró su mejor película, si bien las circunstancias de producción no es que fueran (una vez más) las más propicias del mundo.

El germen de esta producción se remonta en realidad a los años 30, cuando preparó una ambiciosa producción en el Mercury Theatre llamada Five Kings (1939) donde combinaba diversas obras de Shakespeare que narraban las vidas de varios monarcas ingleses. De cuatro horas de duración y con una plataforma giratoria bajo el escenario que se prestaba siempre a problemas de todo tipo, las representaciones fueron un fracaso, pero ya sabemos que Welles no se desanimaba fácilmente. En 1960 retomó la idea pero esta vez en Irlanda y habiendo retitulado la obra como Campanadas a Medianoche. Pocos años después, Welles estaba trabajando en una versión cinematográfica en España en que encarnaba al personaje de Falstaff (al que Orson Welles había interpretado tanto en el Mercury Theater como en Irlanda) y que, al igual que la versión teatral irlandesa, daba un mayor protagonismo a la relación entre éste y el príncipe Hal.

Ambientada en la Inglaterra del siglo XV, Campanadas a Medianoche tiene lugar en los últimos días del reinado de Enrique IV. Su hijo, el príncipe Hal, vive una vida disoluta en ambientes de mala muerte bajo la influencia de la figura de Falstaff, un hombre libertino de edad avanzada que solo piensa en disfrutar de la vida. Charlatán, ladronzuelo, dado a las bromas y lleno de ingenio, el bebedor y mujeriego Falstaff, tiene conquistado a Hal y sus amigos. Pero con el tiempo la amistad entre Hal y Falstaff correrá peligro cuando los eventos políticos de la época empujen al futuro monarca a ir aceptando sus responsabilidades.

No es de extrañar que Campanadas a Medianoche fuera la película favorita de Orson Welles. No solo es la mejor adaptación shakesperiana de las que realizó en el cine (y una de las mejores que se han hecho en general), sino que además su autor combinó con suma inteligencia los diferentes textos de los que partía creando una obra que funciona en sí misma como una unidad. La idea principal de Welles resulta obvio que no son tanto los hechos históricos como las relaciones entre personajes, especialmente ese triángulo que se produce entre el príncipe Hal, su padre el rey y Falstaff, siendo estos dos últimos las dos figuras paternas que se disputan su influencia. El primero (encarnado por el ya mentado John Gielgud) nos es mostrado por el director como una persona débil, escuálida, seria y de porte tan distinguido como apesadumbrado, que incluso llega a lamentar que su hijo no sea Hotspur, que es en realidad su gran rival; Falstaff por contraste es marcadamente obeso (y pocos actores disfrutaron tanto de mostrar en pantalla su corpulencia como Welles), dado a las bromas y a la vida disoluta – de hecho, resulta una idea muy interesante por parte de Welles dar esa imagen inusualmente frágil de Enrique IV, totalmente alejada del cruel conspirador que en realidad fue, lo cual nos demuestra lo poco que le interesan los entramados políticos en comparación con las relaciones entre los personajes.

Hal se ve en medio de esos dos mundos que se disputan por su favor, entre el placer y el deber, si bien ya al inicio de la cinta dice en un monólogo que cuando llegue su momento piensa abandonar ese tipo de vida para convertirse en el monarca respetable que se espera de él. Un aspecto fundamental en este triángulo no son solo las excelentes interpretaciones de los protagonistas sino la química que se transpira entre los intérpretes de Falstaff y el príncipe Hal, es decir, el propio Welles y el actor Keith Baxter, que no en vano había interpretado ya ese papel en la versión teatral irlandesa y fue el principal cómplice del director en este accidentado rodaje.

