Alfred Hitchcock

Lo Mejor Es Lo Malo Conocido (Ricos y Extraños) [Rich and Strange] (1931) de Alfred Hitchcock

Siempre me ha resultado muy llamativa la etapa de la carrera de Alfred Hitchcock situada entre dos de sus primeros éxitos de taquilla, El Enemigo de las Rubias (1927) y la primera versión de El Hombre que Sabía Demasiado (1934). Se tratan de unos años de aprendizaje y de ensayo y error, donde predominan mucho más los errores que los aciertos y en los cuales podemos intuir algunos destellos de su estilo personal pero malgastados en obras inadecuadas o proyectos personales fallidos. Visto en perspectiva hay además un hecho que me llama poderosamente la atención, y es la resistencia de Hitchcock a recurrir al género que mejor le funcionó desde sus inicios: el suspense.

De sus 16 filmes anteriores a El Hombre que Sabía Demasiado solo cuatro pertenecen a ese género, pero dos de ellos son obras magníficas que además triunfaron en taquilla – El Enemigo de las Rubias y La Muchacha de Londres (1929), su primera película sonora -, otra constituye una cinta más que notable que se eleva por encima de lo que filmaba en aquellos años – Asesinato (1930) – y solo una podríamos calificarla de fallida – la desastrosa El Número Diecisiete (1932). El porcentaje de éxito en ese género pues era bastante elevado, y tal y como sabemos el tiempo confirmó que era un terreno donde daba lo mejor de sí. ¿Por qué pues tardó tanto tiempo en dedicarse a él completamente?

Yo lo atribuyo a dos factores. En primer lugar es cierto que a menudo los estudios le endosaban todo tipo de encargos con muy poca sustancia de los cuales él tenía que hacer lo posible por sacar algo decente, como adaptaciones de dramas teatrales muy poco adecuados para el cine. Pero en segundo lugar estoy convencido de que el Hitchcock de entonces quería ser un cineasta capaz de moverse en todo tipo de géneros. De hecho muchos años después se quejaría de que estaba tan encasillado en el género del suspense que si realizaba un filme de otro tipo el público estaría en todo momento esperando la aparición de un cadáver. Pero aun siendo eso cierto, lo interesante es que aún «limitándose» a ese tipo de filmes Hitchcock consiguió dar forma a una de las mejores filmografías de la historia del cine (o directamente la mejor en mi humilde opinión), con una serie de películas que no tenían nada que envidiar en profundidad a obras contemporáneas pertenecientes a géneros más prestigiosos.

En todo caso el Hitchcock de finales de los años 20 y principios de los años 30 aún no había hecho ese descubrimiento y quiso abordar todo tipo de géneros con resultados más bien irregulares, en parte fruto de la inexperiencia y en parte por no encontrarse en su terreno. Es esto lo que dota de cierto interés a películas mayormente mediocres como las que realizó en esos años, porque vemos a un Hitchcock que busca encajar en ellas su estilo personal aún en desarrollo o esos típicos experimentos técnicos que tanto le gustaban… pero el resultado final a menudo no funciona.

Este largo prólogo nos lleva a Lo Mejor es lo Malo Conocido (1931), también traducida con el título más adecuado de Ricos y Extraños, que es una película especialmente interesante en ese sentido, porque no se trata de un encargo sino que era un proyecto surgido por iniciativa del propio Hitchcock. Es decir, aquí no tenía la excusa de que se trataba de otro rutinario encargo del estudio que realizó a desgana: Lo Mejor es lo Malo Conocido es una obra hacia la que él tenía muchas expectativas y en la que realmente creía. Y por ello, el hecho de que el resultado final sea tan flojo es demérito del propio director, lo cual nos sirve como ejemplo puro de las flaquezas de este Hitchcock primerizo.

Los protagonistas son Fred y Emily, un típico matrimonio inglés de clase media que un día reciben una noticia que cambia sus vidas: un tío suyo adinerado ha decidido avanzarles una cuantiosa suma de la herencia que les correspondería cuando él muriera para que puedan disfrutarla ya. Con ese dinero deciden emprender un viaje a Oriente Medio para ver mundo, pero a bordo del barco su matrimonio se tambalea cuando conocen al Comandante Gordon, que se enamora de Emily, y a una exótica princesa que seduce a Fred.

