Alemania

El Testamento del Doctor Mabuse [Das Testament des dr. Mabuse] (1933) de Fritz Lang

Amigos lectores, hoy hace 15 años que el Doctor Mabuse decidió salir del escondrijo en el que llevaba décadas oculto para abrir un gabinete dedicado a comentar películas. La idea inicial era que fuera simplemente un sitio donde dejar constancia por escrito de sus últimos visionados o de algunas ideas que le habían venido a la cabeza viendo ciertas películas, y de hecho durante los primeros años ni siquiera le dio mucha difusión (en parte, también hay que decirlo, porque sus encontronazos con la justicia exigían mantener un perfil bajo).

Sea como sea, 15 años después aquí seguimos manteniendo este pequeño rincón cinéfilo. Y así como en su quinto aniversario este Doctor decidió realizar una reseña de su biopic, para el 15º aniversario se le ha ocurrido escribir sobre la secuela de dicho biopic.

Antes de entrar en materia, gracias a todos los que han ido siguiendo los escritos de este anciano Doctor y espero que les hayan servido para descubrir o revalorizar algunos de los filmes comentados aquí.


El Testamento del Doctor Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1933) es una película tan empapada por el mito que la rodea y tan peculiar a nivel de contenido que puede resultar algo complejo acercarse a ella. Intentémoslo comenzando por el principio y aclarando algunos malentendidos. Como sin duda muchos sabrán, este filme fue la última obra que realizó Fritz Lang en Alemania antes de huir al extranjero a causa del nazismo. Su estreno fue dificultoso a causa de que el régimen nazi puso objeciones a la cinta y ésta acabaría siendo censurada. Es famosa de hecho la anécdota del encuentro entre Lang y Joseph Goebbels en esas fechas, en que este último empezó explicándole sus objeciones a su última obra para luego pasar a ofrecerle un puesto de máxima importancia en la industria alemana – una anécdota por cierto falsa por mucho que probablemente tuviera una parte de verdad.

Uno de los aspectos que han hecho de ésta una película tan legendaria es el hecho de que su trama comenta entre líneas la poderosa y dañina influencia del nazismo sobre la población alemana precisamente en el momento en que el partido ya se habían asentado en el poder. En la película, cuyo argumento detallaremos en breve, un personaje diabólico internado en un manicomio utiliza sus poderes sobrenaturales de persuasión para conseguir que otro siga sus enseñanzas liderando una banda de criminales destinada a provocar el caos. Un argumento como éste estrenado en 1933 parece un claro subtexto sobre lo que estaba sucediendo con el nazismo, pero las cosas no son tan sencillas como parece, y El Testamento del Doctor Mabuse se presenta como una cinta complicada y esquiva.

Porque, ya de entrada, resulta que el guion del film proviene de su colaboradora y esposa Thea von Harbou, que era una ferviente creyente en el ideario nazi (hecho que provocaría su divorcio y que éste fuera su último trabajo juntos). Por otro lado, la idea de realizar una secuela de su exitoso filme mudo El Doctor Mabuse (1922) no vino, como su director siempre aseguró, por parte de unos productores que querían un éxito seguro, sino del propio Lang. Pero lo interesante de este hecho es que la idea de esta película data de 1930, es decir, ¡antes siquiera de que el nazismo llegara al poder! Según parece, Lang escribió al autor de la novela original de El Doctor Mabuse, Norbert Jacques, que era amigo suyo, preguntándole su opinión sobre el guion de M, el Vampiro de Düsseldorf (1931), y de paso le lanzó la posibilidad de realizar una secuela sobre el personaje del Doctor Mabuse y le pidió ideas. Jacques en aquella época estaba escribiendo una novela en que una misteriosa mujer diabólica retomaba el legado de Mabuse basándose en sus últimos escritos y le propuso esta idea a Lang. Éste no se mostró muy receptivo, pero sí que tomó prestado el concepto de un testamento del Doctor Mabuse, a partir del cual ideó un nuevo argumento que Thea von Harbou convirtió en guion – para complicar las cosas, la novela de Jacques acabaría llevando también el título de El Testamento del Doctor Mabuse pero difiere por completo de la película y no se pudo publicar hasta décadas después.

Todo esto sucedió antes que los nazis hubieran llegado al poder. ¿Quiere decir eso que El Testamento del Doctor Mabuse no sirve como filme que capte el «espíritu» de su tiempo? ¿O que mientras lo filmaba Lang no tuviera en mente los paralelismos con la situación que estaba viviendo la sociedad alemana? En absoluto. Pero sí que obliga a matizar un poco algunos de los mitos alrededor de su creación. No fue un proyecto ideado por Lang como respuesta a los horrores del nazismo (¿podría haberlo sido sin que su guionista, de ideología nazi, no se hubiera dado cuenta?) y ni siquiera fue prohibido por Goebbels por haber entendido ese subtexto.

De hecho la prohibición nazi iba por otro camino totalmente distinto: la película daba a entender la idea de que un pequeño grupo de terroristas podía poner en jaque la estabilidad social, algo impensable en una época en que el nazismo precisamente se vanagloriaba de que, bajo su poder, habían traído la estabilidad que el país no había tenido durante la República de Weimar. Goebbels echaba en falta en el guion una figura fuerte y poderosa, un Führer, que al final devolviera el orden. El filme de Lang, aunque nos muestra la derrota de la banda criminal, no se vanagloria de la victoria de las fuerzas de la ley y se centra más en la perniciosa influencia de la figura de Mabuse.

El argumento de la película, que puede parecer algo embarullado en un primer visionado, contrapone varias historias que circulan en paralelo. Por un lado tenemos al inspector Karl Lohmann, que recibe la llamada de un antiguo subalterno suyo, Hofmeister, quien ha descubierto un peligroso entramado criminal. No obstante, antes de que Lohmann pueda saber los detalles, Hofmeister es atacado por sus perseguidores y, de la impresión que sufre, se vuelve loco, siendo confinado en un manicomio. Por otro lado, tenemos al director de dicha institución, el Profesor Bam, que está obsesionado con uno de sus pacientes más célebres: el Doctor Mabuse, un genio del mal que, sucumbió a la demencia y lleva un tiempo mudo escribiendo frenéticamente en un montón de papeles una especie de legado, que incluye diversas ideas para cometer crímenes y, sobre todo, su deseo de llevar la sociedad al colapso.

Finalmente, tenemos una banda criminal que opera bajo las órdenes de una misteriosa figura que se hace llamar Doctor Mabuse pero cuyo rostro nadie ha visto. Éstos se dedican a cometer una serie de delitos que, a menudo, no tienen una finalidad concreta más allá de desastabilizar el sistema y provocar el caos. Entre los miembros de la banda está Thomas Kent, un hombre que se quiere reformar después de haber conocido a Lilli, de la que se ha enamorado.

Ciertamente El Testamento del Doctor Mabuse es una película perfecta como cierre de una etapa. De entrada, en ella se encuentran los últimos ecos de la corriente expresionista que caracterizó una parte muy minoritaria pero, a cambio, muy influyente del cine alemán hasta la fecha. De hecho su argumento remite no solo obviamente al primer Doctor Mabuse, sino también, por su subtrama ambientada en un manicomio cuyo director es sospechoso de ser un criminal, a El Gabinete del Doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920), que además de ser la obra fundacional de dicha tendencia fue un film con el que Lang tuvo cierta vinculación: él fue el primer director que se pensó inicialmente para dirigirlo y supuestamente propuso el prólogo y epílogo que cambiaban el sentido de la cinta. Aunque solo sea por pura casualidad – porque ya hemos visto que el proyecto empezó su fase de preproducción antes de la llegada del nazismo al poder – su timing como secuela es perfecta: si el primer Mabuse reflejaba el caos de la República de Weimar y dicho personaje quedaba íntimamente unido a la inestabilidad económica y la salvaje inflación de la época, su secuela llega en el momento oportuno de documentar un segundo momento tristemente decisivo en la historia alemana, es decir, la llegada del nazismo al poder.

Pero he aquí un aspecto fundamental que dota de tantísimo interés a esta película, alejándola de las convencionales secuelas que se dedican simplemente a revisar los motivos y personajes de su obra precedente: en el primer Mabuse, ésta era una figura ultrapoderosa que se mezclaba en todos los ámbitos de la sociedad gracias a su capacidad de disfrazarse, aquí en cambio mantiene ese poder que le permite controlar todo, pero ya no es una figura de carne y hueso. Mabuse se convierte aquí pues en una figura maléfica inconcreta y casi diríamos abstracta. Es por ello que resulta importante que sea una secuela, porque como espectadores conocemos lo sumamente poderoso y casi irreductible que era Mabuse en la primera película, y eso hace que su nombre y su mera presencia, aunque sea de refilón, siga imponiendo. Pero éste es un Mabuse al que nunca vemos en acción, solo le oímos (y eso es en la teoría, ya que pronto sabremos que ni siquiera era su voz) y del cual solo vemos las consecuencias de sus planes. El genio del mal queda aquí pues dividido en dos: está el Mabuse real, al que vemos pero nunca escuchamos, que escribe toda una serie de planes diabólicos pero nunca los ejecuta; y luego el supuesto segundo Mabuse, al que nunca vemos pero que se manifiesta como una figura ejecutora de dichos planes.

