30s

Black Moon (1934) de Roy William Neill


El Hollywood clásico es una época que en cierto sentido resulta paradójico que nos parezca tan fascinante – y a muchos incluso seguramente el mejor periodo de la historia del cine – cuando en el fondo la gran mayoría de películas se creaban siguiendo unos códigos y esquemas bastante cerrados. Salvo algunos casos puntuales, la mayoría de obras se veían obligadas a respetar una serie de criterios que marcaban desde el Código de Censura Hays a los estándares de cada género creados por la propia industria. Supongo que por eso los amantes de ese periodo sentimos una fascinación especial por el cine anterior al Código de Censura (el conocido como cine «pre-code») y por ciertas obras que lograron colarse fuera de estas restricciones, como es el caso de esta película ciertamente menor y muy de serie B pero llena de interés.

Ya la primera escena de Black Moon (1934) ha conseguido atraer instantáneamente mi atención, antes siquiera de saber de qué iba la cosa. Un primer plano del rostro de una joven mujer concentrada y de fondo el sonido de un tamtam. Una panorámica nos muestra que lo está tocando ella. Vemos que tiene a su lado a una niña (su hija) y que se encuentra en una habitación lujosa. Le siguen varios planos de otros miembros de la casa extrañados por ese sonido y al final llegamos a una conversación de su marido con un médico en que le explica la situación.

Ella es Juanita, quien se crio en una isla caribeña y que perdió a sus padres sacrificados en un rito vudú, siendo entonces criada por su tío, el dueño de la isla. Stephen se casó con ella, la llevó a la civilización y tuvieron en principio una vida feliz con una hija pequeña, Nancy. Pero bajo esa apariencia de normalidad hay algo en ella que no acaba de funcionar, y de vez en cuando tiene esos extraños ramalazos en que le da por tocar el tamtam sin saber por qué. Finalmente se decide que lo mejor para ella es volver a la isla, que evoca con nostalgia, y así romper ese hechizo. Para ello, Stephen decide que, en ese viaje que realizará su mujer a una isla poblada de indígenas hostiles que aún llevan a cabo sacrificios humanos, la acompañen su hija pequeña, su anciana niñera y su atractiva secretaria personal enamorada de él. ¿Qué puede salir mal?

Resulta obvio de entrada que la mayor flaqueza de Black Moon es su endeble guion que, como muchos otros filmes de esa época que se movían en el terreno cercano al horror, promete mucho más de lo que luego desvela. Un hombre intenta contactar con Stephen para hacerle saber un terrible secreto sobre su mujer pero es asesinado por un indígena que de forma harto improbable ha viajado hasta la civilización. Luego no obstante dicho oscuro secreto no va más allá de que Juanita se crio entre nativos y estuvo muy influenciada por los rituales vudú. Pero olvídense de la racionalidad, lo fascinante de Black Moon y que le dota de un interés muy especial sobre otras producciones de la época es el ambiente enrarecido que evoca. Por mucho que sea una obra de bajo presupuesto, el trabajo de dirección de Roy Wiliam Neil es admirable, cuidando muchísimo la ambientación en las escenas isleñas y con algunos planos muy evocadores que juegan con las sombras, las luces de las velas y/o los elementos del decorado (por ejemplo, muchos planos se filma a través de los velos de las mosquiteras), en los cuales juega un papel crucial el trabajo del mítico director de fotografía Joseph H. August.

Todo ello sumado a la sensación de que no entendemos qué está pasando (¿Qué se propone Juanita volviendo a la isla?) le dan un aire misterioso, fascinante e irreal. Ese principio tan propio del cine moderno de «no intentes entender todo, déjate llevar», aquí podría aplicarse perfectamente aunque obviamente más por carencias del guion que porque sea algo intencionado. Pero lo interesante de este tipo de filmes es cómo un gran trabajo de puesta en escena consigue más que suplir las deficiencias del guion hacer incluso que jueguen a favor del filme. Todas esas extrañas muertes que rozan lo absurdo (aparecen colgadas del techo las personas que intentan ayudar a los protagonistas a escapar de la isla) o detalles incluso naif como encuadrar unas lápidas antes de hacer una panorámica a los dos protagonistas hablando (como queriendo enfatizar de forma bastante rudimentaria el ambiente tenebroso que les rodea) nos invitan a no tomarnos demasiado en serio la historia, sospechando que muchos de los interrogantes que se nos arrojan no se resolverán satisfactoriamente, pero resultan muy sugerentes y le dotan de un encanto de serie B muy atractivo.

La historia tiene obvios vínculos en común con Yo Anduve con un Zombie (1943) de Jacques Tourneur, también relacionada con los mitos vudú y una mujer «hechizada» por ese mundo – e incluso me ha venido a la mente otra obra posterior al filme, el magnífico libro Ancho Mar de Sargazos de Jean Rhys, que evoca la historia de la primera mujer del señor Rochester de Jane Eyre, y que tiene en común con este filme la idea del hombre rico civilizado que es emparejado de forma engañosa con una joven criada en Las Antillas con un pasado oscuro. En ambos casos los directores se sirven del margen de libertad del que disponían (Roy William Neil por haber filmado su película justo antes de la entrada en vigor del Código Hays y Tourneur por adscribirse en el terreno de la serie B, mucho menos vigilado) para recrearse en la ambientación y en los detalles relacionados con el vudú y la influencia que tiene éste sobre las protagonistas.

No obstante, hay una diferencia fundamental. Mientras que Tourneur nunca abandona la faceta mágica y misteriosa de la historia y la mantiene hasta el mismo desenlace, prefiriendo dejar elementos de la trama en el aire a favor del misterio, en Black Moon se nota un torpe intento de reconducir la historia hacia un terreno más convencional. De igual forma que cuando Tod Browning rodó la primera película sobre vampiros en Hollywood tuvo que hacer un final en que se demostraba que todo era una farsa porque el público americano de la época no podía creer en lo sobrenatural, aquí la trama opta no tanto por negar la fuerza del vudú (si bien no vemos nada sobrenatural más allá de una inquietante afición de la protagonista por tocar el tamtam) como simplificar la complejidad del tema reduciéndolo todo en su tramo final a un clásico conflicto entre buenos y malos. De modo que Juanita se convierte en la antagonista, dando soporte a los indígenas y dispuesta a sacrificar a su familia si así lo pide el sacerdote. Esa mujer que nos hechizó en la primera escena y cuyo extraño comportamiento nos resultaba tan fascinante por lo evocador e incomprensible que era al final acaba reducida a una mera aliada de los antagonistas.

Hay filmes que resultan interesantes no solo por sus cualidades cinematográficas sino porque resultan en sí mismos una lucha interna entre varias formas de narrar la historia. La mayor parte de Black Moon nos apela en su puesta en escena hacia lo mágico, lo oculto y lo irracional. Sus fallos de guion son solo otro elemento incomprensible más que no desentonan en la imagen global. Pero al fin y al cabo una película producida en el seno de un estudio de Hollywood no puede ignorar ciertas convenciones y lugares comunes. De modo que tenemos a un personaje secundario (la secretaria) totalmente anodino y desdibujado cuya función es estar enamorada del protagonista para darnos a entender que, no nos preocupemos, al final seguirá habiendo una esposa y una madre para esa familia en sustitución de Juanita. También se nos ofrece al final alguna escena de suspense en que los protagonistas escapan de la casa filmada con tan poco garbo que uno no puede evitar sospechar que al director le daba igual, y que lo que a él le interesaba son los planos de los rituales vudú… pero, ¿qué clase de emocionante filme de aventuras sería sin al menos una escena de escape, por muy rutinaria que sea filmada?

Es esto pues lo que diferencia un filme entretenido, bien hecho y con detalles de interés como Black Moon de una absoluta obra maestra como la bellísima Yo Anduve con un Zombie; no en vano ahí detrás estaba un director de primera categoría y uno de los más originales productores de la época, Val Lewton, el gran artífice de ese proyecto. Podemos entender pues Black Moon como un interesante precedente que ya deja entrever las posibilidades no solo de la temática vudú sino de abordar la historia desde una perspectiva menos basada en lo racional, algo que de por sí ya es toda una rareza en un ecosistema como el Hollywood clásico. Solo faltaba que otros cineastas más hábiles y/o situados en un contexto más favorecedor (como el ciclo de terror que tiró adelante Val Lewton en los años 40) cogieran el testigo y redondearan la idea.

