Suecia

Un Verano con Mónica [Sommaren med Monika] (1953) de Ingmar Bergman

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Años antes de embarcarse en las cruzadas existencialistas con las que (algo tópicamente) se suele asociar siempre su nombre, Ingmar Bergman se dio a conocer entre la crítica internacional con una maravillosa película de innegable modernidad que tiraba por unos derroteros totalmente distintos: Un Verano con Mónica (1953), uno de los mejores retratos que se han hecho sobre el amor fugaz de juventud destinado a fracasar y sobre el difícil paso de la adolescencia a la edad adulta.

El argumento se centra simplemente en el idilio que nace entre dos jóvenes, Harry y Monika. El primero nos parece desde el principio un buen chico, trabajador y algo introvertido y solitario; la segunda en cambio es más caprichosa y descarada. Cuando se conocen por primera vez en un bar, ella le aborda directamente y le incita a que la invite al cine. Él se deja seducir por la idea de que una chica tan atractiva muestre interés por él. Poco después se hacen novios. Pero ya desde el principio intuimos que su relación no tiene mucho futuro, puesto que realmente no han tenido tiempo de conocerse. Su romance parece basarse más en la pura atracción mutua, y como tal no durará mucho más del verano al que hace referencia el título.

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Un Verano con Mónica nos propone un Bergman muy alejado de posteriores obras maestras no solo en cuanto a temática sino también en estilo. De hecho una de las grandes virtudes del film, que justifica con creces su fama de ser una de las primeras películas de la modernidad, es el estilo tan libre y espontáneo (que no por ello descuidado) del que hace gala, que se corresponde con el tipo de relación que nos está describiendo.

El momento cumbre de la película y donde Bergman parece trabajar con mayor espontaneidad es el tramo central en que deciden pasar el verano en un paraje indeterminado al que llegan en una barca. Es entonces cuando los conflictos que atenazaban su vida cotidiana desaparecen y la película se centra en algo tan simple como su día a día. Ese lugar aislado de la civilización es un reflejo del tipo de relación que están teniendo, en que se abocan libremente a su atracción mutua olvidando por completo sus responsabilidades y problemas diarios. Ese verano que el protagonista volverá a evocar con nostalgia en la escena final supone un adiós a su juventud y, en cierto modo, un retorno a la naturaleza, dejándose llevar por sus instintos (no solo en el aspecto sexual sino incluso en el más primitivo, como queda de relieve en las escenas en que repentinamente aúllan y saltan entusiasmados sin motivo alguno, como animales disfrutando de su libertad). De hecho sus dos únicos retornos a la civilización acaban siendo traumáticos: el intento por parte de ella de robar comida en una casa y el baile en el embarcadero, en que él se siente incómodo y le pide que vayan a otro donde se sentirán más a gusto – el plano que le sigue es uno de los más bellos de la película, en que se les ve bailando solos y sin música en un embarcadero abandonado.

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Por ello resultan también tan conmovedores los idílicos planes que hacen juntos en esa tierra de nadie, porque están imbuidos del optimismo y el sentido de la libertad que experimentan allá, pero que en la civilización están destinados a no funcionar. Se imaginan una existencia bucólica en que él tiene un trabajo provechoso y ella es una feliz ama de casa, pero sabemos que no se hará realidad y que en el fondo se parecerá más a la austera vida que llevan sus padres actualmente.