No creo que merezca siquiera calificarse de spoiler el revelar a estas alturas que ese segundo Mabuse es en realidad el Profesor Baum, que ha quedado hechizado por la malsana influencia de su paciente y cuyo espíritu le ha acabado poseyendo, llevándole a montar esa organización criminal en su nombre. No solo el filme da entender esta idea desde casi el principio sino que, si alguien podía tener alguna duda al respecto, a media película se nos ofrece una escena que acaba de confirmar esa idea, revelándonos que a Lang no le interesa nada la sorpresa o el giro final sino otras cuestiones. La escena en cuestión por cierto es la más escalofriante e inquietante de su carrera y merece que nos detengamos en ella. Baum lee algunos de los escritos de Mabuse solo y tarde de noche hasta que de repente se le aparece el espíritu del Doctor (fallecido recientemente) recitando entre susurros lo que está leyendo para, luego, darse a entender mediante una sobreimpresión que le ha «poseído».

Es un tipo de escena que solo podría haber ideado un cineasta surgido de la era muda. Es fácil imaginarla en un filme silente por ser el tipo de recurso que el aura de irrealidad que éste dota a sus obras lo hace más aceptable al espectador. Pero en una película sonora se hace extraña y, en circunstancias normales, no podría haber funcionado… pero el caso es que lo hace. Lang opta además por caracterizar al Doctor de una apariencia extraña, casi como una versión expresionista de Mabuse, dándole un tono más fantasmagórico y terrorífico. Es el único momento en que oiremos realmente la voz de Mabuse, lo cual no es un dato irrelevante, ya que uno de los alicientes de dicha secuela sería poner por fin voz a esta figura tan mítica, pero Lang en ese sentido se muestra de nuevo esquivo: la única vez en que se le escucha es hablando entre susurros, manteniendo así esa imagen fantasmal. La idea es que las apariciones de Mabuse en la película sean breves pero mantengan dicho impacto y fascinación, como queda de manifiesto en la última imagen que se nos ofrece de éste antes de que sepamos que ha muerto: un primerísimo primer plano de sus ojos mirando a cámara que también resulta escalofriante. Es un hombre encerrado y que ha perdido sus facultades mentales, pero no podemos evitar sentir miedo de dicha mirada.

Por otro lado, si El Doctor Mabuse era una muestra de las posibilidades del cine mudo con todas las influencias visuales de la época, El Testamento del Doctor Mabuse es un repaso a todo lo que podía ofrecer la novedad del sonido. Se podría escribir un artículo extenso solo sobre el uso del sonido en dicha película, pero nos obligaría a dejar fuera otras cuestiones y, además, mi colega el Doctor Caligari ya trató un poco el tema en este artículo resaltando algunas escenas clave.

Aquí únicamente mencionaremos de pasada ese extraordinario inicio compuesto solo de sonidos en la planta de fabricación de billetes falsos y, sobre todo, una de las escenas más importantes de la película – en que más adelante insistiremos – cuando Thomas y Lilly descubren que tras la cortina donde teóricamente se oculta Mabuse no hay nada, solo un altavoz, como si hubieran descubierto el artificio del cine sonoro. Lo genial de esta película es que Lang aprovechó la novedad del sonido como parte consustancial de la trama, sin el cual el filme simplemente no funcionaría en absoluto.

En la conferencia que el Profesor Baum da sobre Mabuse hay un momento en que explica cómo su paciente inicialmente escribía garabatos sin sentido, de los cuales luego empezaron a surgir palabras y finalmente frases con algo de sentido. Este mismo principio podría aplicarse a la estructura narrativa de la película. Lejos de tener un protagonista claro que vertebre el relato, Lang empieza mostrándonos varias escenas con diferentes personajes sin que al principio entendamos el vínculo entre ellos. No es hasta que va avanzando la trama que empezamos a unir los puntos y hacernos una idea global de lo que sucede – una estrategia que muestra la fortaleza de Thea von Harbou como guionista y que en realidad ya se utilizaba en M (1931), donde no teníamos un protagonista claro en la primera mitad del metraje e incluso tardábamos un tiempo en entender qué enfoque se iba a dar a esa historia sobre un asesino de niñas.

De hecho la película presenta un rasgo que podría verse como un defecto pero que yo creo que es un aspecto que juega totalmente a su favor, y es el hecho de que se dejen varios vacíos a nivel narrativo. El filme, como muchas obras del periodo alemán de Lang, opta por ese tipo de situaciones tan enrevesadas de suspense que denotan la influencia que tuvieron en él los seriales. Desde nuestro punto de vista actual, las estrategias que se emplean para liquidar (o intentarlo) a algunos de los personajes son absurdas, casi más una exhibición de poder que puro pragmatismo. Pero lo curioso es que, aún aceptando eso, se dejan varias preguntas expresamente abiertas. En la escena en que Thomas y Lilly miran al otro lado de la cortina descubren que es todo un engaño y que Mabuse (o el que se hace pasar por él) no está al otro lado, sino que solo había una silueta y un altavoz. Pero la película nos ha dado a entender previamente que en las otras escenas situadas en la guarida de los criminales sí que debía estar presente: el guion insiste en vincular los momentos en que Mabuse cita a sus secuaces con escenas en que Baum se encerraba en su biblioteca desde donde presuntamente podía escapar sin ser visto, y por otro lado en los anteriores encuentros es imposible que Mabuse/Baum haya grabado su discurso previamente, porque interactúa con los criminales en función de los gestos que hacen, es decir, está ahí y les está viendo, aunque ellos no a él – recordemos la importancia que tenía en El Doctor Mabuse el poder de la mirada (no en vano Mabuse es hipnotizador), y como aquí se mantiene la idea en base a que éste está por encima de sus secuaces por el hecho de que él puede observarles, pero ellos no a él.

El hecho de que no se aclare la necesaria presencia real de Baum en las anteriores reuniones con sus secuaces no es un fallo de guion porque tiene una explicación lógica (más adelante vemos que cuando se encierra en la biblioteca, Baum usa un mecanismo grabado para simular que sigue ahí), simplemente el guion elige no aclararlo explícitamente, igual que otros aspectos de la trama que quedan un tanto en el aire (por ejemplo, el supuesto ataque que sufre Hofmeister en su casa mientras habla por teléfono: ¿qué ha sucedido exactamente para que se haya vuelto loco y por qué no lo han matado?). Pero todo ello contribuye a generar ese clima de inconsistencia e irrealidad que va muy en la línea de la figura de Mabuse como un ente casi abstracto que sigue operando a través de Baum. Nada se acaba de concretar o explicar del todo, permanece siempre una sensación de inquietud como si la resolución final del filme no fuera suficiente. En ese sentido, la escena en que Thomas y Lilly miran detrás de la cortina – insisto, uno de los mejores momentos de la filmografía de Lang por todo lo que significa – podría entenderse también como un reflejo de los asistentes a un espectáculo que miran detrás de las bambalinas para descubrir cuál es el secreto tras un truco de magia, la explicación lógica a todo lo que está sucediendo. La fría realidad es tan decepcionante como averiguar la trampa que ocultaba el mago en el escenario. Un simple recorte con una silueta y un altavoz no sirven como explicación, nos deja insatisfechos, nos queda la sensación de que había algo más pero que no sabemos precisar el qué.

En este sentido, El Testamento del Doctor Mabuse utiliza los últimos resquicios que quedan del expresionismo como forma de moldear un mundo inconsistente y poco fiable y, a un nivel más explícito y estético, como reflejo de los delirios que provoca el influjo de Mabuse: las formas fantasmagóricas y criminales que cree ver un enloquecido Hofmeister en el cuarto del psiquiátrico o la presencia de Mabuse que se le aparece a Baum en su despacho o mientras conduce al final de la película. Por cierto, teniendo en cuenta que Lang dice que propuso la idea para el prólogo y epílogo de El Gabinete del Doctor Caligari porque solo así el espectador entendería la puesta en escena expresionista como el reflejo de una mente enloquecida, no deja de ser significativo que en este filme los detalles más expresionistas vengan, precisamente, del punto de vista de personajes enloquecidos.

Me doy cuenta de que llevo escrito mucho sobre esta película y no obstante tengo la sensación de que me estoy dejando demasiadas cosas en el tintero: la forma como Lang maneja el suspense en la escena del tiroteo desde la casa de uno de los gángsters, el asesinato entre coches que es puro Hitchcock (la idea visual de toda una caravana de coches que avanzan mientras uno queda extrañamente detenido, generando esa inquietud de que «algo no encaja» no podría ser más hitchcockiana), el carácter sardónico del inspector Lohmann como improbable héroe (que además ya había aparecido en el mismo papel en M) secundado por su sufrido ayudante, el genial montaje que concatena escenas totalmente distintas mediante conceptos o asociaciones de ideas, los planos de los arboles mecidos por el viento durante la noche en la escena final de la huida o incluso el hecho de que la ñoña subtrama romántica no consiga sabotear la película.