Lo Mejor Es Lo Malo Conocido (Ricos y Extraños) [Rich and Strange] (1931) de Alfred Hitchcock

Siempre me ha resultado muy llamativa la etapa de la carrera de Alfred Hitchcock situada entre dos de sus primeros éxitos de taquilla, El Enemigo de las Rubias (1927) y la primera versión de El Hombre que Sabía Demasiado (1934). Se tratan de unos años de aprendizaje y de ensayo y error, donde predominan mucho más los errores que los aciertos y en los cuales podemos intuir algunos destellos de su estilo personal pero malgastados en obras inadecuadas o proyectos personales fallidos. Visto en perspectiva hay además un hecho que me llama poderosamente la atención, y es la resistencia de Hitchcock a recurrir al género que mejor le funcionó desde sus inicios: el suspense.

De sus 16 filmes anteriores a El Hombre que Sabía Demasiado solo cuatro pertenecen a ese género, pero dos de ellos son obras magníficas que además triunfaron en taquilla – El Enemigo de las Rubias y La Muchacha de Londres (1929), su primera película sonora -, otra constituye una cinta más que notable que se eleva por encima de lo que filmaba en aquellos años – Asesinato (1930) – y solo una podríamos calificarla de fallida – la desastrosa El Número Diecisiete (1932). El porcentaje de éxito en ese género pues era bastante elevado, y tal y como sabemos el tiempo confirmó que era un terreno donde daba lo mejor de sí. ¿Por qué pues tardó tanto tiempo en dedicarse a él completamente?

Yo lo atribuyo a dos factores. En primer lugar es cierto que a menudo los estudios le endosaban todo tipo de encargos con muy poca sustancia de los cuales él tenía que hacer lo posible por sacar algo decente, como adaptaciones de dramas teatrales muy poco adecuados para el cine. Pero en segundo lugar estoy convencido de que el Hitchcock de entonces quería ser un cineasta capaz de moverse en todo tipo de géneros. De hecho muchos años después se quejaría de que estaba tan encasillado en el género del suspense que si realizaba un filme de otro tipo el público estaría en todo momento esperando la aparición de un cadáver. Pero aun siendo eso cierto, lo interesante es que aún «limitándose» a ese tipo de filmes Hitchcock consiguió dar forma a una de las mejores filmografías de la historia del cine (o directamente la mejor en mi humilde opinión), con una serie de películas que no tenían nada que envidiar en profundidad a obras contemporáneas pertenecientes a géneros más prestigiosos.

En todo caso el Hitchcock de finales de los años 20 y principios de los años 30 aún no había hecho ese descubrimiento y quiso abordar todo tipo de géneros con resultados más bien irregulares, en parte fruto de la inexperiencia y en parte por no encontrarse en su terreno. Es esto lo que dota de cierto interés a películas mayormente mediocres como las que realizó en esos años, porque vemos a un Hitchcock que busca encajar en ellas su estilo personal aún en desarrollo o esos típicos experimentos técnicos que tanto le gustaban… pero el resultado final a menudo no funciona.

Este largo prólogo nos lleva a Lo Mejor es lo Malo Conocido (1931), también traducida con el título más adecuado de Ricos y Extraños, que es una película especialmente interesante en ese sentido, porque no se trata de un encargo sino que era un proyecto surgido por iniciativa del propio Hitchcock. Es decir, aquí no tenía la excusa de que se trataba de otro rutinario encargo del estudio que realizó a desgana: Lo Mejor es lo Malo Conocido es una obra hacia la que él tenía muchas expectativas y en la que realmente creía. Y por ello, el hecho de que el resultado final sea tan flojo es demérito del propio director, lo cual nos sirve como ejemplo puro de las flaquezas de este Hitchcock primerizo.

Los protagonistas son Fred y Emily, un típico matrimonio inglés de clase media que un día reciben una noticia que cambia sus vidas: un tío suyo adinerado ha decidido avanzarles una cuantiosa suma de la herencia que les correspondería cuando él muriera para que puedan disfrutarla ya. Con ese dinero deciden emprender un viaje a Oriente Medio para ver mundo, pero a bordo del barco su matrimonio se tambalea cuando conocen al Comandante Gordon, que se enamora de Emily, y a una exótica princesa que seduce a Fred.

Lo Mejor es lo Malo Conocido es una película que en la teoría pide a gritos ser una obra de culto, y de hecho mi primer contacto con ella a través del famoso libro de entrevistas de Hitchcock con Truffaut me hizo esperar algo por el estilo. El cineasta hablaba con mucho más interés de este filme que de los otros que realizó esos años y resaltaba algunas escenas especialmente llamativas. El hecho de que fracasara en taquilla invitaba a creer que se trataría de una obra personal incomprendida por el público, de modo que no es de extrañar que abordara mi primer visionado  con ciertas expectativas… pero lo cierto es que para mí fue un chasco.

Lógicamente Hitchcock en el libro de entrevistas mencionaba los momentos más llamativos y variopintos de la película, así como otros que o no llegaron a filmarse o fueron recortados del montaje final, dando la impresión de que nos encontraríamos ante una película peculiar y personal. Lo que sucede es que esos instantes se concentran prácticamente en unas pocas escenas y que la mayor parte del metraje no tiene nada especial que ofrecer. Cuando Hitchcock se quejaba a Truffaut de que la película no tuviera éxito obvió decir que el tramo central era aburrido y anodino, y que el guion escrito por él junto a su mujer Alma Reville y el guionista Val Valentine dejaba bastante que desear.

Vayamos por partes. Uno de los rasgos que más nos chocan de entrada es el tratamiento que tiene todavía de película muda, algo especialmente obvio en los primeros minutos en que vemos a Fred dejando su oficina y volviendo a su casa en metro, que se basan mayormente en gags visuales que no están del todo mal (por ejemplo la primera vez que el personaje se destaca entre la multitud es por ser el único cuyo paraguas no se abre, dando a entender desde el principio su condición de antihéroe). Pero a medida que avanza el filme los gags funcionan cada vez menos y acaban convirtiéndose en pequeñas gracietas que Hitchcock no acaba de rematar ni tampoco sirven como reflexiones sobre la relación de Fred y Emily.

Esto nos lleva a uno de los mayores handicaps de la película, y es el contar con dos protagonistas tan poco definidos con los que nos es difícil identificarnos y que, en el caso de Fred, no nos resulta especialmente simpático. Cuando hacia el final Emily descubre por el Comandante Gordon que la princesa está engañando a Fred entendemos cuál era una de las principales ideas de la historia: que viéramos cómo Emily pasa de tener idealizado a su marido (quien en el fondo no es más que un pobre diablo algo fanfarrón pero no muy avispado) a descubrir cómo es visto en realidad a través de los ojos del resto del mundo. Es decir, ese viaje exótico viene a ser una forma de descubrir que en realidad los sueños de grandeza de Fred le vienen grandes y no deja de ser una persona vulgar sin mucha inteligencia, algo que en realidad el espectador ya intuyó desde el inicio.

El problema es que el guion no articula esta idea de una forma que nos resulte interesante o emotiva. Cuando los dos miembros del matrimonio empiezan a tontear con el Comandante Gordon y la princesa no sentimos ninguna tensión, ningún suspense, ningún dramatismo. Este doble adulterio (o casi adulterio) nos es narrado de forma tan insípida y los protagonistas nos resultan tan poco interesantes que la película nos sumerge inevitablemente en el aburrimiento.

Solo el tramo final, cuando son rescatados de un naufragio por un pequeño barco chino, la película remonta un poco precisamente con las escenas que Hitchcock menciona a Truffaut: el marinero chino que queda atrapado con una cuerda y se ahoga en el agua ante la mirada indiferente del resto de la tripulación, el descubrimiento de que la deliciosa comida que están devorando es el gato que habían traído con ellos o el nacimiento de un bebé a bordo del barco, el único instante del filme que creo que sí tiene algo de magia y que da a entender cierto misterio tras sus imágenes.

Pero la película realmente no da mucho más de sí. Hay recursos visuales bastante conseguidos que revelan a un cineasta inquieto tras la cámara, pero ese es un rasgo común de todas las obras de la primera etapa de Hitchcock: son películas de «momentos», en que el director – a menudo aburrido con el material que tenía entre manos – busca entretenerse jugueteando con la cámara o probando pequeños trucos técnicos. No sería hasta unos pocos años después cuando Hitchcock aprendió a canalizar esos «momentos» y esa pasión por incluir retos técnicos en historias mejor articuladas que conseguía elevar a otra categoría en gran parte por estos recursos, los cuales ya no eran meras filigranas técnicas, sino herramientas empleadas de forma inteligente en beneficio de la película.