Pero si alguien merece un monumento por Campanadas a Medianoche aparte del propio Welles éste es el productor del filme, Emiliano Piedra, a quien el director engañó a conciencia y exprimió sin compasión en aras de conseguir la mejor película posible. De un plan inicial en el cual el astuto Welles incluía junto al filme de Shakespeare otro más comercial ¡de regalo! (una adaptación de La Isla del Tesoro que nunca llegó a iniciarse del todo y que dudo mucho que Welles jamás tuviera intención de realizar), que debía filmarse en siete semanas y con un presupuesto no excesivamente elevado, se pasó a un monstruo que llevó 8 meses de rodaje, una fase de montaje inabarcable y un presupuesto de 60 millones de pesetas que era algo absolutamente excesivo para los estándares del cine español de la época. Orson era un grandísimo cineasta, pero también alguien sin escrúpulos con tal de llevar adelante su arte de la mejor forma posible que se aprovechó de la buena fe de Emiliano Piedra, quien estaba demasiado ilusionado con la idea de trabajar con un maestro como Welles como para pararle los pies a tiempo.

Las crónicas del rodaje confirman una vez más la absoluta genialidad del cineasta americano para lograr un resultado tan remarcable a partir de unas condiciones de rodaje más bien difíciles, ideando continuamente soluciones a todo tipo de problemas logísticos y en ocasiones haciendo incluso de la necesidad una virtud (por ejemplo, la armadura del rey no llegó a tiempo para el rodaje, pero precisamente el aspecto tan desvalido que acaba teniendo John Gielgud sin ella favorece la imagen que quería dar Welles del personaje). Tal es así que se planificó la producción de forma que en las primeras semanas se contó con todos los actores de renombre del reparto (John Gielgud, Jeanne Moureau, Margaret Rutherford… la mayoría de los cuales cobraban un sueldo inferior al normal en deferencia a Welles) para filmar todos los planos que se necesitaba de ellos, y luego, con un equipo mucho más reducido, se grabaría el resto de la película. Eso quiere decir que la mayoría de planos en que aparecen todos esos actores se filmaron en meses de diferencia respecto a aquellos en que no aparecen, incluso cuando tienen lugar en una misma escena… ¡o en un mismo diálogo! Esta forma de rodar es uno de los rasgos más interesantes del Welles de su última época, que en este caso se sirvió del joven Baxter como aliado para dejar todos sus planos para más adelante, sin la presión de tener un calendario que cumplir (salvo, claro está, el que el engorroso productor se empeñaba en acatar… ¡qué desconsiderado!).

El control de Welles sobre todos los aspectos creativos de la película fue total, desde el diseño de vestuario, a la iluminación y la escenografía, pero donde ejerció su control total fue en la fase de montaje, que en esa época de su carrera era la que más le apasionaba, para bien y para mal: para bien porque realizó auténticas proezas sobre la mesa de montaje, para mal porque se enfrascaba tanto en su trabajo que al final la fase de edición se eternizaba. El montaje de Campanadas a Medianoche fue una locura que incluía sesiones maratonianas para los pobres montadores mientras un infatigable Welles llegaba antes y después del rodaje del día para supervisar y remontar una y otra vez las escenas. No en vano, es gracias al montaje que no se notaban todos esos planos filmados en sitios y momentos distintos, a menudo con miembros del reparto que no habían trabajando juntos en la misma escena pero que en la película debía parecer que estaban compartiendo espacio. Aun así, una consecuencia de todos esos obsesivos montajes y remontajes es que por el camino se quedaron fuera muchos planos y escenas magníficos. El director Jesús Franco, que hizo de ayudante de Welles en este filme, posteriormente reconoció que la primera vez que vio Campanadas a Medianoche se quedó un poco decepcionado porque echó en falta algunas escenas maravillosas que se habían rodado, pero Welles siempre priorizaba el conjunto sobre los instantes concretos y pasó de un primer montaje muy largo que sobrepasaba con creces las dos horas a otro que se quedó en dos horas justas (curiosamente aunque Welles era un director muy ambicioso, no pareció tender a lo largo de su carrera a las películas excesivamente largas).

