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A Propósito de Llewyn Davis [Inside Llewyn Davis] (2013) de Joel y Ethan Coen


Un pequeño detalle antes de iniciar la reseña. Llewyn Davis, el músico de folk que protagoniza nuestra película, se dirige a Chicago en coche para hacer una audición con un productor confiando lograr por fin un contrato que le dé algo de estabilidad. Llevamos ya una hora de filme en que no le han sucedido más que desventuras y en que los pequeños golpes de suerte que ha tenido luego han vuelto a llevarle a callejones sin salida. Es innegable que tiene talento, pero nuestra idea del día a día de un músico profesional desde luego no contempla una problemática tan sencilla como encontrar un sofá ajeno en el que pasar la noche. En todo caso Davis, que realiza ese viaje sin haber avisado al productor ni tener ningún indicio a su favor (simplemente es lo único que se le ha ocurrido para remontar su vida), va a los servicios de una cafetería de carretera, se encierra en un cubículo y entonces ve algo que le llama la atención. Es una pintada en la pared que dice sencillamente «¿Qué estás haciendo?«. Resulta algo al mismo tiempo revelador como lleno de sorna. Describe perfectamente lo que le está pasando al personaje y también el inconfundible estilo de los creadores de este filme.

Son incontables las películas y libros que han dado una visión romantizada del perdedor. Nos resulta sumamente atractiva esa imagen que, oponiéndose a la clásica figura del triunfador que tanto ha tendido a favorecer el cine, se recrea en todas las injusticias que debe sufrir nuestro protagonista, y en cómo también hay cierta nobleza en el arte de ser un fracasado. En el caso de la música folk podría ser el caso emblemático del cantautor Nick Drake, muerto a los 25 años sin haber conseguido ningún tipo de reconocimiento del público, y redescubierto y ensalzado décadas después como el músico extraordinario que era. Pero lo cierto es que no creo que haya nada de romántico en vivir en primera persona todo lo que implica ser un perdedor o un incomprendido. Ser un perdedor es agotador, un penoso proceso que ataca constantemente tu autoestima, te hace sufrir constantes decepciones y humillaciones, y que te lleva a plantearte qué estás haciendo con tu vida. Y creo que pocas películas lo han sabido reflejar tan bien como A Propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, 2013) de los hermanos Coen.

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Kumiko, the Treasure Hunter (2014) de David Zellner

Al inicio de Fargo (1996) de los hermanos Coen aparece un cartel explicativo haciéndonos saber que la historia que vamos a presenciar es real pero los nombres de los personajes se han cambiado por respeto a las víctimas. En realidad eso es totalmente falso. Este mensaje es otra de las extrañas bromas macabras que tanto le gustan a los Coen, pero hay una persona que sí se la creyó: Kumiko, una joven japonesa que está convencida de que el dinero que entierran los protagonistas existe y sigue ahí a la espera de que alguien lo encuentre. Sola y hastiada de su vida en Tokio, un día decide marchar a Estados Unidos hasta el pueblo de Fargo para hallar el tesoro.

La base de Kumiko, the Treasure Hunter (2014) es una curiosa leyenda urbana sobre una joven japonesa que el 2001 apareció muerta en los bosques cercanos a Fargo de forma misteriosa. ¿Qué hacía una japonesa en los bosques de un diminuto pueblo de Dakota del Norte? A raíz de ello, muchos especularon que ésta había visto el filme de los Coen y había ido hasta allá en busca del dinero enterrado hasta acabar muriendo congelada en su vano intento por conseguirlo. La realidad no obstante es más trivial: estaba ahí para verse con un amante que vivía en ese pueblo y se suicidó en los bosques tras un desengaño amoroso. Pero eso no impidió a los hermanos Zellner realizar una película muy interesante basándose en esa prometedora premisa.

Tengo la impresión de que el cine no ha explotado lo suficiente el potencial de la obsesión que pueden generar ciertas películas en algunos espectadores, sobre todo en la era del vídeo (y ya no digamos internet). El acto de revisionar una y otra vez ciertas escenas, de destrozar la cinta de tanto rebobinarla o rayar el DVD de tanto uso, el hecho de poder congelar planos concretos y escrudiñar todo ese pequeño mundo que albergan en su interior, esa frustración del espectador que quiere agarrar este universo de ficción con sus manos y hacerlo suyo, y que se niega a aceptar que el cine es una ilusión.

El filme que nos ocupa en ese sentido guarda muchos puntos en común con la que seguramente sea la obra que mejor ha conseguido captar el sentimiento de cinefilia, que es La Rosa Púrpura del Cairo (1985) de Woody Allen. En ambas tenemos a protagonistas desencantadas con su vida y que acaban tan obsesionadas con una película que son incapaces de distinguirla de la realidad. Pero el tono y las intenciones de los Zellner no tiene nada que ver con el de Woody Allen.

Aquí lejos de ofrecernos una oda a la cinefilia se nos muestra a una joven con una vida tan insípida y solitaria que la idea del tesoro de Fargo acaba siendo su única vía de escape y, en última instancia, su obsesión. El filme refleja muy bien el choque entre las metas que nos quiere imponer la sociedad (en este caso que Kumiko consiga ascender laboralmente y se case) y esos peculiares mundos interiores que se forman ciertas personas y que siguen unas normas y unan lógica totalmente ajenas al resto de la sociedad.

En el caso de Kumiko, el guion refleja muy bien cómo esa fijación con el tesoro le hace perder el sentido de la lógica, hasta el punto de que muchos de sus actos no tienen sentido: su intento de robar un libro con el mapa de Dakota del Norte de una biblioteca en vez de simplemente fotocopiar o arrancar la página que le interesa, el viaje a Estados Unidos con la tarjeta de crédito de su jefe como única fuente de dinero sin tener en cuenta que tarde o temprano será probablemente anulada, su decisión de abandonar el autocar a medio camino por no querer esperar a que la avería sea reparada aun cuando eso implica hacer una larga caminata por la nieve y seguramente llegar más tarde a su destino, etc. Kumiko tiene esa extraña fijación propia de los niños pequeños que les lleva a ir directos a su objetivo sin pensar en la forma más adecuada de conseguirlo, algo que encaja mucho con una persona dispuesta a viajar a Dakota del Norte para encontrar un tesoro que ha visto en una película.

Sea de forma premeditada o no, la película tiene en común con el cine de los Coen el transmitir cierta sensación de extrañeza, ese tipo de escenas que parece que van a desembocar en un gag pero al final no acaban haciéndolo y prefieren quedarse en un extravagante punto intermedio. Su primer encuentro con otras personas a su llegada a Estados Unidos de hecho no puede ser más Coen: un hombre y un anciano de peculiar apariencia le ofrecen información turística, el anciano tarda un buen rato en lograr desplegar un plano gigantesco y su compañero se enreda en un extraño diálogo sobre su oscuro pasado y los hare krishna. También el tipo de personajes que va encontrando en su viaje en busca del tesoro (como la anciana que le recoge y la lleva a su casa o el taxista sordo) están excelentemente perfilados y me recuerdan a los típicos personajes secundarios que tan bien se le dan a los Coen.