Aunque difícilmente se puede culpar en este caso al estudio del flojo resultado final de la película (ya que, como evidencian las escenas del naufragio y el barco chino, no era una producción barata y por tanto le dieron apoyo económico), sí que hay que reconocer que dejaron fuera dos elementos que le habrían dado un mayor interés. En primer lugar le negaron a Hitchcock la posibilidad de rodar en exteriores reales, de modo que éste tuvo que apañárselas en exteriores ingleses combinados con material filmado por una segunda unidad. Quizá un ambiente realmente exótico le habría dado más riqueza a la película.

Y en segundo lugar parece ser que el que habría sido el gag o el momento más llamativo de Lo Mejor Es lo Malo Conocido fue uno de los que quedó fuera del montaje final. Según Hitchcock, en la última escena de la película los dos protagonistas iban a visitarle a él (sí, a Hitchcock) y le explicaban toda su emocionante historia, pero éste les replicaba diciendo que eso no daba para una película. De ser cierta esta anécdota (no quiero poner en duda a Hitch pero no existen evidencias de este momento) solo este gag final habría justificado la existencia de una película por otro lado más bien mediocre y olvidable.

S.O.S. Iceberg [S.O.S. Eisberg] (1933) de Arnold Fanck y S.O.S. Iceberg (1933) de Tay Garnett


Después de más de 10 años filmando exclusivamente o bien bergfilm o bien películas documentales ambientadas en altas montañas, en algún momento de principios de los 30 el director Arnold Fanck pensó que iba siendo hora de cambiar un poco de temática. No obstante Fanck no quiso alejarse demasiado del terreno que mejor dominaba, y su primera alternativa al bergfilm sería un filme ambientado en Groenlandia, en que sus protagonistas se enfrentarían no a peligrosos picos nevados sino a icebergs. Salvo ese cambio de escenario los ingredientes serían los mismos: historia mínima como excusa para filmar en ese entorno, personajes sencillos o directamente planos, y espectaculares planos captando la belleza de la naturaleza pero también su faceta más peligrosa. En definitiva, si les gustaron las anteriores entregas de Arnold Fanck dentro del bergfilm, probablemente también les gustará S.O.S. Iceberg (1933).

La película se inicia de forma misteriosa con las frases que redacta en un cuaderno un personaje cuyo rostro no vemos y que está atrapado en algún lugar de Groenlandia. Más adelante en un banquete de investigadores del Ártico se planifica una nueva misión para dar con esa persona, el Doctor Carl Lorenz, confiando que aún siga con vida. Varios hombres se lanzan a esa peligrosa expedición y dan con Lorenz en un estado muy debilitado dentro de un gigantesco iceberg que va a la deriva. El problema está en que no tienen forma de llegar a tierra desde ahí y están atrapados en mitad del helado mar sin ninguna embarcación a mano. Después de varios días sin tener noticias de la expedición, saldrá en su búsqueda la mujer de Lorenz, la piloto de avión Hella, interpretada por una Leni Riefenstahl extrañamente desaprovechada y casi diría que ausente en la que, por cierto, no es su última actuación como se menciona en algunos sitios, pero sí su último trabajo como actriz en un filme no dirigido por ella misma – años después dirigiría y protagonizaría la notable Tierra Baja (1954).

Tengo la impresión de que Arnold Fanck es uno de esos directores que daban tanta importancia al proceso de creación de la película como al filme resultante… por no decir incluso que le daba más importancia al primer aspecto. Al haber sido antes un experto alpinista que director de cine, Fanck parecía concebir sus filmes como pequeñas aventuras en que el reto estaba en lograr una buena película que captara el entorno en unas condiciones de rodaje especialmente difíciles de sobrellevar. Es por ello que las historias de sus rodajes están plagadas de curiosas anécdotas que ponen de relieve cómo éste no dudaba en ningún momento poner en riesgo la vida de los actores y el equipo técnico con tal de obtener un buen plano.

En ese sentido S.O.S. Iceberg no fue ni mucho menos una excepción. Todo un equipo se trasladó a grabar en localizaciones reales donde tuvieron que luchar contra las inclemencias del clima y del terreno. Algunos de los actores tenían que bañarse repetidamente en las heladas aguas para efectuar algunas tomas, ante la mirada incrédula de los esquimales. Para las escenas con osos polares se trajeron tres animales de Alemania que se suponía que eran más fáciles de tratar al haber estado en cautiverio, pero eso no los hacía inofensivos en absoluto. Continuamente las placas de hielo se rompían provocando accidentes y poniendo en peligro la película (si alguna de las cámaras caía al agua se perdería todo lo rodado). Varios miembros del equipo que no sabían nadar se llevaron un susto cuando una lancha volcó a causa de los enormes trozos de hielo que caían de los icebergs (significativamente los esquimales se negaban rotundamente a pasar con sus barcas cerca de cualquier iceberg). De hecho, en una extraña ironía, el argumento de la película se convirtió en realidad cuando uno de los científicos que acompañaban al equipo de Fanck se perdió durante nueve días y tuvo que enviarse a un aviador a buscarle (por suerte dieron con él a tiempo).

La razón de ser de todo ello era obviamente el que acabó siendo el gran aliciente de la película: la autenticidad de los espectaculares paisajes del Ártico, que no nos cabe duda que son reales y no recreaciones de estudio o metraje documental añadido de forma falseada como fondo mientras los actores fingían estar viviendo aventuras en un cómodo estudio berlinés. Todo lo que se ve es auténtico y eso le da un valor extra a la película.

El gran problema de S.O.S. Iceberg no obstante es que no funciona tan bien como sus bergfilm por un problema de planteamiento: en sus películas de aventuras montañeras, los protagonistas tenían una meta a conseguir (alcanzar una cima o sobrevivir a una situación de riesgo) que daba pie a escenas de acción ya fueran protagonizadas por ellos o por el equipo de rescate. En S.O.S. Iceberg el problema está en que los protagonistas están atrapados en un iceberg, es decir, no pueden moverse de allá y no les queda otra que esperar que les rescaten o morir congelados. De modo que la película tiene poca acción que ofrecernos llegados a ese punto más allá de mostrarnos a uno de los protagonistas nadando trabajosamente entre placas de hielo para llegar a un pueblo esquimal y a los aviadores fracasando en sus primeros intentos de rescatarlos.

Una escena en que entra en acción uno de los osos polares parece intentar animar la función pero el montaje hace bastante obvio cómo está apañada, y por otro lado la escasa definición de los personajes impide que pueda explotarse la tensión psicológica de su situación, más allá del momento en que se vuelve loco uno de ellos, interpretado por Gibson Gowland – el inolvidable protagonista de Avaricia (1924) de Erich von Stroheim, que debería llevarse alguna especie de reconocimiento por haber hecho sendas películas en territorios tan inhóspitos como el desierto del Valle de la Muerte y el Ártico. Pero incluso todo ello parece previsible y no da mucho de sí, ni siquiera en términos de suspense.

¿Con qué nos quedamos pues? Con la belleza del paisaje (el verdadero protagonista del filme) y con ese tono tan inocente que a mí personalmente me gusta mucho del cine de Fanck, que tiene un aire a esas historias de aventuras juveniles que el cineasta recreaba en sus películas. De hecho el propio Fanck diría años después que la razón de ser de sus filmes era educar a los jóvenes sobre los peligros que encerraba la naturaleza, y en este caso creo que todo joven espectador aprendió lo arriesgado que era jugar cerca de icebergs u osos polares, así que en ese sentido cumplió su propósito.



Existe también una versión americana de esta misma historia que se filmó al mismo tiempo pero que no constituye, como yo pensaba, una versión multilenguaje. Si bien es cierto que ambas se filmaron a la vez y que algunos miembros del reparto aparecen en ambas (Gibson Gowland y Leni Riefenstahl, cuya presencia en la versión americana me inclino a pensar que se debe más a ser una de las pocas actrices de renombre dispuestas a filmar una película de aventuras en el Ártico que a su potencial taquillero en Estados Unidos), en realidad la americana tiene un guion distinto pese a que la historia en esencia es la misma: unos exploradores atrapados en un iceberg, la aviadora que acude al rescate y queda atrapada con ellos, y el rescate final gracias a los esquimales.

