William A. Wellman

Beau Geste (1939) de William A. Wellman

El inicio de Beau Geste (1939) de William A. Wellman puede que sea uno de los más memorables de todo el Hollywood clásico. Un grupo de legionarios franceses se acerca a un fuerte que ha sido atacado recientemente por tropas árabes a darles ayuda, pero aunque hay hombres apostados en cada torre, todo está en extraño silencio. Un disparo llega del fuerte. Piensan contraatacar, pero nada más sucede. El corneta se ofrece para subir por la muralla y ver qué está sucediendo…. pero después de un largo rato de espera parece que no se decide a regresar. Cuando el oficial al mando entra a ver qué está sucediendo se encuentre un fuerte fantasma: todos los soldados están muertos, estaban colocados con sus rifles sobre el muro para dar la falsa impresión de que defendían el fuerte. Ni rastro del corneta. Llega otro ataque imprevisto de los árabes que obliga a la tropa a dejar el fuerte y replegarse en el desierto. Y entonces, sorpresa: un incendio arrasa el fuerte. ¿Qué ha sucedido?

Volvemos unos años atrás para conocer la historia de tres hermanos huérfanos adoptados por una generosa mujer de la alta sociedad: Michael, apodado «Beau», John y Digby. Una noche desaparece de la casa una preciosa joya y, dadas las circunstancias del robo, solo puede haberla robado uno de ellos o su hermanastro, el repelente Augustus. Pero tras registrar a este último, no queda duda: ha sido uno de los tres protagonistas. A raíz de este incidente, cada uno de ellos se alista en la Legión Extranjera dejando una nota en que se declaran culpables del robo, para así cubrir a sus otros hermanos. Allá se reencontrarán los tres en un regimiento bajo las órdenes del Sargento Markoff, un hombre durísimo que, al saber que alguno de ellos probablemente oculta una joya, se propondrá hacerse con ella.

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El Rastro de la Pantera [Track of the Cat] (1954) de William A. Wellman

Qué western tan extraño y peculiar es El Rastro de la Pantera (1954) y qué poco se ha tenido en cuenta una rareza como ésta dentro del Hollywood clásico. William A. Wellman es el típico director que jamás aparece en las listas de mejores cineastas de la historia y que apenas cuenta con estudios globales de su obra salvo algunas agradecidas excepciones, pero al que no obstante todos los fans del cine clásico tenemos en muy buena consideración, comenzando invariablemente casi cualquier artículo sobre él mencionando ese injusto ninguneo. La causa de que este más que interesante director no consiga acabar de consagrarse pese a que tampoco pueda decirse ya que sea un nombre olvidado es quizá esa fijación que tenemos muchos cinéfilos (yo el primero) por la figura del director como autor. Y no creo que se deba únicamente a la influencia que ha tenido esta tendencia crítica a lo largo del tiempo, sino a que sencillamente es más fácil de manejar la carrera de un autor, porque todas las piezas encajan mejor: unas ideas que se repiten a lo largo de sus obras, unos rasgos expresivos reconocibles, el relato del creador luchando por expresarse a través de su arte… En ese sentido puede parecer más difícil abordar al clásico artesano de estudio que no parece tener una personalidad definida (lo cual no quiere decir que realmente no la tenga), especialmente cuando nos ofrece una rareza como El Rastro de la Pantera, que es imposible de abordar como otro producto de encargo de un estudio y que, de hecho, se trataba de un proyecto personal del propio Wellman, demostrando que un cineasta como él también tenía ambiciones artísticas… al menos de vez en cuando.

Este western invernal y de estilo teatral se centra en la historia de la familia Bridges, que vive en un rancho perdido en la montaña. El líder del clan es Curt, el hermano mediano, un hombre mandón y arrogante que ha sido el principal responsable de que el rancho siga funcionando. Arthur, el hermano mayor, es el más desinteresado y conciliador de todos; mientras que el más joven, Harold, es tímido y apocado. Completan la familia su hermana Grace, una solterona, y sus dos padres: el alcohólico Señor Bridges y su mujer de rígido carácter, que es quien lleva las riendas del hogar junto a Curt.

En el momento en que se inicia la acción, Joe Sam, un indio que vive con ellos como criado, despierta a los hermanos porque hay una pantera merodeando por los alrededores que amenaza con atacar el ganado. Curt y Arthur deciden partir en su búsqueda pese a que la fuerte nevada hace que los caminos sean peligrosos. En paralelo también se suceden problemas dentro del hogar: Harold ha traído a casa a Gwen, una chica con la que espera casarse, contando con la oposición de su madre y el cinismo de Curt, que no le cree hombre suficiente.