La última parte del film, que supone el retorno a la sociedad y el enfrentamiento a sus responsabilidades (el embarazo de ella) refleja el desmoronamiento de su relación. Realmente sucede lo que planificaron (él estudia por las noches para ser un hombre de provecho mientras trabaja durante el día, y ella ejerce de ama de casa), pero el tono amable que le dieron durante el verano no se corresponde con la realidad: Harry acaba extenuado, Monika se muestra irascible porque no tienen dinero para sus caprichos y, por otro lado, ambos descubren que por muy maravilloso que sea tener un bebé, eso implica muchos pañales sucios por cambiar y no menos numerosas noches en vela. Para nosotros, los espectadores, obviamente no supone una sorpresa la faceta menos amable de la paternidad, pero tampoco la verdadera naturaleza caprichosa de Monika, ya que Bergman nos la mostró así en todo momento. De hecho el brusco y malhumorado despertar de ella estando ya casada con Harry tiene su equivalente al inicio del film cuando se despertaba de igual forma en casa de sus padres. Pero a diferencia de nosotros, el pobre Harry ha estado hasta ese momento mirándola con ojos de enamorado.

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Es prácticamente imposible desgranar esta película sin pararse a hablar de la inolvidable interpretación de la protagonista Harriet Andersson. Dejando de lado – por darse por sobreentendida – la sensualidad que transmite y la famosa escena del desnudo (de una ternura conmovedora cuando Harry la contempla y acaricia, como si estuviera hechizado por el cuerpo de ella), se trata de uno de esos casos en que la actriz literalmente se convierte en el personaje. Encuentro especialmente acertada la forma como Andersson combina su carácter brusco y descarado (por ejemplo, antes de dormir juntos por primera vez, se quita la falda ante Harry sin ningún pudor y le pide a él que haga lo propio con sus pantalones, en contraste con la mirada algo intimidada del joven) con un romanticismo inmaduro y adolescente.

En su primera cita, ambos acuden a ver un drama romántico que aburre visiblemente a Harry pero conmueve profundamente a Monika. Al salir del cine, Monika está extasiada ante el sobado romanticismo del cine, lo cual luego contrasta con sus maneras tan poco delicadas. Una de las ideas más interesantes que deja caer Bergman es la forma como Monika se deja seducir por esta visión idealizada del amor y fantasea con vivir una aventura semejante al mismo tiempo que su comportamiento es el de una chiquilla descarada de clase baja. Uno de los motivos por los que su relación estará condenada a fracasar es porque intenta aplicar forzadamente en su relación ese romanticismo barato que le han transmitido tantas películas, ignorante del hecho de que ni ella es la dama delicada de la pantalla ni Harry el apuesto caballero que se la declara de forma poética.

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Por último, me gustaría resaltar algunos planos concretos que, aparte de justificar la etiqueta de «película moderna» resultan especialmente evocadores y hacen intuir la pericia de Bergman. El primero es una ruptura directa contra las normas clásicas cinematográficas: una mirada a cámara de Monika en la escena en que se está viendo con otro hombre y, por tanto, engañando a su marido. Con esa mirada al espectador parece estar desafiándonos, como si supiera que lamentamos el adulterio que está cometiendo y ella nos respondiera que no se arrepiente de lo que está haciendo.

Los otros instantes que me llaman profundamente la atención son muy interesantes por ser planos de miradas que nos niegan su contraplano. En ambos casos se nos muestra a Harry observando pero Bergman no nos muestra el esperado contraplano de lo que está viendo. El primero tiene lugar en el hospital cuando se asoma por una ventana para conocer por primera vez a su hijo. Bergman no nos muestra el bebé, al contrario, se detiene en el rostro del joven padre para recrearse en su expresión, una mezcla de felicidad pero también de vértigo al saber la responsabilidad que deberá acarrear. Ese primer plano es el reflejo exacto del momento en que ha entrado en la edad adulta.
El siguiente tiene lugar cuando vuelve prematuramente de un viaje y al entrar a casa descubre a su mujer con otro hombre en la cama. En este caso, Bergman nos rechaza el contraplano de la pareja y se centra en la expresión de pánico y desengaño de Harry. Este plano supone por tanto el momento en que el protagonista ha entendido que definitivamente su relación con Monika ha fracasado. Ingmar Bergman ya se revelaba en esta película de su primera etapa como uno de los cineastas que mejor ha sabido sacar partido del rostro de sus actores.

