Fritz Lang

El Testamento del Doctor Mabuse [Das Testament des dr. Mabuse] (1933) de Fritz Lang

Amigos lectores, hoy hace 15 años que el Doctor Mabuse decidió salir del escondrijo en el que llevaba décadas oculto para abrir un gabinete dedicado a comentar películas. La idea inicial era que fuera simplemente un sitio donde dejar constancia por escrito de sus últimos visionados o de algunas ideas que le habían venido a la cabeza viendo ciertas películas, y de hecho durante los primeros años ni siquiera le dio mucha difusión (en parte, también hay que decirlo, porque sus encontronazos con la justicia exigían mantener un perfil bajo).

Sea como sea, 15 años después aquí seguimos manteniendo este pequeño rincón cinéfilo. Y así como en su quinto aniversario este Doctor decidió realizar una reseña de su biopic, para el 15º aniversario se le ha ocurrido escribir sobre la secuela de dicho biopic.

Antes de entrar en materia, gracias a todos los que han ido siguiendo los escritos de este anciano Doctor y espero que les hayan servido para descubrir o revalorizar algunos de los filmes comentados aquí.


El Testamento del Doctor Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1933) es una película tan empapada por el mito que la rodea y tan peculiar a nivel de contenido que puede resultar algo complejo acercarse a ella. Intentémoslo comenzando por el principio y aclarando algunos malentendidos. Como sin duda muchos sabrán, este filme fue la última obra que realizó Fritz Lang en Alemania antes de huir al extranjero a causa del nazismo. Su estreno fue dificultoso a causa de que el régimen nazi puso objeciones a la cinta y ésta acabaría siendo censurada. Es famosa de hecho la anécdota del encuentro entre Lang y Joseph Goebbels en esas fechas, en que este último empezó explicándole sus objeciones a su última obra para luego pasar a ofrecerle un puesto de máxima importancia en la industria alemana – una anécdota por cierto falsa por mucho que probablemente tuviera una parte de verdad.

Uno de los aspectos que han hecho de ésta una película tan legendaria es el hecho de que su trama comenta entre líneas la poderosa y dañina influencia del nazismo sobre la población alemana precisamente en el momento en que el partido ya se habían asentado en el poder. En la película, cuyo argumento detallaremos en breve, un personaje diabólico internado en un manicomio utiliza sus poderes sobrenaturales de persuasión para conseguir que otro siga sus enseñanzas liderando una banda de criminales destinada a provocar el caos. Un argumento como éste estrenado en 1933 parece un claro subtexto sobre lo que estaba sucediendo con el nazismo, pero las cosas no son tan sencillas como parece, y El Testamento del Doctor Mabuse se presenta como una cinta complicada y esquiva.

Porque, ya de entrada, resulta que el guion del film proviene de su colaboradora y esposa Thea von Harbou, que era una ferviente creyente en el ideario nazi (hecho que provocaría su divorcio y que éste fuera su último trabajo juntos). Por otro lado, la idea de realizar una secuela de su exitoso filme mudo El Doctor Mabuse (1922) no vino, como su director siempre aseguró, por parte de unos productores que querían un éxito seguro, sino del propio Lang. Pero lo interesante de este hecho es que la idea de esta película data de 1930, es decir, ¡antes siquiera de que el nazismo llegara al poder! Según parece, Lang escribió al autor de la novela original de El Doctor Mabuse, Norbert Jacques, que era amigo suyo, preguntándole su opinión sobre el guion de M, el Vampiro de Düsseldorf (1931), y de paso le lanzó la posibilidad de realizar una secuela sobre el personaje del Doctor Mabuse y le pidió ideas. Jacques en aquella época estaba escribiendo una novela en que una misteriosa mujer diabólica retomaba el legado de Mabuse basándose en sus últimos escritos y le propuso esta idea a Lang. Éste no se mostró muy receptivo, pero sí que tomó prestado el concepto de un testamento del Doctor Mabuse, a partir del cual ideó un nuevo argumento que Thea von Harbou convirtió en guion – para complicar las cosas, la novela de Jacques acabaría llevando también el título de El Testamento del Doctor Mabuse pero difiere por completo de la película y no se pudo publicar hasta décadas después.

Todo esto sucedió antes que los nazis hubieran llegado al poder. ¿Quiere decir eso que El Testamento del Doctor Mabuse no sirve como filme que capte el «espíritu» de su tiempo? ¿O que mientras lo filmaba Lang no tuviera en mente los paralelismos con la situación que estaba viviendo la sociedad alemana? En absoluto. Pero sí que obliga a matizar un poco algunos de los mitos alrededor de su creación. No fue un proyecto ideado por Lang como respuesta a los horrores del nazismo (¿podría haberlo sido sin que su guionista, de ideología nazi, no se hubiera dado cuenta?) y ni siquiera fue prohibido por Goebbels por haber entendido ese subtexto.

De hecho la prohibición nazi iba por otro camino totalmente distinto: la película daba a entender la idea de que un pequeño grupo de terroristas podía poner en jaque la estabilidad social, algo impensable en una época en que el nazismo precisamente se vanagloriaba de que, bajo su poder, habían traído la estabilidad que el país no había tenido durante la República de Weimar. Goebbels echaba en falta en el guion una figura fuerte y poderosa, un Führer, que al final devolviera el orden. El filme de Lang, aunque nos muestra la derrota de la banda criminal, no se vanagloria de la victoria de las fuerzas de la ley y se centra más en la perniciosa influencia de la figura de Mabuse.

El argumento de la película, que puede parecer algo embarullado en un primer visionado, contrapone varias historias que circulan en paralelo. Por un lado tenemos al inspector Karl Lohmann, que recibe la llamada de un antiguo subalterno suyo, Hofmeister, quien ha descubierto un peligroso entramado criminal. No obstante, antes de que Lohmann pueda saber los detalles, Hofmeister es atacado por sus perseguidores y, de la impresión que sufre, se vuelve loco, siendo confinado en un manicomio. Por otro lado, tenemos al director de dicha institución, el Profesor Bam, que está obsesionado con uno de sus pacientes más célebres: el Doctor Mabuse, un genio del mal que, sucumbió a la demencia y lleva un tiempo mudo escribiendo frenéticamente en un montón de papeles una especie de legado, que incluye diversas ideas para cometer crímenes y, sobre todo, su deseo de llevar la sociedad al colapso.

Finalmente, tenemos una banda criminal que opera bajo las órdenes de una misteriosa figura que se hace llamar Doctor Mabuse pero cuyo rostro nadie ha visto. Éstos se dedican a cometer una serie de delitos que, a menudo, no tienen una finalidad concreta más allá de desastabilizar el sistema y provocar el caos. Entre los miembros de la banda está Thomas Kent, un hombre que se quiere reformar después de haber conocido a Lilli, de la que se ha enamorado.

Ciertamente El Testamento del Doctor Mabuse es una película perfecta como cierre de una etapa. De entrada, en ella se encuentran los últimos ecos de la corriente expresionista que caracterizó una parte muy minoritaria pero, a cambio, muy influyente del cine alemán hasta la fecha. De hecho su argumento remite no solo obviamente al primer Doctor Mabuse, sino también, por su subtrama ambientada en un manicomio cuyo director es sospechoso de ser un criminal, a El Gabinete del Doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920), que además de ser la obra fundacional de dicha tendencia fue un film con el que Lang tuvo cierta vinculación: él fue el primer director que se pensó inicialmente para dirigirlo y supuestamente propuso el prólogo y epílogo que cambiaban el sentido de la cinta. Aunque solo sea por pura casualidad – porque ya hemos visto que el proyecto empezó su fase de preproducción antes de la llegada del nazismo al poder – su timing como secuela es perfecta: si el primer Mabuse reflejaba el caos de la República de Weimar y dicho personaje quedaba íntimamente unido a la inestabilidad económica y la salvaje inflación de la época, su secuela llega en el momento oportuno de documentar un segundo momento tristemente decisivo en la historia alemana, es decir, la llegada del nazismo al poder.

Pero he aquí un aspecto fundamental que dota de tantísimo interés a esta película, alejándola de las convencionales secuelas que se dedican simplemente a revisar los motivos y personajes de su obra precedente: en el primer Mabuse, ésta era una figura ultrapoderosa que se mezclaba en todos los ámbitos de la sociedad gracias a su capacidad de disfrazarse, aquí en cambio mantiene ese poder que le permite controlar todo, pero ya no es una figura de carne y hueso. Mabuse se convierte aquí pues en una figura maléfica inconcreta y casi diríamos abstracta. Es por ello que resulta importante que sea una secuela, porque como espectadores conocemos lo sumamente poderoso y casi irreductible que era Mabuse en la primera película, y eso hace que su nombre y su mera presencia, aunque sea de refilón, siga imponiendo. Pero éste es un Mabuse al que nunca vemos en acción, solo le oímos (y eso es en la teoría, ya que pronto sabremos que ni siquiera era su voz) y del cual solo vemos las consecuencias de sus planes. El genio del mal queda aquí pues dividido en dos: está el Mabuse real, al que vemos pero nunca escuchamos, que escribe toda una serie de planes diabólicos pero nunca los ejecuta; y luego el supuesto segundo Mabuse, al que nunca vemos pero que se manifiesta como una figura ejecutora de dichos planes.