Si antes decía que El Rastro de la Pantera es una película extraña es en primer lugar porque uno no sabe bien dónde encuadrarla: la amenaza exterior de la pantera enseguida se revela como un McGuffin y aleja el filme del género de aventuras, de modo que a medida que avanza la trama tenemos más la sensación de estar ante un asfixiante drama de personajes ambientado en la América de principios de siglo XX que ante un western. Pero ésa no es su única peculiaridad, porque ni siquiera los conflictos entre personajes siguen el cauce que uno esperaría con el previsible enfrentamiento entre Curt y Harold. A efectos prácticos Curt, el que parecía el personaje principal y que de hecho lo encarna la gran estrella de la película (un Robert Mitchum previsiblemente cómodo en un personaje cínico y sarcástico) acaba estando ausente durante la mayor parte del relato, y da la impresión de que si Wellman quiso emplear un actor tan potente y carismático como él para encarnar a Curt no es para que llevara adelante la película sino para que su breve presencia en la casa consiguiera dejar suficiente huella al espectador; que en los pocos diálogos que comparte con el resto de personajes ya seamos capaces de entender su personalidad y la influencia que tiene en los demás. Y a veces la forma de demostrar ser un gran actor estriba en conseguir dejar huella en unos breves minutos.

De manera que al final acaba siendo Harold, el joven tímido y sin personalidad, el que debe tirar adelante la película sin el apoyo de su hermano Arthur, pero también sin la presencia de Curt, lo cual no quita que su fuerte personalidad siga condicionando a todos los personajes incluso en su ausencia. De hecho la idea que nos transmite el guion es que se hace necesario que los dos hermanos se ausenten para que la tensión que hay en el hogar acabe estallando y Harold se vea inevitablemente obligado a decidir por sí mismo. Es más, aunque Curt y Arthur parecen dos polos contrapuestos (el mandón enfrentado al conciliador) la película juega constantemente a mezclarlos, como cuando Curt se ve obligado a intercambiar la chaqueta con la de su hermano antes de lanzarse en solitario a la caza de la pantera, lo cual no solo le deja sin las provisiones que tenía en su propia chaqueta sino que le obliga a enfrentarse a la naturaleza con los únicos medios de los que disponía su hermano: un libro de poemas de Keats.

Para acabar de redondear una película ya de por sí singular, en que la pantera que da título al filme nunca llega a vislumbrarse y en que los dos actores más conocidos del reparto no se encuentran entre los personajes con más presencia en pantalla (aparte de Mitchum, está la magnífica Teresa Wright como Grace en un papel que nos puede parecer algo desaprovechado para su talento), hay que añadir que el trabajo de dirección de Wellman es cuanto menos peculiar, partiendo de que su gran propósito era ni más ni menos que filmar una película en blanco y negro en color… ¡palabras textuales suyas! Tal es así que pese a ser un filme en color, Wellman utiliza una paleta de tonos muy limitada favorecida por el paisaje nevado de alrededor de la casa, que hace que los pocos elementos que escapan de esa gama resulten aún más llamativos (el rojo de la chaqueta de Curt o la hoguera que Harold enciende al final). Pero no queda ahí la cosa, de hecho me llama la atención la composición bastante peculiar de algunos planos, que viniendo de un veterano como Wellman tenía que estar buscada a propósito: por ejemplo el plano del cadáver reposando en la habitación con la figura de Kurt a un lado mientras al fondo vemos a través de la puerta abierta a otros personajes moviéndose por la casa. O sin ir más lejos el llamativo plano del entierro, filmado prácticamente sin corte desde el agujero que se ha cavado para el féretro.

El Rastro de la Pantera es en definitiva el tipo de filme condenado a ser incomprendido en su momento y a redescubrirse décadas después. Es comprensible que al público y la crítica de la época les descolocara su extraña alternancia entre western y tenso drama familiar sin acabar de situarse del todo en las coordenadas de uno de esos géneros. O que el reparto incluyera a dos estrellas con no demasiado protagonismo y a un joven actor no excesivamente carismático como el centro de la trama, que además quedaba irremediablemente eclipsado por una excelente Beulah Bondi en el papel de la rígida madre, tan diferente a los papeles que solemos asociar a la actriz en filmes como Dejad Paso al Mañana (1937) o Caballero sin Espada (1939). Pero estas supuestas imperfecciones en realidad benefician el filme y por ello es normal que hoy día, en que a veces se prefiere entre cinéfilos una obra interesante pero desigual a otra más perfecta pero sin nada especial que ofrecer, El Rastro de la Pantera haya encontrado por fin su lugar.