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La Saga de Gunnar Hedes [Gunnar Hedes Saga] (1923) de Mauritz Stiller

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Décadas antes de que Ingmar Bergman se convirtiera en el gran director escandinavo por excelencia, ya hubo en la era muda dos cineastas suecos cuya maestría tras las cámaras les hizo famosos en el mundo entero: Victor Sjöstrom y Mauritz Stiller.

Ambos consiguieron su pasaporte a Hollywood, el primero sobre todo gracias a La Carreta Fantasma (1921) y el segundo con La Saga de Gosta Berling (1924). A día de hoy ha sido más recordado el primero gracias a que su carrera en Estados Unidos tuvo suficiente éxito y, por supuesto, por el papel que le brindó uno de sus mayores admiradores – el ya citado Bergman – en Fresas Salvajes (1957). A su lado, Stiller parece haber quedado algo más olvidado, pero en su momento su prestigio estaba al mismo nivel que el de su colega, y por las películas suyas que nos han llegado no resulta extraño que alcanzara fama más allá de su país.

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La película que hemos escogido está basada muy libremente en una novela de Selma Lagerlöf – famosísima escritora sueca que proporcionó el material base de muchas de las mejores películas de Sjöstrom y Stiller – y cuenta como protagonista con un joven llamado Gunnar Hede criado en una familia acaudalada. Su madre aspira a que se convierta en un hombre de negocios, pero él en realidad se siente fascinado por la figura de su padre, que fue un violinista itinerante. Como todo adolescente rebelde, desobedecerá los juiciosos consejos maternos y seguirá a un par de músicos itinerantes seducido por su bonita hija.

Uno de los aspectos por los que el cine escandinavo de la época se hizo tan célebre fue su – por entonces – innovador uso del paisaje. Por mucho que por ejemplo los westerns también se sirvieran de los entornos desérticos cercanos a la colonia de Hollywood, los cineastas como Sjöstrom y Stiller llevaron esa idea a su máxima expresión, fundiendo por completo a los protagonistas con los entornos nevados y haciendo que la salvaje naturaleza sea una expresión de los momentos de mayor dramatismo de la trama.

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Si en La Saga de Gosta Berling Stiller legó a la posteridad la impresionante secuencia de la huida de los protagonistas a través del hielo acechados por una manada de lobos, en este film anterior su equivalente es la secuencia del rebaño de renos en mitad de la tormenta. No obstante, lo mejor de la película es el tratamiento psicológico de su protagonista y el motivo recurrente de la música: Gunnar Hede abandonó su hogar siguiendo su instinto que le llevaba a seguir su vocación artística, y será al final la música la que le devolverá a la cordura. Otro aspecto en que films como éste o el anterior El Tesoro de Sir Arne (1919) destacan especialmente es la maestría a la hora de combinar un tratamiento realista de los personajes con elementos más fantásticos (las alucinaciones de Gunnar Hede, el sueño de la violinista) perfectamente integrados. Stiller nunca deja que los actores sobreactúen o que esos elementos desvirtuen lo que es un drama sobre las relaciones humanas, pero tampoco renuncia a la fascinación que nos pueden aportar esas imágenes.

Una de las mayores virtudes del cine escandinavo de esa época es la capacidad para armonizar el impresionante mundo exterior simbolizado por los imponentes paisajes naturales con el íntimo mundo interior de los personajes, aportándoles una psicología profunda. La Saga de Gunnar Hede es una buena muestra de ello.


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La Carreta Fantasma [Körkarlen] (1921) de Victor Sjöström

Una de las obras cumbre del cine mudo dirigida, escrita y protagonizada por el sueco Victor Sjöström. Un film increíblemente moderno para su época que puso de manifiesto la madurez de la narrativa cinematográfica, que ya se había solidificado con el estilo clásico de Griffith y que autores como Sjöström se atrevieron a llevar un paso más allá.