Pero no nos enredemos hablando de los hermanos que no tocan. Más allá de las deudas con el cine de los Coen, los Zellner logran dar forma aquí a una película interesantísima, plagada de tiempos muertos llenos de significado, con un uso muy inteligente del sonido (véase esa escena de la cafetería en que se ha citado a regañadientes con una amiga pelmaza, en que el sonido de una cafetera acaba reflejando su estado mental a punto de estallar que le lleva a salir corriendo de ahí sin dar explicaciones) y una galería de secundarios que le da un colorido extra (aparte de los ya mentados debe añadirse el compasivo oficial de policía – interpretado por el propio director de la película – e incluso la madre de la protagonista, a la que nunca vemos pero sí escuchamos).

Kumiko, the Treasure Hunter parte de una leyenda urbana para hacer un relato sobre el poder de fascinación del cine, capaz de dar un cierto sentido a una vida vacía como la de Kumiko, que ha encontrado más respuestas a su futuro en una película de ficción que en los consejos y propuestas que le hacen las personas que le conocen. Puede que el camino que emprenda realmente no lleve a nada, pero como le dice en cierto momento a su jefe, todos debemos seguir nuestro propio camino, y si el suyo ha de ser morir congelada en la nieve en busca de una maleta inexistente, que así sea.

 

Qué Difícil Es Ser un Dios [Trydno byt bogom] (2013) de Aleksey German

 

La idea es la siguiente: hay un planeta llamado Arkanar en el que se descubre que hay una civilización idéntica a la nuestra… pero que se ha quedado anclada en la Edad Media. Unos científicos acuden a investigar esta curiosa sociedad y uno de ellos es tomado por parte de sus pobladores como un hijo bastardo de Dios. La premisa sin duda suena muy prometedora, pero a la hora de afrontar Qué Difícil Es Ser un Dios (2013) hay que tener en cuenta un detalle muy importante o la película supondrá una absoluta decepción para el espectador: ésta no es una obra de ciencia ficción. De modo que de pronto descubrimos que la premisa sobre la que se construye el filme resulta ser un McGuffin. Porque en el fondo Qué Difícil Es Ser un Dios es básicamente una representación de la Edad Media.

Partiendo de ello, aquí nos encontramos con una de esas películas en que es crucial decidir si el espectador entra o no en el juego que propone el director, y que tiende a provocar una clara división de opiniones. Porque lo que nos ofrece aquí el veterano director Aleksey German – Control en los Caminos (1971), Veinte Años sin Guerra (1977) – en su obra póstuma es un viaje de tres horas a la Edad Media sin ningún tipo de cortapisas. Todo resulto confuso y caótico, y apenas hay un hilo argumental claro en el que apoyarnos más allá de los diferentes espacios por los que se mueve el protagonista. La clave está en que dicho filme es la mejor representación que he visto de la Edad Media en un filme, en gran parte porque transmite a la perfección cómo creemos que debería ser vivir en aquel ambiente. A causa de ello, Qué Difícil Es Ser un Dios es inevitablemente una película muy sucia, explícita, escatológica y en ocasiones desagradable, pero nunca gratuita. Jamás tengo la sensación de que German busque impactar fácilmente al espectador y de hecho todas las acciones que suceden en la pantalla son presentadas con la misma distanciada frialdad por muy desagradables que sean.

En ese sentido resulta absolutamente fundamental el estilo de dirección escogido por German, basándose en largos planos secuencia en que la cámara se mueve como si fuera un personaje más, dándonos por tanto la sensación de que somos espectadores ajenos a ese mundo asistiendo a esos horrores. Ahí es donde se justifica esa premisa de ciencia ficción de la que nace el argumento: ¿por qué inventarse la premisa de un planeta anclado en la Edad Medieval? ¿No es más fácil simplemente hacer un filme que suceda en esa época? La gracia de esta premisa es que el cineasta puede acentuar la sensación de extrañeza que nosotros, los espectadores/científicos que se encuentran en ese planeta, sienten al presenciar tamañas barbaridades, algo que se perdería de ser una película de época en que todos los personajes fueran contemporáneos a la acción que sucede – de hecho a efectos prácticos ese choque entre dos mundos distintos (el de los científicos y el del planeta que visitan) apenas se hace explícito más allá de algún momento puntual, como cuando el protagonista toca una melodía con un pequeño saxofón, un pequeño instante de ruptura respecto a lo que vemos a su alrededor.

Ésta es la diferencia que noto entre ésta y las otras dos grandes representaciones que conozco de la Edad Media en la gran pantalla: Andrei Rublev (1966) de Andrei Tarkovski y Marketa Lazarová (1967) de Frantisek Vlácil (una de las más grandes obras maestras del cine checo), que consiguen surmergirse de lleno no solo en la ambientación medieval sino en la forma de pensar de los personajes de la época, mientras que el filme de German busca expresamente ese distanciamiento y ese punto de extrañeza, haciendo énfasis en la miseria y la inmundicia entre la que se mueven los personajes. Las tres, cada una a su manera, son obras ejemplares que consiguen su propósito desde aproximaciones totalmente diferentes.

Obviamente Qué Difícil Es Ser un Dios no es una película para todos los gustos, pero en absoluto se trata tampoco de una mera recopilación de horrores medievales. Hay un trabajo de dirección cuidadísimo en el seguimiento de los personajes y una labor extraordinaria de ambientación que se apoya en una fotografía en blanco y negro muy nítida para que percibamos todos los detalles. Los espacios por los que se mueve la cámara nos resultan agobiantes, caóticos, desordenados, sucios y con gallinas y palomas por medio. Al optar por un tipo de puesta en escena en primera persona, la cámara literalmente nos sumerge en este mundo, convirtiendo el filme en una experiencia que puede resultar agotadora pero que no se puede negar que consigue su propósito.

Ciertamente, si algo no se le puede achacar es que no sea una película trabajada, de hecho a Aleksey German le llevó más de diez años completarla: inició su rodaje el año 2000 (y ya por entonces llevaba muchísimo tiempo queriendo llevarla adelante), lo fue interrumpiendo y retomando a lo largo de seis años y luego le llevó otros tantos lidiar con todo el metraje filmado. Finalmente pudo completarla en 2013 pero no llegó a ver su estreno, ya que murió ese mismo año. Es una suerte que como mínimo llegara a completar la que seguramente fuera la gran obra de su vida, al menos en magnitud. Ciertamente debe tratarse de uno de los cierres de carrera más únicos de la historia del cine.

Eureka (2000) de Shinji Aoyama

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¿Cómo se puede superar un trauma que te ha marcado de por vida? ¿Cómo puede uno volver a la normalidad después de haberse enfrentado cara a cara con la muerte? El mundo del cine está lleno de historias sobre personajes traumatizados que luchan por enfrentarse a sus fantasmas interiores y final consiguen redimirse. Pero como sabrán, la vida no es tan sencilla. El cineasta japonés Shinji Aoyama se hizo un nombre más allá de su país natal gracias a un film que trataba esa temática pero huyendo de la estructura prototípica.