Wild Boys of the Road (1933) de William A. Wellman


No puedo evitarlo, una de las debilidades personales de este Doctor son esas películas americanas de principios de los 30 catalogadas como pre-código Hays, es decir, filmadas antes de que ningún estudio se preocupara en llevar a la práctica las normas de ese código puritano, hipócrita y estúpido que marcaría las líneas morales del cine de Hollywood durante décadas. Incluso las películas más bien flojas que pertenecen a esta etiqueta resultan fascinantes, nos permiten ver esa ambientación y estética que tenemos asociada al Hollywood clásico pero con una crudeza inusual – por ejemplo, contemplar en Tres Vidas de Mujer (1932) de Mervyn LeRoy a un rostro tan icónico de esa época como Humphrey Bogart haciendo un gesto burlón imitando a un cocainómano se hace realmente extraño. A eso debemos sumarle que las circunstancias de la época – la Gran Depresión – fueron un caldo de cultivo especialmente propicio para el cine de crítica social, dando pie a algunas películas que daban una visión inusualmente desencantada de ese teórico país de ensueño que son los Estados Unidos de América.

Una de ellas es Wild Boys of the Road (1933) de William A. Wellman (quien ese mismo año se marcó otro tanto con la también contundente Gloria y Hambre), un crudo retrato de los cientos de jóvenes que en aquella época dejaban sus hogares miserables para buscarse la vida por todo el país como vagabundos. En este caso los protagonistas son Eddie y Tommy, dos amigos cuyas familias están en una situación desesperada y que no encuentran la forma de ganar un dinero extra. Desesperados, deciden lanzarse a la aventura viajando en tren hasta Chicago en busca de nuevas oportunidades.

De entrada es curioso contrastar el tono de los primeros minutos con el resto de la película, hasta el punto de que al principio tuve que corroborar que no me había equivocado de cinta y que, efectivamente, estaba viendo Wild Boys of the Road y no una comedia juvenil sobre dos simpáticos pillos. Pero es una estrategia que funciona para posteriormente contrastar ese mundo entrañable y seguro donde el mayor conflicto que se encuentran los chicos es cómo colarse en una fiesta con las duras realidades que les esperan posteriormente. Una vez Tommy y Eddie se embarcan en su viaje en compañía de una chica, Sally, chocarán de bruces con un mundo desconocido para ellos en el que no faltan elementos de cierta crudeza típicos del cine pre-código Hays: la entrañable tía de Sally tiene un negocio que es a todas luces un burdel, una de las compañeras de viaje es violada por un adulto y uno de nuestros protagonistas perderá una pierna en un accidente.

A cambio, aunque el filme trata de forma tan directa la realidad de la época, no deja de ser una película de Hollywood sometida a ciertos códigos que han quedado terriblemente desfasados, como los toques de humor aportados por ciertos personajes bobalicones. Eso sin olvidar el tratamiento de Sally, que inicialmente nos sorprende como una chica tan dura como cualquier hombre que se precie, una auténtica mujercita de armas tomar… hasta que posteriormente, cuando los personajes acaban viviendo en un suburbio de chabolas, la vemos barriendo el suelo formalmente como una buena ama de casa mientras los dos chicos se van a buscar trabajo. Después de todo, no deja de ser una película con los moldes de género típicos de la época.

No obstante, sí que se le puede reprochar más firmemente el desenlace, que resulta totalmente anticlimático para todo lo que hemos visto: después de que los protagonistas hayan pasado por todo tipo de desventuras, son detenidos por la policía pero acaban en manos de un juez bondadoso que, en lugar de castigarles por el delito que han cometido, decide darles una nueva oportunidad. Habrá quien considere éste un desenlace necesario para dar ciertas esperanzas a un público que en aquella época las necesitaba más que nunca y que acababa de elegir a Roosevelt como presidente que quizá podría representar una nueva era. No obstante, el propio William A. Wellman no opinaba así y hubiera preferido el final original, en que Eddie acababa en un reformatorio y Sally en la cárcel, mucho más realista y pesimista.

A cambio, Wellman se permitió un pequeño toque final para no renunciar del todo al tono amargo que le quería imprimir al desenlace. Cuando los tres chicos salen eufóricos del juzgado, Eddie les hace una exhibición de varias piruetas para demostrarles lo contento que está. Sally y el guardia que les acompaña le aplauden entusiasmados, pero vemos que Tommy (que ha perdido una pierna) sigue mirándole entristecido. Porque aunque hayan escapado de la cárcel y se les prometa un futuro mejor – aunque relativo, nunca se nos dice si los padres de ambos finalmente han conseguido encontrar un trabajo – para Tommy su vida nunca podrá volver a ser la misma. Ese plano de la cara de Tommy que nos agua la fiesta de un posible final feliz es uno de esos toques tan interesantes de un director que pugna por colar de alguna manera su visión de la película pese a las imposiciones del estudio.