La acción tiene lugar en la víspera de Año Nuevo. Tres borrachos esperan la llegada de la medianoche en un cementerio. Uno de ellos es el protagonista, David Holm, quien le cuenta al resto un extraño suceso que le sucedió hace tiempo: un amigo suyo llamado George, abocado a la mala vida como ellos, repentinamente se volvió muy temeroso en la víspera de Año Nuevo porque aseguraba que la última persona que muere cada año acaba viéndose obligada a ser el conductor de la Carreta Fantasma, el carro con el que la Muerte le obliga a recoger las almas de todos los muertos hasta la llegada del siguiente año. Ese amigo casualmente murió la anterior víspera de Año Nuevo.

Su historia es interrumpida cuando un hombre llega y le dice al protagonista que Edit, una hermana del ejército de salvación, está a punto de morir y ha pedido verle a él antes de fallecer como última voluntad. Holm se niega rotundamente y le echa. Sin embargo, los otros dos vagabundos se pelean con él por negarse a conceder ese favor y accidentalmente le matan justo antes de medianoche. Inmediatamente llega al cementerio la carreta fantasma conducida por su amigo George, quien le comunica que él deberá ser el nuevo conductor. Sin embargo, antes repasa con él todo lo que le ha sucedido a David en sus últimos años para haber acabado llevando esa mala vida y conduciendo a la miseria a los seres que ama.

Un primer dato a destacar de La Carreta Fantasma es que, pese a su título y su fantástica premisa, no se trata de un film de terror sino un drama. La novela que Sjöström adaptó a la pantalla se servía de una antigua leyenda para dar pie a un film dramático con un toque moral al final. La forma como se nos narra esta historia es a base de flashbacks, de esta manera el espectador al inicio del film ya conoce las consecuencias de la mala vida y el egoísmo de David Holm: su familia está hundida y sumida en la pobreza y la dulce hermana Edit está a punto de morir de tuberculosis contagiada por David. Lo que nos da a conocer la película es por tanto cómo se ha llegado a esa situación o, lo que es lo mismo, el carácter tan decadente de Holm que ha arrastrado consigo a tanta gente a la miseria. Es esta forma tan inusual para la época de narrar la historia lo que hace que La Carreta Fantasma sea una obra tan moderna narrativamente.

En primer lugar, Sjöström se atreve no solo a romper con la típica estructura de la época consistente en presentar de forma muy clara a los protagonistas antes de dar inicio al conflicto, sino que empieza con el conflicto ya totalmente desarrollado. Durante los primeros minutos no entendemos del todo qué está sucediendo o por qué los personajes se encuentran en esa situación y, de hecho, no es hasta pasados casi 20 minutos cuando sabemos con certeza quién es David Holm, el protagonista.

A esta inusual decisión cabe añadirle el atrevimiento de deconstruir prácticamente todo el cuerpo de la historia mediante flashbacks, de forma que lo que sucede en la víspera de Año Nuevo no es más que el desenlace final y el punto de referencia en el que Sjöstrom se sitúa cada vez que tiene que volver al presente. Incluso en la primera parte del film llega a atreverse con el recurso de insertar una historia dentro de otra cuando se nos explica la historia de la carreta fantasma dentro del flashback sobre su amigo George.

El ritmo de la película es bastante lento, pero no de forma gratuita, sino porque a Sjöström le interesa detenerse en los detalles e interacciones entre personajes, darles todo el tiempo necesario para sacar de ellos el máximo provecho posible, como los enfrentamientos entre David y la hermana Edit o su tenso reencuentro con su mujer. Esto funciona también porque el trabajo que hacen los actores es magnífico, especialmente el propio Sjöström como protagonista, que tiene que dar forma a un personaje difícil de interpretar sin caer en los tópicos, un David Holm despreciable al que se hace difícil dotar de humanidad. De hecho, la forma como éste trata con tanto desprecio al resto de personajes resulta tan auténtica que en ocasiones nos resulta hasta hiriente, como en la escena en que manda llamar a la hermana Edit para que ésta vea como se arranca todos los arreglos que ella le había hecho desinteresadamente a su chaqueta (un gesto por culpa del cual además ella se infectará de tuberculosis). O ese perverso momento en que su mujer se desmaya después de intentar escapar en vano de David y éste la reanima para después decirle que no la dejará huir tan fácilmente, ni siquiera de esa manera.