Eureka (2000) se trata de una ambiciosa obra de tres horas y media inundada de silencios, que se centra en tres personajes trastocados de por vida a causa de un terrible suceso del que fueron protagonistas: el secuestro de un autobús por parte de un psicópata, quien acabó con la vida de todos los pasajeros salvo el conductor, Makoto Sawai, y dos hermanos pequeños, Kozue y Naoki Tamura. Incapaz de seguir con su vida, Makoto deja el pequeño pueblo rural en que habitaba y desaparece durante dos años. A su regreso se encuentra con que su mujer lógicamente ha emprendido una nueva vida sin él en otra ciudad, y además no consigue adaptarse de nuevo a la vida con su familia. Paralelamente, los dos niños que también sufrieron ese trauma han quedado abandonados en su casa y viven casi aislados del mundo sin dirigir la palabra a nadie, sobreviviendo gracias a una indemnización que han recibido tras la muerte de su padre. Al mismo tiempo, varias jóvenes aparecen asesinadas por los alrededores del pueblo y las sospechas recaen sobre el inestable Makoto. Incapaz de enfrentarse a las acusaciones de su hermano, éste deja su hogar y se va a vivir con los dos niños, quienes al poco tiempo reciben la visita de un cuarto personaje: su primo mayor Akihiko, quien se instala ahí para pasar sus vacaciones con ellos.

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Pese a su extensa duración, Eureka es, lo crean o no, una película en que no sobra ni una escena y que no se hace pesada si uno logra conectar con la historia y el tono que le imprime su creador. Salvo la angustiosa escena inicial del secuestro, el resto del film opta por un estilo reposado pero no por ello excesivamente contemplativo, en que deja que los personajes se muevan a su ritmo por la pantalla. De esta forma, el espectador acaba interiorizando por completo su manera de ser y su comportamiento errático. Acabamos acostumbrándonos a ellos y entendiendo su forma de ser a base de convivir con ellos. De hecho Aoyama huye insistentemente de recursos fáciles como permitir que los personajes hagan explícito su estado emocional, ya que al fin y al cabo se tratan de personas trastocadas que seguramente no sabrían expresar el malestar que sienten. Eureka es ante todo un film sobre personas desubicadas que no saben qué hacer ni tienen a nadie que les guíe de cara a reconciliarse con ellos mismos, y Aoyama es fiel a esta premisa evitando atajos fáciles, aunque eso implique dedicar más de tres horas.

De hecho la relación entre Makoto y los dos niños resulta muy interesante por su ambigüedad: por un lado se propone ayudarles aun estando él tan afectado como ellos, por otro lado en cierto momento comenta que en realidad son los niños los que le están ayudando a él, pese a que su relación no es especialmente afectiva. Parece como si Makoto necesitara simplemente convivir con otros náufragos sin rumbo como él, hacia los que se siente más unido que a su propia familia; pero nada de eso se enfatiza de forma concreta, simplemente se va intuyendo a medida que avanza el film. De ahí la importancia que cobra el manejo del tiempo en la película: lo que nos hace ver su lenta evolución es el largo transcurso del tiempo más que hechos concretos.

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Eureka es una película que emociona pero sin sensiblerías. La fotografía en blanco y negro con tonos sepias incide en el tono nostálgico y apesadumbrado. Los personajes protagonistas prácticamente nunca ríen o lloran al estar emocionalmente enquistados. Pero aun así, el film está repleto de momentos que conmueven en su sencillez. La larga escena en que Makoto enseña a Naoki a arrancar la furgoneta, casi sin diálogos, todo en base a gestos, muestra más sobre el vínculo que se establece entre ambos que el último diálogo redentor que tienen juntos más adelante. Así mismo, la complicidad leve pero creciente Makoto y Kozue resulta conmovedora en su avance tímido pero que deja claro que se necesitan mutuamente.

Se trata pues de un film que entiende la redención de un trauma no como un proceso que conlleva la superación de unas etapas ni un enfrentamiento a unos demonios internos concretos, sino como un viaje sin rumbo y de destino incierto. Cuando Makoto les propone a todos hacer un viaje en furgoneta, convirtiendo sorpresivamente la película en una road movie, en realidad el personaje está dando palos de ciego, es una medida desesperada para reconciliarse con ellos mismos al comprobar el estancamiento en que se hallan encerrados en el hogar. Ese viaje sin rumbo no está destinado a aportarles una respuesta que reencauce sus vidas, es un último intento de reconciliarse con el mundo que tendrá dos desenlaces diferentes para los dos hermanos: Naoki es el que no ha conseguido superar el trauma de forma ordinaria, mientras que Kozue al final parecerá verse capaz de aceptar su vida. De hecho la escena en que ésta llega al mar y se camina por la orilla hasta adentrarse en el agua es uno de los instantes más conmovedores y especiales de la película, apoyado en la fantasmal banda sonora que aparece solo en momentos puntuales pero significativos.

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Pocas veces el paso del color al blanco y negro en un film ha sido tan emotivo como en el plano final de Eureka, el paso de ese universo fantasmal a un nuevo futuro. Pocas veces una mirada a cámara es tan conmovedora como la de Kozue al final de la película, desprendida de la tristeza anterior y dejando entrever cierta aceptación de su situación. Y pocas veces la última frase de una película es tan significativa: «Vámonos a casa«, pronunciada por ese pobre hombre que hasta ahora había estado deambulando sin rumbo por no tener un hogar a donde ir.

La desmesurada duración de Eureka está más que justificada porque para que entendamos la trascendencia de esos detalles necesitamos haber vivido anteriormente todo el viaje que han hecho sus personajes, habernos sumergido en su trauma y en su lastimero estado emocional. Solo de esa forma, podemos experimentar lo conmovedor que resulta ese final.

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El Nuevo Mundo [The New World] (2005) de Terrence Malick

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Es cierto que la segunda obra que dirigió Terrence Malick después de su regreso en los años 90 con La Delgada Línea Roja (1998) no tuvo un impacto tan sonado, ya que el anterior film suponía el gran retorno a las pantallas de un cineasta de culto que solo había hecho dos (maravillosas) películas. Pero aún así creo que El Nuevo Mundo merece mucha más consideración de la que tiene, y más tras haber caído sepultada hoy día al olvido entre dos películas que han dado mucho que hablar (para bien y para mal) dejando a ésta en una posición más discreta.

El argumento retoma la leyenda de Pocahontas – pero curiosamente nunca llega a usarse ese nombre – la hija de un jefe indio que vivió un idilio amoroso con el capitán inglés John Smith durante la colonización del continente americano en el siglo XVII. Y aunque esta premisa pueda parecer la base de una almibarada película romántica sobre amores imposibles y choques contraculturales, Malick no decepcionó al llevarla totalmente a su terreno y quedarse con lo que realmente le interesaba de la historia.

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En otras palabras, tal y como da a entender su título, El Nuevo Mundo no habla tanto de Pocahontas como de la pérdida de esa civilización salvaje integrada totalmente en la naturaleza. El director se sirve del mito del buen salvaje y nos retrata con minuciosidad una cultura india leal que vive en armonía con el entorno. Para ellos los ingleses son una amenaza porque saben que se querrán hacer con su territorio, y en los meses en que John Smith vive con ellos queda maravillado por su integridad y sencillez. Dice que entre ellos no existen palabras para describir conceptos como «envidia» e incluso aunque los sabios aconsejan al jefe de la tribu que maten a Smith, éste es liberado y en meses posteriores Pocahontas les hace llegar víveres para ayudarles a subsistir durante el invierno.