Enfermeras de Noche [Night Nurse] (1931) de William A. Wellman


Es curiosa esa obsesión que parecen tener muchas producciones del Hollywood clásico por derivar las tramas de sus películas hacia terrenos hiperconocidos del género, casi por miedo a moverse en un uno desconocido por el espectador. En Enfermeras de Noche (1931) tenemos una historia potencialmente muy interesante sobre una mujer, Lora Hart, cuya gran vocación es ser enfermera y que descubre los aspectos menos agradables de la profesión. La idea creo que ya da por sí para una interesante película, pero entonces el filme da un giro hacia una trama tan incongruente y fuera de lugar que resulta hasta chocante: Lora pasa a hacer de enfermera de dos niñas en una mansión de lujo donde suceden cosas extrañas. Esto es, la madre es una alcohólica, las niñas están tan desatendidas que podrían morir de hambre (¡!) a causa de un complot urdido por el chófer de la familia (¡¡!!) en complicidad con el médico que manda a Lora a cuidar a las niñas (¡¡¡!!!).

Es cierto que en este caso se parte de una novela, y que quizá esta incongruencia entre ambas partes de la historia venga de allá, pero aun así la trama es una locura demasiado grande como para que sus guionistas no se atrevieran a ponerle un poco de orden. De modo que si se animan a ver Enfermeras de Noche deben tener en cuenta que los aspectos más interesantes de la película no están en una historia que acaba siendo un sinsentido, sino en otros puntos.

De entrada, el filme es una fascinante muestra del cine conocido como pre-Código, es decir, anterior a la entrada en vigor del famoso Código de Censura Hays que convertiría el Hollywood clásico en un universo casto y pulcro, moralmente irreprochable (al menos desde el punto de vista católico). En Enfermeras de Noche tenemos inusuales muestras de violencia (no es una película muy violenta pero resulta chocante ver cómo el personaje del chófer – un joven Clark Gable – le asesta un puñetazo a la protagonista), personajes moralmente ambiguos (Lora encubre a un contrabandista herido de bala y ella consigue el puesto de enfermera por haberle caído en gracia al principal cirujano del hospital), una trama criminal particularmente sórdida (la madre que deja a sus hijas a su suerte ahogada en un mar de alcohol) y un montón de escenas en que podemos ver a las dos enfermeras protagonistas en ropa interior… de hecho en la primera de ellas le pilla in fraganti uno de los médicos jóvenes del hospital y no parece sentirse tan avergonzada como se supone que debería.

La visión que da Enfermeras de Noche de la sociedad americana es tan inapropiada que en ocasiones resulta hasta un tanto chocante. Después de un desenlace que resulta algo anticlimático (el esperado enfrentamiento final con el chófer acaba en nada) el contrabandista amigo de Lora le hace saber el destino que le ha reservado a tan siniestro personaje: ha pedido a dos matones que se encarguen de él, y mientras Lora y su amigo ríen de forma simpática por la ocurrencia vemos en paralelo una ambulancia que lleva supuestamente el cadáver del chófer. Años después sería imposible mostrar un desenlace tan negro tratado además de forma tan inapropiada y poco heroica.

Si dejamos de lado los innumerables agujeros y sinsentidos del guion sobre todo en su segunda parte, la película sigue siendo disfrutable en todo caso. No en vano tenemos al eficaz William A. Wellman tras la cámara y en el papel protagonista a una de las mejores actrices de Hollywood, Barbra Stanwyck, perfecta para este papel de mujer fuerte y determinada, secundada además por Joan Blondell como enfermera veterana que está ya de vueltas de todo.

Pese a sus imperfecciones, Enfermera de Noche es una obra que sigue siendo interesante y nos sirve como muestra de lo que era una película «risqué» en 1931.

También Somos Seres Humanos [Story of G.I. Joe] (1945) de William Wellman

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También Somos Seres Humanos (1945) podría parecer aparentemente otra de las muchas películas de propaganda bélica realizadas en la II Guerra Mundial: un corresponsal de guerra que se une a un pelotón de infantería durante los combates en el norte de África e Italia, sus experiencias con los soldados de a pie y la cruda realidad de la guerra. Pero hay algunos detalles que deberían atraer nuestra atención.