Pese a que su descarnado realismo resulta muy impactante, no podemos olvidar tampoco los elementos de fantasía que aparecen aquí en forma de la misteriosa carreta fantasma. Las secuencias que muestran cómo el conductor de la carreta fantasma realiza su duro trabajo se encuentran entre las imágenes más fascinantes y sobrecogedoras del cine mudo. El único efecto que utiliza Sjöström es una simple sobreimpresión para darle a la carreta y su conductor un aire fantasmal, pero aun así las imágenes del resignado conductor de la carreta fantasma recogiendo los cadáveres de un suicida y un hombre ahogado en el fondo del mar para mí deberían ser uno de esos grandes y famosos momentos iconógraficos de la historia del cine.


Pocas veces he encontrado en una película una combinación tan perfecta entre elementos sobrenaturales y un realismo tan auténtico como el que aparece aquí. Incluso su final moralizante en que David Holm se redime de sus pecados no sólo no me resulta molesto sino que me parece el adecuado para el film. La catárquica escena en que éste contempla como su esposa va a matar a sus hijos para después suicidarse resulta la culminación perfecta para que David Holm decida reformarse.

No es de extrañar que Victor Sjöström consiguiera hacerse famoso internacionalmente en su momento gracias a este prodigio audiovisual, y menos aún que le hicieran llegar una tentadora oferta para trabajar en Hollywood que éste aceptó (ya por entonces la Meca del cine se encargaba de reclutar a los mejores talentos europeos para insertarlos en sus estudios). Aunque nunca se sintió demasiado cómodo en el sistema de estudios de Hollywood, consiguió realizar algunos films muy destacables como la magnífica El Que Recibe el Bofetón (1924) con Lon Chaney y, sobre todo, El Viento (1928) con Lilliam Gish, la obra cumbre de su carrera junto al film aquí comentado.

Desgraciadamente, hoy en día ha quedado algo olvidado y básicamente se le recuerda como el protagonista de Fresas Salvajes (1957) de Ingmar Bergman, un gran admirador suyo y, sobre todo, de La Carreta Fantasma. Sin embargo, viendo algunas de las proezas cinematográficas que creó, Sjöström merecería ser justamente recordado por lo que realmente fue: uno de los primeros grandes cineastas de la historia.

Déjame Entrar [Låt den rätte komma in] (2008) de Tomas Alfredson

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En una época en que el cine de terror parece haberse estancado, llega de Suecia Déjame Entrar, una obra que si bien no nos muestra algo totalmente innovador sí que es una mirada fresca y diferente a un tema que ya está trilladísimo: el vampirismo.

Esta película es una mirada hacia el mundo de los vampiros con dos peculiaridades que lo diferencian de la mayoría de obras del género: el hecho de que dicho tema se introduzca mediante la relación entre dos jóvenes y el tratamiento del film más enfocado al drama que al cine de terror.