No creo que merezca siquiera calificarse de spoiler el revelar a estas alturas que ese segundo Mabuse es en realidad el Profesor Baum, que ha quedado hechizado por la malsana influencia de su paciente y cuyo espíritu le ha acabado poseyendo, llevándole a montar esa organización criminal en su nombre. No solo el filme da entender esta idea desde casi el principio sino que, si alguien podía tener alguna duda al respecto, a media película se nos ofrece una escena que acaba de confirmar esa idea, revelándonos que a Lang no le interesa nada la sorpresa o el giro final sino otras cuestiones. La escena en cuestión por cierto es la más escalofriante e inquietante de su carrera y merece que nos detengamos en ella. Baum lee algunos de los escritos de Mabuse solo y tarde de noche hasta que de repente se le aparece el espíritu del Doctor (fallecido recientemente) recitando entre susurros lo que está leyendo para, luego, darse a entender mediante una sobreimpresión que le ha «poseído».

Es un tipo de escena que solo podría haber ideado un cineasta surgido de la era muda. Es fácil imaginarla en un filme silente por ser el tipo de recurso que el aura de irrealidad que éste dota a sus obras lo hace más aceptable al espectador. Pero en una película sonora se hace extraña y, en circunstancias normales, no podría haber funcionado… pero el caso es que lo hace. Lang opta además por caracterizar al Doctor de una apariencia extraña, casi como una versión expresionista de Mabuse, dándole un tono más fantasmagórico y terrorífico. Es el único momento en que oiremos realmente la voz de Mabuse, lo cual no es un dato irrelevante, ya que uno de los alicientes de dicha secuela sería poner por fin voz a esta figura tan mítica, pero Lang en ese sentido se muestra de nuevo esquivo: la única vez en que se le escucha es hablando entre susurros, manteniendo así esa imagen fantasmal. La idea es que las apariciones de Mabuse en la película sean breves pero mantengan dicho impacto y fascinación, como queda de manifiesto en la última imagen que se nos ofrece de éste antes de que sepamos que ha muerto: un primerísimo primer plano de sus ojos mirando a cámara que también resulta escalofriante. Es un hombre encerrado y que ha perdido sus facultades mentales, pero no podemos evitar sentir miedo de dicha mirada.

Por otro lado, si El Doctor Mabuse era una muestra de las posibilidades del cine mudo con todas las influencias visuales de la época, El Testamento del Doctor Mabuse es un repaso a todo lo que podía ofrecer la novedad del sonido. Se podría escribir un artículo extenso solo sobre el uso del sonido en dicha película, pero nos obligaría a dejar fuera otras cuestiones y, además, mi colega el Doctor Caligari ya trató un poco el tema en este artículo resaltando algunas escenas clave.

Aquí únicamente mencionaremos de pasada ese extraordinario inicio compuesto solo de sonidos en la planta de fabricación de billetes falsos y, sobre todo, una de las escenas más importantes de la película – en que más adelante insistiremos – cuando Thomas y Lilly descubren que tras la cortina donde teóricamente se oculta Mabuse no hay nada, solo un altavoz, como si hubieran descubierto el artificio del cine sonoro. Lo genial de esta película es que Lang aprovechó la novedad del sonido como parte consustancial de la trama, sin el cual el filme simplemente no funcionaría en absoluto.

En la conferencia que el Profesor Baum da sobre Mabuse hay un momento en que explica cómo su paciente inicialmente escribía garabatos sin sentido, de los cuales luego empezaron a surgir palabras y finalmente frases con algo de sentido. Este mismo principio podría aplicarse a la estructura narrativa de la película. Lejos de tener un protagonista claro que vertebre el relato, Lang empieza mostrándonos varias escenas con diferentes personajes sin que al principio entendamos el vínculo entre ellos. No es hasta que va avanzando la trama que empezamos a unir los puntos y hacernos una idea global de lo que sucede – una estrategia que muestra la fortaleza de Thea von Harbou como guionista y que en realidad ya se utilizaba en M (1931), donde no teníamos un protagonista claro en la primera mitad del metraje e incluso tardábamos un tiempo en entender qué enfoque se iba a dar a esa historia sobre un asesino de niñas.

De hecho la película presenta un rasgo que podría verse como un defecto pero que yo creo que es un aspecto que juega totalmente a su favor, y es el hecho de que se dejen varios vacíos a nivel narrativo. El filme, como muchas obras del periodo alemán de Lang, opta por ese tipo de situaciones tan enrevesadas de suspense que denotan la influencia que tuvieron en él los seriales. Desde nuestro punto de vista actual, las estrategias que se emplean para liquidar (o intentarlo) a algunos de los personajes son absurdas, casi más una exhibición de poder que puro pragmatismo. Pero lo curioso es que, aún aceptando eso, se dejan varias preguntas expresamente abiertas. En la escena en que Thomas y Lilly miran al otro lado de la cortina descubren que es todo un engaño y que Mabuse (o el que se hace pasar por él) no está al otro lado, sino que solo había una silueta y un altavoz. Pero la película nos ha dado a entender previamente que en las otras escenas situadas en la guarida de los criminales sí que debía estar presente: el guion insiste en vincular los momentos en que Mabuse cita a sus secuaces con escenas en que Baum se encerraba en su biblioteca desde donde presuntamente podía escapar sin ser visto, y por otro lado en los anteriores encuentros es imposible que Mabuse/Baum haya grabado su discurso previamente, porque interactúa con los criminales en función de los gestos que hacen, es decir, está ahí y les está viendo, aunque ellos no a él – recordemos la importancia que tenía en El Doctor Mabuse el poder de la mirada (no en vano Mabuse es hipnotizador), y como aquí se mantiene la idea en base a que éste está por encima de sus secuaces por el hecho de que él puede observarles, pero ellos no a él.

El hecho de que no se aclare la necesaria presencia real de Baum en las anteriores reuniones con sus secuaces no es un fallo de guion porque tiene una explicación lógica (más adelante vemos que cuando se encierra en la biblioteca, Baum usa un mecanismo grabado para simular que sigue ahí), simplemente el guion elige no aclararlo explícitamente, igual que otros aspectos de la trama que quedan un tanto en el aire (por ejemplo, el supuesto ataque que sufre Hofmeister en su casa mientras habla por teléfono: ¿qué ha sucedido exactamente para que se haya vuelto loco y por qué no lo han matado?). Pero todo ello contribuye a generar ese clima de inconsistencia e irrealidad que va muy en la línea de la figura de Mabuse como un ente casi abstracto que sigue operando a través de Baum. Nada se acaba de concretar o explicar del todo, permanece siempre una sensación de inquietud como si la resolución final del filme no fuera suficiente. En ese sentido, la escena en que Thomas y Lilly miran detrás de la cortina – insisto, uno de los mejores momentos de la filmografía de Lang por todo lo que significa – podría entenderse también como un reflejo de los asistentes a un espectáculo que miran detrás de las bambalinas para descubrir cuál es el secreto tras un truco de magia, la explicación lógica a todo lo que está sucediendo. La fría realidad es tan decepcionante como averiguar la trampa que ocultaba el mago en el escenario. Un simple recorte con una silueta y un altavoz no sirven como explicación, nos deja insatisfechos, nos queda la sensación de que había algo más pero que no sabemos precisar el qué.

En este sentido, El Testamento del Doctor Mabuse utiliza los últimos resquicios que quedan del expresionismo como forma de moldear un mundo inconsistente y poco fiable y, a un nivel más explícito y estético, como reflejo de los delirios que provoca el influjo de Mabuse: las formas fantasmagóricas y criminales que cree ver un enloquecido Hofmeister en el cuarto del psiquiátrico o la presencia de Mabuse que se le aparece a Baum en su despacho o mientras conduce al final de la película. Por cierto, teniendo en cuenta que Lang dice que propuso la idea para el prólogo y epílogo de El Gabinete del Doctor Caligari porque solo así el espectador entendería la puesta en escena expresionista como el reflejo de una mente enloquecida, no deja de ser significativo que en este filme los detalles más expresionistas vengan, precisamente, del punto de vista de personajes enloquecidos.

Me doy cuenta de que llevo escrito mucho sobre esta película y no obstante tengo la sensación de que me estoy dejando demasiadas cosas en el tintero: la forma como Lang maneja el suspense en la escena del tiroteo desde la casa de uno de los gángsters, el asesinato entre coches que es puro Hitchcock (la idea visual de toda una caravana de coches que avanzan mientras uno queda extrañamente detenido, generando esa inquietud de que «algo no encaja» no podría ser más hitchcockiana), el carácter sardónico del inspector Lohmann como improbable héroe (que además ya había aparecido en el mismo papel en M) secundado por su sufrido ayudante, el genial montaje que concatena escenas totalmente distintas mediante conceptos o asociaciones de ideas, los planos de los arboles mecidos por el viento durante la noche en la escena final de la huida o incluso el hecho de que la ñoña subtrama romántica no consiga sabotear la película.