El primero de ellos es que el director de la misma no es otro que William Wellman, un cineasta que ya va siendo hora de que deje de ser recordado simplemente por el realizador de la oscarizada Alas (1927) – que de todos modos no es uno de sus mayores logros – y que merece más bien el estatus de ser uno de esos grandes directores americanos en la línea de Raoul Walsh o Allan Dwan.

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El otro gran motivo es que no se trata de una simple película de guerra: era un proyecto que resultaba tan importante para sus productores que tardó un largo tiempo en materializarse. El film iba a basarse en los artículos del corresponsal de guerra Ernie Pyle, por entonces era muy popular en Estados Unidos, y querían estar seguros de ganar su vistobueno y de estar a la altura sus escritos. Para ello se estuvo trabajando durante muchos meses en el guión para darle el tono realista necesario, hasta que llegó un punto en que fue necesario acelerar el proceso… ¡por miedo a que se acabara la guerra y no pudieran estrenar la película a tiempo!

La suma de ese enfoque y de un cineasta como Wellman dieron como resultado una película inusualmente sucia y realista para la época. Es uno de esos films en que podemos oler la mugre, notar cómo el barro consume a los soldados y sentir cómo malviven en condiciones infrahumanas. De hecho la película parece sufrir una batalla interna entre el mensaje propagandístico típico de la época en plan «qué buen trabajo están haciendo nuestros muchachos» y el crudo retrato de las realidades de la guerra. Sí, Wellman nos ofrece algunas escenas de acción, como no podía ser menos, pero el grueso del film parece centrarse en el duro día a día de los soldados. Por otro lado, el hecho de que se evitara en medida de lo posible utilizar a actores y se empleara en su lugar a soldados reales contribuye a ese toque realista (una de las pocas excepciones es un excelente Robert Mitchum en su primer gran papel de relevancia).

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Pero además de todo eso, la película contiene algunos detalles muy interesantes relacionados con el fuera de campo y la impersonalización de la muerte. Al inicio de la película mientras los protagonistas viajan en jeep sufren su primer ataque aéreo. Todos los soldados se lanzan a tierra, los aviones enemigos pasan y vuelve la tranquilidad. El ataque no ha durado nada. Un soldado remarca que ni siquiera han visto los aviones (efectivamente, nosotros tampoco). Todo ha parecido una especie de juego… hasta que un plano nos muestra al pelotón horrorizado mirando fuera de plano. Su mirada nos lo dice todo, pero no se nos muestra nunca lo que han visto: su primer contacto con la muerte de un compañero. Más adelante solo veremos el cadáver del soldado en un plano muy lejano mientras los jeeps avanzan. Todo, tanto el ataque como la muerte del joven, ha sucedido prácticamente fuera de plano.

Más adelante hay otro momento extraordinario en que el periodista protagonista espera en el refugio la llegada del pelotón, que ha ido a combatir en las líneas enemigas. Finalmente éstos van entrando, fatigados y prácticamente sin pronunciar palabra, como hacen siempre que vuelven de una patrulla. El periodista los va mirando uno a uno… y nota una ausencia, la de uno de los soldados a quien había cogido cariño. Nadie dice nada al respecto, ni siquiera parecen afligidos, únicamente fatigados. El periodista mira el rincón del soldado y finalmente se hace a la idea de lo que ha pasado. Para confirmarnos esa sospecha, un soldado huérfano, que tenía apuntada una lista de los compañeros a quienes quería hacer beneficiarios de su seguro de vida, tacha el nombre del soldado ausente. De nuevo, la muerte fuera de plano. Incluso los propios compañeros del soldado se muestran casi indiferentes ante la desaparición de su amigo: solo de esa forma pueden racionalizar el horror de la guerra. Nosotros, al igual que el periodista, meros espectadores, estamos horrorizados. El contraste entre esta muerte y la primera de la película es espeluznante. Ambas suceden fríamente fuera de campo, pero la reacción de los compañeros es diametralmente opuesta una vez se han acostumbrado a ello.

Siguiendo con esa idea, al final del metraje sabemos de la muerte de uno de los protagonistas de nuevo con un enfoque muy similar: mientras el pelotón descansa en mitad de su camino hacia Roma, llegan unos burros que transportan cadáveres, entre los cuales se encuentra dicho personaje. No sabremos nunca cómo ni cuándo ha muerto, el film nos enfrenta a ese hecho de forma repentina y brutal con su cadáver apareciendo a lomos de un burro como si fuera algo inerte a transportar, como un saco o una alforja. No hay heroicidad (nunca vemos a los soldados morir heroicamente en pantalla) pero tampoco excesivo dramatismo, más bien la terrible rutina de la muerte. En ese sentido, También Somos Seres Humanos está mucho más cerca del sentido antibelicista que impregnaría el género unos cuantos años después que del espíritu patriótico que lo caracterizaba en esa época.