La gran demostración de su dominio del montaje es la célebre escena de la batalla que inicialmente se le dijo al pobre Emiliano Piedra que sería muy breve y filmada con maquetas, ya que se entendía que ésta era ante todo una película de personajes. Pero en el momento en que Welles empezó el rodaje de esta parte del filme se vino arriba y, antes de que fueran conscientes de ello, ya había pasado a ser una escena de 10 minutos para la que se usaron literalmente cientos de planos. El esfuerzo valió la pena: es una de las escenas bélicas más influyentes de la historia del cine, y todo ello sin grandes presupuestos ni recursos que le dieran espectacularidad.

Uno de los motivos por los que Welles sentía tanta predilección por Campanadas a Medianoche es sin duda la conexión que tenía con el personaje de Falstaff. No solo compartían semblanzas físicas, sino que indudablemente este genio, que fue expulsado de Hollywood y estuvo durante décadas buscándose la vida por Europa tirando de sus dotes de contador de anécdotas y charlatán para sacar adelante sus proyectos, sin duda se sentía identificado con Falstaff: ese carácter que se escapa por completo de lo tradicional o respetable, esas ganas de disfrutar de los placeres de la vida, esa pasión por contar anécdotas y mentiras con tal de conseguir la atención de un auditorio, ese carácter bribón que puede llevarle a aprovecharse de un amigo a quien sinceramente estima… Es innegable que él se sentía como Falstaff.

Y es por ello que resulta tan sumamente emotiva la escena final, cuando Hal es coronado rey y el incauto Falstaff irrumpe ruidosamente en la ceremonia para ser expulsado por el ahora monarca, que convertido en una figura respetable rompe totalmente con él. Según parece, en el rodaje de esa dolorosísimo momento Welles acabó llorando de verdad durante su interpretación, y los miembros del equipo estaban tan conmovidos que al acabar de filmar hubo un silencio respetuoso y quizá algo incómodo. Por muy pocos escrúpulos que tuviera Welles para su beneficio propio, la expresión de su rostro en esta escena resulta tan conmovedora que me veo incapaz de reprocharle nada de lo que hizo durante el rodaje. Es la expresión de alguien que está casi literalmente viviendo su personaje, que tiene tan interiorizada la decepción por la que éste ha pasado que parece sinceramente hundido. Es por tanto la expresión de alguien que, sí, engañó y se aprovechó de favores de otras personas, pero no por maldad sino porque creía tanto en lo que hacía que no se le planteaba otra opción posible.

El Cuarto Mandamiento [The Magnificent Ambersons] (1942) de Orson Welles

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Pocos debuts cinematográficos han sido tan sonados como el de Orson Welles y Ciudadano Kane (1941). No lo digo únicamente en términos de calidad sino también de condiciones: lejos de ser un cineasta que tuviera que abrirse paso en un estudio, Welles llegó a Hollywood como un joven prodigio al que se le dio carta blanca para su primer trabajo fílmico. Y eso sin tener experiencia previa en el mundo del cine. Que el resultado final fuera una obra tan brillante y moderna justificaba con creces la confianza que la RKO había depositado en él, pero lo que éste no podía imaginar es que en realidad ésta sería tristemente la única vez en su carrera que podría trabajar en condiciones tan ventajosas, y que sería ya con su segunda película cuando comenzaría la leyenda negra que le acompañaría el resto de su vida.

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Ambientada en el Indianapolis de principios de siglo XX, El Cuarto Mandamiento narra la decadencia a lo largo del tiempo de una de las grandes familias de la ciudad: los Amberson. La atractiva Isabel Amberson rechaza a su pretendiente Eugene Morgan porque una noche fue a cantarle una serenata a su casa borracho. Finalmente se casa con el frío Wilbur Minafer por orgullo aun cuando realmente sigue amando a Eugene, el cual deja la ciudad.