Es El Testamento del Doctor Mabuse una obra maestra que, más allá de la mística que la de sus circunstancias de producción y su contexto, resulta inabarcable por la multitud de detalles e ideas que atesora. Pero creo que lo mejor de todo es esa idea de que sea una película que no acaba de asentarse del todo en la lógica y racionalidad. No es un filme fantástico, ni tampoco puede decirse que su guion sea descuidado. Es un filme que parte del estilo más realista que Lang y Harbou mostraron en M (algo muy adecuado para un primer filme sonoro, lejos de esa sensación de irrealidad que otorgaba el cine mudo al no haber palabras) pero que prefiere que al final no encajen las piezas del todo. Nos deja con ciertas preguntas sin respuesta y, sobre todo, con una sensación inquietante, como si el Doctor Mabuse no fuera un mero criminal cuyos actos y motivaciones sean delimitables, sino un reflejo del mal en su forma más pura.

Especial décimo aniversario: M, el Vampiro de Düsseldorf [M – Eine Stadt sucht einen Mörder] (1931) de Fritz Lang

Este post forma parte de un especial que el Doctor Mabuse ha preparado para celebrar el décimo aniversario de la fundación de este gabinete cinéfilo. Podrán ver más detalles y la lista de películas escogidas en el siguiente enlace.

M, el Vampiro de Düsseldorf (1931) es uno de esos felices casos en que un maestro del cine mudo consiguió dar el salto al sonoro con tal maestría que puede resultar engañoso y no darnos cuenta de lo problemático que resultó ese cambio de paradigma. Porque no se trata solo de superar los innumerables inconvenientes técnicos sino de desarrollar un tipo de lenguaje diferente, adaptar la forma de narrar historias a otro sistema que ahora damos por hecho porque ya se ha estandarizado, pero que a principios de los años 30 era nuevo e implicaba guiarse mucho a base de ensayo y error.

Fritz Lang era por aquel entonces el director más grande de Alemania en todos los sentidos, y él lo sabía. En consecuencia las películas que hizo para el estudio más importante del país, la UFA, eran obras tan ambiciosas como monumentalmente caras, en que el cineasta se recreaba en su perfeccionismo alargando los rodajes eternamente. Pero después de casi arruinarles con obras magníficas como La Mujer en la Luna (1929), la UFA y el cineasta decidieron que era mejor romper su fructífera relación. De modo que en su primera obra sonora el director se vio además en la situación de que, por primera vez en muchos años, debería filmar la película con un presupuesto modesto y en «solo» mes y medio.

Esto sumado al reto nuevo del cine sonoro habría desanimado a muchos, pero no a Lang. Ayudado por su esposa y fiel colaboradora Thea von Harbou al guion, Lang se lanzó encantado al reto de hacer una película que estuviera a la altura de su leyenda y que no se viera perjudicada por estas circunstancias, tomando como inspiración la historia real de un asesino muy famoso en Alemania en aquellos años: el psicópata Peter Kürten, cuyos atroces crímenes le valieron el sobrenombre de «el vampiro de Düsseldorf».

El inicio de la película es ya de entrada uno de los más memorables de la historia del cine: unos niños juegan en el patio de un bloque de pisos a un juego sobre un monstruo que se va a llevar a uno de ellos. Una madre les pide desde una ventana que dejen ese juego tan macabro y vuelve al interior a preparar la comida para su hija pequeña Elsie, que llegará en breve. Pasamos al plano de una niña que pasea por la calle con una pelota y que se queda parada ante un cartel avisando sobre un asesino de niños. Una sombra se posa sobre el cartel y un desconocido le dirige una frase amistosa a la niña. Vemos en paralelo a la madre esperando mientras la niña y el desconocido van juntos y este último le compra un globo. La madre se da cuenta de que hace tiempo que su hija debería haber vuelto y empieza a llamarla a gritos a través de la escalera. En paralelo vemos el globo enredado en unos cables eléctricos y la pelota rodando solitariamente.

Dicha escena refleja lo que va a ser M: una película que atesora las virtudes de la era muda junto a las que va a aportar la novedad del sonido. Lang nos explica todo lo que ha sucedido magistralmente, solo con unas imágenes muy bien escogidas que sin necesidad de mostrar el horror nos lo dan a entender muy claramente (los planos del globo y la pelota son escalofriantes por lo que dan a entender, sin necesidad de más detalles). Al mismo tiempo, tenemos la incorporación del sonido con los gritos de la madre llamando a su hija que acaban de reforzar el dramatismo de la situación, algo que obviamente en una película muda no funcionaría igual.

A partir de aquí, M se desarrolla como un filme que sorprendentemente opta por un estilo más coral, en que el asesino de niñas, Hans Beckert, no llega a adquirir el protagonismo absoluto. De hecho tras un arranque en que se explican largo y tendido las pesquisas de la policía, el filme da un giro inesperado cuando pasa a reflejar cómo los jefes del hampa deciden buscar por su cuenta al asesino, ya que las continuas investigaciones de la policía están asfixiando sus «negocios», dándole a la trama un inesperado toque irónico, puesto que las fuerzas del orden y del crimen trabajan en paralelo para lograr un mismo objetivo.

Uno de los aspectos más interesantes de M es el cambio tan radical que dio Lang respecto a sus anteriores películas – no solo espectaculares sino con una temática y estilo más fantasiosos – a un tono más austero y realista. Parece como si el cineasta fuera consciente de que la innovación del sonido permitiría otorgar más realismo a las imágenes, rompiendo con ese cierto halo de (maravillosa) irrealidad que caracteriza el cine mudo y, en consecuencia, optara por una historia más cercana a la cotidianedad. De hecho gran parte del encanto de M es el minucioso retrato que hace de la época: la forma de hablar de los personajes de los bajos fondos, el detallismo tan meticuloso (esas mesas sucias con copas a medias y ceniceros repletos), el aspecto de los personajes (incluyendo los figurantes), etc.

Al mismo tiempo el cineasta es plenamente consciente de la importancia del sonido y no solo lo incorpora magistralmente a la cinta sino que le da un papel destacado. Por ejemplo, el elemento que permite descubrir al asesino es su costumbre de silbar siempre la misma melodía, y cuando está acorralado en un edificio de oficinas se descubre su paradero por el ruido que hace al intentar escapar. Como primera aproximación al sonoro realmente no está nada mal.

Mención aparte merece por descontado Peter Lorre en su primer papel protagonista. Su actuación es tan inolvidable que se trata de uno de esos casos en que un actor de larga carrera ha quedado para siempre asociado a un papel. No solo consigue transmitir esa extraña anomalía que caracteriza a un hombre así, sino que además le otorga una inesperada dignidad en la escena final en que es juzgado por una corte de criminales y comenta lleno de desesperación lo que siente después de haber cometido sus crímenes. Pocas veces se había reflejado en el cine de forma tan cruda y veraz la psique de un criminal, sin caer en los extremos o tópicos.

Al final de su vida, Lang se lamentaría de no haber tenido la oportunidad en Hollywood de hacer una película que pudiera superar M en gran parte por culpa de los problemas que tuvo para asentar su carrera en América. Pero ciertamente, usar M como vara de medir roza casi lo masoquista, puesto que aunque a lo largo de su carrera Lang realizó numerosas obras maestras, difícilmente podría él o cualquier otro director superar un hito como éste, sin duda una de las mejores películas de la historia.

La Venganza de Frank James [The Return of Frank James] (1940) de Fritz Lang


¿Es posible hacer un western cuyo protagonista no mata a nadie durante toda la película? ¿Tiene sentido realizar un filme sobre un presunto vaquero invencible que nunca llega a demostrarnos realmente sus dotes con la pistola? Si ven La Venganza de Frank James (1940) de Fritz Lang descubrirán que, contra todo pronóstico, sí, es posible.

Permítanme un paréntesis. Uno de mis engendros favoritos realizados en torno a una película respetable es el prólogo de Por un Puñado de Dólares (1964) que se le encargó a Monte Hellman para el estreno de la película en la televisión americana. Dicha escena de cuatro minutos mostraba a Harry Dean Stanton encarnando al alcaide de una prisión que liberaba de la celda al personaje de Clint Eastwood a cambio de que fuera al pueblo donde sucede la acción a acabar con la guerra entre familias que tiene lugar allá. Al haberse filmado este añadido sin la autorización de Sergio Leone o Clint Eastwood, la escena tiene un tono cómico involuntario al mostrar siempre al personaje de Eastwood de espaldas a la cámara para esconder que lo interpreta otro actor y lo intenta compensar con algunos primeros planos descontextualizados cogidos de la película que quedan aún peor. Lo más interesante de esta escena está en el por qué una televisión americana invirtió dinero en este prólogo absurdo: para dar una moralidad al personaje, porque no concebían un western en que el héroe aparece de la nada y desata esa carnicería sin alguna justificación. Con esta escena todo se explicaba: el personaje de Eastwood estaba cumpliendo una misión que le habían encomendado.

Volvamos al western que nos ocupa. Si en los años 70 aún había al frente de ciertos medios personajes tan obtusos que creían necesario «moralizar» un spaghetti-western, ¿cómo no iba a suceder algo parecido en los más conservadores años 40? Sumémosle además el famoso Código Hays en funcionamiento, de una rigidez moral terriblemente puritana y cerrada de miras que exigía que cualquier personaje que cometiera un crimen pagara por ello a lo largo de la película, para no dar malos ejemplos al público. Y eso nos lleva a La Venganza de Frank James. Es cierto que no todos los westerns clásicos (afortunadamente) son tan rígidos moralmente como éste, pero el simple hecho de que exista esta anomalía, un western en que el protagonista no hace daño ni a una mosca aun siendo presentado como un excelente tirador, merece ser estudiado.