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No puede ser más claro el contraste entre esos pasajes idílicos (casi oníricos) situados en la naturaleza respecto a la llegada de Smith al campamento embarrado, en ruinas y con los hombres peleándose continuamente entre ellos. De hecho si algo se le puede achacar a Malick es que es incluso demasiado transparente en su mensaje al hacer una diferenciación tan marcada.

En ese contexto, la relación entre John Smith y Pocahontas es el punto de unión entre esos dos mundos. Su romance tiene poco de romanticismo – valga la redundancia – y sí mucho de cierta pureza. Sus escenas juntos dan la sensación de dos seres que viven en armonía tanto consigo mismos como con la naturaleza que les rodea, por ello una vez alejados de ese escenario su relación deja de funcionar.

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Una vez John se separa de ella para iniciar una expedición en busca de nuevos caminos, un nuevo colono llamado John Rolfe intenta tímidamente convencerla para que se case con él. Pero este nuevo romance carece del idealismo del anterior y se rige por las normas de la sociedad civilizada. Una vez han desembarcado los nuevos colonos, se le enseña a Pocahontas cómo vestirse y comportarse hasta hacer de ella una mujer «respetable». Así como su relación con John Smith no se formalizó de ninguna manera (¿por qué habrían de hacerlo? era una relación demasiado espiritual y libre como para hacerla pasar por ciertas reglas), en este caso el formal cortejo de Rolfe desemboca en una boda y la adquisición de un nuevo nombre, Rebecca.

A partir de aquí Pocahontas pasa por un proceso de conversión contagiada por la influencia europea. Se convierte en una respetable esposa y es tratada absurdamente como «princesa» por los colonos, en cambio la narración de Smith nos decía simplemente que en su poblado era la más querida por todo el mundo, no que fuera tratada con la deferencia de una persona noble. Inicialmente se siente algo incómoda y resulta inevitable la analogía con los animales salvajes que ella ve encerrados en jaulas durante el viaje, pero finalmente acaba aceptando este nuevo modo de vida. Cuando se reencuentra con John Smith queda claro que ya no queda nada de su antigua atracción, de lo que les unió quedó atrás en el Nuevo Mundo que ella no volverá a pisar.

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Dicha historia está excelentemente complementada con un formidable trabajo de puesta en escena por parte de Malick, quien mantiene intacta su capacidad de transmitir su fascinación por la naturaleza, por las sensaciones que ésta provoca en los personajes y por la perfecta integración de éstos en el entorno. Su estilo tan reposado, compuesto por escenas que son más bien breves pinceladas, se complementa con un excelente trabajo de fotografía de Emmanuel Lubezki, lo cual no podía ser menos ya que la luz y la fotografía son esenciales en todo el cine de Malick.
Lo único que quizá le achacaría es la elección de Colin Farrell como protagonista, en una actuación que no creo que consiga transmitir del todo las sensaciones que quería evocar el director, pero el resto del reparto está más que correcto.

Hasta el estreno de su última obra, To The Wonder (2012) – que ha pasado extrañamente desapercibida -, El Nuevo Mundo estaba considerada la película más floja de Malick, pero yo creo que es la obra más acertada de esta segunda etapa: más personal que la prestigiosa La Delgada Línea Roja y más redonda que la irregular El Árbol de la Vida (2011), que contiene algunos de los mejores momentos de su carrera pero que no creo que funcione en conjunto, aun siendo la favorita de buena parte de la crítica.

Una película preciosa y delicada a reivindicar, mucho menos ambiciosa que las dos obras que le rodean y quizá por ello más redonda y especial.

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A Field in England (2013) de Ben Wheatley

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Durante la Guerra Civil Británica del siglo XVII entre monárquicos y parlamentarios se encuentran cuatro personajes en un campo de batalla y deciden abandonar juntos la cruel lucha. Pero a mitad de camino uno de ellos consigue engañar al resto para capturarlos y que así puedan ayudar a un misterioso hombre, O’Neill, a encontrar un tesoro por la zona.

Bajo esta premisa el director Ben Wheatley ha dado forma a una película inclasificable y que sólo acertaría a catalogar de peculiar y extravagante. Aunque se la quiera encasillar dentro de un género (histórico, terror, etc.) lo cierto es que A Field in England es uno de esos productos sui generis que escapan a cualquier etiqueta, y por ello es conveniente que ante todo el espectador vaya prevenido sobre lo que va a ver.

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Se trata de un film de estilo totalmente libre, que evita seguir una línea clara y que no se apoya en su peculiar argumento (dejémoslo claro, a efectos prácticos el tesoro realmente no importa lo más mínimo), sino en su realización y la forma como consigue transmitir determinadas sensaciones. En su primera parte Wheatley apuesta por diálogos y situaciones casi absurdas impregnadas de un peculiar sentido del humor. Transmite una cierta sensación de extrañeza que se remarca en detalles sutiles pero absolutamente determinantes como el uso del sonido y la banda sonora, o esa fotografía en blanco y negro tan contrastada que nos aleja del estilo de los films costumbristas tradicionales.

Todo sucede en prácticamente un mismo espacio y aunque se supone que los personajes se dirigen a una posada a beber unas cervezas, uno ya tiene la sensación de que jamás llegaremos a ver esa posada. La cámara se integra a la perfección en el paisaje y se pasea libremente entre los personajes uniéndose a ellos. En este segmento sólo hay leves destellos de experimentación por parte de Wheatley, como la canción tradicional entonada por un personaje en primer plano mirando a cámara o esos peculiares planos que abren algunos capítulos del film en que los protagonistas representan estáticos lo que va a suceder, como si fuera un cuadro viviente.

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A partir de la entrada del personaje de O’Neill es cuando el film se desmadra y esos indicios de cierta extravagancia estallan ante el espectador. Los tres personajes son drogados, y a partir de ese momento Wheatley, que se había integrado entre ellos durante todo el film, adapta la puesta en escena al estado mental del alquimista Whitehead y de sus desvaríos filosóficos.

A partir de aquí, Wheatley no suelta al espectador, con escenas a cámara lenta acompañadas de música ambiental que enfatiza la sensación de extrañeza y, sobre todo, un segmento particularmente llamativo que es pura psicodelia, con un montaje de imágenes tan extremo que lleva la resistencia del espectador al extremo pero que, al mismo tiempo, resultan tan hipnóticas que se hacen fascinantes. El tramo final mantiene ese aire tan alucinado con un enfrentamiento bastante sangriento plagado de humor negro y un tono cada vez más surrealista, como su críptico desenlace. Es sin duda una de esas películas que al acabar uno tiene la sensación de no haber entendido del todo pero cuyas poderosas imágenes y su peculiar estilo se mantienen la retina del espectador.