Según parece esta estrategia de filmar dos versiones tiene que ver con los problemas que tuvieron los productores alemanes para tirar adelante un rodaje con tantos problemas logísticos, lo cual les obligó a contar con la ayuda de la Universal, que por entonces estaba financiando algunas películas en Alemania – como la recientemente reseñada El Hijo Pródigo (1934) de Luis Trenker. El estudio americano supuso que el atractivo de un relato de aventuras en el Ártico bien podría aprovecharse para hacer una versión americana de la historia y encargó a Tay Garnett que filmara la misma historia.

Comparando ambos versiones, la americana parece más preocupada en construir algo parecido a unos personajes definidos y en establecer una narrativa. Pero si bien es cierto que la versión de Tay Garnett deja un poco más clara la personalidad de cada miembro de la expedición y construye mejor los hechos que les llevan a quedar atrapados en un iceberg, tampoco esperen nada excepcional. Los personajes siguen siendo muy estereotipados y psicológicamente planos (Gibson Gowland por ejemplo es tan arquetípicamente cobarde y egoísta que su descenso a la locura resulta previsible casi desde su segunda aparición en el filme), y la historia no da mucho más de sí, pero en general todo parece un poco más ordenado y coherente.

En estos aspectos funciona mejor: sabemos lo que estamos viendo y todo tiene algo más de sentido; pero al mismo tiempo no transmite de forma tan especial la belleza y peligrosidad del entorno como la de Fanck. Este último no sabemos si era incapaz de construir un guion coherente o si simplemente no le interesaba, pero si bien sus filmes se resienten mucho en ese aspecto a cambio son más únicos. En esencia creo que ambas versiones tienen un nivel parecido y unos defectos y virtudes similares, si bien la alemana dura 10 minutos más y resulta más particular que la americana, que no deja de ser una entretenida historia de aventuras.

El Hijo Pródigo [Der verlorene Sohn] (1934) de Luis Trenker

¡Qué película tan extraña es El Hijo Pródigo (1934) de Luis Trenker! Es uno de esos filmes que, más allá de sus defectos, resulta chocante porque uno tiene la sensación de no entender exactamente qué pretendía su creador, que en este caso parece no acabar de decidirse entre hacer un bergfilm como los que protagonizó junto a Leni Riefenstahl, un drama social o un alegato a favor de las tradiciones culturales de Baviera. O, mejor aún, quizá pretendía abarcar todo eso y lo mezcló como pudo.

El protagonista lo encarna el propio Luis Trenker, que se había hecho una célebre carrera como actor antes de pasar a la dirección, y que aquí encarna al hijo pródigo al que alude el título del filme… ¡a sus 42 años de edad! Ése es un primer aspecto que juega en contra de la verosimilitud de su personaje, Tonio Feuersinger, un campesino que vive en el sur del Tirol; pero el gran problema está en la construcción de su personalidad, que resulta tan plana y unidimensional que en ocasiones parece una caricatura paródica. La primera escena nos ofrece ya de entrada la visión idealizada de Trenker de lo que debía ser un auténtico tirolés: hombretones fuertes, saludables y optimistas, siempre dispuestos a entonar alguna canción mientras tallan madera. De hecho estos simpáticos muchachos tienen tan buen fondo que cuando otro hombre se queda embobado mirando a la chica de la que Tonio está enamorado, Barbl, nuestro protagonista en vez de enfadarse con él lo reta a una fraternal prueba de fuerza típica de machotes de la cual, por supuesto, Tonio sale vencedor. Los triángulos amorosos pues no existen en el Tirol, estos chicos tan sanotes lo solucionan todo con saludables muestras de hombría tras las cuales siguen siendo tan amigos.

Pero, ay, algo amenaza el bucólico pueblo en que viven nuestros protagonistas: la llegada de unos turistas americanos, los Williams, cuya atractiva hija Lilian se encapricha de nuestro protagonista. Como es natural ella le pide que hagan juntos una excursión a una peligrosa cima de una montaña (en el bergfilm las pulsiones amorosas se manifiestan mediante escaladas a montañas) y a partir de aquí todo se vuelve muy loco. Tienen un accidente que mata a un compañero de Tonio y éste decide entonces irse a vivir a Nueva York. Sin darnos tiempo a asimilar esa decisión nos encontramos ya a Tonio en la Gran Manzana sin trabajo y al borde de la mendicidad, echando de menos su país natal.

Después de pasar muchas penurias de repente Tonio acaba trabajando como asistente en un combate de boxeo y, tras noquear en un arrebato a un boxeador profesional, le vemos acto seguido en una fiesta de gala bien vestido y coqueteando de nuevo con Lilian. La causalidad entre las diferentes escenas de El Hijo Pródigo es uno de los grandes misterios de la película.

El Hijo Pródigo es una de esas obras en las que desde el inicio intuyes lo que va a suceder y cómo va a acabar todo: el gran anhelo de Tonio es salir de su pequeño pueblo y viajar a la ciudad más grande del mundo, Nueva York, pero ya antes de que se embarque allá sabemos que no encontrará la felicidad y que, probablemente, la cinta nos ofrecerá un contraste entre el idílico mundo rural y el bullicioso mundo urbano. Lo que hace que ésta sea una obra tan interesante pese a lo previsible que eso resulta es la forma tan extraña como Trenker plantea esta historia moviéndose abruptamente entre registros tan diferentes. Por ejemplo la escalada con Lilian está descaradamente añadida con calzador porque al ser Trenker uno de los grandes actores de bergfilm suponía que debería ofrecer a sus fans al menos una peligrosa escalada (muy bien filmada, todo sea dicho), mientras que la secuencia final de la celebración típica de su pueblo se alarga durante un cuarto de hora cuando la trama principal hace ya rato que ha llegado a su fin.

Pero he aquí uno de los aspectos más llamativos del filme: pese a lo inconexo de su guion y lo pueriles que son sus personajes, apenas conozco otras películas americanas de la época que hicieran un retrato tan fidedigno del Nueva York de la Gran Depresión. Las escenas en que Tonio se mueve en los barrios más pobres de la ciudad mientras busca su manera de subsistir tienen un impagable valor documental además de dejar entrever una clara crítica social hacia esa supuesta sociedad de las oportunidades. Es una pena que el personaje de Tonio sea demasiado plano e infantil para desarrollar más a fondo las penurias que pasa en ese tramo de la película, aunque aun así Trenker nos deja algunos momentos que se quedan grabados. Por ejemplo, cuando Tonio roba comida en un mercado un policía le persigue por toda la ciudad hasta encontrarle en un rincón devorando famélico lo que ha robado. Ante esa patética imagen, el oficial de la ley decide dar media vuelta y dejarle en paz por compasión. Hasta en las grandes ciudades hay buenas personas.

No obstante, es innegable que donde Trenker se mueve mejor es en el registro semidocumental, ya sea filmando los bellos paisajes tiroleses, la pobreza de las grandes ciudades o la espectacular escena final en que se capta con todo detalle una pintoresca festividad en que todo el pueblo de Tonio bailan enmascarados, y que desemboca en una climática escena final de tintes religiosos. Como sucedía con muchos bergfilm, al final las tramas tan simples son una excusa para que nos dejemos llevar por las imágenes y, en este caso, nos quedemos con el gran valor documental de los diferentes entornos y costumbres que filma Trenker a lo largo del metraje. Más allá de eso, la historia no resiste cualquier análisis medianamente concienzudo y nos ofrece algunos diálogos tan simplistas que resultan risibles. Un ejemplo: Tonio se reencuentra con Lilian en Nueva York y a lo largo de una fiesta ella le confiesa que está enamorada de él; pero justo cuando ambos van a decidirse a casarse, Tonio ve una máscara típica de su región natal usada en la casa a modo de decoración y recuerda que, después de todo, tiene a otra chica esperando ahí. Tras un súbito corte de escena vemos de repente a Tonio volviendo a su pueblo, y cuando se reencuentra con Barbl después de varios años separados le dice que no tenía nada que temer porque le prometió que volvería… ¡cuando hace solo unos minutos le vimos en brazos de una rubia con la que ha estado a punto de casarse!