Pasa el tiempo e Isabel y Wilbur tienen un hijo terriblemente consentido, George, que es el único heredero de los Amberson por el momento. Cuando George ya es adulto, Eugene regresa convertido en un empresario acaudalado gracias a haber participado en el innovador negocio de los automóviles. Con él trae a su preciosa hija Lucy, de la que George se enamora. Pero en paralelo, el marido de Isabel fallece y ésta y Eugene reemprenden ese romance que nunca debieron romper.

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Mientras que Ciudadano Kane era una película manifiestamente genial y virtuosa a todos los niveles, que impactaba de forma directa por su estilo moderno y la brillantez de su creador, El Cuarto Mandamiento es en contraste una obra menos «exhibicionista» en cuanto a las formas. De hecho, lo que me sorprende de El Cuarto Mandamiento es que se trate de una película tan melancólica siendo la segunda obra de un cineasta tan joven y ambicioso.

Si algo caracteriza el film es que todo su metraje deja entrever una cierta tristeza melancólica, en todas sus escenas está presente como un fantasma la sensación de un pasado y unas oportunidades perdidas inexorablemente. Por un lado se trata de una película sobre amores no correspondidos entre personas que se han seguido amando pese al paso del tiempo. Aunque Isabel rechaza a Eugene, resulta obvio que ella siempre ha seguido enamorada de él y viceversa. Ese tímido acercamiento entre ambos que tiene lugar cuando se quedan viudos nunca llegará a consumarse: ambos están destinados a quererse el resto de sus vidas sin poder formalizar su relación. Lo mismo sucede con la tía Fanny, eternamente enamorada de Eugene y convertida en una solterona, e incluso entre George y Lucy. Pero Welles no le otorga a estas historias el tono trágico de su anterior obra, sino más bien esa pátina de tristeza sosegada.

Lo mismo sucede con el otro gran tema de la película, íntimamente vinculado con la saga familiar de los Amberson: el irremediable cambio de los tiempos con la llegada del automóvil. El film de hecho se inicia con una amable evocación de esos viejos tiempos en que la gente no tenía nunca prisa y se vivía más feliz, una época en que los señoriales Amberson reinaban sin preocuparse por trabajar y que acabará quedando atrás. Aunque muchos de los recortes de metraje de la RKO dejaron esta idea a un plano más secundario, Welles inicialmente le otorgaba una enorme importancia, vinculando la caída de los Amberson con el cambio del signo de los tiempos.

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Por otro lado, si el estilo de realización de Ciudadano Kane era puro virtuosismo, El Cuarto Mandamiento no se queda corto pese a no ser tan vistoso. Welles repite algunos de sus métodos ya exhibidos en su debut como su gusto por las largas tomas, los fuertes contrastes en la iluminación oscureciendo completamente los rostros de los personajes por motivos dramáticos y la profundidad de campo, muy vinculada al fundamental papel que juegan los espacios de la mansión en la trama. A eso hay que añadirle el uso tan creativo (y me temo que algo olvidado en contraste con los anteriores) del sonido después de años trabajando en la radio; fíjense si no en la escena del baile, con tantos diálogos entrecruzándose a medida que la cámara pasa entre los asistentes.

Junto a estos detalles, la película exhibe algunos momentos realmente poderosos y muy modernos que demuestran el enfoque creativo y entusiasta del director hacia este medio: el primer plano del padre ya envejecido tras la muerte de Isabel mientras se escuchan las conversaciones en off o, uno de mis instantes favoritos, el paseo de George por las calles en una de las últimas escenas, filmando únicamente los espacios por los que pasa mientras la voz en off habla sobre los cambios sufridos en la ciudad, una escena que creo que tiene casi un componente fantasmal.