Lo Mejor es lo Malo Conocido es una película que en la teoría pide a gritos ser una obra de culto, y de hecho mi primer contacto con ella a través del famoso libro de entrevistas de Hitchcock con Truffaut me hizo esperar algo por el estilo. El cineasta hablaba con mucho más interés de este filme que de los otros que realizó esos años y resaltaba algunas escenas especialmente llamativas. El hecho de que fracasara en taquilla invitaba a creer que se trataría de una obra personal incomprendida por el público, de modo que no es de extrañar que abordara mi primer visionado  con ciertas expectativas… pero lo cierto es que para mí fue un chasco.

Lógicamente Hitchcock en el libro de entrevistas mencionaba los momentos más llamativos y variopintos de la película, así como otros que o no llegaron a filmarse o fueron recortados del montaje final, dando la impresión de que nos encontraríamos ante una película peculiar y personal. Lo que sucede es que esos instantes se concentran prácticamente en unas pocas escenas y que la mayor parte del metraje no tiene nada especial que ofrecer. Cuando Hitchcock se quejaba a Truffaut de que la película no tuviera éxito obvió decir que el tramo central era aburrido y anodino, y que el guion escrito por él junto a su mujer Alma Reville y el guionista Val Valentine dejaba bastante que desear.

Vayamos por partes. Uno de los rasgos que más nos chocan de entrada es el tratamiento que tiene todavía de película muda, algo especialmente obvio en los primeros minutos en que vemos a Fred dejando su oficina y volviendo a su casa en metro, que se basan mayormente en gags visuales que no están del todo mal (por ejemplo la primera vez que el personaje se destaca entre la multitud es por ser el único cuyo paraguas no se abre, dando a entender desde el principio su condición de antihéroe). Pero a medida que avanza el filme los gags funcionan cada vez menos y acaban convirtiéndose en pequeñas gracietas que Hitchcock no acaba de rematar ni tampoco sirven como reflexiones sobre la relación de Fred y Emily.

Esto nos lleva a uno de los mayores handicaps de la película, y es el contar con dos protagonistas tan poco definidos con los que nos es difícil identificarnos y que, en el caso de Fred, no nos resulta especialmente simpático. Cuando hacia el final Emily descubre por el Comandante Gordon que la princesa está engañando a Fred entendemos cuál era una de las principales ideas de la historia: que viéramos cómo Emily pasa de tener idealizado a su marido (quien en el fondo no es más que un pobre diablo algo fanfarrón pero no muy avispado) a descubrir cómo es visto en realidad a través de los ojos del resto del mundo. Es decir, ese viaje exótico viene a ser una forma de descubrir que en realidad los sueños de grandeza de Fred le vienen grandes y no deja de ser una persona vulgar sin mucha inteligencia, algo que en realidad el espectador ya intuyó desde el inicio.

El problema es que el guion no articula esta idea de una forma que nos resulte interesante o emotiva. Cuando los dos miembros del matrimonio empiezan a tontear con el Comandante Gordon y la princesa no sentimos ninguna tensión, ningún suspense, ningún dramatismo. Este doble adulterio (o casi adulterio) nos es narrado de forma tan insípida y los protagonistas nos resultan tan poco interesantes que la película nos sumerge inevitablemente en el aburrimiento.

Solo el tramo final, cuando son rescatados de un naufragio por un pequeño barco chino, la película remonta un poco precisamente con las escenas que Hitchcock menciona a Truffaut: el marinero chino que queda atrapado con una cuerda y se ahoga en el agua ante la mirada indiferente del resto de la tripulación, el descubrimiento de que la deliciosa comida que están devorando es el gato que habían traído con ellos o el nacimiento de un bebé a bordo del barco, el único instante del filme que creo que sí tiene algo de magia y que da a entender cierto misterio tras sus imágenes.

Pero la película realmente no da mucho más de sí. Hay recursos visuales bastante conseguidos que revelan a un cineasta inquieto tras la cámara, pero ese es un rasgo común de todas las obras de la primera etapa de Hitchcock: son películas de «momentos», en que el director – a menudo aburrido con el material que tenía entre manos – busca entretenerse jugueteando con la cámara o probando pequeños trucos técnicos. No sería hasta unos pocos años después cuando Hitchcock aprendió a canalizar esos «momentos» y esa pasión por incluir retos técnicos en historias mejor articuladas que conseguía elevar a otra categoría en gran parte por estos recursos, los cuales ya no eran meras filigranas técnicas, sino herramientas empleadas de forma inteligente en beneficio de la película.