Déjame Entrar nos habla de la relación entre dos jóvenes de doce años llamados Oskar y Eli, con la particularidad de que ella es una vampiresa. Es decir, el vampirismo aquí no es el eje central del film sobre el que gira todo y que sirve para crear terror, sino que es la circunstancia que condiciona el verdadero gran tema del film: la relación entre Oskar y Eli. Uno de los grandes méritos de la película es que consigue contarnos una preciosa historia de amor salpicada de momentos truculentos consiguiendo que ambos elementos encajen a la perfección. La relación entre los dos personajes está cuidadísima y queda claro desde el principio que es lo que más interesa a los guionistas al nutrirla de tantos momentos que dejan entrever ese afecto mutuo que nace entre ellos (por ejemplo la escena en que ella se mete en la cama con él después de haber perdido a su supuesto padre, que no tiene ningún tipo de connotación sexual y da a entender cómo busca su cariño). Una vez conseguido eso, no se pierde la credibilidad al introducir en su relación el tema del vampirismo cuando Oskar descubre la verdadera identidad de ella, puesto que se necesitan tanto mutuamente que acabará aceptando su condición sin demasiados problemas.

Esta ambivalencia entre amor y horror tiene su momento cumbre cuando él está a punto de apuñalar a un hombre que iba a matarla mientras dormía. Este gesto tan sangriento en realidad revela hasta qué punto está dispuesto a llegar por ella, y por eso después de matar al intruso Eli le dará su primer beso con los labios manchados de sangre. con lo que se nos deja claro en todo momento que la suya es una relación de amor en que la sangre y la muerte están siempre presentes de alguna manera. De hecho, eso también refleja que la suya es una relación totalmente condenada: ¿o es que Oskar no acabará como el hombre que al inicio del film acompañaba a Eli, que seguramente la conoció también de joven y la acompañó toda su vida hasta morir por ella?

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En cuanto al estilo de la película, Déjame Entrar huye por lo general de las formas del cine de terror y su director opta por darle un estilo más realista. La prueba de ello es el distanciamiento con el que afronta las escenas de asesinatos (normalmente en planos generales), como si no quisiera recrearse en la sangre y las muertes y prefiriera mostrarlos desde cierta distancia. En otras palabras, a diferencia de los films de vampiros tradicionales, estas muertes no son el núcleo del film y no parece interesarle centrarse en ellas. En cambio, dedica mucho tiempo a mostrarnos la vida cotidiana de Oskar y los problemas que afronta en el colegio para hacernos comprender la relación que tiene con ella, la cual le anima a plantar cara a los matones que le atacan. Ambos se complementan perfectamente: ella le aporta a él la fuerza que necesita y él le da el cariño del que ella carece, y más cuando pierde a su compañero.
Esta forma de encarar la historia resulta especialmente gratificante porque separa por fin el personaje del vampiro de todos los tópicos de terror del género y se atreve a situarlo en un contexto más inusual: en una historia realista.

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Los únicos puntos débiles que le encuentro son algunas escenas que por tono y tratamiento no creo que encajen bien en la obra. Por ejemplo, la escena en que los gatos atacan a la mujer a la que Eli ha convertido en vampiresa y, posteriormente, cuando ésta muere incinerada por los rayos de sol. Pecan de artificiosas en gran parte al abusar de efectos especiales, y no encajan con el tono tan sobrio del resto del film. Yo particularmente habría optado en ambos casos por dar a entender lo que sucede sin mostrar explícitamente.

Por otro lado, también pongo objeciones a la que es la escena más famosa de la película: la escena final de la piscina en que Oskar está siendo ahogado por los matones del colegio y Eli acude en su ayuda. La forma como está resuelta la escena es admirable al mostrarnos desde el punto de vista del chico bajo el agua toda la masacre que está sucediendo fuera, sin enseñar nada directamente. Pero el problema lo encuentro en que me parece algo excesivo la forma como se da a entender. De nuevo creo que encajaría más con el film mostrarlo de forma sutil simplemente con la caída al agua del cuerpo sin vida de uno de los agresores mientras ésta se tiñe cada vez más de rojo.

De todos modos, estas objeciones son detalles sin importancia que no quitan el mérito que merece Déjame Entrar por conseguir ser un film que, no sólo nos muestra el tema del vampirismo desde una perspectiva totalmente distinta, sino que consigue servirse de esa circunstancia para contarnos una bonita historia de amor.