El Hijo Pródigo fue la última de las producciones que realizaron juntos la Deutsche Universal Film y la Universal de Hollywood, entre las que se encuentra la curiosa S.O.S. Eisberg (1933) de Arnold Fanck con Leni Riefenstahl, de la que se estrenaron al mismo tiempo una versión inglesa y una americana. Aun así, cuando las tropas americanas ocuparon Alemania en la posguerra prohibieron temporalmente esta película por la visión tan crítica que daba de la sociedad americana y ese retrato del prototípico hombre alemán idealizado que quizá en 1934 podría haberse visto con cierta inocencia, pero que tras lo que supuso el nazismo se veía en retrospectiva con un comprensible recelo. Sin entrar en debates sobre si lo que aquí nos ofrece Trenker busca explícitamente entroncarse dentro del aparato ideológico del nazismo o si simplemente alimenta una visión idealizada de la identidad alemana que el nazismo se apropió, analizándola únicamente como película es una obra cuyo visionado sigue siendo muy interesante hoy día pese a sus numerosas flaquezas (especialmente a nivel de guion), y no solo por su valor documental sino por ese extraño y enrevesado viaje que nos ofrece Trenker de unos espacios y géneros a otros.

Daïnah la Metisse (1932) de Jean Grémillon


Existe una interesante categoría de películas que daría para muchos análisis sesudos y sobre la que quizá no se ha escrito tanto como se podría, que son los filmes incompletos. Uno tiende a verlos desde su carencias, desde aquello que les falta. Injuriamos a los insensibles productores que probablemente destrozaron una obra maestra. Fantaseamos con que un día salga a la luz por puro milagro el metraje que faltaba, porque entendemos que lo que nos ha llegado no es la película completa, es una versión mutilada. Y no obstante algunas de las grandes obras del cine han conseguido mantener ese estatus pese a las escenas que les fueron arrebatadas, como es el caso de Avaricia (1924) y El Cuarto Mandamiento (1942), seguramente las dos mayores tragedias de la historia en ese sentido. Pero ¿y si, una vez aceptamos que es una desgracia lo que les ha sucedido, le damos la vuelta a esta problemática e intentamos convertir esa carencia en algo que de alguna forma juegue a favor del filme? En los dos casos anteriores no creo que funcione ese enfoque, pero sí en otros, como por ejemplo en Una Partida de Campo (1936), mediometraje de Jean Renoir que nunca llegó a finalizar y que no obstante es mi película favorita de su carrera. Indudablemente hubiera preferido que la hubiera acabado, pero las circunstancias que han dejado a esta obra a medias para mí le dan un toque especial, hacen que la pequeña historia que se explique sea aún más bella por lo efímera que parece.

Este es el enfoque que propongo a la hora de abordar Daïnah la Metisse (1932), segundo filme sonoro de ese cineasta tan interesante y tan poco reivindicado que es Jean Grémillon, cuyo primer montaje fue reducido drásticamente a la mitad (apenas 50 minutos) por la Gaumont. No diremos que eso no perjudicó al filme o que que no afectó a su calidad porque sería totalmente falso. Se nota en la forma de fluir la historia que faltan bastante piezas, pero el resultado sigue siendo suficientemente interesante.


Ambientada a bordo de un transatlántico, su protagonista es Daïnah, una mestiza que se dedica a coquetear libremente con otros pasajeros. Su marido es un hombre negro que trabaja en el barco como mago y que acepta resignado el carácter de su mujer. Una noche, Daïnah tiene una conversación con Michaux, un miembro de la tripulación que trabaja en la sala de máquinas que malinterpreta algunas de las frases de ella y se lanza a lo que cree que es una conquista rápida. Al ver que ésta se resiste, intenta violarla en vano y vuelve al camarote resentido con ganas de venganza. Un par de noches después Daïnah desaparece. ¿Se ha suicidado saltando al mar o alguien la ha lanzado por la borda?

Daïnah la Metisse posee una cualidad que cada vez más aprecio más en el cine clásico, sobre todo en obras de inicios del sonoro, y es – a falta de un adjetivo más elegante para definirlo – lo extraña que resulta en su forma y tratamiento del argumento, algo que puede deberse tanto a las circunstancias de la época (en esos años de experimentación con el sonido todavía no había una forma estandarizada firmemente implantada) como a la masacre que hizo el estudio con el montaje. Sea como sea, la película tiene algo de enrarecido y apresurado, en que los hechos se suceden de forma más bien repentina dejando muchos huecos por el camino. Eso en circunstancias normales sería un defecto, pero el material que tenemos está tan bien filmado que sale airoso de esa problemática dejando tras de sí un filme a ratos poético (los numerosos planos del barco surcando el océano) y a ratos más interesado en captar el día a día de sus tripulantes que en la trama. Esto quizá en el montaje inicial habría quedado más equilibrado dando como resultado una película ostensiblemente superior, pero aquí es donde entra una de las características más curiosas de estas películas «incompletas»: el imaginarse cómo debía ser lo que faltaba y especular sobre si nos encontramos ante una obra maestra perdida o simplemente un buen filme que, en los restos que quedan de su metraje original, nos hace parecer más interesante de lo que realmente es.


No cabe duda en todo caso de por qué la Gaumont masacró el metraje original, puesto que incluso recortando algunas escenas supuestamente más ofensivas o polémicas nos encontramos con un producto delicado para los estándares de la época: tenemos una mujer sexualmente desinhibida (una mujer mestiza, para complicar más la cosa), un marido que acepta esta relación abierta a su pesar y un intento de violación de un blanco a dicha mujer mestiza (ya sabrán que tradicionalmente eran los hombres negros los que violaban a mujeres blancas, ¡nunca a la inversa!). Y estamos hablando de una película de 1932. Lo mejor de todo es la naturalidad con que el filme introduce todos esos temas: en ningún momento – al menos en el metraje que se conserva – se hace referencia a temas raciales de forma directa, de hecho el resto de pasajeros blancos del barco se sienten abiertamente atraídos por la francasa sexualidad de Daïnah… pero por otro lado salta a la vista que ellos son los únicos de su raza a bordo de un crucero de lujo sin duda debido al trabajo que ejerce él como mago.

De hecho la mejor escena de la película es aquélla que implica el número de magia del marido de Daïnah, una secuencia alucinatoria en que Grémillon todavía se atreve a dejar volar la imaginación sin verse encadenado por el realismo o verosimilitud, algo muy deudor del estilo más libre de la era muda, que aún extendía sus influencias en el primer sonoro en pasajes como éste. Mientras el mago hace su número de magia negra, el resto de pasajeros contemplan el espectáculo tras unas máscaras que le dan una apariencia terrorífica y que por momentos nos parece estar presenciando un filme de David Lynch. Es en instantes como éste donde Daïnah la Métisse da lo mejor de sí. Todo lo que concierne la posible resolución de la desaparición de la protagonista es en cambio más banal, y lo que nos dejan más huella son las breves imágenes del flashback en que se medio intuye lo que sucedió esa fatal noche (un encuentro a oscuras, las amenazantes aguas del mar, el velo de Daïnah volando, la desaparición repentina de la mujer sin que se muestre claramente qué sucedió…). Es en ese terreno, en lo imaginario y en lo intuido donde Grémillon da lo mejor de sí y donde esta película desgraciadamente incompleta nos da a entender una posible gema.

El Misterioso Doctor Carpis [Der Student von Prag] (1934) de Arthur Robison


La historia de El Estudiante de Praga parece ser bastante apreciada por el público alemán de los inicios del cine, ya que fue objeto de tres versiones en solo 20 años, una por década: la original, del año 1913 dirigida por Stellan Rye, que cuenta con el aliciente de ser la pionera; la de Henrik Galeen de 1926, que me parece la mejor de las tres, y ésta de 1935 dirigida por Arthur Robison, que es la gran olvidada. Curiosamente creo que cada versión atesora méritos propios que la dotan de interés, de modo que para mí no tiene sentido compararlas para decidir cuál es mejor o peor, puesto que cada una de ellas tiene su estilo propio y ciertas decisiones de guion que la diferencian de las otras dos.

El argumento, ideado en la primera versión por el poeta Hanns Heinz Ewers como una mezcla entre el relato «William Wilson» de Poe y Fausto, nos explica aquí cómo un humilde estudiante de la Universidad de Praga, Balduin, es tentado por un misterioso hombre llamado Dr. Carpis para aceptar un misterioso trato que le da una considerable fortuna. Con ese dinero Balduin consigue acercarse a una célebre cantante de ópera llamada Julia de la que está enamorado, pero por el camino habrá perdido una parte importante de sí mismo.

Un primer rasgo a celebrar de este remake, que en España recibió el curioso título de El Misterioso Doctor Carpis (1935), es que elige el camino que deberían seguir todos los remakes: tomar los elementos básicos de la premisa original para luego reformularlos de una forma distinta, dándole personalidad propia. Y comparado con las dos versiones anteriores, no son pocas las variaciones que se permite aquí Robison. De entrada, figura del Doctor Carpis no parece tan inhumana como sus predecesores, de hecho está enamorado de Julia sin ser correspondido y sospechamos que manipula al protagonista como venganza ante ella, quien alude en cierto momento a otro amante anterior que se acabó suicidando. Nunca se llega a aclarar exactamente hasta dónde llegan sus poderes sobrenaturales, pero aquí le vemos más como otro integrante del drama y no cómo la representación del mal que mueve los hilos.