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Cielo Amarillo [Yellow Sky] (1948) de William A. Wellman

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Cielo Amarillo es uno de esos westerns inusuales que utilizan la imaginería del género (los bandidos huyendo de la justicia, el pueblo fantasma, la búsqueda de oro….) para narrar una historia que se escapa de lo habitual. Vagamente basado en La Tesmpestad de Shakespeare, el film tiene como protagonistas a una banda de delincuentes que, tras robar un banco, huyen al desierto. Después de unos días de travesía desesperada llegan a un pueblo fantasma habitado únicamente por una mujer que se hace llamar Mike y su abuelo. Una vez recuperados, los miembros de la banda sospechan que la joven y su abuelo tienen oro oculto, y deciden hacerse con él.

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Uno de los principales alicientes de este western es la presencia de dos actores de la talla de Gregory Peck y Richard Widmark. El primero encarna a James Dawson, el líder de la banda que inicialmente muestra más reticencias a robar el oro. Su actuación nos hace pensar que pocos actores pueden pasar con tanta facilidad de personajes hostiles (como el que encarna aquí o, peor aún, el de Duelo al Sol) a otros tan encantadores como el Attikus de Matar a un Ruiseñor. El segundo interpreta al miembro más astuto de la banda, Dude, dispuesto a enriquecerse a toda costa.

El estilo que el veterano William A. Wellman imprime a la película es inusualmente seco y algo crudo para la época, sensación que se enfatiza por la ausencia de banda sonora en la mayor parte de la película y la excelente fotografía en blanco y negro. Este entorno casi opresivo no es el centro de la historia sino, como apunté antes, el contexto que utiliza el guión para profundizar en lo que realmente le interesa: la interacción entre los personajes.

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La ausencia de un héroe claro (Dawson es lo más parecido a ello, pero sigue siendo un atracador de bancos y acaba estando de acuerdo en robar parte del oro) da más realismo a un film que apuesta más por desarrollar la psicología de sus protagonistas que por la acción. La tensión por tanto no deriva de duelos o ataques de indios, sino de las negociaciones que hay entre ellos, por ello tiene tanto sentido que casi todo el metraje se desarrolle en un espacio cerrado donde los personajes deben convivir aislados del mundo.

De hecho no es prácticamente hasta el desenlace cuando por fin hay un enfrentamiento abierto entre ellos, pero éste no tiene lugar en el espacio abierto sino que vuelve a restringirse a los interiores, haciendo que la secuencia roce casi lo claustrofóbico. Aquí es donde creo que la realización de Wellman resulta especialmente acertada, en esos planos de la cabaña a oscuras con los tres personajes atrapados intentando defenderse con sus pocos medios.

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En definitiva es un western realmente inusual: con un duelo final mostrado fuera de campo, que en vez de hablar de enemigos exteriores se centra en temas como la codicia o la lujuria, con una mujer protagonista que se comporta como un hombre (todo un antecedente Johnny Guitar de Nicholas Ray y 40 Pistolas de Samuel Fuller) y con un seco realismo que se nota en el tratamiento de los personajes (los rostros sin afeitar, la forma como se desploman agotados y beben agua desesperadamente). Casi podría decirse que es un western pesadillesco. En definitiva es una prueba de cómo ya en el clasicismo se podía apostar por una propuesta original al mismo tiempo que se enmarca dentro de un género canónico.

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Incidente en Ox-Bow [The Ox-Bow Incident] (1943) de William A. Wellman

El western es uno de los géneros que más ha fascinado al cine desde sus inicios. El legendario e idealizado mundo del salvaje oeste siempre ha sido uno de los temas fetiche favoritos de Hollywood, ese pasado glorioso y mítico en que los norteamericanos conquistaron el país a través de parajes desérticos luchando contra la naturaleza y los salvajes indios. El momento en que los Estados Unidos aún era una nación joven y ambiciosa en pleno desarrollo, que se hizo a sí misma a través del espíritu emprendedor de cientos de emigrantes que soñaban con un pedazo de tierra en el que poder asentarse.

Sin embargo hay un aspecto de ese momento histórico que el cine clásico no llegó a profundizar del todo más allá de algunos films, y es la transición entre el salvaje oeste y la civilización. El instante en que la ley se impuso en aquellos rincones recónditos que hasta entonces se basaban en la idea de que las peleas se solucionaban a disparos y la ley era la del más fuerte. John Ford lo reflejó excelentemente en su obra maestra El Hombre Que Mató a Liberty Valance (1962), ese paso del antiguo representante de la ley encarnado por el pistolero John Wayne al abogado empollón que se basa en las leyes escritas, interpretado por James Stewart. Porque los Estados Unidos se crearon a base de crímenes y violencia hasta que consiguieron imponerse una serie de normas que acabaron con tanto derramamiento de sangre. Incidente en Ox-Bow es uno de los pocos westerns clásicos que muestran con absoluta franqueza esa difícil transición.