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Uno de los aspectos que debe comentarse también de A Field in England es su inusual formato de distribución, ya que ha sido la primera película británica en haberse estrenado al mismo tiempo en cine, televisión, DVD y video on demand. Su bajo presupuesto (se filmó en 12 días con 300.000 libras) ciertamente hace que la apuesta no sea tan arriesgada como parece, ya que es relativamente fácil que recupere su coste, pero es de reseñar que se lleven a cabo iniciativas como ésta.

Ciertamente no es una película para todos los gustos, pero creo que es una obra más que interesante y a la que merece la pena darle un visionado dejándose llevar por su estilo tan particular.

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Un Tipo Serio [A Serious Man] (2009) de Joel y Ethan Coen

Resulta un tanto frustrante que Un Tipo Serio pasara tan desapercibida por los cines siendo una de las películas más interesantes que los hermanos Coen han rodado en este siglo. Desde luego es un film de entrada menos atrayente que otros trabajos recientes mucho más exitosos como la magnífica No Es País Para Viejos (2007) o la simplemente correcta Valor de Ley (2010). No cuenta con un reparto de estrellas que pueda atraer al público y la historia teóricamente tiene muy poco interés. Y sin embargo se trata de la película más personal y con el sello más inconfundiblemente Coen que el dúo haya producido desde El Hombre Que Nunca Estuvo Allí (2001). Soy incapaz de creerme que Un Tipo Serio pueda no gustar a un fan de los Coen, porque está repleto de los detalles y las marcas de estilo que los hacen tan especiales.

El protagonista es Larry Gopnick, un padre de familia judío que tiene una existencia en principio cómoda y apacible trabajando como profesor de física y viviendo con su mujer, su hermano y sus dos hijos en un tranquilo barrio residencial. Sin embargo, poco a poco todo se irá desmoronando cuando su mujer Judith le pide el divorcio porque quiere casarse con otro hombre, Sy Ableman. A éste conflicto se le sumarán varios problemas que le llevarán a tener una crisis existencial y pedir consejo a dos rabinos. Paralelamente, su hijo Danny, que está a punto de celebrar su bar mitzvah, intenta recuperar un transistor donde tiene 20 dólares que necesita para pagar una deuda a un matón de clase por haberle comprado marihuana.

En Un Tipo Serio los Coen decidieron construir un film basado más que nunca en los pequeños detalles y en lo cotidiano. No hay realmente ningún conflicto en el que centren su atención más allá del malestar del protagonista, ni tampoco las diferentes escenas llegan a una clara conclusión, simplemente van esbozando la patética vida cotidiana de Larry Gopnick a través de pequeños sketches, algunos más claramente humorísticos que otros. Porque aunque seguramente pueda clasificarse como comedia, esta película recurre sobre todo a ese humor tan especial con el que han adornado muchas de sus grandes obras, que no busca el gag propiamente dicho sino crear situaciones extrañas a partir de hechos rutinarios.

En numerosas ocasiones podemos disfrutar de ese cuidado por los detalles que dio tan buenos frutos en films como Barton Fink (1991). Un ejemplo es esa escena tan aparentemente significante y sin diálogo, en que Danny está sentado en el despacho del director y éste examina el transistor que le han confiscado. Es un momento narrativamente superfluo pero en que los Coen dedican varios minutos para mostrarnos las caras del director y de Danny, cómo el primero coge los cascos con extrañeza e intenta hacer funcionar el transistor sin dejar al joven que se lo explique. Este pequeño instante aparentemente vacío concentra sin embargo más rasgos del universo Coen que muchas de sus obras recientes.

La película se nutre de instantáneas de este estilo, pequeños detalles que los Coen consiguen convertir en pequeñas lecciones de cine. Incluso cuando surge a la superficie un indicio de conflicto serio, los hermanos se empeñan en tratarlo como si fuera otro de esos momentos superfluos prefiriendo centrarse en tiempos muertos y dejar las escenas abiertas. Sin ir más lejos, resulta impagable la escena en que el estudiante coreano intenta sobornar a Larry mediante un diálogo sin sentido que luego llega a su momento cumbre cuando el padre del estudiante intenta amenazarle y, ante la duda sobre si realmente su hijo le llegó a sobornar o no, éste simplemente espeta «Acepte el misterio«.

Esa frase aquí sirve como gag pero en realidad podría verse como la conclusión a la que Larry debe llegar tras sus dudas existenciales. Del mismo modo, la historia que le cuenta el rabino Marshak sobre un dentista que encontró un mensaje en los dientes de un paciente concentra en esos minutos esa misma idea. Larry se empeña en conocer los detalles de la historia: ¿quién dejó ese mensaje ahí, cómo y por qué? El rabino simplemente le dice que debe seguir viviendo y no pretender conocer las respuestas a todas las preguntas, aceptar el misterio.

Del mismo modo, los Coen se niegan a «cerrar» su historia dándonos a conocer hacia que fin desemboca todo lo que hemos visto en esa hora y tres cuartos. También nosotros debemos aceptar el misterio, aunque en este caso uno no puede evitar imaginarse a los dos hermanos riendo maliciosamente sabiendo que defraudarían las expectativas de buena parte del público. Un último detalle a mencionar sobre su particular forma de articular el guión de la película: el prólogo inicial no tiene ninguna conexión con el resto de la historia, algo reconocido por los mismos Coen. Desde luego, en ningún momento está entre sus prioridades dar al espectador lo que él espera por pura lógica.

Por otro lado, esa estructura de escenas aparentemente incoherentes entre sí está planificada con cierta lógica que se hace bastante evidente al inicio y final de película. El film se inicia con la revisión médica de Larry y con Danny escuchando «Somebody to Love» de Jefferson Airplane en clase hasta que es descubierto y le confiscan el transistor, y la película acaba haciendo referencia a estos mismos hechos. De entrada, después de que Danny haya hecho el bar mitzvah es llevado ante un anciano y sabio rabino, que le recita los primeros versos de ese mismo tema de Jefferson Airplane (uno de mis instantes favoritos de la película por lo inesperado y surrealista que resulta) y le devuelve el transistor. Justo después, la siguiente escena nos muestra a Larry recibiendo una llamada de su médico sobre el análisis que se hizo y a Danny intentando pagar por fin su deuda, cerrando así el círculo.

La película tiene como otro rasgo a destacar el no contar con estrellas de gran renombre y basarse en un elenco de rostros poco conocidos. Es una de las mayores apuestas de los Coen y la superan con solvencia gracias a la que es una de sus mayores cualidades no siempre recordada: su capacidad para hacer castings memorables, utilizando rostros llamativos o actores que dan mucha personalidad a papeles pequeños. En este caso hasta los personajes más secundarios tienen rasgos propios, eso sumado al cuidadísimo guión dan la sensación de que cada personaje, por muy breve que sea su aparición, tenga vida propia. Yo por ejemplo destacaría el personaje de Sy Ableman, un secundario muy inteligentemente diseñado y magníficamente interpretado dándole el tono exacto que necesita, haciéndole creíble y cómico al mismo tiempo: los abrazos que le da a Larry para consolarle, su tono pedantemente maduro queriendo ayudarle a superar el divorcio, etc.