Aunque difícilmente se puede culpar en este caso al estudio del flojo resultado final de la película (ya que, como evidencian las escenas del naufragio y el barco chino, no era una producción barata y por tanto le dieron apoyo económico), sí que hay que reconocer que dejaron fuera dos elementos que le habrían dado un mayor interés. En primer lugar le negaron a Hitchcock la posibilidad de rodar en exteriores reales, de modo que éste tuvo que apañárselas en exteriores ingleses combinados con material filmado por una segunda unidad. Quizá un ambiente realmente exótico le habría dado más riqueza a la película.

Y en segundo lugar parece ser que el que habría sido el gag o el momento más llamativo de Lo Mejor Es lo Malo Conocido fue uno de los que quedó fuera del montaje final. Según Hitchcock, en la última escena de la película los dos protagonistas iban a visitarle a él (sí, a Hitchcock) y le explicaban toda su emocionante historia, pero éste les replicaba diciendo que eso no daba para una película. De ser cierta esta anécdota (no quiero poner en duda a Hitch pero no existen evidencias de este momento) solo este gag final habría justificado la existencia de una película por otro lado más bien mediocre y olvidable.

Enviado Especial [Foreign Correspondent] (1940) de Alfred Hitchcock


Puede que a día de hoy se nos haya olvidado tras tantos años viendo películas de la II Guerra Mundial en que Estados Unidos se enfrenta valerosamente a las naciones enemigas, pero no está de más recordar que el gran país salvador del mundo permaneció neutral durante los primeros años del conflicto bélico. De hecho hasta que el ataque japonés a Pearl Harbour forzó su entrada en la contienda, existía el debate sobre si era mejor entrar en la guerra o si era preferible mantenerse al margen. Imaginen pues la situación en que se encontraba toda la colonia de emigrantes de Hollywood al saber que en sus países de origen tenía lugar una guerra que ponía en peligro las vidas de sus familiares y de la cual en teoría no podían hablar en las películas que realizaban, ya que los grandes estudios preferían adherirse a la política de neutralidad para evitar conflictos. Imaginen más concretamente cómo se sentiría un recién llegado Alfred Hitchcock ante la incertidumbre de qué sería de su familia en Inglaterra mientras él se encontraba trabajando en Hollywood atado a un contrato con el productor David O. Selznick.

Solo teniendo eso en cuenta puede entenderse en su justa medida lo que significaba una película como Enviado Especial (1940), que aparte de ser un muy buen filme de suspense constituía un apasionado grito de ayuda a los Estados Unidos. Solo conociendo este contexto podemos comprender la valentía que suponían obras como ésta o El Hombre Atrapado (1941) de Fritz Lang, que se atrevieron a romper con la imperante Ley de Neutralidad.

El argumento de la película de hecho no disimulaba su intención, al tener como protagonista a un joven periodista prototípico americano que no sabe nada de la situación política en Europa ni parece importarle y que, al final de la historia, se convierte en alguien concienciado que lanza una arenga a su país para que no diera la espalda a la difícil situación mundial. Nuestro héroe, Johnny Jones, es enviado a Europa como corresponsal de guerra precisamente porque su inocencia respecto a lo que está sucediendo allá le permitirá ofrecer al diario un punto de vista más fresco y directo. Pero ahí se ve envuelto en una conspiración en que un personaje clave para mantener la paz, el diplomático Van Meer, es secuestrado para sonsacarle un secreto de estado vital para una de las naciones que está a punto de iniciar la guerra (nunca se dice explícitamente a causa de la Ley de Neutralidad que no permitía tener todavía a los alemanes como antagonistas, pero es obvio que ellos son el enemigo).

Aunque era su segunda película en Hollywood tras la magistral Rebecca (1940), Enviado Especial era en realidad el primer filme que realizaba en Estados Unidos que se parecía a lo que seguramente se esperaba de él. No quiere decir eso que Rebecca no sea una obra hitchcockiana, pero realmente en su etapa inglesa no e especializó precisamente en adaptaciones de prestigiosos dramas góticos, mientras que Enviado Especial era el prototipo de filme que le había hecho famoso internacionalmente: una historia de suspense con escenas técnicamente llamativas y buenas dosis de humor. Ello se debe en gran parte a que Hitchcock realizó este proyecto como un préstamo de David O. Selznick (que lo tenía férreamente atado bajo contrato) al productor independiente Walter Wanger, que parecía apreciar mucho mejor el estilo del director y le dio una mayor libertad creativa. No solo eso, sino que pese a la afirmación que hace François Truffaut en el célebre libro de entrevistas con Hitchcock de que es un filme de serie B, Enviado Especial está muy lejos de pertenecer a este tipo de películas. Es cierto que el director no pudo contar con las dos estrellas de primera fila que él quería (Gary Cooper y Barbara Stanwyck), pero a cambio manejó un generoso presupuesto de millón y medio de dólares (¡más de lo que había costado una obra de prestigio como Rebecca!), contó con un equipo técnico de primer nivel como Rudolph Maté a la fotografía y William Cameron Menzies en el diseño de producción, y se utilizaron unos complejos y costosos efectos especiales para la escena final del avión. Era en definitiva una versión más lujosa de películas como 39 Escalones (1935).