Tal y como augura el título, la película es una secuela de la excelente Tierra de Audaces (1939) de Henry King, que narraba la historia del forajido Jesse James y su asesinato a manos de su amigo Robert Ford. El enorme éxito de la película de King movió a la Twentieth Century Fox a promover una segunda parte que explicara las desventuras del hermano del protagonista, Frank James, a la hora de intentar vengar su muerte. Hasta aquí todo tiene sentido. Lo que me extraña es que el estudio decidiera dar este encargo a un director alemán que no llevaba más que unos años en Estados Unidos y que nunca antes había dirigido un western: Fritz Lang. Pero después de todo Lang venía de un fracasado intento de comedia musical, la fallida pero interesantísima You and Me (1938)  que quizá le pega aún menos. Así que, ¿por qué no?

De hecho aunque era un puro encargo de estudio ya cerrado en casi todos sus detalles, Lang aparentemente lo acogió con los brazos abiertos y le salvó del primero de sus muchos baches comerciales en su accidentada carrera americana al ser un sonado éxito de taquilla. Pero aunque el resultado es más que correcto, realmente La Venganza de Frank James es una película que pone a prueba las versiones más puristas de la consabida teoría de los autores, puesto que realmente no hay casi nada de Lang en esta cinta. De hecho a nivel visual sigue una línea continuista con la primera parte (que aportaba un trabajo de fotografía en color extraordinario que aquí no resulta tan brillante pero sigue un estilo muy similar) y a nivel de contenido es casi la antitesis del cine de Lang, un cine que tiene como uno de sus principales rasgos evitar la clara separación entre buenos y malos, que apuesta por la ambigüedad moral; y que aquí en cambio tiene un protagonista que es un sin sentido en si mismo, un cowboy que casi nunca dispara, un fuera de la ley cuyos mayores actos criminales (robar dinero a una empresa de ferrocarril y parar un tren) el guion insiste en justificar continuamente, que cuando toma prestado unos caballos o un carro deja dinero a sus dueños para demostrar que no está robando a nadie. Decididamente no encontraremos en el Far West a un tipo tan recto y honesto como Frank James.

Hacia el final de la película, Frank James se entrega voluntariamente a la justicia, lo cual nos lleva a la inevitable escena del juicio, que como sabemos es uno de los recursos por defecto del guionista del Hollywood clásico que no sabe cómo acabar la película. Su defensor, el dueño de un diario con muy malas pulgas, usa todas las tretas populistas imaginables para ganarse al jurado, y aunque el guion nunca critica abiertamente estas artimañas sí que al final nos queda la sensación de que, sí, se ha hecho justicia al absolver al protagonista, pero no porque el jurado haya sabido analizar correctamente el caso, sino por lo manipulable que resulta (algo que, aunque solo sea de pasada, sí es muy langiano).

Resulta extraño pues encontrarse con un western tan descafeinado, tan light que no podría ofender a nadie, y más cuando la primera parte dirigida por King precisamente contaba con un protagonista más ambiguo, un hombre bueno y honrado que, cuando se convierte de forma forzada en un fuera de la ley, acaba poco a poco perdiendo su humanidad. Lo que nos queda pues es un filme entretenido, bien realizado y muy competentemente encabezado por Henry Fonda si bien el personaje que encarna no admite muchos matices. Tenemos también al clásico jovencito buscabroncas que tendrá un previsible final, y a una joven reportera (una primeriza Gene Tierney) algo pánfila que nos obliga a soportar una subtrama potencialmente amorosa muy poco interesante que, en cambio, no tiene el final previsible (lo cual es de agradecer en una cinta que no nos va a deparar muchas sorpresas, ofreciéndonos hora y media de entretenimiento pero sin salirse nunca de lo esperado). Y si bien la ausencia de escenas de acción le resta el componente de suspense, a cambio sí que tiene otros momentos muy interesantes, como la obra de teatro en que aparecen los Ford interpretándose a sí mismos, sin lugar a dudas mi instante favorito de la película.

Tratándose ciertamente de un Lang menor, La Venganza de Frank James es de todos modos una buena película de puro entretenimiento a la que lo que más se le puede achacar es esa total falta de mordiente; que viniendo de una primera parte que mostraba los aspectos positivos y negativos de Jesse James en la secuela se opte por una casi canonización de su hermano, quien supuestamente se pasó años en la banda de forajidos de Jesse pero aparentemente «nunca hizo daño a nadie». Eso nos lleva a preguntarnos a qué se dedicó esos años mientras sus compañeros robaban y mataban y a concluir que Frank James es, entre muchas otras cosas, un auténtico fracaso como bandido del salvaje oeste.

La Casa en el Río [House by the River] (1950) de Fritz Lang

Que Herr Lang me perdone por lo que voy a decir, pero en ocasiones no puedo evitar alegrarme de que la carrera del director en Estados Unidos no fuera un éxito absoluto – o al menos no a la altura de su etapa alemana – y que en ciertos momentos tuviera que conformarse con trabajos muy menores para su talento. No digo esto porque tenga nada personal contra el señor Lang, uno de los mejores cineastas de la historia, sino porque su trabajo en algunas de producciones baratas resulta más interesante de lo que seguramente sería en grandes proyectos de estudio. De hecho a principios de los años 50, Lang estaba en uno de los puntos más débiles de su carrera: por un lado, muchos de los principales estudios le tenían vetada la entrada por su fama de trabajador difícil (el tópico de director teutónico de carácter imposible se creó para gente como él), y por el otro, la terrible caza de brujas del Senador McCarthy le estaba pisando los talones, y aunque nunca llegó a verse encausado, en aquellos confusos años la situación del cineasta era muy insegura.

En todo caso, Lang, que había pisado Hollywood más de 10 años atrás trabajando para la Metro, de repente se veía en una producción de la Republic. Acabar ahí era casi un ultraje para un director de prestigio, ya que era un estudio insignificante que se dedicaba a filmar películas baratísimas de serie B. Cierto es que los jerifaltes dejaban total libertad a sus creadores y que aquí Lang podría trabajar a sus anchas, pero a cambio de unos límites presupuestarios muy ajustados.

Y no obstante, esto es en gran parte lo que hace de películas como La Casa en el Río (1950) tan interesantes, porque son una muestra de cine negro en su estilo más seco y sencillo. Desprovisto del glamour y los abultados presupuestos de las grandes películas, los directores que acababan en estudios como la Republic mostraban su estilo en estado puro, sin interferencias de productores, sin grandes estrellas que aportaran su personalidad, sin lujosos recursos técnicos que deslumbraran al espectador: el director se encontraba solo ante el peligro teniendo que sacar el mayor partido posible del material que tenía entre manos. Por eso es fascinante ver a directores como Lang enfrentados a esta tesitura.

De hecho, entre algunos fanáticos del cine negro existe una tendencia a preferir las obras de serie B por encima de aquellas más lujosas como Perdición (1944) de Billy Wilder, El Cartero Siempre Llama Dos Veces (1946) de Tay Garnett  o El Sueño Eterno (1946) de Howard Hawks. No porque sean mejores, sino porque muestran la faceta más cruda y descarnada del género, sin artificios, a menudo con pésimos actores y resoluciones algo torpes pero más auténticas. En cierto modo quizá conectan mejor con el material original (las novelas hard-boiled) que las maquilladas grandes producciones de los estudios.

En todo caso, me estoy desviando demasiado de la película que nos atañe. La Casa en el Río tiene lugar en un pequeño pueblecito americano donde un escritor frustrado, Stephen Byrne, vive con su mujer en una un apacible hogar junto a un río. Una tarde que se encuentra solo intenta violar a su criada Emily y la mata por accidente. Por suerte, en ese instante aparece su hermano John, y accede a encubrir el crimen creyendo erróneamente que su cuñada, Marjorie, está embarazada y que por tanto podría ser fatídico que se enterara de lo sucedido. Ambos se deshacen del cadáver lanzándolo al río y Stephen denuncia la desaparición de la doncella. Este hecho le convierte inesperadamente en un escritor de éxito gracias al escándalo, pero John siente remordimientos por lo que ha hecho.

Una vez más, el género noir sirve como reflejo de los aspectos más sórdidos y ocultos de la sociedad respetable, de los impulsos que llevan a los habitantes de un pueblecito bienpensante a mostrar su cara menos amable: no solo el encantador Stephen es un violador, sino que cuando más adelante se descubra el cadáver de la criada las sospechas hacia John harán de su vida un infierno, aun cuando no hay pruebas que lo inculpen. Él mismo se ve incapaz de enfrentarse a ese problema porque sabe que en un pueblo como ése gustan demasiado los rumores. La imagen del río, que circula al lado de la casa transportando en él los restos de basura que deja la gente, es un reflejo de esa faceta más oscura – de hecho, John y Stephen esconden el cadáver en sus aguas, del mismo modo que los respetables habitantes arrojan en él sus desperdicios para dejar sus casas limpias e impecables de toda la suciedad que generan.