Quizá la mejor forma de acabar esta reseña sea haciendo referencia a este hecho para recalcar que uno de los aspectos que hace tan interesante Un Tipo Serio es que los Coen consiguen crear un universo en que no da la sensación de que todos los personajes giren alrededor del protagonista, sino que cada uno vive su propia vida y Larry hace lo posible por abrirse paso entre ellos: una esposa que le pide el divorcio y que pague el funeral de su amante (!!), un hijo malcriado que solo se preocupa por poder bien el televisor, una hija que en toda la película solo la hemos visto preocupada por lavarse el pelo e ir a un club de la ciudad, ese vecino que le desprecia en contraste con la otra sensual vecina, el rabino joven que se empeña en resolver sus dudas existenciales hablándole de las maravillas del aparcamiento, su hermano antisocial y problemático…
No es una película que busque satisfacer al espectador ni que recurra al humor directo, pero es una obra que le hace recordar a uno por qué es tan interesante el cine de los hermanos Coen y lo geniales que pueden ser cuando se dedican simplemente a ser ellos mismos sin preocuparse en gustar a nadie.

Luces al Atardecer [Laitakaupungin valot] (2006) de Aki Kaurismäki

Después de tres décadas tras las cámaras, Kaurismäki sigue siendo fiel a sí mismo y a su manera de entender el cine todavía en sus últimas obras. Su estilo inconfundible, su forma de narrar las historias, sus pequeños tics casi obligados (en todas sus películas siempre acaba apareciendo algún perro y una actuación musical), en definitiva, su universo personal, sigue intacto en la pantalla. Y los que apreciamos su cine no podemos dejar de agradecerle que mantenga no solo su estilo sino una constancia envidiable. Puede que otros contemporáneos suyos de más prestigio hayan creado obras mejores y tenido momentos de mayor apogeo crítico, pero Kaurismäki siempre sigue por su lado formando una carrera sólida y constante.

En este caso nos narra la historia de Koistinen, un vigilante de seguridad solitario e inadaptado que conoce una mujer que parece sentir interés por él. En realidad esa mujer trabaja para un grupo de mafiosos y pretende engañarle para llevar a cabo un robo en una de las joyerías que éste vigila por las noches. Pese a ser traicionado, Koistinen permanece indiferente a todos los avatares que le depara el destino y no desvela a la policía la identidad de las personas que le han utilizado, acarreando él con toda la culpa.

La clave de este film así como de la mayoría de obras de Kaurismäki, es esa aparente sencillez que en realidad esconde mucho más bajo la superficie. Kaurismäki es un maestro de lo preciso, del uso inteligente de la economía narrativa y de contar mucho con pocas palabras. Esta economía de medios no se nota solo en esa puesta en escena tan desnuda sino en su inconfundible dirección de actores: los personajes parecen en todo momento indiferentes a lo que sucede, algo especialmente llamativo en el caso del protagonista, un perdedor al que todo parece darle igual. Eso hace que las relaciones entre personajes parezcan aún más forzadas, como si estuvieran obligados a pasar por esos trámites, a pronunciar esas frases, a pasar por esas situaciones. En una película de Kaurismäki, las relaciones humanas quedan reducidas a tan mínima expresión que, vistas en su forma más simple, las situaciones cotidianas se hacen extrañas, sintiéndonos identificados con el alienado protagonista.

Y sin embargo, pese a esa apariencia tan aparentemente fría, se nota que Kaurismäki siente cariño por su personaje, algo que lo separa de algunos de sus más claros referentes como Robert Bresson. Del mismo modo, sabemos que bajo esa apariencia de indiferencia Koistinen es en realidad un romántico que se ha dejado atrapar por la policía y traicionar doblemente por una mujer que no siente el más mínimo interés por él. Es por otro lado el clásico soñador, el hombre que continuamente está hablando de proyectos de futuro que jamás podrá cumplir. Es la figura del perdedor que se deja llevar a la perdición por la femme fatale, con la diferencia de que éste aparece en su forma más desnuda y sencilla.

Al final de la película no hay moraleja ni mensaje, ni siquiera la tan esperada venganza del protagonista. Y es ese aspecto el que puede hacer que mucha gente no acabe de conectar con la película, ya que se trata de la historia de un personaje que es pisoteado y no se rebela. De un personaje que nunca podrá llegar a cumplir ninguno de sus sueños y que rechaza la única ayuda que le llega de una amiga, solitaria como él.

A cambio, el film ofrece una puesta en escena y una fotografía magníficas. La composición de cada encuadre parece planificada con minuciosidad, así como el uso de los colores que aparecen en cada uno de los espacios.
Al margen de cuestiones formales, si uno conecta con el peculiar sentido del humor de su director y sus clásicos personajes, Luces del Atardecer es una cita ineludible. Y es que realmente es de agradecer que un cineasta como Kaurismäki siga hoy en día haciendo cine y que siga haciéndolo tan bien.

The Saddest Music in the World (2003) de Guy Maddin

El director canadiense Guy Maddin se trata de uno de los cineastas más interesantes de los últimos años con una visión muy particular del cine que le hace prácticamente único hoy en día. Un fanático confeso del cine mudo y de los orígenes, sus obras rescatan con asombroso éxito la estética de esa época mientras que a nivel de contenido prefiere tirar por derroteros más surreales y experimentales no exentos de un extraño sentido del humor. Esta curiosa combinación es la marca personal que caracteriza sus películas y que, como era de esperar, cuenta con tantos admiradores como detractores.

The Saddest Music in the World sigue esa línea al proponer una bizarrísima combinación entre el melodrama clásico, el musical y la estética expresionista típica de Maddin, todo ello por supuesto impregnado con su peculiar humor. Situada en Winnipeg durante la Gran Depresión, el punto de partida de la película está en un concurso que propone Lady Port-Huntley, la acaudalada dueña de la principal marca de cerveza, para recompensar a aquel que componga la música más triste del mundo. Músicos de todo el planeta acuden para competir, entre los cuales destacan el arruinado productor de Broadway Chester Kent y el torturado músico Roderick Kent.

Describir todos los detalles que envuelven las relaciones entre los personajes sería demasiado largo puesto que Maddin establece numerosos vínculos entre ellos a cada cual más absurdo que remiten a los tópicos del melodrama clásico, aunque elevados a proporciones absurdas. Por ejemplo, lo que en un melodrama normal sería un clásico triángulo amoroso, Maddin lo convierte en algo tan pasado de vueltas que se vuelve cómico: Lady Port-Huntley tuvo un romance con el arrogante Chester Kent, provocando que el padre de Roderick, Fyodor, cayera en el alcoholismo al estar enamorado de ella y no ser correspondido. Dicho triángulo tuvo como fatal consecuencia un trágico accidente de coche en el que Lady Port-Huntley quedó gravemente herida. Fyodor, que estuvo presente en el momento del suceso, intentó salvarla amputándole una de sus piernas, pero al estar ebrio le amputó la pierna buena y eso provocó que ella perdiera ambas. Reconcomido por la culpa se pasa años intentando construir unas piernas ortopédicas para su amada.
Si todo esto fuera poco, Maddin redondea este tema de forma magistral al hacer que las piernas ortopédicas que Lady PortHuntley acabe utilizando sean dos piernas de cristal que contienen cerveza en su interior (una de las imágenes más surrealistas e inquietantes de la película), además de añadir un segundo triángulo amoroso entre Roderick Kent y Chester en que está implicada la desaparecida mujer del primero, convertida ahora en una ninfómana amnésica.