Es El Testamento del Doctor Mabuse una obra maestra que, más allá de la mística que la de sus circunstancias de producción y su contexto, resulta inabarcable por la multitud de detalles e ideas que atesora. Pero creo que lo mejor de todo es esa idea de que sea una película que no acaba de asentarse del todo en la lógica y racionalidad. No es un filme fantástico, ni tampoco puede decirse que su guion sea descuidado. Es un filme que parte del estilo más realista que Lang y Harbou mostraron en M (algo muy adecuado para un primer filme sonoro, lejos de esa sensación de irrealidad que otorgaba el cine mudo al no haber palabras) pero que prefiere que al final no encajen las piezas del todo. Nos deja con ciertas preguntas sin respuesta y, sobre todo, con una sensación inquietante, como si el Doctor Mabuse no fuera un mero criminal cuyos actos y motivaciones sean delimitables, sino un reflejo del mal en su forma más pura.

La Luz Azul [Das Blaue Licht] (1932) de Leni Riefenstahl

A finales de los años 20 la bailarina reconvertida en actriz Leni Riefenstahl había logrado la fama que tanto ansiaba gracias a una serie de películas que había filmado junto al director Arnold Fanck, conocidas como bergfilm o «películas de montaña». No obstante, a Riefenstahl las limitaciones que le imponía el género a nivel creativo le estaban empezando a resultar molestas. Ella ambicionaba ser una actriz dramática capaz de desenvolverse en otro tipo de filmes, pero ninguna productora de cine importante se animaba a darle esa oportunidad por considerar que era demasiado limitada para ello. Riefenstahl, lejos de desanimarse, decidió pues que si nadie quería darle un papel diferente a los que hasta ahora había encarnado, se lo inventaría ella.

Desde hacía tiempo había escrito un esbozo de historia con tintes de leyenda que le proporcionaba un tipo de personaje protagonista que se desmarcaba de los que había interpretado hasta entonces. Dicho esbozo pasó por manos del crítico de cine y escritor Béla Balázs, quien, con ayuda del guionista más importante de Alemania, Carl Mayer, le dio forma de guion cinematográfico. A partir de aquí Riefenstahl consiguió levantar el proyecto asignándose ella misma las labores de actriz protagonista, directora y productora pese a no tener ninguna experiencia en esos últimos campos y no contar con el apoyo de ningún gran estudio.

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Somewhere in Berlin [Irgendwo in Berlin] (1946) de Gerhard Lamprecht


Todo cinéfilo que se precie conocerá sin duda la obra maestra Alemania Año Cero (Germania, anno zero, 1948) de Roberto Rossellini, pero seguramente muchos no sepan que dicho filme en realidad se enclavaba dentro de una tendencia mucho más amplia de películas realizadas en la Alemania de posguerra bajo la etiqueta de Trümmerfilme («películas de escombros»). Éstos eran filmes que lógicamente, dado el estado del país tras la II Guerra Mundial, situaban sus historias en mitad de los escombros a los que hace referencia su nombre. Uno de los ejemplos más célebres ya lo reseñamos aquí, El Asesino Está entre Nosotros (Die Mörder Sind Unter Uns, 1946) de Wolfgang Staudte, pero hay multitud de títulos que podrían corresponder a esta clasificación, entre ellos Somewhere in Berlin (Irgendwo in Berlin, 1946) de Gerhard Lamprecht.

La trama de la película es mínima, casi una excusa para mostrar el día a día de un grupo de personajes que tienen como nexo común a Gustav, un niño que juega con sus amigos entre las ruinas y vive con su madre a la espera de que su padre retorne de un campo de prisioneros. Así pues, vemos a Gustav entablar amistad con un granuja que ha robado una cartera con dinero y la esconde en su casa, o a otro compañero de su edad que ayuda a su padre en el negocio del contrabando con fuegos artificiales.

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Der Andere (1930) de Robert Wiene

Resulta interesante ver hoy día algunas de las primeras películas sonoras tan aplaudidas en su tiempo, como es el caso de Der Andere (1930) de Robert Wiene, y analizarlas desde nuestra perspectiva actual. Acostumbrados ya al uso sofisticado del sonido y sus múltiples posibilidades, estas obras primitivas nos puede parecer que realmente utilizaban esa innovación de forma muy rudimentaria. Pero hay que entender que en aquellos años el añadir el sonido suponía un cambio de paradigma radical en todos los aspectos: la forma de plantear las historias, los guiones, el tipo de actuación que se esperaba de los actores, la organización de los rodajes, etc. De modo que cada detalle de una producción cinematográfica que se solventaba exitosamente en aquella era de transición resultaba una pequeña victoria.

En la primera escena del filme que nos ocupa una joven espera en las puertas de un juzgado porque no le permiten asistir al juicio. Cuando un guardia se distrae, abre una puerta para escuchar el discurso del fiscal, cuya voz se oye en off y, tal y como está registrada, se nota que está en un cuarto distinto al que está situada la cámara. Un detalle superfluo, pero que al espectador cinéfilo de 1930 le suponía una novedad, al igual que los inevitables momentos en que un personaje se pone a cantar, aunque no venga muy a cuento. Hay que sacar todo el partido de esa novedad, y si podemos regalarle un minuto musical al espectador, mejor. Aún faltaría un poco para que se estandarizara el uso de música extradiegética (es decir, que no proviene de ninguna fuente sonora de la pantalla y por tanto ejerce de banda sonora), de modo que es inevitable pensar que si vemos un piano o acordeón por la pantalla en algún momento alguien se pondrá a cantar.

Otra de las tendencias típicas de inicios del sonoro eran los remakes: aprovechemos que ahora las películas son habladas para rehacer clásicos de la era muda, pero con sonido. Así pues en Alemania a principios de los años 30 fueron testigos de remakes sonoros de Alraune (1930) por parte de Richard Oswald (y eso que la anterior tenía solo dos años) o de El Estudiante de Praga (1913) por parte de Arthur Robison, traducido aquí como El Misterioso Doctor Carpis (1933), e incluso Robert Wiene tanteó durante años una versión sonorizada de El Gabinete del Doctor Caligari (1920) pero con ambientación surrealista. El mismo Wiene decidió debutar en el sonoro con una apuesta sobre seguro: un remake de Der Andere (1913) de Max Mack, que se consideraba una de las primeras grandes obras del cine alemán y la que dio lugar al que se conoció como el Autorenfilm, un movimiento sobre el que ya habló mi colega el Doctor Caligari en su momento. Ésta a su vez era una adaptación de una obra teatral de Paul Lindau de 1893 que se llevó por primera vez a la pantalla en un intento de atraer al público burgués con películas que tuvieran una pátina respetable. Era frecuente pues tirar de adaptaciones de obras de prestigio con actores teatrales reconocidos, como era en aquel caso Albert Bassermann, cuya presencia en el filme de Max Mack suponía una de las garantías de respetabilidad de dicha adaptación.

La historia es una variación del tema de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde que, vista hoy día, nos parece que – al menos en su adaptación cinematográfica, ya que desconozco el referente teatral – tiene muy poca sustancia. La historia de un respetable abogado que padece de trastornos de doble personalidad y de noche se convierte en un delincuente daba juego para un filme de suspense o uno que penetrara en los dilemas psicológicos del protagonista. Pero lo cierto es que la versión de 1913 apenas exploraba en esa idea, y ni siquiera las limitaciones de la época servían de excusa, ya que ese mismo año Paul Wegener exploraría con mucha más eficacia la idea del doble en la ya mentada El Estudiante de Praga (1913).

Pasemos al filme de Wiene. Estamos ya en 1930, y aunque hacía ya años que había pasado de moda el ciclo expresionista, del cual él había sido uno de los grandes responsables con El Gabinete del Doctor Caligari, este movimiento había dejado como herencia una serie de recursos expresivos que se prestaban a ser utilizados en una trama como ésta, ya fuera convirtiendo la historia en un filme de suspense o terror, o simplemente expresando cinematográficamente la faceta más oscura del protagonista. Quizá si se hubiera hecho el remake en los años 20 se habría tirado por ese camino, pero el caso es que desafortunadamente en 1930 la prioridad de Wiene era utilizar el sonido.