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Una Historia de Amor [En Kärleks Historia] (1970) de Roy Andersson

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El exitoso debut del director sueco Roy Andersson fue este film en que retrataba la tierna historia de amor entre dos adolescentes, Annika y Per. Pese a que la premisa pueda dar pie para un film ñoño y azucarado, la mirada de Andersson hace que el resultado sea más que interesante. En primer lugar, consigue retratarnos con gran sensibilidad la pureza y el encanto que supone vivir una relación amorosa por primera vez, pero al mismo tiempo lo hace sin caer en tópicos ni idealizando los personajes o situaciones. Tanto Annika como Per se comportan estúpidamente en más de una ocasión (o eso nos parece desde nuestros ojos de adulto) y además dicho comportamiento es mostrado con bastante sentido del humor aunque sin burlarse de los personajes. Un ejemplo típico es cuando cada uno pide a un amigo que haga de «mensajero» para decir al otro lo que no se atreven a decir cara a cara.

Sin embargo Andersson no profundiza mucho en los momentos clave de su relación ni se regodea en ese romanticismo. De hecho en muchas ocasiones opta por cortar drásticamente la escena y pasar a continuación a otra totalmente diferente, como cuando ambos se reconcilian después de su primera pelea y se pasa enseguida a una discusión familiar de los padres de Annika. Incluso las mismas escenas en sí huyen de toda idealización romántica, como ese primer beso que es ahogado por el ruido de un ensordecedor tren.
Andersson se centra en cambio en los momentos que parecen más insignificantes, parece interesarle más esas escenas en que se les ve haciendo acciones cotidianas que aparentemente no tienen trascendencia, como cuando tontean con la grabadora del padre de Annika mientras devoran unos bocadillos.
Es esta mirada la que hace de Una Historia de Amor un bonito film bien llevado que demuestra que se puede contar una historia tan sencilla como ésta sin caer en sensiblería barata. Nunca se dicen que se quieren pero uno lo siente por cómo interactúan y disfrutan juntos, ahí reside el acierto de Andersson, el de mostrarnos esa relación sin necesidad de subrayar el romanticismo.

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El otro gran acierto del film es la comparación entre el mundo joven y el mundo adulto. Todos los adultos parecen amargados e insatisfechos comenzando por el abuelo de Per, que no puede evitar llorar porque no soporta este mundo. En comparación con la joven pareja, los padres de Annika y, sobre todo, Per resultan patéticos y aburridos. Los padres de ella discuten a menudo y resulta obvio que son profundamente infelices, los de él parecen avenirse bien pero han caído en la rutina de la edad adulta. Uno no puede evitar deprimirse al pensar que esa joven pareja tan feliz en el futuro seguramente se acabará convirtiendo en alguien como sus padres.

En el último tramo, Andersson parece olvidar a sus jóvenes protagonistas y se centra por completo (quizás de forma demasiado brusca) en los adultos en el contexto de una fiesta en la que ambas familias se conocen. Aquí el film cambia completamente de tono y a veces parece haberse convertido en una especie de comedia cruel, sobre todo cuando al final, John, el padre de Annika, desaparece en el bosque enfadado y amargado. Al encontrar su gorro en el lago, el resto de invitados creen que pueda estar ahogado y todos inician la desesperada búsqueda mientras su mujer chilla patéticamente por el hombre que unos minutos atrás parecía odiar tanto. Mientras tanto, John permanece impertérrito en medio del bosque escuchando los gritos y hasta ayudándoles a hacer las tareas de búsqueda sin que éstos se den cuenta de que él está entre ellos, aumentando aún más el absurdo de la situación.

Cuando John es descubierto y vuelven todos a casa en silencio con actitud cabizbaja por lo sucedido, aparecen Per y Annika jugueteando completamente ajenos a todo lo sucedido. El contraste no podía ser más obvio: el patetismo de los adultos contrastado con la felicidad y pureza de ese primer romance.

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