Los primeros 15 minutos de la película son de lo mejor que Lang hizo en Estados Unidos, y ellos solos ya justificarían su visionado. La forma como el genial director sugiere la atracción sexual de Stephen hacia la doncella es magnífica, sugerente y muy efectiva: la luz del cuarto donde ella se está bañando y la cara de él que muestra que se la está imaginando desnuda. Pese a las obvias limitaciones de la época en cuanto a mostrar cierto erotismo, la escena lleva implícita una poderosa carga sexual. Posteriormente, el asesinato y ocultamiento del cadáver tienen un tono lúgubre casi barroco, acentuado por la ausencia de banda sonora. Si algo nos está demostrando este film es que un Lang bajo mínimos sigue estando por encima de la media, y que los límites de presupuesto no le impiden hacer gala de ese estilo tan asfixiante y aprovechar instintivamente ese estilo tan crudo.

Más adelante la película aboga por un estilo menos tenebroso y se centra más en el estudio del trio protagonista (del que destaca un portentoso Louis Hayward como Stephen) así como en la idea del falso culpable. Indudablemente no resulta tan vistosa como sus primeros 15 minutos, pero Lang de nuevo no abusa de su faceta más atractiva visualmente y entiende que debe haber un contraste entre los pesadillescos minutos iniciales y la aparentemente vida idílica en el resto de la película. Lo interesante es que todo ha sucedido en el mismo espacio, y que la tenebrosa escena inicial no deja de ser (una vez más) el reverso oscuro de lo que vemos en el resto del metraje.

Por último, el guión utiliza muy inteligentemente pequeños trucos visuales como ése del pescado emergiendo de las aguas que tanto asusta a Stephen, y que se le aparece en ciertos instantes, o todo el desenlace, en que de nuevo parece que estemos viviendo una pesadilla en que los muertos emergen de las aguas.

Con sus limitaciones, La Casa en el Río es una obra interesantísima, plagada de ideas y buenos recursos que exponen en carne viva los rasgos que hacen de Lang uno de los más grandes cineastas de la historia. De hecho uno de los aspectos que suele distinguir a los mejores directores es su capacidad de conseguir facturar obras notables en circunstancias poco favorecedoras, como es el caso.

You and Me (1938) de Fritz Lang

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A la hora de compartir nuestros gustos y filias cinematográficas con otros amantes del séptimo arte a veces resulta más interesante preguntar no tanto las películas favoritas de cada uno como sus debilidades personales, aquellas que uno es consciente que no son grandes obras pero hacia las que uno no puede evitar sentir cierto cariño, incluso con sus defectos (o quizá especialmente por sus defectos). Es fácil justificar el fanatismo hacia un gran film, puesto que sus cualidades hablan por sí solas, pero en cambio las debilidades personales no poseen esos argumentos a favor y por tanto resulta más interesante tratar de vislumbrar qué ha visto la otra persona en ellas.

En mi caso uno de los ejemplos que suelo mencionar más a menudo es You and Me (1938) de Fritz Lang. Y no se crean que eso sea debido a que la dirige uno de mis cineastas favoritos, ya que por ejemplo no tengo reparo en decir que una película tan bien valorada como Mientras Nueva York Duerme (1955) me parece aburrida y floja. Lo que sucede es que me atrae esta rareza desigual, esta combinación de elementos dispares que solo funciona a ratos pero nunca en conjunto. Se trata sin duda de la película más peculiar de la filmografía de Lang junto a Liliom (1934) y la más extraña de todas.

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El punto de partida ya es bastante extravagante teniendo en cuenta el realizador al que iba dirigido este encargo: una comedia amable ambientada en unos grandes almacenes con canciones de Kurt Weill. ¿Lang en una comedia musical? ¿En qué momento alguien pensó que eso sería una buena idea? Quizá fuera el argumento lo que despistó a los productores creyendo que el cineasta alemán sabría encajar en el proyecto: los grandes almacenes Morris tienen como propietario a un altruista que contrata como dependientes a ex-presidiarios para que tengan la oportunidad de reformarse. Entre ellos se encuentran Helen y Joe, dos compañeros que están enamorados y que, cómo no, acaban casándose. Joe pertenecía a una peligrosa banda cuyo jefe está intentando involucrarle en un golpe mientras que Helen estuvo en prisión por un crimen menor. El problema está en que Joe desprecia a las mujeres que han estado en la cárcel, y por ello ésta intenta ocultarle la verdad a toda costa.

La premisa podría ser la de una típica comedia romántica de enredo con la clásica moraleja final, y quizá en manos de otro cineasta habría adquirido ese tono, pero en las de Lang el resultado es más peculiar que divertido. You and Me es un film que parece que nunca encuentra su tono adecuado, y que va basculando de la comedia entrañable al drama criminal de forma un tanto torpe. Además, inicialmente iba a incluir varios números musicales de Kurt Weill, que habrían hecho del film un pastiche aún más improbable, pero Weill y Lang (al que el primero definió como una de las personas con menos sentido musical que había conocido) no se acabaron entendiendo, y a causa de ello solo han sobrevivido unas pocas canciones.

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No obstante, lo que me gusta de You and Me son precisamente algunos de estos defectos, la extraña combinación de géneros no demasiado bien integrados entre sí. Las escenas románticas entre Helen y Joe son seguramente las más hermosas que Lang haya filmado nunca, destacando ese precioso plano en que ambos se encuentran en las escaleras mecánicas y disimuladamente se tocan sus manos en el breve momento en que se cruzan. Es la primera vez en la película que les vemos juntos, y resulta una forma realmente bonita de darnos a entender visualmente lo que hay entre ambos.

De hecho el film se recrea tanto en las escenas románticas que el conflicto tarda bastante en arrancar. Eso que podría entenderse como un defecto para mí es otra de las rarezas que le dotan de un encanto especial: que el guión inicialmente parte de una situación que no conduce a ningún sitio (teóricamente Joe va a emigrar a la costa oeste y van a tener que separarse para siempre) para que experimentemos la emoción que sienten cuando ambos se declaran su amor al último momento. O que se nos permita compartir con ellos una escena tan entrañable como la «luna de miel», que acaba siendo una visita a varios restaurantes exóticos.

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Ese tono tan inusual en el cine de Lang va combinado con una subtrama criminal que recupera la idea de la magistral Solo se Vive una Vez (1937) sobre las segundas oportunidades, pero el film no parece decidirse sobre si opta por tomarse en serio este conflicto o si retratar a los miembros de la banda como inofensivos bribonzuelos. Del mismo modo, la escena más llamativa de la película es un momento que no parece saber cómo integrarse en el film al ser tan estilísticamente llamativo: la banda de criminales se reencuentra en un bar y rememora su estancia en prisión casi con nostalgia, pero poco a poco sus comentarios van derivando hacia el episodio en que uno de los grandes jefazos del hampa acabó entre rejas. Repentinamente, Lang convierte esta escena en una especie de número musical con un montaje expresionista. Pocas veces en Hollywood el director se permitió apartarse de tal manera del flujo tradicional del film para recrearse en un momento tan abstracto.

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Obviamente, la película tiene también ciertas flaquezas que sí habría deseado que se solventaran, comenzando por la mala decisión de dar a George Raft el papel protagonista. Raft era una de las grandes estrellas del momento en papeles de gángsters, pero no tiene el encanto necesario para lidiar con los momentos más dulces del film. A cambio Sylvia Sidney, en su tercera colaboración seguida con Lang, hace un gran papel sabiendo manejar mejor la faceta dramática con la más romántica. Del mismo modo esa extraña variación de tonos hace que ese desenlace tan capriano descoloque un poco, con Helen explicando a los delincuentes como si fueran niños en una clase escolar que el crimen no sale a cuenta económicamente. Finalmente, tras hora y cuarto de indecisión, el film ha optado por quedarse en el tono de comedia.

La película fue en su época un previsible fracaso que sentó especialmente mal a Lang al haber dedicado a ella mucho tiempo y esfuerzos. Eso para mí aumenta aún más el encanto de You and Me: no es un encargo que el director despachara desdeñosamente, realmente su autor creía en este film extraño y descompensado, y eso creo que se nota en el resultado final pese a sus flaquezas.

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El Ministerio del Miedo [Ministry of Fear] (1944) de Fritz Lang

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Uno de los rasgos que más aprecio del cine negro es que es el género más anormal dentro de los existentes durante el Hollywood clásico, es el ámbito de lo insólito, de lo incoherente, de las pesadillas, más incluso que el cine de terror de la época.

Fíjense en el inquietante inicio de El Ministerio del Miedo (1944): nuestro protagonista, Stephen Neale, está encerrado en una habitación observando el paso del tiempo. Hay docenas de formas de introducir al héroe en una película de intriga, pero desde luego ésta no es una de las más típicas. Cuando suena el reloj, coge su maleta y se marcha. Descubrimos entonces que está saliendo de un sanatorio.

Lo que hace tan especial a las mejores películas noir es su capacidad para captar la extrañeza del mundo real, esos elementos que se cuelan en la cotidianedad y que hacen que lo normal se nos revele como algo inquietante. Neale se dirige hacia Londres, pero por el camino se detiene en una pequeña fiesta parroquial de pueblo. Durante un momento el panorama se nos presenta idílico, hasta que de repente algo hace clic y todo pierde sentido. En este caso el detonante es algo tan estúpido como una tarta que gana en un concurso, que como veremos contiene en su interior secretos de estado que unos espías nazis quieren divulgar. Difícilmente puede haber un McGuffin más estúpido que una tarta ganada en una obra benéfica, pero a Fritz Lang le sirve en su propósito esencial: hacer de lo anodino e inofensivo un elemento inquietante.