El filme se inicia con un curiosísimo recurso que denota esas ganas de probar cosas nuevas en los inicios del sonoro, de tantear ideas que a veces se acabaron estandarizando y a veces se desecharon, como es el caso: uno de los actores aparece de entre unas cortinas, saluda a los espectadores, presenta la película y lee muy serio los nombres de todo el equipo técnico y artístico de una hoja de papel, en sustitución de los clásicos créditos iniciales. Aunque se entiende la idea de aprovechar el sonido en todas sus facetas, el resultado tiene una apariencia entrañablemente cutre, especialmente por el poco cuidado que se ha puesto en la presentación. Pero sigamos. Asistimos a un juicio en que el abogado Hallers exige una pena durísima a un acusado, en contraste con su amigo el Doctor Koehler, que pide clemencia basándose en atenuantes psicológicos. Por la noche, Hallers se enfrasca trabajando en el caso y se ve incapaz de atender a su prometida cuando viene a hacerle compañía y tocar el piano para él. De repente, sufre un trastorno de personalidad y se convierte en un delincuente que baja a un bar de mala muerte a codearse con criminales, entre ellos la amante del hombre al que está acusando. Las cosas se complican cuando Hallers va a robar a su propia casa (!) con la complicidad de otro delincuente y recupera su personalidad en mitad del crimen. Cuando finalmente sale a la luz su problema, dos psiquiatras dicen que su única solución es internarlo en un manicomio o en la cárcel, pero el Doctor Koehler alega que se le puede curar. Hallers pues, aprende la lección, y entiende que los problemas psicológicos deben curarse y no solucionarse por la vía punitiva, como él defendía al inicio del filme.

Hay dos aspectos que hacían que este remake de Der Andere pareciera tan moderno a los críticos y espectadores de la época. Uno es obviamente el uso del sonido, que como dije al principio hoy día nos parece anodino pero que en su época fue aplaudido por su absoluto realismo e incluso su creatividad, algo que ahora nos cuesta más apreciar. El segundo es el hecho que desde el estreno de la obra original hasta este remake la teoría del psicoanálisis de Freud se había hecho mucho más popular y, a diferencia de su precedente teatral y la película de 1913, aquí los guionistas pudieron añadir referencias a dicha teoría que resultaba tan de actualidad y aún no había sido explotada a fondo en el cine salvo unas pocas excepciones. No es que Der Andere profundice a fondo en el tema, pero sí que además de incluirlo en el guion añade un dilema inexistente en sus referentes anteriores: la idea de rehabilitar a los criminales con problemas psicológicos, que si bien resulta una moraleja un tanto obvia en sus intenciones ofrecía un extra a una historia que de por sí no tenía mucha miga.

La película original de Max Mack de hecho desaprovechaba de forma flagrante las posibilidades de la idea del doble, que aquí no puede decirse que se exploren en profundidad pero sí se dan a entender algo mejor: por ejemplo la incapacidad de Hallers por comunicarse con su prometida cuando están solos da a entender una represión o una torpeza a la hora de gestionar sus emociones que luego estalla con su otro yo, quien se relaciona sin problema con mujerzuelas (en la obra teatral aparentemente se dejaba entrever por la idea de que a Hallers no se le permitía casarse con la mujer a la que amaba, siendo en este caso una represión de origen más social que psicológico).

Pero la sensación que me da es que este remake aporta buenas intenciones y resultados más bien pobres. Es innegable el esfuerzo de Wiene por integrar correctamente el uso del sonido y añadir ideas de su cosecha a la historia, pero la película resulta anodina y algo pobre, y se sostiene sobre todo por la actuación de Fritz Kortner, uno de los grandes actores del cine alemán de la época cuyo rostro sin duda será familiar a los más cinéfilos. Kortner, con experiencia teatral, no tuvo ningún problema en adaptarse al sonido, aunque en unos años tendría que enfrentarse a algo más serio: el auge del nazismo, que le obligaría a emigrar a Estados Unidos. Frecuentemente asociado a personajes secundarios, aquí Kortner demuestra tener carisma suficiente para afrontar papeles protagonistas complejos, pero su actuación no compensa el acabado tan espartano del filme y lo poco aprovechado que está el guion. El resultado final queda pues como una curiosidad hija de su época solo apta para curiosos de los inicios del sonoro o fanáticos del cine de la República de Weimar.

S.O.S. Iceberg [S.O.S. Eisberg] (1933) de Arnold Fanck y S.O.S. Iceberg (1933) de Tay Garnett


Después de más de 10 años filmando exclusivamente o bien bergfilm o bien películas documentales ambientadas en altas montañas, en algún momento de principios de los 30 el director Arnold Fanck pensó que iba siendo hora de cambiar un poco de temática. No obstante Fanck no quiso alejarse demasiado del terreno que mejor dominaba, y su primera alternativa al bergfilm sería un filme ambientado en Groenlandia, en que sus protagonistas se enfrentarían no a peligrosos picos nevados sino a icebergs. Salvo ese cambio de escenario los ingredientes serían los mismos: historia mínima como excusa para filmar en ese entorno, personajes sencillos o directamente planos, y espectaculares planos captando la belleza de la naturaleza pero también su faceta más peligrosa. En definitiva, si les gustaron las anteriores entregas de Arnold Fanck dentro del bergfilm, probablemente también les gustará S.O.S. Iceberg (1933).

La película se inicia de forma misteriosa con las frases que redacta en un cuaderno un personaje cuyo rostro no vemos y que está atrapado en algún lugar de Groenlandia. Más adelante en un banquete de investigadores del Ártico se planifica una nueva misión para dar con esa persona, el Doctor Carl Lorenz, confiando que aún siga con vida. Varios hombres se lanzan a esa peligrosa expedición y dan con Lorenz en un estado muy debilitado dentro de un gigantesco iceberg que va a la deriva. El problema está en que no tienen forma de llegar a tierra desde ahí y están atrapados en mitad del helado mar sin ninguna embarcación a mano. Después de varios días sin tener noticias de la expedición, saldrá en su búsqueda la mujer de Lorenz, la piloto de avión Hella, interpretada por una Leni Riefenstahl extrañamente desaprovechada y casi diría que ausente en la que, por cierto, no es su última actuación como se menciona en algunos sitios, pero sí su último trabajo como actriz en un filme no dirigido por ella misma – años después dirigiría y protagonizaría la notable Tierra Baja (1954).

Tengo la impresión de que Arnold Fanck es uno de esos directores que daban tanta importancia al proceso de creación de la película como al filme resultante… por no decir incluso que le daba más importancia al primer aspecto. Al haber sido antes un experto alpinista que director de cine, Fanck parecía concebir sus filmes como pequeñas aventuras en que el reto estaba en lograr una buena película que captara el entorno en unas condiciones de rodaje especialmente difíciles de sobrellevar. Es por ello que las historias de sus rodajes están plagadas de curiosas anécdotas que ponen de relieve cómo éste no dudaba en ningún momento poner en riesgo la vida de los actores y el equipo técnico con tal de obtener un buen plano.

En ese sentido S.O.S. Iceberg no fue ni mucho menos una excepción. Todo un equipo se trasladó a grabar en localizaciones reales donde tuvieron que luchar contra las inclemencias del clima y del terreno. Algunos de los actores tenían que bañarse repetidamente en las heladas aguas para efectuar algunas tomas, ante la mirada incrédula de los esquimales. Para las escenas con osos polares se trajeron tres animales de Alemania que se suponía que eran más fáciles de tratar al haber estado en cautiverio, pero eso no los hacía inofensivos en absoluto. Continuamente las placas de hielo se rompían provocando accidentes y poniendo en peligro la película (si alguna de las cámaras caía al agua se perdería todo lo rodado). Varios miembros del equipo que no sabían nadar se llevaron un susto cuando una lancha volcó a causa de los enormes trozos de hielo que caían de los icebergs (significativamente los esquimales se negaban rotundamente a pasar con sus barcas cerca de cualquier iceberg). De hecho, en una extraña ironía, el argumento de la película se convirtió en realidad cuando uno de los científicos que acompañaban al equipo de Fanck se perdió durante nueve días y tuvo que enviarse a un aviador a buscarle (por suerte dieron con él a tiempo).

La razón de ser de todo ello era obviamente el que acabó siendo el gran aliciente de la película: la autenticidad de los espectaculares paisajes del Ártico, que no nos cabe duda que son reales y no recreaciones de estudio o metraje documental añadido de forma falseada como fondo mientras los actores fingían estar viviendo aventuras en un cómodo estudio berlinés. Todo lo que se ve es auténtico y eso le da un valor extra a la película.

El gran problema de S.O.S. Iceberg no obstante es que no funciona tan bien como sus bergfilm por un problema de planteamiento: en sus películas de aventuras montañeras, los protagonistas tenían una meta a conseguir (alcanzar una cima o sobrevivir a una situación de riesgo) que daba pie a escenas de acción ya fueran protagonizadas por ellos o por el equipo de rescate. En S.O.S. Iceberg el problema está en que los protagonistas están atrapados en un iceberg, es decir, no pueden moverse de allá y no les queda otra que esperar que les rescaten o morir congelados. De modo que la película tiene poca acción que ofrecernos llegados a ese punto más allá de mostrarnos a uno de los protagonistas nadando trabajosamente entre placas de hielo para llegar a un pueblo esquimal y a los aviadores fracasando en sus primeros intentos de rescatarlos.