De hecho un rasgo muy interesante de esta versión es que no hace una distinción tan clara entre el bien y el mal, algo que se enfatiza en el aspecto más claramente diferenciador del guion, que es la forma como juega con la idea del doble: a diferencia de las dos películas anteriores, aquí la figura que emerge del espejo como doppelgänger de Balduin no es su yo más oscuro y diabólico. Al contrario, cuando Balduin hace el trato con el Doctor Carpis, éste le dice que a cambio debe separarse de su otro yo, el «soñador sentimental»… ¡por tanto es nuestro protagonista el «yo maléfico» y el reflejo del espejo representa en realidad su faceta más bondadosa! La idea da menos juego desde el punto de vista de género (en los filmes anteriores la imagen de ese doble misterioso resultaba aterradora) pero le da una interesante ambigüedad a la historia al ser nuestro héroe el que se convierte en una figura amoral. No es tanto la víctima de un trato con el diablo, sino alguien que a raíz de ese trato deja entrever su faceta más oscura; una faceta que, no obstante, ya formaba parte de sí mismo.

Si bien la película en global no es tan conseguida como la versión de 1926, Robison tiene como principales bazas a favor esta visión más ambigua y transgresora del doble y varios detalles de realización que mantienen el clima sobrenatural y enrarecido de la historia. No es tan oscura como sus versiones mudas, especialmente la segunda, que se beneficia de ciertos toques expresionistas, pero tiene detalles propios magníficos. Por ejemplo mantener siempre oculto el espejo en el que está el otro yo de Balduin, incluyendo una escena en que éste y Carpis pasan por delante de otro espejo y una cortina lo tapa oportunamente para que no descubra que no tiene reflejo.

Otra gran baza a favor de esta versión es el magnífico trabajo de Anton Walbrook como protagonista, un actor que me gusta mucho pero a quien no he logrado ver en papeles principales tanto como me agradaría – y ya solo por su inolvidable rol de Boris Lermontov en Las Zapatillas Rojas (1948) merecería ser recordado – si bien es de justicia reconocer que por aspecto parece un poco mayor para ser un estudiante, a no ser que haya repetido curso un número alarmantemente alto de veces. En todo caso, tal es la fuerza de su interpretación que Robinson opta por cerrar el filme de forma mucho más concisa que los anteriores, con la expresión acongojada de Balduin ante el reflejo de su rostro en un espejo roto. Enfrentado a su propia imagen, la mirada de Walbrook da a entender perfectamente sin necesidad de monólogos interiores lo que pasa por la cabeza de su personaje: ¿he sido realmente yo quién ha hecho todo eso? Resulta muy oportuno que la tercera versión de este relato apueste más que nunca por la ambigüedad respecto a su protagonista.

Mr. Thank-You [Arigato-San] (1936) de Hiroshi Shimizu

Nos encontramos en la zona rural de Izu en los años 30, donde uno de los pocos medios de transporte que puede usar la gente para ir desde esos diminutos pueblos hasta las grandes ciudades son los autobuses. De entre todos los conductores que operan en esa ruta hay uno que destaca con luz propia: un joven al que se conoce con el apelativo cariñoso de Señor Gracias. El motivo es que cada vez que éste se encuentra con algún obstáculo en la carretera (algo que sucede muy a menudo por esos caminos: carretas, animales de carga, simples paseantes, etc.) les pide paso con la bocina y cuando éstos se apartan les responde siempre, sin excepción, con un sonoro y entusiasta «¡Gracias!«. Asistimos a uno de esos viajes en que coinciden en el autobús varios pasajeros entre los que destacan una madre y su joven hija, que se dirige a Tokio, pero no por motivos muy felices: su familia es tan pobre que no han tenido más remedio que venderla como prostituta, de modo que para ella ese viaje en autobús no solo representa dejar atrás el pueblo donde siempre ha vivido sino empezar una nueva vida que se le presenta muy dura.

Una de las cosas que más me gustan de Hiroshi Shimizu es que se trata del director que mejor ha sabido captar cómo era el Japón rural anterior a la II Guerra Mundial. No conozco ningún otro cineasta japonés de su época que filmara de forma tan sistemática películas en ambientes rurales y además en exteriores reales, dándole un extra de autenticidad. Mr. Thank-You (1936) es seguramente la obra que mejor ha sabido plasmar ese ambiente rural en gran parte porque ese emplazamiento está íntimamente ligado con la historia, en que se nos enfatiza continuamente la figura del Señor Gracias como la única conexión que tiene la gente de esos pueblos con el mundo exterior. De ahí que su labor no se limite únicamente a transportar pasajeros, sino que también acepta gustosamente todo tipo de encargos: llevar mensajes, comprar discos, etc.

La película, aparentemente rodada sin guion, parte de un brevísimo relato de Yasunari Kawubata del que solo toma la idea de la madre acompañando a su hija en ese viaje en autobús para venderla y la figura del conductor que da siempre las gracias. Pero a partir de aquí, Shimizu llevó la historia a su terreno recreándose no en la parte más dramática de la historia como cabría esperar (la hija llorosa, la madre obligada a venderla, etc.) sino en los elementos que le dan más color local, como las imágenes de esas zonas rurales y los diferentes pasajeros que van subiendo y bajando del autobús.

De hecho Shimizu hace mucho énfasis en reflejar cómo la crisis económica estaba devastando las zonas rurales de Japón con las historias que se van intuyendo a lo largo de ese trayecto. Más que poner el acento en el drama de la muchacha protagonista del relato original, Shimizu opta por un estilo coral basándose en la inteligente idea del autobús como un elemento de paso que a su camino se va topando con retazos de diferentes historias y dramas personales. Nosotros, al igual que el Señor Gracias, solo conocemos de cada historia lo poco que podemos intuir en el trayecto en autobús, de modo que este viaje por zonas rurales acaba siendo inevitablemente un repaso a los diferentes infortunios que padecen todas esas personas que se cruzan por su camino. Shimizu incluso escribió una escena entera sobre la marcha después de hablar con unos trabajadores coreanos que estaban construyendo carreteras. En dicha escena el Señor Gracias habla con una trabajadora coreana que ha perdido a su padre y le pide que lleve flores y agua a su tumba, y cuando éste se ofrece a llevarla en su autobús, ésta prefiere esperar a sus compañeras y viajar caminando con ellas. Cuando el conductor se despide de ella y vuelve a su autobús vamos viendo a través de un túnel cómo la figura de la trabajadora coreana, que ha recibido por unos breves minutos una muy necesaria dosis de bondad por parte del Señor Gracias se va empequeñeciendo hasta convertirse en un punto indistinguible al final del túnel. Para el protagonista ella pasará a ser otro de los muchos amargos recuerdos que va acumulando en su día a día y que tiene que ir dejando atrás para continuar con su trabajo.

Pese a que en el fondo Mr. Thank-You viene a ser un reflejo del Japón de la era de la depresión económica, Shimizu no apuesta por un tono dramático. La música ligera que suena continuamente de fondo parece a veces algo fuera de lugar con algunas de las frases que oímos (en cierta ocasión el conductor, hablando de todas las chicas a las que ha llevado a la gran ciudad y que nunca han vuelto, dice que preferiría conducir un coche fúnebre), pero sirve para atenuar la gravedad de la situación y darle al filme el tono que Shimizu prefiere imprimirle. Así pues, estos pequeños dramas contrastan con algunas escenas más ligeras a bordo del autobús, en que un hombrecillo arrogante de vistoso bigote ejerce de contrapunto cómico, sirviendo de blanco para las bromas de una jovencita que de paso intenta seducir al conductor. En el cine japonés de la época era muy frecuente contraponer a mujeres modernas (conocidas como moga) con otras más tradicionales, y este último personaje encarna claramente a las primeras: independiente, desenvuelta, fumadora y bebedora de alcohol… Su destino parece tan incierto como el de la chica que va a ser vendida, pero su actitud está lejos de ser dócil y sumisa.