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El Cuarto Mandamiento lo tenía todo para ser otra obra maestra del cine americano, pero por desgracia la libertad creativa de Ciudadano Kane ya había quedado atrás y por esta época Welles no tenía ya derecho al montaje final. Obligado por el gobierno americano a filmar un documental en Sudamérica, el estudio hizo en su ausencia un pase previo de la película que fue un desastre. Para arreglarlo, redujeron casi 45 minutos hasta dejar su duración en hora y media, volvieron a filmar algunos planos y cambiaron el final. Muchos detalles imprescindibles de la película se perdieron por el camino.

Una de las ideas en que Welles insistía más en el guión y que se eliminaron del montaje final era el progreso tecnológico que acaba destruyendo y contaminando el entorno. Nadie quería mensajes tecnófobos en los años 40. También se eliminaron detalles sobre las causas exactas que arruinan la familia, de modo que esta subtrama aparece de forma algo precipitada. Peor aún, destruyeron la evolución en el tono de la película que Welles había perfilado con sumo cuidado: esa melancolía inicial en forma de amable nostalgia que se acababa volviendo más amarga hasta oscurecerse, de ese bonito recuerdo de los tiempos pasados al presente oscuro caracterizado por la decadencia de los Amberson y la invasión del automóvil.

Quizá el peor cambio de todos fue el final, que destrozaba por completo la intención del director y, con su tono falsamente feliz, resultaba un insulto a Orson Welles y a la inteligencia del espectador. Nada que ver con el desenlace original en que Eugene visitaba a la tía Fanny en una sórdida pensión y, tras un diálogo que daba a entender que ya no había comunicación posible entre ambos, Eugene salía en coche del edificio. Entonces un plano general nos mostraba cómo había quedado la ciudad, convertida en un amasijo de nuevos fríos edificios e hipercontaminada. Adiós a los buenos viejos tiempos, adiós a esa época en que todos se conocían y adiós a los magníficos Amberson.

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Y no obstante, pese a esos terribles cambios en el montaje final, El Cuarto Mandamiento sigue siendo una de las obras cumbre de su autor. Al igual que en Ciudadano Kane, Welles había cuidado aquí todos los aspectos, incluyendo la fotografía de Stanley Cortez, el diseño de decorados (la mansión de los Amberson era tan importante para el director que se destinó un enorme presupuesto a levantarla entera) y, por supuesto, la dirección de actores. Pocas veces ha hecho Joseph Cotten un papel tan honesto y auténtico como éste, mientras que Agnes Moorehead hace una interpretación colosal evitando los riesgos de la sobreactuación y Tim Holt nos hace lamentar que su carrera en el cine no fuera más fructífera.

Escenas como el baile o la conversación entre el protagonista y la tía Fanny en la cocina son ya historia del cine, pero yo incluso descubro nuevos detalles que le acaban de dar entidad a la película, por ejemplo el último paseo entre George y Lucy filmado en un largo travelling por las calles con el reflejo de las tiendas mostrando los cambios que se han producido en esos años. No es un elemento relevante a primera vista, pero es de esos detalles que ayudan a construir inconscientemente las sensaciones que debemos tener en ese momento del film.

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Teniendo en cuenta que la carrera de Welles de por sí está maldita, El Cuarto Mandamiento es aun así una película dolorosa de ver: da a entender su grandeza de una forma más modesta que Ciudadano Kane pero, no obstante, no llega a redondear sus esfuerzos del todo a causa de sus problemas de montaje. Es un destello de genialidad que en si mismo evoca por última vez al Orson Welles relajado y confiado de los inicios, quien estaba viviendo unos tiempos que, al igual que les sucedió a los Amberson, luego no volverían nunca más.

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Alma Rebelde [Jane Eyre] (1944) de Robert Stevenson

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Cuando uno se enfrenta ante la adaptación cinematográfica de un clásico de la literatura se topa con el problema de que es muy difícil que la película esté a la altura del original, y más cuando se trata de una versión que ha pasado por el filtro de Hollywood con lo que ello implica: aligerar la trama, simplificar los personajes, eliminar pasajes del libro, etc. Aún así, del Hollywood clásico han surgido muy buenas adaptaciones de clásicos como Anna Karenina (1935) de Clarence Brown o Cumbres Borrascosas (1939) de William Wyler, en que tuvieron el acierto de eliminar la parte final de la obra para no verse obligados a condensar todo en dos horas.