Una escena en que entra en acción uno de los osos polares parece intentar animar la función pero el montaje hace bastante obvio cómo está apañada, y por otro lado la escasa definición de los personajes impide que pueda explotarse la tensión psicológica de su situación, más allá del momento en que se vuelve loco uno de ellos, interpretado por Gibson Gowland – el inolvidable protagonista de Avaricia (1924) de Erich von Stroheim, que debería llevarse alguna especie de reconocimiento por haber hecho sendas películas en territorios tan inhóspitos como el desierto del Valle de la Muerte y el Ártico. Pero incluso todo ello parece previsible y no da mucho de sí, ni siquiera en términos de suspense.

¿Con qué nos quedamos pues? Con la belleza del paisaje (el verdadero protagonista del filme) y con ese tono tan inocente que a mí personalmente me gusta mucho del cine de Fanck, que tiene un aire a esas historias de aventuras juveniles que el cineasta recreaba en sus películas. De hecho el propio Fanck diría años después que la razón de ser de sus filmes era educar a los jóvenes sobre los peligros que encerraba la naturaleza, y en este caso creo que todo joven espectador aprendió lo arriesgado que era jugar cerca de icebergs u osos polares, así que en ese sentido cumplió su propósito.



Existe también una versión americana de esta misma historia que se filmó al mismo tiempo pero que no constituye, como yo pensaba, una versión multilenguaje. Si bien es cierto que ambas se filmaron a la vez y que algunos miembros del reparto aparecen en ambas (Gibson Gowland y Leni Riefenstahl, cuya presencia en la versión americana me inclino a pensar que se debe más a ser una de las pocas actrices de renombre dispuestas a filmar una película de aventuras en el Ártico que a su potencial taquillero en Estados Unidos), en realidad la americana tiene un guion distinto pese a que la historia en esencia es la misma: unos exploradores atrapados en un iceberg, la aviadora que acude al rescate y queda atrapada con ellos, y el rescate final gracias a los esquimales.

Según parece esta estrategia de filmar dos versiones tiene que ver con los problemas que tuvieron los productores alemanes para tirar adelante un rodaje con tantos problemas logísticos, lo cual les obligó a contar con la ayuda de la Universal, que por entonces estaba financiando algunas películas en Alemania – como la recientemente reseñada El Hijo Pródigo (1934) de Luis Trenker. El estudio americano supuso que el atractivo de un relato de aventuras en el Ártico bien podría aprovecharse para hacer una versión americana de la historia y encargó a Tay Garnett que filmara la misma historia.

Comparando ambos versiones, la americana parece más preocupada en construir algo parecido a unos personajes definidos y en establecer una narrativa. Pero si bien es cierto que la versión de Tay Garnett deja un poco más clara la personalidad de cada miembro de la expedición y construye mejor los hechos que les llevan a quedar atrapados en un iceberg, tampoco esperen nada excepcional. Los personajes siguen siendo muy estereotipados y psicológicamente planos (Gibson Gowland por ejemplo es tan arquetípicamente cobarde y egoísta que su descenso a la locura resulta previsible casi desde su segunda aparición en el filme), y la historia no da mucho más de sí, pero en general todo parece un poco más ordenado y coherente.

En estos aspectos funciona mejor: sabemos lo que estamos viendo y todo tiene algo más de sentido; pero al mismo tiempo no transmite de forma tan especial la belleza y peligrosidad del entorno como la de Fanck. Este último no sabemos si era incapaz de construir un guion coherente o si simplemente no le interesaba, pero si bien sus filmes se resienten mucho en ese aspecto a cambio son más únicos. En esencia creo que ambas versiones tienen un nivel parecido y unos defectos y virtudes similares, si bien la alemana dura 10 minutos más y resulta más particular que la americana, que no deja de ser una entretenida historia de aventuras.

El Hijo Pródigo [Der verlorene Sohn] (1934) de Luis Trenker

¡Qué película tan extraña es El Hijo Pródigo (1934) de Luis Trenker! Es uno de esos filmes que, más allá de sus defectos, resulta chocante porque uno tiene la sensación de no entender exactamente qué pretendía su creador, que en este caso parece no acabar de decidirse entre hacer un bergfilm como los que protagonizó junto a Leni Riefenstahl, un drama social o un alegato a favor de las tradiciones culturales de Baviera. O, mejor aún, quizá pretendía abarcar todo eso y lo mezcló como pudo.

El protagonista lo encarna el propio Luis Trenker, que se había hecho una célebre carrera como actor antes de pasar a la dirección, y que aquí encarna al hijo pródigo al que alude el título del filme… ¡a sus 42 años de edad! Ése es un primer aspecto que juega en contra de la verosimilitud de su personaje, Tonio Feuersinger, un campesino que vive en el sur del Tirol; pero el gran problema está en la construcción de su personalidad, que resulta tan plana y unidimensional que en ocasiones parece una caricatura paródica. La primera escena nos ofrece ya de entrada la visión idealizada de Trenker de lo que debía ser un auténtico tirolés: hombretones fuertes, saludables y optimistas, siempre dispuestos a entonar alguna canción mientras tallan madera. De hecho estos simpáticos muchachos tienen tan buen fondo que cuando otro hombre se queda embobado mirando a la chica de la que Tonio está enamorado, Barbl, nuestro protagonista en vez de enfadarse con él lo reta a una fraternal prueba de fuerza típica de machotes de la cual, por supuesto, Tonio sale vencedor. Los triángulos amorosos pues no existen en el Tirol, estos chicos tan sanotes lo solucionan todo con saludables muestras de hombría tras las cuales siguen siendo tan amigos.

Pero, ay, algo amenaza el bucólico pueblo en que viven nuestros protagonistas: la llegada de unos turistas americanos, los Williams, cuya atractiva hija Lilian se encapricha de nuestro protagonista. Como es natural ella le pide que hagan juntos una excursión a una peligrosa cima de una montaña (en el bergfilm las pulsiones amorosas se manifiestan mediante escaladas a montañas) y a partir de aquí todo se vuelve muy loco. Tienen un accidente que mata a un compañero de Tonio y éste decide entonces irse a vivir a Nueva York. Sin darnos tiempo a asimilar esa decisión nos encontramos ya a Tonio en la Gran Manzana sin trabajo y al borde de la mendicidad, echando de menos su país natal.

Después de pasar muchas penurias de repente Tonio acaba trabajando como asistente en un combate de boxeo y, tras noquear en un arrebato a un boxeador profesional, le vemos acto seguido en una fiesta de gala bien vestido y coqueteando de nuevo con Lilian. La causalidad entre las diferentes escenas de El Hijo Pródigo es uno de los grandes misterios de la película.

El Hijo Pródigo es una de esas obras en las que desde el inicio intuyes lo que va a suceder y cómo va a acabar todo: el gran anhelo de Tonio es salir de su pequeño pueblo y viajar a la ciudad más grande del mundo, Nueva York, pero ya antes de que se embarque allá sabemos que no encontrará la felicidad y que, probablemente, la cinta nos ofrecerá un contraste entre el idílico mundo rural y el bullicioso mundo urbano. Lo que hace que ésta sea una obra tan interesante pese a lo previsible que eso resulta es la forma tan extraña como Trenker plantea esta historia moviéndose abruptamente entre registros tan diferentes. Por ejemplo la escalada con Lilian está descaradamente añadida con calzador porque al ser Trenker uno de los grandes actores de bergfilm suponía que debería ofrecer a sus fans al menos una peligrosa escalada (muy bien filmada, todo sea dicho), mientras que la secuencia final de la celebración típica de su pueblo se alarga durante un cuarto de hora cuando la trama principal hace ya rato que ha llegado a su fin.

Pero he aquí uno de los aspectos más llamativos del filme: pese a lo inconexo de su guion y lo pueriles que son sus personajes, apenas conozco otras películas americanas de la época que hicieran un retrato tan fidedigno del Nueva York de la Gran Depresión. Las escenas en que Tonio se mueve en los barrios más pobres de la ciudad mientras busca su manera de subsistir tienen un impagable valor documental además de dejar entrever una clara crítica social hacia esa supuesta sociedad de las oportunidades. Es una pena que el personaje de Tonio sea demasiado plano e infantil para desarrollar más a fondo las penurias que pasa en ese tramo de la película, aunque aun así Trenker nos deja algunos momentos que se quedan grabados. Por ejemplo, cuando Tonio roba comida en un mercado un policía le persigue por toda la ciudad hasta encontrarle en un rincón devorando famélico lo que ha robado. Ante esa patética imagen, el oficial de la ley decide dar media vuelta y dejarle en paz por compasión. Hasta en las grandes ciudades hay buenas personas.