Pese al trasfondo de la historia, Shimizu logra en Mr. Thank-You transmitir ese humanismo que hace de su cine una experiencia tan especial. Sin ir más lejos, los innumerables planos en que vemos desde el punto de vista del conductor cómo va pidiendo paso a los diferentes transeúntes y luego cómo los va dejando atrás con el grito de «¡Gracias!» tienen un encanto especial. La historia extrañamente no parece tener un final claro, consiguiendo ser aún más ambiguo que el desenlace ya de por sí abierto del relato original. Pero lo que creo que le atraía a Shimizu de dicho argumento era la idea del conductor que viajaba a través de diferentes pueblos y que sirve de punto de enlace con el mundo exterior. Cuando el pasajero bigotudo le reprocha el tiempo que pierde en hacer recados, el protagonista responde sencillamente que lo considera como una parte de su trabajo, y que un encargo tan sencillo para él como comprar un disco para unas chicas puede servir para que todos los jóvenes de un pueblo perdido entre las montañas tengan algo nuevo con que entretenerse. La modestia con que el protagonista resta importancia a esos buenos actos que en realidad significan tanto para otra gente no deja de ser análoga a la sencillez que le imprimía Shimizu a su cine, que en realidad escondía a un director superlativo.

The River [Reka] (1933) de Josef Rovenský

Josef Rovenský era un actor checo que consiguió hacerse una carrera bastante respetable a nivel internacional, participando en películas tan significativas como la alemana Tres Páginas de un Diario (1929) de G.W. Pabst y en algunas de las obras más reseñables realizadas en su país en la era muda. En paralelo a su carrera de intérprete, Rovenský dirigió también algunas películas, entre las cuales destaca The River (1933), que le valió un premio al mejor director en el Festival de Venecia y que puso en el mapa el cine checo, que por entonces se asociaría con un estilo muy lírico y visual gracias al éxito de esa película y de otro filme bastante reputado en su momento, el documental La Tierra Canta (Zem Spieva, 1933) de Karel Plicka y Alexander Hammid.

Centrándonos en The River, se trata de una de esas películas casi carentes de argumento y que más bien optan por sumergirnos en la ambientación rural y en el estado de ánimo de su protagonista: Pavel, un joven muchacho que ha acabado el colegio y que quiere comprarle unos zapatos a su compañera Pepička, de la cual está enamorado. Pavel es por otro lado el hijo del alcalde Sychra, quien de joven era un bala perdida que se pasaba el día cazando en el bosque y que teme que su hijo haya salido a él, así que planea enviarle a estudiar fuera.

No esperen que The River trate sobre las desventuras que sufre la joven pareja protagonista, ni siquiera sobre las travesuras que realiza Pavel (a quien en la escena inicial vemos robando las manzanas de un árbol junto a otros muchachos). Lo más parecido a un conflicto que presenciaremos será la lucha de Pavel con un enorme lucio que pretende pescar para, con el dinero que le den por él, comprarle unos zapatos a Pepička, lo cual desembocará en un pequeño drama. Pero a Rovenský parece interesarle tan poco que apenas explota sus elementos más dramáticos ni nos deja presenciar su resolución final con el esperado reencuentro de la pareja.

A cambio el director nos ofrece una de las películas que mejor ha sabido captar la relación entre el hombre y la naturaleza en su sentido más lírico. El filme está repleto de planos bellísimos de nuestros protagonistas en ese entorno rural, no tanto porque se busque un preciosismo visual sino por la forma como capta ese espíritu tan inocente y alegre que armoniza tan bien con la naturaleza. En The River nos da la sensación de que Pavel y Pepička son dos elementos más en perfecta armonía con el resto de su entorno, y esto que en la teoría podría parecer demasiado naif funciona a la perfección gracias a la sensibilidad que el director consigue captar de las imágenes.

Hay dos escenas en The River que me resultan especialmente emotivas pese a que aparentemente se desvían no diremos de la trama (casi inexistente) sino del flujo que sigue la historia, centrándose en las vivencias de Pavel. La primera es aquella en que el profesor lanza un discurso de despedida a sus alumnos en el último día de clase, en que les anima a lanzarse al mundo pero sin olvidar quiénes son y de dónde vienen, alentándoles incluso a que en algún momento se acuerden de ese anciano profesor y vayan a verle cuando sean adultos. Pese a que la primera escena del filme nos podía hacer sospechar que este personaje sería el prototípico profesor duro y de mal carácter, aquí nos resulta incluso vulnerable en ese discurso que constituye no solo una despedida sino una forma de entender la enseñanza como preparación a la vida, que tiene mucho que ver con el argumento de otra pequeña joya de inicios del sonoro como es la soviética El Camino de la Vida (1931) de Nikolai Ekk.

La segunda escena parece inicialmente aún más fuera de lugar: después de que Pavel entre en una tienda a comprar los zapatos para Pepička, su dueño se queda divagando solo cuando el joven se ha marchado. Inicialmente habla de lo buen muchacho que es Pavel y de lo feliz que sería si fuera su padre, pero poco a poco su discurso deriva en un lamento por no haber tenido nunca hijos, que su mujer escucha apesadumbrada y sintiéndose culpable. Ambas escenas coinciden no casualmente en mostrarnos a personas adultas que observan tristes y nostálgicos el paso del tiempo en los más jóvenes, como recordándonos que esa visión del mundo tan bucólica y sencilla que vemos en los encuentros entre Pavel y Pepička es algo efímero y solo presente en la juventud. Es uno de los pocos instantes tristes en una cinta que por lo general opta por un tono más jovial (en que la entrada de un muchacho mojado y en bañador con el gigantesco cadáver de un lucio en una concurrida sala de baile no es motivo de queja como esperaríamos sino de admiración por su pesca), como dejando entrever que tras toda esa alegría que experimentan los protagonistas en el campo hay un reverso más melancólico asociado a la vida adulta que tiene lugar en interiores.

Der weisse Rausch (1931) de Arnold Fanck

Al inicio de Der weisse Rausch (1931) el director Arnold Fanck nos muestra un mensaje que ya anticipa el tono que tendrá la película al reivindicar entre otras cosas la necesidad de mantener el espíritu juvenil. Y aunque puede parecer un mensaje un poco tópico en realidad es una advertencia sobre el tipo de película que nos encontraremos. Porque ésta es una de esas obras en que uno debe estar dispuesto a aceptar su tono ingenuo (a veces casi diría cándido) y entrar – nunca mejor dicho – en el juego para lograr disfrutarla aun dentro de sus limitaciones.

Ante todo cabe recordar que Fanck era el director por excelencia de uno de los géneros más populares en Alemania durante la era muda, el bergfilm (cine de montaña) que ya documentó en detalle mi colega el Doctor Caligari en su web. Pero a la hora de abordar Der weisse Rausch notamos un cambio radical en tono respecto a obras precedentes: si bien títulos como La Montaña Sagrada (1926) o Prisioneros de la Montaña (1929) eran dramas que empezaban como triángulos amorosos y desembocaban en situaciones de supervivencia, el filme que nos toca en cambio opta por un tono amable y casi bucólico. La montaña ya no se nos presenta como un entorno fascinante pero también peligroso, sino que es más bien visto como el terreno de juego donde nuestros protagonistas se dedican a practicar esquí, que es el gran tema del filme.

De hecho si en el bergfilm muchas veces la leve (y casi siempre tópica) trama es una excusa para deleitarnos con los paisajes nevados y las aventuras que viven sus protagonistas, en Der weisse Rausch directamente el argumento es casi inexistente. Básicamente vemos a una joven fascinada por las proezas de los esquiadores que decide iniciarse en ese deporte (Leni Riefenstahl, actriz por excelencia del bergfilm), a un experto esquiador que le enseña cómo desenvolverse (Hannes Schneider, uno de los esquiadores más importantes de la época y un rostro habitual en este tipo de filmes) y a dos personajes cómicos que parecen una variante de los daneses Pat y Patachon, los cuales también se están iniciando en el arte del esquí aunque en realidad los interpretan dos esquiadores profesionales reales. Más allá de eso no hay mucho más. Si ustedes son aficionados a esquiar (no es el caso de este anciano Doctor) seguramente encuentren interesante ver las técnicas que se practicaban por entonces, y de hecho el filme no esconde una cierta finalidad didáctica al enseñarnos con detalle todo lo que va aprendiendo nuestra amiga Leni para pasar de ser una torpe amateur a ser una auténtica profesional.