Este film está más emparentado con Furia (1936) de Fritz Lang que con la película de John Ford, ya que comparten tema en común: los linchamientos. Lejos de ser una cosa del pasado, los linchamientos públicos eran algo común en los Estados Unidos de la época, y ya se hizo eco de ello el film de Lang. Por tanto lo que exponía esta película no dejaba de ser familiar para el público pese a que se encuadraba en el contexto del salvaje oeste, dando a entender que posiblemente no estuvieran tan alejados de ese periodo histórico como creían.

Los protagonistas son dos forasteros (interpretados por Henry Fonda y Harry Morgan) que llegan a un pueblo perdido justo cuando se conoce la noticia de que un granjero ha sido asesinado por unos ladrones de ganado. La gente del pueblo, furiosa, se propone darles caza y matarles comandados por el mejor amigo del fallecido. Sin embargo, se topan con la oposición del juez, quien les intenta obligar a que traigan a los hombres vivos para que tengan un juicio justo. En ausencia del sheriff y amparados por su ayudante, la muchedumbre hace caso omiso del juez y parte en búsqueda de los asesinos con sed de sangre.
Acaban encontrando a sus sospechosos por la noche: son un hombre que asegura ser inocente de ese crimen y haber comprado ese ganado que lleva consigo honestamente (Dana Andrews), acompañado por un viejo (Francis Ford) y un misterioso mexicano (Anthony Quinn). Todas las sospechas apuntan hacia ellos, y sin embargo él implora por un juicio justo argumentando que tiene una mujer e hijos.

La furiosa multitud la encabeza el poco fiable ayudante del sheriff y un orgulloso antiguo coronel de la Guerra de Secesión que en realidad, tal y como dice un personaje, «no pisó el sur hasta después de la guerra«. Y junto a ellos una muchedumbre estúpida a quien no les importa la supuesta inocencia o culpabilidad de esos tres hombres con tal de saciar su sed de venganza, de disfrutar con el asesinato de esos tres hombres. Curiosamente, los guionistas no crearon en la figura de Henry Fonda un protagonista justo y valiente en que el público puediera apoyarse, de hecho su papel como protagonista es más de observador que de participante. Si se une a la multitud es para evitar que recaigan sospechas sobre él y su amigo, y no es hasta el final cuando empieza a creer que debería rebelarse contra ese linchamiento.

La puesta en escena de la película recuerda por momentos más a un film noir que a un western convencional. La excelente fotografía en blanco y negro le da un tono tenebroso que encaja con la tensión que se palpa en todo momento, la continua sensación de que esa muchedumbre va a matar a esos tres hombres sin saber si son culpables realmente y la impotencia de saber que ningún representante de la justicia los detendrá.

El magnífico reparto hace que el film adquiera más fuerza aún, ya que es una película basada totalmente en los personajes y el diálogo más que en la acción. No solo se debe eso gracias a los actores ya mencionados, sino a su excelente galería de secundarios, entre los que destacan el viejo coronel y su hijo, al que pretende convertir en un hombre obligándole a participar en el linchamiento. De hecho, pese a que su protagonista es Henry Fonda, en realidad se trata más de una obra de protagonismo colectivo que centrada en la figura de un héroe.

Pese al inevitable discurso final moralista, las imágenes ya lo dicen todo. Esos maravillosos planos de los personajes llegando al bar del pueblo en completo silencio, casi avergonzados de mirarse entre ellos. El tardío arrepentimiento después de haberse dejado llevar por sus instintos.

Aunque es un western menor a nivel de popularidad, la visión que da del mítico pasado americano es mucho más cínica y sincera que la de muchos otros films de la época. Y lo que es peor, lejos de ser una simple crítica de un tiempo pasado, era también un espejo de algo que aún subyacía en la sociedad norteamericana.