Y de nuevo en contraste con Rebecca, que se adaptó siguiendo fielmente la novela original por petición expresa de David O. Selznick, aquí Hitchcock siguió el que siempre ha sido su camino predilecto de pasarse por el forro el material original y llevar la historia a su terreno. De esta forma, casi no quedó nada del libro original (el diario de un famoso corresponsal extranjero), que Wanger llevaba años intentando en vano convertir en un guion utilizable y que Hitchcock reformuló con la ayuda de viejos aliados como Charles Bennett (su guionista por excelencia de su etapa inglesa) y Joan Harrison, que sería su mano derecha durante buena parte de su carrera. Por suerte para él, Wanger, que confiaba en el director, le dejó modificar todo a su antojo siempre y cuando la historia tuviera acción y tratara sobre un corresponsal extranjero – un inciso: no pretendo tampoco insinuar que el enfoque más restrictivo de Selznick como productor fuera peor que el de Wanger (después de todo Rebecca es mucho mejor película que Enviado Especial), sino dar a entender que la mayor libertad que le dio hizo que este filme se pareciera más al tipo de películas que Hitchcock realizaba en Inglaterra; el método de Selznick no obstante creo que no encajaba muy bien con el modus operandi de Hitchcock y resulta comprensible que la relación entre ambos se acabara deteriorando.

Así pues, en Enviado Especial a nivel de argumento lo que importa básicamente son dos cosas: el dar a entender al espectador la difícil situación que estaba teniendo lugar en Europa y tener una leve línea argumental que diera pie a las escenas de suspense que le interesaban al director. Como ya era habitual en él, aquí Hitchcock nos lleva a lugares familiares para el espectador y añade un elemento extraño e irreal que hace que ese pedazo de realidad no encaje. Ésta es una de las grandes esencias del cine de Hitchcock que éste repetiría a lo largo de su carrera, ese elemento extraño que no encaja con el resto del paisaje, como es en este caso el molino que gira con las aspas siguiendo el sentido contrario del viento (la pista que da a entender a nuestro protagonista que ahí se ocultan los espías). El siguiente elemento puramente hitchcockiano que encontramos muy emparentado con éste es la figura del héroe enfrentado a una situación tan extraña e inverosímil que no consigue que nadie le crea. En el cine de Hitchcock la policía casi siempre es inútil porque nunca le creen a uno, lo cual le da a sus historias un tono especialmente agobiante en que el héroe debe enfrentarse solo ante el peligro.

No faltan tampoco algunas escenas de acción muy bien resueltas que demuestran la facilidad innata que tenía para jugar con elementos visuales cotidianos (el asesino que se esconde entre los paraguas), y los necesarios toques de humor que a veces se mezclan con el suspense (la estratagema para huir de sus perseguidores en la habitación del hotel). Así pues, Enviado Especial tiene todos los ingredientes necesarios para un muy buen Hitchcock pero en balance general se queda en una obra notable, con algunos picos marcados (la escena final del avión, que comentaremos seguidamente) pero también algunos bajones innegables, que en este caso se concentran en la insípida e inverosímil historia de amor en que la chica salta continuamente de la indiferencia absoluta al amor incondicional de una forma tan incomprensible que roza la esquizofrenia y que ni siquiera el correcto trabajo de los dos protagonistas consigue hacer creíble.