Jane Eyre de Charlotte Brontë tampoco era una novela fácil de adaptar manteniendo su espíritu original, pues la historia de una joven huérfana que acaba trabajando de institutriz para un misterioso noble del que se enamora daba para un melodrama sentimental bastante empalagoso. Por suerte, no es éste el caso. No en vano, en el guión colaboró gente como el prestigioso productor John Houseman o el novelista Aldous Huxley, y además partían no tanto de la novela como de la adaptación radiofónica que ya había hecho Orson Welles con el Mercury Theatre.

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Por otro lado, la elección de Joan Fontaine para encarnar a Jane Eyre no podía ser más acertada y evidente. Fontaine había logrado hacerse famosa gracias a su papel protagonista en la obra maestra Rebeca (1940) de Hitchcock, en la cual encarnaba a un personaje idéntico al de la novela de Charlotte Brontë: una joven huérfana e insegura que se acaba enamorando de un misterioso noble. Si tan bien se le dio el papel protagonista de Rebecca, todo indicaría que también haría un buen trabajo en Alma Rebelde (ya me perdonarán que use el título en español), pues no haría más que repetir exactamente el mismo papel.
El encargado de interpretar a Mr. Rochester fue Orson Welles, en uno de esos papeles alimenticios que le servían básicamente para disponer de dinero para sus próximos proyectos propios. Welles, un excelente actor, dota al personaje de más oscuridad aún que en el libro.

Con estos ingredientes, difícilmente podía salir una mala adaptación de Jane Eyre, y afortunadamente el resultado es favorable. Se conserva el espíritu de la historia y es fiel a la novela aunque obviando, claro está, algunos capítulos puesto que es demasiado extensa. Sin embargo, hay un aspecto negativo que le achaco como consecuencia de intentar sintetizar en menos de dos horas una novela tan extensa, y es que no acabo de ver que funcione la relación entre Jane Eyre y Mr. Rochester. En la novela, Brontë dedica muchas páginas a esta relación para que podamos comprender cómo Jane pasa de temerle a respetarle hasta finalmente amarle. En la película se sintetiza demasiado rápidamente su relación y choca un poco que pase tan repentinamente a amar a un hombre tan oscuro y éste a una joven que en principio desprecia. Aunque es imposible dedicar tanto tiempo como en la obra original a su relación, habría sido conveniente dedicar algunas breves escenas más para hacerla más natural y creíble.

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A cambio, el film goza de una muy buena dirección en que destaca la puesta en escena sobre todo en lo que concierne la mansión de Mr. Rochester, con esa tenebrosa niebla y esos interiores oscuros y misteriosos que enfatizan la idea de que hay algo oculto tras esos muros. En lo que se refiere al tenebroso personaje de la esposa oculta de Mr. Rochester, está tratado quizás de forma algo grotesca con esas risas siniestras típicas de locos de películas de terror, pero a cambio se tiene el acierto de no mostrar en ningún momento su rostro. Se recurre al viejo truco de dejar que el espectador imagine a partir de lo poco que se sugiere y de esa forma se mantiene ese aire misterioso que envuelve al personaje en la novela.
También destaca el trabajo de fotografía, patente por ejemplo en la composición de algunos planos bastante complejos en que Jane Eyre aparece en un primer plano mientras de fondo se ve al resto de personajes, como resaltando la distancia que separa esos dos mundos.

En conclusión, este Jane Eyre es una adaptación muy sobria y bien realizada que, sin ser una obra maestra, nos muestra una versión del Hollywood clásico de la novela de Charlotte Brontë sin pervertir el estilo de la novela original y sin caer en la tentación de convertirla en un melodrama romántico.

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