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De repente, todo nos parece insólitamente extraño aunque en las formas siga igual, y es aquí donde juega un papel fundamental el hecho de que el protagonista haya salido de un sanatorio, porque su inestabilidad le hace especialmente vulnerable a este nuevo mundo incoherente al que tendrá que enfrentarse. Cuando Neale se dirige a la asociación benéfica que ha organizado la fiesta, la excesiva amabilidad de los dos hermanos que la han fundado y de la recepcionista se nos hace extraña. Si insertáramos en una comedia tal cual la escena en que nuestro protagonista visita la sede de la organización, nos parecería perfectamente normal la candidez y excesiva cordialidad de los personajes que le reciben. Pero en el contexto del film de Lang, tendemos a desconfiar aún cuando no tengamos motivo. Porque en el cine negro nada es lo que parece y no podemos agarrarnos ni siquiera a la premisa de que una situación tenga o no sentido.

Stephen acude a visitar a una mujer sospechosa junto a uno de los encargados de esa organización, Willy Hilfe, y ésta les invita de repente a una sesión de espiritismo. ¿En qué perturbador universo es coherente algo así? El gran error que puede cometer el espectador es aplicar a todo este argumento las reglas de la lógica, porque en tal caso el film se derrumba irremediablemente. Lo interesante no es eso, sino sumergirnos con su protagonista en este viaje caótico e incomprensible, encontrarnos de repente en una aterradora sesión de espiritismo (aún hoy día consigue transmitir mucha inquietud), huir con él de un enemigo que no sabemos del todo de dónde sale y tratar con personajes que no tenemos forma de saber si lo traicionarán o no. De hecho uno de los placeres de este tipo de películas es preguntarse qué personajes inicialmente amistosos acabarán siendo traidores y cuáles no, intentar dilucidar quiénes actúan con sinceridad y quiénes están tramando algo; una vez acaba la película es habitual intentar recordar las escenas de cada personaje y revisionarlas mentalmente sabiendo ya su verdadero rol, el de personas honestas o el de traidores que nos estaban engañando representando un papel.

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Cuando en el tramo final Stephen se ve confrontado a un inspector de policía y le explica todo lo sucedido no podemos culpar al oficial de la ley por tomarle por un lunático, puesto que nada tiene sentido; pero Lang ha conseguido que ese sinsentido nos haya parecido real, como una pesadilla, en que sabemos que lo que estamos viviendo no tiene lógica pero aún así no podemos evitar sentirlo como auténtico (dicho sea de paso, pocos directores han sabido apreciar tan bien como Lang el componente onírico del cine). No obstante, en cierto modo este tramo final supone casi una traición al resto del metraje. Cuando el representante de la ley y, sobre todo, del orden despeja las dudas y aclara lo que está sucediendo no podemos evitar pensar que su intervención es casi molesta. Nos despierta de ese fascinante sueño e intenta racionalizar una serie de hechos que en realidad no pueden (o quizá, no deberían) tener sentido. Es por ello que el último segmento es quizá el más flojo del film, no porque no tenga escenas y diálogos memorables, sino porque nos aparta de ese ambiente enrarecido del resto de la película.

Después de todo, ¿quién necesita racionalidad y coherencia en un film noir? ¿qué necesidad hay de despertarnos de un sueño que estábamos disfrutando para tener que recordar los imperativos de la realidad? En ese aspecto, las películas alemanas de Lang son las que mejor respetan este espíritu: son films en que no despertamos hasta el final, en que ese sentido de la irrealidad se mantiene en pie hasta las últimas consecuencias. Pero quizá la América de los años 40 no estaba preparada para dejarse abocar hasta el final hacia la faceta más irracional y mágica del cine.

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El Doctor Mabuse [Dr. Mabuse] (1922) de Fritz Lang

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Sé que es altamente irregular que uno comente una película que le atañe tan de cerca, y ya me perdonarán si hoy cometo el acto egocéntrico de reseñar mi autobiografía. No obstante, dado que hoy se cumplen cinco años desde que este envejecido Doctor decidió abrir su gabinete, he pensado que sería una buena ocasión para rememorar no sólo tiempos mejores sino la que es una de las obras cumbre de Fritz Lang. Y es que bajo este genio del mal no deja de haber un nostálgico incorregible…

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Aunque ya había realizado algunas películas muy remarcables como Las Arañas (1919-1920) y sobre todo Las Tres Luces (1921), El Doctor Mabuse fue la película que colocó definitivamente a Fritz Lang en la primera liga de los directores alemanes de su época. Siguiendo el estilo a lo serial policíaco de Las Arañas, Lang consiguió elevar estos rasgos a otro nivel con la que acabó siendo una de las mayores obras maestras del cine de la República de Weimar. A diferencia de su precedente, El Doctor Mabuse es mucho más que un film de suspense: es al mismo tiempo la radiografía de una época especialmente convulsa, uno de los trabajos más asombrosos de Lang a nivel de dirección y, no cabe olvidarlo, un apasionante relato policíaco. Pero se trata también de una película larga y densa, que aspira a mucho más que entretener.

Obviamente el mérito no es únicamente de Lang. De entrada contaba con la inestimable ayuda de su guionista y futura esposa Thea von Harbou, junto a la cual tomó de referencia una historia policíaca de Norbert Jacques sobre el genio de mal que ustedes conocen de sobras. También tuvo a su disposición un excelente equipo técnico del que destacaba Carl Hoffman a la fotografía. Y por supuesto no cabe olvidar el reparto de primer nivel que abordaremos en detalle más adelante.

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Más que hacer una descripción del argumento, quizá sería más ilustrativo explicar quién es el Dr. Mabuse. Mabuse es un todopoderoso genio del mal con una organización tan poderosa que parece imposible de derrocar. Es el titiritero que controla los destinos de los personajes como si fueran sus marionetas. Es el hombre que lo sabe todo ya que tiene acceso a toda la información. Es el genio del disfraz que se oculta bajo varias identidades diferentes. Es el estafador que falsifica dinero y lo cuela en una sociedad capitalista. Es el hipnotizador de poderes casi sobrenaturales capaz de doblegar a la gente a su voluntad. Mabuse es la encarnación misma del mal en un mundo sumido en el caos.

Tal y como reza el título de la primera parte del film, Mabuse es un jugador. Pero no sólo por los segmentos que tienen lugar en una casa de juegos sino porque sus planes siempre son entendidos como apuestas, maquinaciones para provocar confusión y desestabilizar una civilización. En una conversación con la Condesa Told de hecho le confía que todo en el mundo es aburrido y carente de interés salvo “jugar con la gente y su destino”.

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El Doctor Mabuse es un genio del mal cuya mayor motivación no es amasar una fortuna sino conseguir poder, es decir, controlar el sistema y las personas que lo integran. De hecho, Mabuse podría robar fácilmente a sus víctimas hipnotizándolas sin necesidad de recurrir a las mesas de juego, pero él no quiere simplemente el dinero, sino el poder de manipular a las personas y ganarles en la mesa de juego. Hay un ejemplo muy claro de ello en cierta escena en que un sicario deja inconsciente al inspector Von Welk y le trae al Doctor sus objetos personales. Éste los examina para a continuación pedirle que le devuelvan al inspector el dinero que llevaba encima alegando: «Yo no soy un buitre«. Como jugador que es, Mabuse quiere respetar las reglas y se niega a aceptar un dinero robado de un hombre inconsciente. No es ese dinero lo que le interesa sino el poder robárselo en la mesa de juego mediante su control mental. El dinero no es más que la recompensa final, pero no el principal objetivo.

Mabuse es además un hombre cuya forma de actuar consiste en integrarse dentro del sistema para, desde dentro, destruirlo y hacerse con su control. Gran parte de su poder en una premisa muy interesante: ver y no ser visto. Él es quien articula el poder sobre su mirada, pero al mismo tiempo sale impune de sus crímenes porque nadie puede devolvérsela, nadie sabe quién es él. No es casual que en la claustrofóbica escena final quede atrapado no solo dentro de su perfecta maquinaria sino rodeado de ciegos, a los cuales no puede dominar con su poder de la mirada.

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A nivel visual, la película se encuentra entre lo mejor que jamás hizo Lang. El metraje está lleno de momentos evocadores que se quedan grabados en la retina, desde los decorados de las casas de juego y el escondite de Mabuse a escenas tan impactantes como las dos que se sirven del poder del hipnotismo y la sugestión. Hablar de expresionismo sería sólo quedarse en la superficie, puesto que Lang se sirvió más bien de todos los recursos visuales que pudo utilizar para dar forma a ese mundo caótico, de los cuales el expresionismo no era más que uno de ellos (recuérdense por ejemplo los escenarios art déco de los suntuosos locales de moda, igualmente inolvidables).

El reparto por otro lado a ratos parece una recopilación de algunos de los rostros más inolvidables del cine alemán, como Rudolf Klein-Rogge (para mí su nombre siempre será sinónimo de Doctor Mabuse), Bernhard Goetzke, Paul Richter o Alfred Abel. En cierto aspecto, esta combinación de talentos creativos hacen de El Doctor Mabuse una de las películas por excelencia del cine germánico de la época, no sólo por su innegable calidad sino por su capacidad de exhibir los rasgos de esta cinematografía y su potencial.