Indudablemente la propuesta cinematográfica que ofrece Guy Maddin en ésta y sus otras obras no es para todos los gustos. Su forma de entender el cine casi podría decirse que única en su especie, y precisamente por eso no todos los espectadores congeniarán con ésta. No obstante, cabe reconocer que aún teniendo eso en cuenta, la película adolece del mismo handicap que el resto de largometrajes de Maddin, y es un ritmo sumamente irregular. Maddin desprecia de forma clara cualquier estructura narrativa convencional (de hecho suele clasificarse su cine dentro de la etiqueta de cine experimental o vanguardista) en favor de su visión más premeditadamente desestructurada y casi caótica. Por ello no se le puede achacar que la estructura de sus películas sea tan desigual, puesto que ese es uno de los rasgos de su cine, pero sí que resulta inevitable que globalmente eso haga que muchos de sus films de larga duración se resientan de ese estilo tan particular. Eso provoca que mientras que algunos momentos o escenas de la película pasen volando, otros se hagan más pesados. Es la desbordante imaginación y la multitud de recursos cinematográficos utilizados lo que hace que el finísimo hilo narrativo que recorre el largometraje se sostenga sin resultar demasiado pesado o sin que sus (premeditadas) carencias resulten dañinas al film. Pero cuando Maddin se detiene y crea escenas más sobrias basadas en los diálogos, la película se hace algo fatigosa.

A cambio, el resto del film en sus momentos más inspirados es sencillamente espectacular a nivel estético. Como sucede con todas las películas de Maddin, visualmente es una gozada y uno podría ver la película sin hacer caso de su contenido solo por la maravillosa fotografía expresionista en blanco y negro llena de contrastes (a destacar también el breve pero memorable momento en color filmado como si de una película antigua en Technicolor se tratase). Pero la magia de Maddin no está solo en el uso de la fotografía, sino en toda su puesta en escena en general, destacando también el montaje de algunas secuencias que remite al estilo de las vanguardias soviéticas de los años 20.

Una vez conocidas las reglas que dominan el universo de Maddin ya es cosa de cada espectador si decide acatarlas o no. Maddin propone una revisión del cine clásico deformada y excesiva, con una estética de cine mudo expresionista llevada al extremo y retomando algunos temas o tópicos de géneros del Hollywood clásico para darles vueltas hasta conducirlos al absurdo, como si su película fuera el reflejo distorsionado de los referentes clásicos. Aunque solo sea por lo original de la propuesta, recomiendo fervientemente darle al menos una oportunidad a Guy Maddin, eso sí, con mentalidad abierta y ganas de participar en su juego.

Match Point (2005) de Woody Allen

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En su momento, Match Point fue una película que nos cogió completamente por sorpresa a muchísimos admiradores de Woody Allen. El motivo era doble. En primer lugar, ya hacía tiempo que el director neoyorkino no nos regalaba otra joya y sus últimas obras, aunque eran solventes y entretenidas, resultaban inevitablemente menores en comparación con el grueso de su carrera. Y de hecho no es algo que se le pueda reprochar, teniendo en cuenta que tiene ya 70 años y llevaba más de 30 haciendo de media una película al año, a estas alturas el que mantuviera una filmografía extensa y digna era bastante. Y de repente en pleno 2005 salió este Match Point, que no sólo es su mejor película en años sino ya directamente una de las mejores obras de su carrera.

Pero el segundo motivo por el que Match Point nos cogió tan desprevenidos es aún más interesante, y es que se trata de una película que no tiene prácticamente nada que ver con lo que había hecho hasta entonces. Con 70 años, Woody Allen se había renovado y había aportado un soplo de aire fresco a su carrera. Se me ocurren poquísimos casos de cineastas que consiguieran hacer algo así a tan avanzada edad y fue alentador descubrir que Allen aún no había dicho todo lo que tenía decir, que aún guardaba un as escondido en la manga.
En Match Point no solo no está su clásico personaje judío obsesionado con el sexo y la muerte sino que ni siquiera está ambientada en su amada Nueva York. Y no es que fuera, ni mucho menos, la primera vez que Woody Allen se enfrentaba al drama y se salía de los tópicos relacionados con él (eso lo había hecho ya varias veces desde Interiores). Sus dramas en general eran más bien psicológicos muy a menudos influenciados por su adorado Ingmar Bergman, y aunque se escapaban del estilo de sus comedias tenían un tono y estilo propio fácilmente reconocibles. Pero Match Point es totalmente diferente, es una película que apuesta más por el melodrama con tintes incluso de tragedia, un terreno inexplorado por el director.

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Match Point es un film que plantea dos grandes temas: los designios del azar y la desmitificación del hombre hecho a sí mismo. Aunque el primero es quizás el que está presente de forma más explícita, me parece que el segundo también es muy interesante.
Es sabido de sobras que la figura del hombre humilde que llega a triunfar en la vida con su esfuerzo personal es una de las predilectas del cine de Hollywood y que ha dado pie a numerosos films de superación personal y lucha contra la adversidad. Woody Allen es consciente de ello y lo aprovecha muy inteligentemente. Su protagonista es Chris Wilton, un joven irlandés que se ha retirado del tenis profesional y busca algo que hacer con su vida. Se nos recuerda en diversos momentos su orígenes humildes y cómo logró triunfar con su esfuerzo personal hasta que decidió retirarse (recordemos que no es nada casual que sea deportista, ya que en ese ámbito es donde han tenido lugar decenas de historias de superación personal). En la primera escena de la película aparece en una entrevista para trabajar como profesor particular en un club elitista de Londres y dice que dejó el deporte porque no es demasiado competitivo y no se sentía cómodo en ese ambiente tan duro.

Pronto se hace amigo de uno de sus alumnos, Tom Hewett, que proviene de una familia de clase alta. Chris conoce al resto de los Hewett y hace buenas migas con la hermana de Tom, Eleanor, con la que pronto empieza a coquetear. En una de esas reuniones sociales se topa con una atractiva americana que le reta desafiante a una partida de ping pong. Chris enseguida nota que siente un interés sexual por ella y tras derrotarla rápidamente se justifica diciendo que es un hombre muy competitivo (desmitiendo lo que él dijo sobre sí mismo al inicio).
Aquí es cuando ya notamos por primera vez que Chris Wilton, ese hombre que parece tan sencillo y honrado, no es ni mucho menos lo que aparenta ser. Al principio del film decía que abandonó el tenis por no tener espíritu competitivo, y aquí y en sus actos posteriores comprenderemos que no es así; además, en esta escena nos queda clarísimo que se siente fuertemente atraído por esa americana, Nola, pero aún así mantendrá su romance con Eleanor. Resulta innegable pues que Chris es un maldito hipócrita sin escrúpulos. Toda la película se basará en el hecho de que ese hombre tan supuestamente honesto y agradable hecho a sí mismo, no es más que un desgraciado que ha visto la oportunidad de su vida y se ha aferrado a ella para sacar el máximo provecho de cada uno. La moraleja es tan simple como que si quieres llegar a ser un hombre de provecho y progresar, necesitas ser un hombre sin escrúpulos y tener suerte (aquí vuelve a incidir el tema del azar).