No obstante, es innegable que donde Trenker se mueve mejor es en el registro semidocumental, ya sea filmando los bellos paisajes tiroleses, la pobreza de las grandes ciudades o la espectacular escena final en que se capta con todo detalle una pintoresca festividad en que todo el pueblo de Tonio bailan enmascarados, y que desemboca en una climática escena final de tintes religiosos. Como sucedía con muchos bergfilm, al final las tramas tan simples son una excusa para que nos dejemos llevar por las imágenes y, en este caso, nos quedemos con el gran valor documental de los diferentes entornos y costumbres que filma Trenker a lo largo del metraje. Más allá de eso, la historia no resiste cualquier análisis medianamente concienzudo y nos ofrece algunos diálogos tan simplistas que resultan risibles. Un ejemplo: Tonio se reencuentra con Lilian en Nueva York y a lo largo de una fiesta ella le confiesa que está enamorada de él; pero justo cuando ambos van a decidirse a casarse, Tonio ve una máscara típica de su región natal usada en la casa a modo de decoración y recuerda que, después de todo, tiene a otra chica esperando ahí. Tras un súbito corte de escena vemos de repente a Tonio volviendo a su pueblo, y cuando se reencuentra con Barbl después de varios años separados le dice que no tenía nada que temer porque le prometió que volvería… ¡cuando hace solo unos minutos le vimos en brazos de una rubia con la que ha estado a punto de casarse!

El Hijo Pródigo fue la última de las producciones que realizaron juntos la Deutsche Universal Film y la Universal de Hollywood, entre las que se encuentra la curiosa S.O.S. Eisberg (1933) de Arnold Fanck con Leni Riefenstahl, de la que se estrenaron al mismo tiempo una versión inglesa y una americana. Aun así, cuando las tropas americanas ocuparon Alemania en la posguerra prohibieron temporalmente esta película por la visión tan crítica que daba de la sociedad americana y ese retrato del prototípico hombre alemán idealizado que quizá en 1934 podría haberse visto con cierta inocencia, pero que tras lo que supuso el nazismo se veía en retrospectiva con un comprensible recelo. Sin entrar en debates sobre si lo que aquí nos ofrece Trenker busca explícitamente entroncarse dentro del aparato ideológico del nazismo o si simplemente alimenta una visión idealizada de la identidad alemana que el nazismo se apropió, analizándola únicamente como película es una obra cuyo visionado sigue siendo muy interesante hoy día pese a sus numerosas flaquezas (especialmente a nivel de guion), y no solo por su valor documental sino por ese extraño y enrevesado viaje que nos ofrece Trenker de unos espacios y géneros a otros.

El Misterioso Doctor Carpis [Der Student von Prag] (1934) de Arthur Robison


La historia de El Estudiante de Praga parece ser bastante apreciada por el público alemán de los inicios del cine, ya que fue objeto de tres versiones en solo 20 años, una por década: la original, del año 1913 dirigida por Stellan Rye, que cuenta con el aliciente de ser la pionera; la de Henrik Galeen de 1926, que me parece la mejor de las tres, y ésta de 1935 dirigida por Arthur Robison, que es la gran olvidada. Curiosamente creo que cada versión atesora méritos propios que la dotan de interés, de modo que para mí no tiene sentido compararlas para decidir cuál es mejor o peor, puesto que cada una de ellas tiene su estilo propio y ciertas decisiones de guion que la diferencian de las otras dos.

El argumento, ideado en la primera versión por el poeta Hanns Heinz Ewers como una mezcla entre el relato «William Wilson» de Poe y Fausto, nos explica aquí cómo un humilde estudiante de la Universidad de Praga, Balduin, es tentado por un misterioso hombre llamado Dr. Carpis para aceptar un misterioso trato que le da una considerable fortuna. Con ese dinero Balduin consigue acercarse a una célebre cantante de ópera llamada Julia de la que está enamorado, pero por el camino habrá perdido una parte importante de sí mismo.

Un primer rasgo a celebrar de este remake, que en España recibió el curioso título de El Misterioso Doctor Carpis (1935), es que elige el camino que deberían seguir todos los remakes: tomar los elementos básicos de la premisa original para luego reformularlos de una forma distinta, dándole personalidad propia. Y comparado con las dos versiones anteriores, no son pocas las variaciones que se permite aquí Robison. De entrada, figura del Doctor Carpis no parece tan inhumana como sus predecesores, de hecho está enamorado de Julia sin ser correspondido y sospechamos que manipula al protagonista como venganza ante ella, quien alude en cierto momento a otro amante anterior que se acabó suicidando. Nunca se llega a aclarar exactamente hasta dónde llegan sus poderes sobrenaturales, pero aquí le vemos más como otro integrante del drama y no cómo la representación del mal que mueve los hilos.

De hecho un rasgo muy interesante de esta versión es que no hace una distinción tan clara entre el bien y el mal, algo que se enfatiza en el aspecto más claramente diferenciador del guion, que es la forma como juega con la idea del doble: a diferencia de las dos películas anteriores, aquí la figura que emerge del espejo como doppelgänger de Balduin no es su yo más oscuro y diabólico. Al contrario, cuando Balduin hace el trato con el Doctor Carpis, éste le dice que a cambio debe separarse de su otro yo, el «soñador sentimental»… ¡por tanto es nuestro protagonista el «yo maléfico» y el reflejo del espejo representa en realidad su faceta más bondadosa! La idea da menos juego desde el punto de vista de género (en los filmes anteriores la imagen de ese doble misterioso resultaba aterradora) pero le da una interesante ambigüedad a la historia al ser nuestro héroe el que se convierte en una figura amoral. No es tanto la víctima de un trato con el diablo, sino alguien que a raíz de ese trato deja entrever su faceta más oscura; una faceta que, no obstante, ya formaba parte de sí mismo.

Si bien la película en global no es tan conseguida como la versión de 1926, Robison tiene como principales bazas a favor esta visión más ambigua y transgresora del doble y varios detalles de realización que mantienen el clima sobrenatural y enrarecido de la historia. No es tan oscura como sus versiones mudas, especialmente la segunda, que se beneficia de ciertos toques expresionistas, pero tiene detalles propios magníficos. Por ejemplo mantener siempre oculto el espejo en el que está el otro yo de Balduin, incluyendo una escena en que éste y Carpis pasan por delante de otro espejo y una cortina lo tapa oportunamente para que no descubra que no tiene reflejo.

Otra gran baza a favor de esta versión es el magnífico trabajo de Anton Walbrook como protagonista, un actor que me gusta mucho pero a quien no he logrado ver en papeles principales tanto como me agradaría – y ya solo por su inolvidable rol de Boris Lermontov en Las Zapatillas Rojas (1948) merecería ser recordado – si bien es de justicia reconocer que por aspecto parece un poco mayor para ser un estudiante, a no ser que haya repetido curso un número alarmantemente alto de veces. En todo caso, tal es la fuerza de su interpretación que Robinson opta por cerrar el filme de forma mucho más concisa que los anteriores, con la expresión acongojada de Balduin ante el reflejo de su rostro en un espejo roto. Enfrentado a su propia imagen, la mirada de Walbrook da a entender perfectamente sin necesidad de monólogos interiores lo que pasa por la cabeza de su personaje: ¿he sido realmente yo quién ha hecho todo eso? Resulta muy oportuno que la tercera versión de este relato apueste más que nunca por la ambigüedad respecto a su protagonista.

Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog


Según se dice, en su momento los nativos del diminuto pueblo de Kitulgala (Sri Lanka) nunca llegaron a entender por qué los mismos occidentales que habían dedicado tanto tiempo a construir el famoso puente que da nombre a El Puente sobre el Río Kwai (1957) luego decidieron de repente destruirlo con dinamita. ¿Qué sentido tiene construir todo un puente si el propósito final es dinamitarlo? De la misma forma, aunque me parece una obra maestra del cine, cuando veo en las escenas iniciales de Apocalypse Now (1979) toda la destrucción que sembró Coppola en aquella selva no puedo evitar que una parte de mí lamente que para crear un instante cinematográfico tan sublime se haya tenido que perpetrar un atentado ecologista (los cineastas Straub y Huillet de hecho lo calificaron de «gamberro»). El arte de hacer películas en el fondo tiene mucho de absurdo y destructivo si se mira bien: destrozar bosques simplemente para conseguir un buen plano, o construir pequeños mundos efímeros que luego se acaban destruyendo, lo cual conlleva una parte de creación que no conduce a nada, porque lo que se ha construido luego desaparecerá. Un ejemplo que me viene a la cabeza es el de Tativille, la pequeña ciudad que Jacques Tati hizo construir como decorado para Playtime (1967), que disponía de un sistema eléctrico propio e incluso un ascensor en pleno funcionamiento, algo ante todas luces exagerado para lo que se supone que es un decorado. No hay duda de que ese poder que a veces se le otorga a algunos cineastas de construir cosas auténticas para sus películas – algo quizá ya en desuso en la era digital – acaba deviniendo a menudo en un afán creador que va más allá de hacer el mejor decorado para su obra. Al final a veces da la sensación de que ese afán creador es un objetivo en sí mismo.

Por otro lado, hay películas que no se pueden entender sin su contexto de creación, en que sus circunstancias de rodaje van intrínsicamente unidas a su contenido. Es el caso de Fitzcarraldo (1982), un filme sobre un hombre que se propone el excéntrico reto transportar un barco a través de la jungla para abrir una nueva ruta comercial, y que está dirigida por un cineasta que se propuso el excéntrico reto de transportar realmente un barco a través de la jungla para recrear esa historia. Es cierto que ningún trucaje con maquetas o cromas, por muy bien hecho que estuviera, tendría el mismo efecto que realizar esa hazaña de verdad. Pero no puedo evitar pensar que Werner Herzog se propuso una empresa tan inverosímil no solo para que tuviera una apariencia realista, sino porque él mismo, que se sentía identificado con el personaje de Fitzcarraldo, quería pasar por  esa prueba.