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Aunque desde su estreno la película ha sufrido varios remontajes de desigual duración, hoy día podemos disfrutar de una versión que parece definitiva de cinco horas. En su momento tenía que estrenarse en dos partes por separado (algo que se repetiría con Los Nibelungos), lo cual demuestra la confianza que se depositaba en este film al acceder a presentarlo en tal formato.

Fue una de esas felices ocasiones en que el éxito artístico y económico se cogieron de la mano. Durante el resto de su carrera en Alemania, los films de Lang serían garantía de éxito y de calidad situándole entre los más grandes realizadores de la historia del cine.

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Furia [Fury] (1936) de Fritz Lang

A mediados de los años 30, Fritz Lang llegó a los Estados Unidos después de haber escapado de la Alemania nazi. El cambio debió ser bastante duro para Lang, quien en su tierra natal había sido el principal director del estudio cinematográfico más importante de Europa (la UFA), y de repente se encontraba en un país extranjero en una industria aún mayor, donde él no era más que otro de los muchos cineastas emigrantes que pululaban por Hollywood. Después de haber visto en persona el auge de la barbarie nazi, uno podría pensar que lo primero que haría en el país que le había acogido sería realizar películas serviles que contentaran a sus nuevos jefes y que incluso denotaran cierto agradecimiento hacia su nuevo hogar. Nada más lejos de la realidad. Después de una temporada sin encontrar un proyecto que le convenciera, Fritz Lang debutó en Estados Unidos con una de las bofetadas más contundentes que se habían propinado hasta entonces a la sociedad norteamericana llamada Furia.

Furia era una película que se prestaba a la polémica desde su concepción, al tratar un tema tan delicado por entonces como eran los linchamientos públicos, una práctica por desgracia bastante habitual en la época. El título original de hecho iba a ser «The Mob Rules» («La Muchedumbre Manda») y, si eso fuera poco, Lang quería que el protagonista que es linchado injustamente fuera un negro acusado de violar a una blanca. Hicieron falta varias semanas de negociaciones y reescrituras del guión para convencer al testarudo Lang que su idea era una absoluta locura que no haría más que causarle problemas. Lo último que quería el público estadouniense era que un alemán recién llegado a su país de la democracia y la libertad les echara en la cara sus trapos sucios. De ninguna manera el protagonista podía ser negro (aún pasarían muchos años hasta que el racismo pudiera ser tratado abiertamente en la gran pantalla, y aún así con ciertas dificultades, con films tan valientes como Pinky de Elia Kazan). Por otro lado, la violación se convirtió en un «inocente» secuestro, pero aún así el contenido del film seguía siendo polémico.

El protagonista es el joven y honrado Joe Wilson, quien después de haber ahorrado dinero suficiente parte en viaje a la ciudad donde vive su novia Katherine para casarse con ella. Por el camino es detenido por el sheriff de un pequeño pueblo que tiene la extraña sospecha de que Joe pueda estar implicado en un reciente caso de secuestro que ha dado mucho que hablar. Insatisfecho con los argumentos de Joe para defenderse, el sheriff le encarcela temporalmente hasta que puedan aclarar su situación. Mientras tanto, la gente del pueblo se siente inquieta ante la sospecha de que el presunto secuestrador de un niño esté ahí y un agitador anima a la gente a dirigirse a la cárcel, donde echan a los oficiales de la ley e incendian el edificio con el inocente Joe dentro. Milagrosamente, éste consigue escapar indemne. Sin embargo, como se le cree muerto, decide vengarse y obliga a sus hermanos a que éstos formulen una denuncia contra todos los asaltantes para que éstos paguen por su crimen.

Furia es ante todo una película cínica y descorazonadora con el ser humano. La visión que ofrece Lang de ese pueblo típicamente americano, de esa masa que sustenta la tan cacareada democracia de la que se enorgullece el país, es desmoralizadora y pesimista. Un gentío estúpido e ignorante que se deja influenciar por cualquier sujeto mínimamente astuto para moverles a hacer algo que jamás llevarían a cabo en circunstancias normales, personas que contemplan felizmente cómo un ser humano arde vivo atrapado en la cárcel y que luego intentan esconder su culpa hipócritamente… desde luego no resulta nada casual que esta idea le interesara a Lang después de haber vivido en Alemania el auge del nazismo. Aunque el contexto alemán y las circunstancias que llevaron a Hitler al poder eran muchísimo más complejas, Lang se servía de esta historia para lanzar una advertencia: la vulnerabilidad de la masa y la facilidad con que ésta podía ser influenciada para cometer atrocidades. Y teniendo en cuenta que los linchamientos públicos no eran nada raros en la época (en el mismo film se mencionan datos estadísticos reales), no iba muy desencaminado.

La interpretación de Spencer Tracy consigue reflejar eficazmente la evolución forzada de su personaje, del idealista y esperanzado Joe Wilson que tenía ante sí un futuro maravilloso al hombre duro repleto de rabia y rencor que solo piensa en la venganza sin importarle que eso le aparte de su prometida Katherine (interpretada por Sylvia Sydney, la protagonista femenina de las primeras películas de Lang en América).

El problema está en que la trama discurre por un camino cuyo desenlace resulta problemático para los guionistas: si Joe se echa atrás y reconoce la verdad, los que le atacaron y quemaron la cárcel salen indemnes y Joe será castigado; si por otro lado, acomete su venganza será el responsable de la muerte de varias personas. Ése iba a ser el final original de la película, en que todos los acusados son condenados y ejecutados. El epílogo mostraría entonces a Joe un tiempo después siendo atormentado por los fantasmas de los fallecidos, pero en un preestreno esa escena hizo reír al público y se suprimió para consternación de Lang. De esta forma, el director recibió una primera lección importante sobre la diferencia de gustos entre el público alemán y el americano, que no era tan receptivo a ciertos toques expresionistas que en su tierra natal le habían funcionado a la perfección. En lugar de ello, se optó por un final precipitado y a medias que lastra un poco el buen sabor de boca que iba dejando la película, pero que es comprensiblemente la única solución posible a un conflicto tan intrincado.

Lejos de amedrentarse por los problemas que tuvo en su primera producción en Hollywood, en su siguiente película Lang volvió a poner el dedo en la llaga en aquellos aspectos de la sociedad norteamericana que escapaban a esa concepción tan idealizada del país de las libertades y oportunidades. En este caso su historia volvía a tener como protagonista a una joven pareja que solo quiere casarse y formar un hogar, y que de nuevo vuelve a sufrir las inclemencias del destino por un crimen del cual él es acusado únicamente por ser un exconvicto, pese a sus intentos de reformarse. Se trataba de otra maravilla llamada Sólo se Vive Una Vez (1937), pero esa ya es otra historia…

Espías [Spione] (1928) de Fritz Lang

Después de estar a punto de llevar a la UFA a la bancarrota (lo cual no era poca cosa, puesto que se trataba de la productora más importante de Europa) con Metrópolis (1927), Fritz Lang se embarcó en un nuevo proyecto relativamente más modesto y seguro, Espías.

La película era un obvio intento por apostar sobre seguro después de la desbocada y absolutamente excesiva producción de Metrópolis, un retorno al género criminal que tanto éxito le había procurado a Lang años atrás con El Doctor Mabuse (1922), un film que le serviría al director (y sobre todo a sus sufridos productores) como descanso después de obras tan caras y megalómanas como la ya citada Metrópolis o Los Nibelungos (1924).
Y jugaban sobre seguro, porque Espías repite virtualmente los mismos esquemas que El Doctor Mabuse con algunas pequeñas variaciones que le dotaran de personalidad propia. De nuevo el enemigo es un poderoso criminal con una potente organización secreta e incluso esta vez Lang y su guionista Thea Von Harbou se permitieron reciclar una de las muchas subtramas de El Doctor Mabuse convirtiéndola en la trama principal de este film: una historia de amor entre dos personajes situados en bandos contrarios, una espía que debe elegir entre obedecer a su peligroso jefe o a su corazón.

En realidad sabiendo eso no hay mucho más que decir sobre la trama: Haghi es el poderoso genio del mal al que el Agente 326 intenta atrapar, pero el maquiavélico espía envía a la atractiva Sonja para que le seduzca y así poder dominarle. Inesperadamente, surge entre ellos una verdadera historia de amor bastante similar a la que en El Doctor Mabuse había entre Edgar Hull y la espía enviada por Mabuse, con la diferencia de que en este film esta circunstancia es el eje principal de la obra.

Haghi, el nuevo genio del mal que nos muestran Lang y Von Harbou posee como Mabuse una poderosa organización criminal pero que en este caso llega aún más allá. No se trata de una simple banda de delincuentes, Haghi se esconde bajo la tapadera de un banco en el cual aloja en realidad una organización en toda regla, casi como si fuera una suerte de empresa, en que los espías trabajan con informes y datos como oficinistas. A diferencia de Mabuse, Haghi no solo no posee poderes mentales sino que además restringe su trabajo a la oficina. De hecho va en silla de ruedas, lo cual enfatiza el contraste entre su enorme poder y su limitada capacidad física (además de marcar estilo de cara a futuros genios del mal que también se verían confinados en sillas de ruedas).