Si según dijo en cierta ocasión Fanck, él siempre concibió los bergfilm como películas dirigidas para jóvenes espectadores, en el caso de Der weisse Rausch la intención no puede ser más evidente. Solo hay que comparar el tipo de personaje que interpretaba en otras obras Riefenstahl (mujeres indecisas entre dos hombres, bailarinas con una especial conexión con la naturaleza) con la muchacha inocente y prácticamente asexual que encarna aquí. No hay conflictos en Der weisse Rausch, solo jóvenes sanos y dicharacheros con ganas de jugar (sin segundas intenciones) que se pasan la película haciendo todo tipo de acrobacias y persiguiéndose entre ellos. Si todo ello les parece demasiado infantil y bobalicón, recuerden el mensaje de Fanck al inicio de la película.

Siendo obviamente una obra menor de Fanck destinada básicamente a mostrarnos las bondades del mundo del esquí, el filme no carece de alicientes. De hecho aunque a Fanck nunca se le reconoció como un cineasta serio, pocos directores han sabido filmar tan bien las montañas como él (quizá porque antes de ser cineasta fue alpinista), y en este caso, aparte de ofrecernos planos deslumbrantes de picos nevados o de todas las competiciones de esquiadores, también emplea algunos recursos visualmente muy atractivos que, mucho me temo, apenas volveremos a ver en películas clásicas sonoras a causa de la pereza congénita hacia lo visual que conllevó el salto al sonoro. Me refiero por ejemplo a los fantásticos planos ralentizados, que no solo nos permiten poder ver con detalle a los esquiadores saltando – y que sin duda Riefenstahl tomó como inspiración para su Olympia (1936) – sino que también emplea en alguna escena de interiores como ese maravilloso momento en que Leni salta sobre su cama y vemos a cámara lenta cómo se llena todo de plumas – ¿no les recuerda a cierta escena de Cero en Conducta (1933) de Jean Vigo?

También se nos deslumbra con alguna proeza virtuosa como algunos planos subjetivos de los esquís en el descenso de una ladera y, si bien el uso del sonido es todavía bastante primitivo, hay que reconocer la complejidad que suponía en aquellos años filmar en exteriores… no digamos ya en una montaña perdida. Estos detalles son los que sirven de mayor aliciente para aquellos de nosotros que nos acercamos a este curioso filme sin ser necesariamente aficionados al esquí. Un curioso caso aparte dentro del género del bergfilm.

El Fin del Mundo [La Fin du Monde] (1931) de Abel Gance


Abel Gance fue sin ningún lugar a dudas uno de los cineastas más importantes de la era muda. No solo fue uno de los más adelantados a su tiempo en ciertos aspectos técnicos, sino que además filmó en esos años dos de las obras cumbre de la historia del cine: La Rueda (1923) y Napoleón (1927). Teniendo eso en cuenta siempre me ha llamado la atención que su filmografía sonora parezca casi inexistente. ¿Qué sucedió? ¿Sus películas sonoras han estado injustamente olvidadas durante todo este tiempo a la espera de ser redescubiertas? ¿O con el paso al sonoro se le agotó repentinamente la inspiración? Ambas explicaciones me generan dudas, pero dispuesto a comprobar por mí mismo cuál se aproxima más a la realidad decido acercarme a su primera obra sonora, El Fin del Mundo (1931).

El título de por sí ya nos muestra que Gance no era un hombre de medias tintas. Su biopic sobre Napoleón se le fue tanto de las manos que no pudo completar la serie de filmes que tenía en mente, ya que solo el primero duraba más de cuatro horas. Y con la llegada del sonoro tampoco quiso conformarse con un tema menor, de modo que decidió filmar ni más ni menos el fin del mundo. La confusa trama toma como punto de partida la inminente amenaza de un cometa que colisionaría con la Tierra y a partir de aquí el argumento gira alrededor de varios personajes que reaccionan ante este evento de diferente forma: uno de los científicos que ha hecho el descubrimiento, un corredor de bolsa que quiere aprovechar la situación para enriquecerse y una actriz que se conforma con intentar traer la paz al mundo antes de la colisión del cometa.

Como ya habrán intuido, el guion es el gran inconveniente de El Fin del Mundo: no solo Gance nos enreda con triángulos amorosos y dramas no especialmente bien hilados, sino que su afán de pregonar un mensaje a su público se hace tan evidente que a veces roza lo pueril. Para empeorar las cosas, en su afán megalómano Gance se reserva un extraño papel dentro de la película: Jean, un actor que encarna a Jesucristo en una versión teatral de la Pasión de Cristo y que acaba siendo un personaje tan compasivo y lleno de buenas intenciones hacia la humanidad que casi supera al propio Jesucristo. Es inevitable pensar que Gance se gustaba tanto a sí mismo que en esta ocasión no pudo superar la tentación de aparecer en el filme encarnando al personaje más bondadoso e incomprendido que pudiera imaginarse, y de hecho la recreación que vemos de la Pasión de Cristo me parece tan gratuita que solo se me ocurre que fue añadida para enfatizar esa idea (más adelante la imagen del bondadoso Jean en su lecho con una paloma blanca parece querer remarcar aún más esa visión del personaje hasta rozar lo ridículo). No solo resulta un tanto ridículo el personaje que interpreta, una especie de profeta que pide a la mujer que le ama que intente traer la paz al mundo, sino que sus diálogos son altisonantes y la interpretación rebosa tanto patetismo intencionado que en ocasiones puede resultar sonrojante.

Pero en honor a la verdad, parte del problema está en que ésta era la primera obra sonora de Gance, y aquí tropezaría con la misma piedra que muchos otros cineastas provenientes de la era muda: la incapacidad de crear diálogos que funcionaran bien en una película sonora, algo especialmente difícil en un cineasta al que le encantaba escribir rótulos un tanto altisonantes que leídos pueden funcionar, pero pronunciados en boca de un actor que además los declama enfatizando el tono dramático pueden quedar ridículos. De hecho durante mucho tiempo Gance se defendió del fracaso que fue El Fin del Mundo argumentando que inicialmente iba a ser una obra muda y tuvo que adaptarla al formato sonoro sobre la marcha, pero en realidad es un falso pretexto: desde el principio se planteó como una película sonora. En realidad, siguiendo la tónica habitual en él, el filme se iba a ser una grandísima producción en la que no se repararon gastos, hasta el punto de tener como supervisor a un cineasta por derecho propio como Walter Ruttmann, cuya obra sonora experimental Melodía del Mundo (1929) le acreditaba como un experto en el manejo creativo del sonido. Lo cierto es que el rodaje estuvo plagado de problemas técnicos derivados en gran parte de la novedad del sonoro, que subieron el presupuesto a la desorbitada cifra de 12 millones de francos. Para empeorar las cosas, el primer montaje de Gance de 3 horas fue mutilado a hora y media, haciendo más incomprensible una trama ya de por sí poco prometedora. Cuando el cineasta vio esta versión recortada en los años 60, renegó instantáneamente de ella admitiendo además que su trabajo como actor no funcionaba.

¿Es por tanto El Fin del Mundo un desastre de película? En absoluto, por suerte hay un aspecto que salva el filme: el apartado técnico, tanto a nivel visual como de montaje. Aquí es donde recordamos por qué Gance fue uno de los más grandes pioneros de la era muda, porque si en La Rueda o Napoleón ya nos ofrecía algunas secuencias asombrosamente modernas para la época a nivel de montaje o movimientos de cámara, en El Fin del Mundo volvemos a presenciar algunos momentos puntuales de virtuosismo técnico con el añadido extra del sonido, que hacen que nos parezcan aún más modernos.

La secuencia inicial que recrea la Pasión de Cristo es de hecho un arranque impactante que luego no acaba de estar a la altura de las expectativas que genera por su acabado visual tan moderno. Por otro lado el clímax final en que se muestra en un frenético montaje la llegada del meteorito es un buen reflejo de las virtudes y defectos de la película: el montaje tan acelerado, que combina imágenes de todo el planeta con otras de índole más religiosa, es a ratos épico y colocal y a ratos un absoluto caos, con un batiburrillo de imágenes de archivo, planos de los personajes principales y efectos especiales. En algunas ocasiones se consigue evocar esa idea de lo sublime que sin duda perseguía Gance, en otras parece que estemos viendo un experimento no del todo conseguido realizado por un montador inquieto. Esta sensación tan contrapuesta de estar viendo algo genial y chapucero al mismo tiempo resume bien las sensaciones encontradas que evoca un filme que, si bien no me ha hecho albergar muchas esperanzas respecto a la etapa sonora de Gance, sí que nos confirma que al menos en su primer intento seguía siendo indudablemente un tipo interesante.