Los rodajes de muchas obras de Herzog de hecho tienen en sí mismos cierto componente de peligrosa prueba a superar. No hay más que ver el documental Mi Enemigo Íntimo (1999) para comprobarlo. Pese a que el tema principal del filme es su difícil relación con el actor Klaus Kinski, al evocar el rodaje de películas como Aguire, la Cólera de Dios (1972) o Fitzcarraldo, Herzog no puede evitar detenerse un buen rato a hablar de todas las difíciles circunstancias de ambos rodajes, olvidando temporalmente que el motivo del documental es Kinski y no sus aventuras en la selva. Y en el caso de Fitzcarraldo resulta excusable, porque es una de esas películas que no pueden disociarse ni comprenderse sin tener en cuenta sus circunstancias de producción, algo que por un lado resulta muy atractivo de leer porque hay docenas de jugosas anécdotas sobre el rodaje, pero que irónicamente puede volverse en contra del filme, porque se corre el riesgo de obviar sus cualidades artísticas eclipsadas por todo el making of.

Resulta innegable de entrada que el propio Herzog entendía a Fitzcarraldo, el protagonista del filme, como un alter ego suyo: un hombre que para llevar adelante un proyecto a todas luces absurdo (construir una ópera en el Amazonas) ponía a la práctica una idea aún más absurda transportando un barco a través de la selva para unir dos puntos del río. Tal es así que se planteó interpretarlo él mismo cuando el actor que lo encarnó inicialmente, Jason Robards, tuvo que abandonar el rodaje por enfermedad. Un cineasta mínimamente cuerdo se habría servido de todos los trucajes posibles para recrear la célebre escena del barco pero a Herzog sin duda le parecía especialmente atractiva esta empresa absurda y casi suicida hasta el punto de querer experimentarla. El hecho de transportar un barco por la selva del Amazonas tiene mucho que ver con el sinsentido de hacer películas: construir elaborados decorados que luego se destruyen, invertir millones en recursos tecnológicos y mano de obra para crear una falsa realidad, arrasar con todo lo que se interponga en su camino para conseguir la mejor película posible… la locura de invertir tanto tiempo y esfuerzo simplemente para que algo se vea bien en la pantalla. Bien mirado realizar ese tipo de grandes producciones tiene mucho de locos, por eso para él tenía todo el sentido del mundo realizar de verdad la absurda hazaña de Fitzcarraldo, una hazaña que retrospectivamente reconoció que no tenía sentido (se llegó a bautizar a sí mismo como el «Conquistador de lo inútil») – pero seamos francos, si lo pensamos bien, ¿tenía mucho sentido construir un puente en mitad de la selva de Sri Lanka para luego hacerlo dinamitar simplemente porque eso daría «una buena escena»?

El guion de Fitzcarraldo está inspirado en un tal Carlos Fitzcarrald, quien a finales del siglo XIX realizó una expedición por el Amazonas en busca de rutas para transportar caucho que le llevó a trasladar un barco campo a través por las montañas (la diferencia entre Fitzcarrald y nuestro Fitzcarraldo es que el primero lo desmontó e hizo trasladar por piezas, pero Herzog, que sabía que eso sería muy poco cinematográfico, decidió transportarlo entero). Pero la clave de Fitzcarraldo es la forma como Herzog le confiere a su personaje un aire de soñador entusiasta, que aspira a enriquecerse no por ansias de dinero sino por una mezcla de su manera de ser tan ensoñadora y su pasión por la ópera. Un cúmulo de absurdos que solo pueden sostenerse si conseguimos creernos realmente la fascinante personalidad del protagonista.

Y aquí es donde Kinski hace sin duda uno de los mejores papeles de su vida. Porque pese a que el personaje invita a ello y el actor se prestaba a ese tipo de papeles, no se dedica a interpretar a un loco megalómano y alucinado como el de Aguirre. De hecho su actuación es sorprendentemente contenida, e incluso cuando explota sin compasión a los indios que le están ayudando en esa hazaña sigue habiendo algo en él que nos gusta, porque no vemos a un ambicioso explotador, sino a un soñador que persigue un sueño absurdo, y que está dispuesto a literalmente todo para llevarlo adelante (una vez más, como el propio Herzog). Aunque el actor que iba a encarnar inicialmente a Fitzcarraldo, Jason Robards, es un gran intérprete, no creo que pudiéramos ver ese fuego en los ojos que tiene Kinski. Ese destello de locura que hace que, aunque éste se comporte de forma contenida durante buena parte de la película, intuyamos que dentro de ese hombre hay una chispa de imprevisible insensatez. Cabe mencionar también que seguramente gran parte de esta actuación tan inusualmente contenida (en ocasiones incluso encantadora) de Kinski se debe a la presencia de la fantástica Claudia Cardinale, que pese a que tiene un personaje secundario desprende suficiente personalidad y química con Kinski que no dudamos de su influencia directa tanto en Fitzcarraldo como en el propio Kinski.

Pese a todas las complicaciones logísticas y las reticencias que me supone desde el punto de vista ecológico, en el caso de Fitzcarraldo el rodaje en exteriores cabe reconocer que tuvo más sentido que nunca, ya que el filme nos sumerge literalmente en la jungla y nos hace experimentar la sensación de indefensión de los protagonistas cuando surcan río adentro hacia lo desconocido. La famosa imagen de Fitzcarraldo a bordo del barco intentando aplacar a los peligrosos indígenas (a los que nos vemos pero sí oímos con sus tambores en son de guerra) con un gramófono poniendo un disco de Caruso es no solo magistral por la forma como Kinski la interpreta, sino porque a nivel narrativo nos muestra ese choque entre lo salvaje y la civilización. La imagen de Kinski vestido de blanco poniendo ópera en un barco que está rodeado de indígenas que quieren matarle se encuentra en ese interesante límite entre lo ridículo y lo sublime, no muy alejada de la proeza sin sentido de transportar un barco por el interior de la jungla.

Una de las contradicciones más interesantes de la película es el hecho de que da innegablemente una visión crítica de cómo el protagonista en el fondo necesita la ayuda de los indígenas explotándolos a conciencia para llevar adelante su descabellado plan (por mucho que él simbolice el progreso y la civilización, ese avance siempre se ha hecho a costa de explotar impunemente a otras culturas), cuando en realidad Herzog le hizo pasar también todo tipo de penurias a su equipo de rodaje, por mucho que en su caso les pagara y diera la asistencia de un médico. En relación a eso, una vez acabado el visionado de Fitzcarraldo me hago la pregunta: ¿valió la pena tanto esfuerzo? ¿Realmente la película (o en realidad cualquier película) justifica una hazaña tan descabellada como ésta que incluye talar una parte de la selva y poner en peligro la vida de docenas de hombres? Yo diría que no, pero que ya que el filme está hecho, disfrutemos de él y contemplemos boquiabiertos el espectáculo.

Der weisse Rausch (1931) de Arnold Fanck

Al inicio de Der weisse Rausch (1931) el director Arnold Fanck nos muestra un mensaje que ya anticipa el tono que tendrá la película al reivindicar entre otras cosas la necesidad de mantener el espíritu juvenil. Y aunque puede parecer un mensaje un poco tópico en realidad es una advertencia sobre el tipo de película que nos encontraremos. Porque ésta es una de esas obras en que uno debe estar dispuesto a aceptar su tono ingenuo (a veces casi diría cándido) y entrar – nunca mejor dicho – en el juego para lograr disfrutarla aun dentro de sus limitaciones.

Ante todo cabe recordar que Fanck era el director por excelencia de uno de los géneros más populares en Alemania durante la era muda, el bergfilm (cine de montaña) que ya documentó en detalle mi colega el Doctor Caligari en su web. Pero a la hora de abordar Der weisse Rausch notamos un cambio radical en tono respecto a obras precedentes: si bien títulos como La Montaña Sagrada (1926) o Prisioneros de la Montaña (1929) eran dramas que empezaban como triángulos amorosos y desembocaban en situaciones de supervivencia, el filme que nos toca en cambio opta por un tono amable y casi bucólico. La montaña ya no se nos presenta como un entorno fascinante pero también peligroso, sino que es más bien visto como el terreno de juego donde nuestros protagonistas se dedican a practicar esquí, que es el gran tema del filme.