Ha Nacido Una Estrella [A Star Is Born] (1937) de William A. Wellman

Una de las primeras grandes películas que se atrevió a retratar el difícil proceso que lleva a un artista a escalar hasta ser una estrella de Hollwyood. Esther Blodgett es una ingenua joven que fantasea con trabajar en el mundo del cine hasta que un día su abuela le anima a viajar a Hollywood a luchar para cumplir su sueño. Una vez ahí, se topa con la dura realidad al no poder conseguir ningún papel, hasta que casualmente conoce a Norman Maine, un exitoso actor ahora en declive por su alcoholismo. Él se enamora de ella al instante y le consigue una prueba que la lleva a protagonizar su primera película con él. El film es un éxito tras el cual la pareja se casa. A partir de entonces, ella se convierte en una estrella de la noche a la mañana, pero paralelamente la carrera de él cae en picado haciendo que éste se hunda de nuevo en el alcoholismo.

Hoy en día la historia nos es más que familiar puesto que ha sido mil veces contada con los mismos tópicos que aparecen aquí, pero en su momento nadie confiaba en este film sobre el estrellato en Hollywood. Puede que haya quedado algo anticuado en algunos aspectos porque conocemos demasiado el argumento y a veces nos puede parecer que peca de inocente (la forma como Esther pasa tan rápidamente de ser una don nadie a un papel protagonista que la encumbra al instante; ese personaje de Oliver Niles tan descafeinado, que parece más una especie de amable padre protector que un duro productor de Hollywood…), pero aún hoy en día muchos de sus aspectos siguen vigentes.

La primera parte del film parece más bien una amable comedia en que se satiriza sobre el mundo del espectáculo y la tierna inocencia de Esther. Abundan pequeños gags típicos de las comedias de la época como cuando ella trabaja de camarera en una fiesta llena de productores e intenta llamarles la atención ofreciéndoles canapés con una voz que pretenden ser sugerente, y no faltan los típicos personajes secundarios que sirven para aportar algunos gags como el dueño del hotel en que ella se aloja o su agente de prensa. A medida que ella va triunfando, se perfilan otros gags más interesantes que satirizan sobre el estresante mundo de Hollywood como la caótica prueba que realizada y, sobre todo, mi momento favorito, cuando ella le relata al agente de prensa su biografía y éste la escribe retocándola frívolamente para hacerla mucho más interesante.

Cuando entra en juego el alcoholismo y la decadencia de Norman, el film tira hacia un tratamiento más serio y dramático. En este punto, la historia de Norman cobra protagonismo y resulta mucho más interesante que la de Esther, la cual ya ha llegado al estrellato. En mi opinión, el gran punto fuerte de la película es la forma como retrata el alcoholismo de Norman y lo agridulce que resulta el mundo del espectáculo cuando uno está acabado, como es su caso: la ausencia de papeles interesantes, antiguos amigos que le evitan, periodistas ávidos por escribir sobre su lamentable estado…
Es una pena que a cambio la relación entre Norman y Esther esté tan mal perfilada y no nos permita entenderla mejor. No se nos muestra apenas cómo ambos personajes acaban enamorándose ni la evolución de su relación, lo que les hace mantenerse unidos pese a las adversidades (sobre todo en el caso del inestable Norman, que resulta una extraña pareja para una chica como ella). Este aspecto hace que el film se resienta un poco pese a su emotivo desenlace.

La dirección corre a cargo de William A. Wellman, un eficiente artesano creador de varios éxitos de la época pero carente de un estilo personal propio. Hay algún plano destacable, como la escena en que ella lleva a su borracho marido a casa y vemos en el suelo un zapato que le acaba de quitar y, a su lado, el Oscar que ella acaba de ganar, pero el eficiente Wellman no parece sentirse cómodo seguramente por la asfixiante influencia de su productor, David O. Selznick.

Los actores en cambio están muy bien, Janet Gaynor (la encantadora protagonista de Amanecer y El Séptimo Cielo) hace una interpretación muy emotiva en el último gran papel de su vida mientras que Fredric March resulta muy carismático como Norman Maine. En papeles secundarios encontramos al siempre eficaz Adolphe Menjou como el productor Niles (lástima que sea un papel tan poco agradecido ) y a Lionel Stander, un secundario muy habitual de la época, como el gruñón jefe de prensa, un magnífico contrapunto cómico.

Para acabar, quiero destacar una escena muy interesante del film que creo que es la que mejor retrata la esencia de este tipo de historias. Cuando Esther va a una agencia de figurantes en busca de trabajo, la encargada le lleva a la oficina de teléfonos y le pide que observe el panorama: un montón de telefonistas recibiendo llamadas y diciendo frases como «Lo siento, no hay trabajo» o «Ahora no le necesitamos«. Seguidamente, la encargada le dice a Esther que por cada luz que se enciende en la centralita, hay una persona que quiere ser una estrella y que llama confiando que ésa sea su oportunidad. Pero solo una entre cien mil lo consigue. Ha Nacido una Estrella es la historia de esa una entre cien mil.