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El contraste de la relación del protagonista con Nola y con Eleanor no podría ser más marcado. Cuando él y Eleanor están casados, prácticamente evita el sexo con ella aún teniendo en cuenta que están intentando tener un hijo, mientras que con Nola se muestra carnalmente apasionado, efusivo e insaciable. Su mujer le pide durante el desayuno probar otro intento de dejarla embarazada, pero él se niega argumentando que no quiere llegar tarde al trabajo, mientras que con Nola no tiene problema en retrasarse en la oficina para prolongar sus intensos encuentros sexuales. Chris es en definitiva la viva imagen de la falsedad y la hipocresía.

Por supuesto, Woody Allen no rechaza la oportunidad de mostrar ese mundo tan vacío y lujoso al que Chris se ha acoplado felizmente, aunque el director no incide especialmente en ello sino que son detalles que se sobreentienden en las imágenes, como los desayunos entre Chris y su esposa en que literalmente no tienen nada que decirse. Las cenas de sociedad a nosotros se nos antojan tan aburridas como a nuestro protagonista, y aunque en ningún momento se muestra de forma directa su actitud snob sí que se aprecia en detalles como en la primera cena que tienen con Chris en que éste pide simplemente pollo y Eleanor y su hermano no se lo permiten y le obligan (eso sí, de forma amable) a ordenar un plato con caviar.
Esto se refuerza también con un buen plantel de secundarios, especialmente los padres de Nola, personajes que aparecen muy poco pero están perfectamente definidos: ella algo entrometida y bocazas dentro de lo que le permiten las normas de cortesía, él muy cortés y educado, encariñado con su yerno. Dos figuras que no nos cuesta nada imaginar inmersas en este mundo de opulencia.

En el tramo final sucede lo inevitable: la doble vida de Chris estalla al tener la mala suerte (de nuevo este concepto) de dejar embarazada a Nola. Resulta cruelmente irónico que tras meses intentando en vano dejar embarazada a su mujer, haya dejado preñada a su amante, pero ésta le argumenta que el motivo es que su hijo es fruto de unas relaciones basadas en la pasión pura, no como las que tiene con su esposa. Sea como sea, por fin debe tomar una decisión y debe renunciar a una de sus dos vidas aunque, como él mismo reconoce, es incapaz de renunciar a ninguna de ellas por pura cobardía y comodidad.

El desenlace de este conflicto nos proporciona otra sorpresa al conducir Allen momentáneamente su film hacia otro terreno insólito en él: el suspense. Todas las escenas relacionadas con la planificación y el desarrollo del asesinato de Nola son excelentes y muestran un gran dominio del director neoyorkino de la tensión cinematográfica sabiendo mantener todos los puntos de suspense (esa bala que se le cae a Chris en la cocina ante los ojos de su mujer, a la que tiene que distraer su atención; la bolsa con la escopeta que en todo momento corre el riesgo de que sea abierta…). Al tomar la sabia decisión de acompañar todo el proceso del asesinato con un tema de ópera, se aumenta el dramatismo de la situación y le da hasta un aire de tragedia.

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En los últimos minutos de film en que irrumpe la investigación policial vuelve a surgir el tema de la suerte en dos puntos. En primer lugar, los policías y la familia política de Chris no dejan de decir al respecto que Nola tuvo muy mala suerte al llegar en el momento menos oportuno a su casa ya que creen que murió accidentalmente. Pero el más importante es cuando Chris lanza al Támesis lo que robó en la casa de la vecina de Nola (a la que mató para hacer creer que el motivo de los asesinatos fue un robo de drogas y joyas) y vemos cómo uno de los anillos choca en la valla y acaba cayendo al suelo. Esto nos devuelve a la metáfora que iniciaba el film cuando el protagonista nos habla de esos momentos en que la suerte es decisiva, cuando en un partido tenis la pelota choca con la red y depende de en qué lado caiga, sales ganador o no. Es exactamente la misma imagen, y esta vez la suerte no está de su parte.
Como buen manejador del suspense, Woody Allen nos da a conocer este hecho que el protagonista desconoce e incluso nos muestra cómo en un sueño el inspector de policía encargado del caso ha tenido una revelación sobre cómo cometió Chris el crimen exactamente. Todo parece indicar que está sentenciado.

El trabajo de Allen como director suele ser bastante eclipsado en favor de su excelente faceta como guionista, ya que sus guiones son mucho más vistosos, pero aquí vuelve a demostrarnos que es sin duda uno de los mejores realizadores de las últimas décadas. Sin piruetas técnicas y sin alardes que le permitan destacarse, Allen prefiere una realización sobria pero muy cuidada. La escena en que a Chris se le aparecen sus dos víctimas una noche es un ejemplo de ello. Es una escena muy arriesgada porque incide en un aspecto que rompe con el tono tan realista que llevaba el film hasta ahora, pero Allen no solo la inserta en el film con toda naturalidad sino que para ello no necesita ningún tipo de truco: ni maquillajes llamativos ni una puesta en escena que llame la atención. La simple realización abundante en primeros planos y silencios en ese clima nocturno hace que ese momento esté lleno de tensión.

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Chris, al que suponemos ya a punto de ser detenido, no parece preocupado por eso e incluso dice que desearía en cierto modo que le atraparan para poder creer que en este mundo hay justicia. Y ciertamente es lo que todos los espectadores esperamos, porque es el tipo de final al que se nos tiene acostumbrado: o que sea atrapado o que de alguna manera pase por un arrepentimiento y/o redención. Pero no hay nada de eso. El azar vuelve a estar de su parte y atrapan a un drogadicto que había cogido el anillo que no había caído al Támesis y que se corresponde exactamente con el tipo de criminal que la policía buscaba. Sin que haya hecho absolutamente nada para merecerlo, Chris ha cometido un crimen perfecto que nunca se resolverá. No hay esperanza ni para él ni para el espectador sobre la justicia en el mundo. Woody Allen nos estampa en la cara uno de los mensajes más terriblemente pesimistas de su carrera, y lo hace a su manera, con naturalidad y sin dramatismos, de forma seca y contundente. Mientras dos inocentes han muerto por culpa de un pecado suyo, Chris ha tenido por fin el hijo que ansiaba su mujer, un empleo bien remunerado y un estilo de vida lujoso asegurado. Es un triunfador y todos le quieren, ¿por qué no iban a hacerlo? La última escena de la película nos muestra a Chris mirando ausente la ventana, sin hacer caso a su propio hijo y seguramente reflexionando sobre cómo ha conseguido esa posición. Irónicamente de fondo oímos al resto de la familia brindando para que ese niño tenga tanta suerte como su padre.

Con este final Woody Allen no solo nos recuerda que la suerte no siempre está ligada con la justicia, sino que la tan alabada figura del hombre hecho a sí mismo a menudo basa su éxito en engaños, falsedad y crímenes. Teniendo en cuenta que esta es una de las figuras idealizadas por excelencia en nuestra sociedad actual, este alegato de Allen resulta de lo más descorazonador.

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