De hecho si en el bergfilm muchas veces la leve (y casi siempre tópica) trama es una excusa para deleitarnos con los paisajes nevados y las aventuras que viven sus protagonistas, en Der weisse Rausch directamente el argumento es casi inexistente. Básicamente vemos a una joven fascinada por las proezas de los esquiadores que decide iniciarse en ese deporte (Leni Riefenstahl, actriz por excelencia del bergfilm), a un experto esquiador que le enseña cómo desenvolverse (Hannes Schneider, uno de los esquiadores más importantes de la época y un rostro habitual en este tipo de filmes) y a dos personajes cómicos que parecen una variante de los daneses Pat y Patachon, los cuales también se están iniciando en el arte del esquí aunque en realidad los interpretan dos esquiadores profesionales reales. Más allá de eso no hay mucho más. Si ustedes son aficionados a esquiar (no es el caso de este anciano Doctor) seguramente encuentren interesante ver las técnicas que se practicaban por entonces, y de hecho el filme no esconde una cierta finalidad didáctica al enseñarnos con detalle todo lo que va aprendiendo nuestra amiga Leni para pasar de ser una torpe amateur a ser una auténtica profesional.

Si según dijo en cierta ocasión Fanck, él siempre concibió los bergfilm como películas dirigidas para jóvenes espectadores, en el caso de Der weisse Rausch la intención no puede ser más evidente. Solo hay que comparar el tipo de personaje que interpretaba en otras obras Riefenstahl (mujeres indecisas entre dos hombres, bailarinas con una especial conexión con la naturaleza) con la muchacha inocente y prácticamente asexual que encarna aquí. No hay conflictos en Der weisse Rausch, solo jóvenes sanos y dicharacheros con ganas de jugar (sin segundas intenciones) que se pasan la película haciendo todo tipo de acrobacias y persiguiéndose entre ellos. Si todo ello les parece demasiado infantil y bobalicón, recuerden el mensaje de Fanck al inicio de la película.

Siendo obviamente una obra menor de Fanck destinada básicamente a mostrarnos las bondades del mundo del esquí, el filme no carece de alicientes. De hecho aunque a Fanck nunca se le reconoció como un cineasta serio, pocos directores han sabido filmar tan bien las montañas como él (quizá porque antes de ser cineasta fue alpinista), y en este caso, aparte de ofrecernos planos deslumbrantes de picos nevados o de todas las competiciones de esquiadores, también emplea algunos recursos visualmente muy atractivos que, mucho me temo, apenas volveremos a ver en películas clásicas sonoras a causa de la pereza congénita hacia lo visual que conllevó el salto al sonoro. Me refiero por ejemplo a los fantásticos planos ralentizados, que no solo nos permiten poder ver con detalle a los esquiadores saltando – y que sin duda Riefenstahl tomó como inspiración para su Olympia (1936) – sino que también emplea en alguna escena de interiores como ese maravilloso momento en que Leni salta sobre su cama y vemos a cámara lenta cómo se llena todo de plumas – ¿no les recuerda a cierta escena de Cero en Conducta (1933) de Jean Vigo?

También se nos deslumbra con alguna proeza virtuosa como algunos planos subjetivos de los esquís en el descenso de una ladera y, si bien el uso del sonido es todavía bastante primitivo, hay que reconocer la complejidad que suponía en aquellos años filmar en exteriores… no digamos ya en una montaña perdida. Estos detalles son los que sirven de mayor aliciente para aquellos de nosotros que nos acercamos a este curioso filme sin ser necesariamente aficionados al esquí. Un curioso caso aparte dentro del género del bergfilm.

Un Año con Trece Lunas [In Einem Jahr mit 13 Monden] (1978) de Rainer Werner Fassbinder


Cuando en 1978 Rainer Werner Fassbinder se enteró de que su amante, Armin Meier, se había suicidado, quedó desolado. De hecho fue incapaz de acudir a su entierro y en su lugar se pasó varios días encerrado en una habitación de hotel, incapaz de afrontar el mundo exterior. Aunque inicialmente la relación entre ambos había comenzado de forma idílica y el propio Fassbinder creía que Meier le podría aportar algo de estabilidad a su vida, con el tiempo el cineasta había ido distanciándose de él y su día a día acabó siendo una serie de riñas y continuas infidelidades que atormentaban a un celoso Meier, el cual se sentía utilizado como un mero juguete a manos del más sofisticado Fassbinder. Una vez Meier tuvo la confirmación definitiva de que Fassbinder había decidido romper definitivamente con él al no invitarle a su fiesta de cumpleaños, decidió quitarse la vida provocando en el director un insoportable sentimiento de culpabilidad. Posteriormente diría que solo se le ocurrieron tres formas de sobrellevar un hecho tan traumático: empezar una nueva vida en Paraguay como granjero (¿?), dejar de interesarse por todo lo que le rodeaba o hacer una película. Y si tenemos en cuenta que para Fassbinder el cine era literalmente su vida, resulta comprensible que se decantara por la tercera opción.

Un Año con Trece Lunas (1978) fue por tanto su homenaje a la figura de Meier a través de la historia de los últimos cinco días de una transexual, Elvira, antes de que decida quitarse la vida. Aunque la historia es ficcionalizada, resulta claro que Fassbinder se inspiró en Meier, ya que incorporó elementos de su vida en el metraje, como su trabajo en un matadero o el haber sido criado por monjas. Más que seguir un hilo argumental claro, lo que nos narra Fassbinder es cómo Elvira, tras la traumática ruptura sentimental con su amante actual, emprende en esos días una especie de viaje retrospectivo reencontrándose con las personas que fueron más importantes en su vida, culminando con el primer hombre al que amó, Anton Saitz, por el cual se hizo una operación de cambio de sexo confiando en vano que éste la aceptaría así como amante.

Una de las principales ideas que sobrevuelan sobre el personaje de Elvira es su incapacidad por encajar en ningún sitio o por encontrar su posición clara en la sociedad, algo que queda especialmente patente en lo que respecta a su sexualidad. Ya la escena inicial nos da una idea al respecto de lo confusa que resulta su forma de afrontar su sexualidad cuando la vemos disfrazada de hombre para conseguir mantener relaciones con un homosexual, provocando la furia de éste al descubrir que Elvira no es otro hombre. Aunque se sometió a una operación para cambiar de sexo, no tenemos nunca la sensación de que Elvira se integre del todo en su rol de mujer, como pone en evidencia su físico excesivamente corpulento. Del mismo modo, esa búsqueda de amor nunca acaba de ser del todo satisfactoria ni en lo que respecta a su anterior esposa e hija ni en lo que concierne a su reencuentro con Anton; pero no porque les provoque una sensación de rechazo (al contrario, su exmujer e hija parecen tenerle cariño), sino más bien porque sencillamente no encaja con ellos. El problema no está pues en el cambio de sexo, sino en la propia Elvira.

Para reflejar esa sensación de inquietud e inestabilidad, Fassbinder se sirve muy a menudo del recurso de contraposición o incluso de choque. Por ejemplo, a nivel musical tenemos la cruel escena inicial (la paliza que le asestan unos homosexuales a Elvira al descubrir que no es un hombre) acompañada por la preciosa pieza de Gustav Mahler, o el momento en que se sume en una depresión en la zona de juegos recreativos bajo la hermosa «Song for Europe» de Roxy Music, contrastando los ruidos festivos de las máquinas con el tono solemne de la canción y la pose compungida de Elvira, que pasa desapercibida para el resto en el que es uno de los reflejos más acertados que he visto de esa angustiosa sensación de sentirse deprimido con la impresión de que, no obstante, el mundo sigue su curso ajeno a uno. También se refleja esa idea de contrastes en la escena del matadero (en que Elvira evoca nostálgicos recuerdos del pasado mientras nosotros nos enfrentamos a los sangrientos detalles de cómo se sacrifica y descuartiza a las vacas) o en la misma figura de Anton, que se nos pinta como una figura poderosísima e implacable y que al final resulta ser un tipo vestido con un traje de tenis que recrea números musicales de Jerry Lewis con sus hombres de confianza.

Un Año con Trece Lunas es una película realmente variopinta, que ofrece una galería de personajes extravagantes (el hombre que se suicida con inquietante serenidad después de charlar amistosamente con Elvira, el exempleado de Anton obsesionado con vigilarle, el propio Anton….) enmarcados en una puesta en escena visualmente muy potente ideada por el propio Fassbinder, quien tiene un control absoluto de la película al encargarse de la dirección, producción, guión, fotografía y dirección artística. Es indudablemente un proyecto muy personal (Fassbinder la citó como una de sus películas favoritas) que le sirvió para exorcizar sus sentimientos y que, precisamente por eso, en su momento fue muy criticada bajo pretexto de que estaba sirviéndose de todo el escándalo alrededor de la muerte de Meier para hacer una película, con el agravante de que él había sido en gran parte el responsable de su suicidio.

Sin entrar en consideraciones morales, lo interesante del filme es que no es un mero panegírico sobre un personaje trágico e incomprendido, realmente aunque nos compadecemos de Elvira no llegamos a entenderla al final de la película; sigue pareciéndonos un personaje elusivo, extraño y en ocasiones hasta irritante. Pero uno de los grandes méritos de Fassbinder está precisamente en que, aun siendo un tema que le tocaba tan de cerca, fuera capaz de abordarlo con un filme complejo y de difícil clasificación.