El inicio es deslumbrante y creado sin duda para atrapar e impactar al espectador: se nos muestran una serie de crímenes con un ritmo de montaje frenético, los planos se suceden sin que sepamos exactamente qué ocurre, y entonces un personaje se pregunta “¿Quién está detrás de todo esto?”. Seguidamente aparece un primer plano de Haghi respondiendo “Yo”, dándonos a conocer el causante de esos crímenes así como al gran personaje del film.
A continuación conocemos al Agente 326, quien en unos pocos minutos tiene tiempo de caer en gracia al espectador y de desenmascarar a un espía infiltrado en la policía. Para entonces Haghi ya tiene en su poder una ficha y fotos del agente que examina minuciosamente con una lupa, como si estuviera estudiando un espécimen de insecto. Su forma de trabajar, como la de Mabuse, es precisa, exacta y calculadora, por ello le molesta tanto que Sonja sea incapaz de cumplir su misión por estar enamorada del Agente 326, porque eso se escapa a su forma de actuar tan fría y cerebral (no olvidemos que precisamente el Doctor Mabuse acabó cayendo en desgracia a partir de cuando se dejó llevar por sus impulsos).

La misma idea se encuentra en la subtrama del film en que un Embajador japonés, Masimoto, debe hacer llegar un importantísimo acuerdo a Japón. Después de advertir al agente 326 sobre que Sonja es una espía, le dirá una frase que acabará siendo su sentencia de muerte: no hay que dejar que ninguna mujer se interponga en el trabajo. Justo después, aparecerá como por casualidad, una inofensiva y adorable muchacha tirada por la calle a la que acaba acogiendo por pena. Kitty obviamente no tiene nada de adorable o inofensiva, ya que es otra espía enviada por Haghi para hacer con Masimoto lo mismo que Sonja hizo con el Agente 326.
Cuando Masimoto es finalmente seducido y robado por Kitty, se le aparecerán en una alucinación los tres hombres a los que envió a la muerte llevando documentos falsos para despistar a Haghi mientras ondea de fondo la bandera del país al que ha decepcionado. Esta alucinante escena de tintes expresionistas resulta uno de los momentos más espectaculares del film.

Toda la red de Haghi constituye una poderosa e inmensa telaraña criminal en que todos los elementos están unidos entre sí con exacta precisión. Una prueba de ello es el momento en que Haghi decide acabar con el Agente 326. En lugar de simplemente encargar a uno de sus espías que le pegue un tiro, Haghi elabora un elaboradísimo y complejo plan en que el vagón en que viaja el Agente 326 sufrirá un accidente ferroviario. Este tipo de enrevesados planes conspiranoicos evidencian la fuerte influencia de los seriales y de cineastas como el Louis Feuillade de Fantômas (1913) y Les Vampires (1915). De hecho, uno de los propósitos de Lang en toda su etapa alemana era el de unir la cultura popular con la alta cultura, cogiendo toda la tradición de seriales baratos sobre organizaciones criminales y llevándolos a la pantalla como grandes películas, sirviéndose de elementos tan tópicos y recurrentes como los que he ido mencionando para hacer cine de calidad.

De todo el reparto destaca con luz propia, como no podía ser de otra manera, Rudolf Klein-Rogge, un rostro más que habitual en el cine de Lang y que de hecho ya había encarnado anteriormente al Doctor Mabuse, demostrando que al director no le importaba que se hicieran comparaciones. También cabe decir como curiosidad que Masumoto está encarnado por el actor y director Lupu Pick, autor de algunos de los dramas realistas más importantes hechos en Alemania como Raíles (1921).

Para acabar las comparaciones con su anterior obra maestra, pese a parecer un simple film de espías se trata también de una película mucho más compleja y elaborada de lo que dictan los tópicos del género. Su frenético inicio puede hacer creer al espectador que ése será el tono del resto de la película, pero en realidad Lang vuelve a repetir la jugada que hizo en El Doctor Mabuse y pasa de una introducción espectacular a un desarrollo muy denso en que explora las relaciones de los personajes para finalmente desembocar en un gran final frenético.

Lo que la sitúa en un nivel inferior a ésta y otras obras maestras de su etapa alemana es que ese desarrollo de personajes no resulta tan fascinante como el de El Doctor Mabuse, en que hacía un retrato demoledor de la Alemania de la época, optando aquí por limitarse a explorar la historia de amor de los protagonistas y explotar al máximo algunas convenciones del género.
Aún así resulta una gran película que por ejemplo el cineasta Claude Chabrol citaba como su favorita de la primera etapa de Lang.

Aunque históricamente ha sido la obra más infravalorada de la edad de oro de su etapa alemana junto a La Mujer en la Luna, por suerte se le ha ido haciendo justicia gracias a sus numerosos méritos.
Magnífica.

El Hombre Atrapado [Man Hunt] (1941) de Fritz Lang

El Hombre Atrapado forma parte del ciclo de películas que Fritz Lang realizó en Hollywood durante la II Guerra Mundial como apoyo al bando aliado. Sin embargo, como Estados Unidos todavía no había entrado en guerra cuando empezó su producción, el film tiene lugar en Alemania y Reino Unido.

La acción se sitúa poco antes del inicio de la II Guerra Mundial. El protagonista es Alan Thorndike, un inglés aficionado a la caza que se adentra en los dominios de la mansión de Hitler sólo para ver si sería capaz de dispararle sin ser atrapado. Este pasatiempo algo absurdo le acaba reportando graves problemas: es descubierto por los vigilantes y posteriormente obligado a firmar un documento en que afirma que seguía órdenes del gobierno británico para llevar a cabo ese acto terrorista. Thorndike se niega en rotundo asegurando que no le envía ningún gobierno y que no pretendía matar al Führer. Después de ser torturado para obligarle a firmar el documento, los nazis se rinden y lo lanzan por un precipicio para evitar conflictos diplomáticos y disfrazar su muerte como un accidente. Milagrosamente, Thorndike sobrevive a la caída e intenta huir mientras los nazis siguen sus huellas.

Vista hoy en día la película quizás peca de cierta ingenuidad y de basarse en un argumento un tanto cogido por los pelos  – cuando Thorndike llega a Londres los espías alemanes han decidido, no intentar matarlo de nuevo, ¡sino secuestrarle para obligarle a firmar esa confesión! –  pero como film de suspense acaba siendo más que correcto. Tanto en esta obra como en la posterior El Ministerio del Miedo (1944) Fritz Lang parecía querer imitar el estilo de suspense que estaba haciendo con tanto éxito Hitchcock en aquella época. Resulta algo paradójico puesto que Lang había sido a su vez una innegable influencia para el director británico, y creo que no acaba de acertar del todo a la hora de moverse en ese estilo.

El defecto que le achaco al film es que creo que nunca acaba de despegar del todo. Lang apenas aprovecha el que parece el punto más interesante de la película: la huida del protagonista de Alemania, que se nos resuelve prácticamente en dos escenas. Una vez llega a Londres la situación se basa en la clásica persecución (esa caza humana a la que hace alusión el título) que desgraciadamente no llega a realizarse del todo salvo en una escena ambientada en el Metro de la ciudad, que además acaba siendo de los mejores momentos de la película.

A cambio el director se centra en la relación amorosa entre Thorndike y Jerry Stokes, una joven que le coge cariño y cuya educación típica de clase obrera contrasta de forma divertida con los modales de clase alta del protagonista. Ella es interpretada por una Joan Bennett que resulta entrañable en ese pequeño papel casi cómico con su marcadísimo acento británico. Por otro lado, es de agradecer que esta relación amorosa no caiga en los lugares comunes de siempre. En lugar de eso Lang nos muestra un amor que no llega a consumarse: ella está loca por él pero éste no parece tenerle más que un cariño fraternal. Ni siquiera en su separación ella conseguirá ese ansiado beso que le pide con tantas ganas, ella es una mujer destinada a amar y no ser correspondida.

Aunque Walter Pidgeon no hace ni mucho menos un mal papel, habría agradecido mucho un protagonista más carismático y me acabo quedando sin duda con Joan Bennett y por supuesto el portentoso George Sanders (uno de los grandes secundarios de oro de la edad de oro de Hollywood) como el malvado antagonista con la típica frialdad cruel y calculadora que se le supone a los malvados nazis, monóculo incluido. La tensa escena final de la película, en que él y el protagonista se encuentran por fin cara a cara, debe muchísimo al enorme carisma que emanaba Sanders en cada frase y gesto.

Como último argumento a favor de la película, además de ser un thriller bien construido aunque no llegue a las altas cotas que promete, resulta de agradecer que no se recurra al tópico final feliz forzado manteniendo algo de dramatismo. Sin embargo, no nos libramos de los últimos minutos de propaganda aliada tan necesaria en la época y que desembocan en una escena que pese a querer parecer heroica se me hace algo absurda, cuando vemos al protagonista saltando del avión en mitad de Alemania con su escopeta para dedicarse a cazar nazis (!!). Hoy en día no podemos dejar de rechazar el mensaje según el cual el inofensivo cazador ha de convertirse en un soldado para defender al mundo de los malvados enemigos, pero se le puede excusar por los imperativos de la época.