A cambio tenemos la que era una de las escenas más espectaculares que había filmado Hitchcock hasta entonces, en que presenciamos cómo un avión de pasajeros es atacado por un barco alemán y se precipita hacia el mar. Incluso a día de hoy sigue resultando impresionante el plano de la cabina en que vemos cómo el avión se estrella y se inunda de agua, que Hitchcock logró realizar de forma bastante creíble con proyecciones y un tanque de agua; mientras que los planos de los pasajeros ahogándose en el interior del avión y saliendo a duras penas al exterior siguen resultando agobiantes. Además, rompiendo con la idea de que Hitchcock era un cineasta solo interesado en conseguir «efectos» interesantes, el guion remata esta escena tan intensa con uno de los momentos de redención más emotivos que se han dado en su carrera: el traidor que estaba detrás de toda la conspiración y que sabe que va a ser detenido tan pronto lleguen a tierra, consciente de que el ala del avión en la que se han colocado para no ahogarse no soportará el peso de todos los supervivientes, decide voluntariamente lanzarse al mar y morir por el bien común.

Para conformar el reparto de la película, Hitchcock contó, aparte de Joel McRea como protagonista (quien, pese a no ser del agrado del director, a mí siempre me ha gustado como actor) y Laraine Day como la chica, con un variopinto reparto repleto de emigrantes europeos que sin duda se sentían identificados con el mensaje de la película. De entrada, repiten viejos conocidos suyos de su etapa inglesa como Herbert Marshall o Edmund Gwenn en un papel bastante inusual en él (encarna a un asesino a sueldo con un tono cómico que funciona a la perfección, ya sabemos que a Hitchcock siempre le gustó crear personajes malvados con cierto encanto). También repetiría por segunda vez con él el excelente George Sanders en un papel inesperadamente heroico en contraste con sus prototípicos personajes cínicos, y funciona lo suficientemente bien (sin renunciar además a su porte irónico) como para preguntarnos si no deberíamos haberle visto en más papeles de este tipo. Pero quizá el añadido más llamativo es el actor alemán Albert Bassermann, un veterano de la era muda que había huido del nazismo y que interpretó magníficamente el compasivo personaje de Van Meer, y más si tenemos en cuenta que no hablaba una palabra de inglés (aprendió sus diálogos fonéticamente).

Todo este conjunto de intérpretes de diversas nacionalidades junto a la ambientación europea de la historia le daba a Enviado Especial un tono internacional que buscaba potenciar la implicación del público americano respecto a lo que estaba sucediendo en Europa. Es cierto que el discurso final, en que el protagonista lanza una proclama por radio a América en un estudio de radio londinense mientras la capital está siendo bombardeada, a día de hoy nos parece que ha envejecido mal. Pero de nuevo la escena cobra un valor añadido si conocemos su contexto: fue un añadido de última hora escrito por el veterano guionista Ben Hecht después de que Hitchcock hiciera una última visita a Inglaterra y volviera a América con noticias de que se esperaba que la capital fuera bombardeada en breve por el ejército alemán. De modo que cuando se vio en las pantallas este discurso que ahora nos puede sonar algo altisonante y patriótico hemos de entender que en su momento se estaba buscando apelar al público americano respecto a una situación dramática que al director le tocaba de cerca. Poco tiempo después como sabemos Estados Unidos entró en la guerra y Hollywood se esforzó durante años en enfatizar el papel heroico que tuvo en la contienda bélica, pero no está de más recordar que previamente películas como Enviado Especial habían estado intentando concienciar al país al respecto.

Especial décimo aniversario: La Sombra de una Duda [The Shadow of a Doubt] (1943) de Alfred Hitchcock

Este post forma parte de un especial que el Doctor Mabuse ha preparado para celebrar el décimo aniversario de la fundación de este gabinete cinéfilo. Podrán ver más detalles y la lista de películas escogidas en el siguiente enlace.

Para entender por qué Hitchcock consideraba La Sombra de una Duda (1943) la película favorita de su propia filmografía quizá habría que echar mano de una de sus frases más célebres: «La televisión ha devuelto el crimen al hogar, que es el sitio que le corresponde«. Aunque en su amplia carrera el cineasta exploraría en numerosas ocasiones la idea de situar como protagonistas de sus historias de suspense a personas normales, creo que en ninguna otra obra suya incidió tan claramente en la idea del hogar y la familia como en ésta, en construir tan minuciosamente una estructura familiar para luego mostrarnos como el crimen se instala ahí poniéndola en peligro – el otro ejemplo más claro que se me ocurre es su película británica Sabotaje (1936)  que es a su vez una de mis debilidades personales hitchcockianas.

La familia protagonista son los Newton, que tienen una idílica existencia en el soleado pueblo de Santa Rosa… o al menos eso es lo que parece, porque su hija mayor, Charlie, en realidad está aburrida de ese tipo de vida vacía. Pero entonces llega una agradable sorpresa: su idolatrado tío Charles Oakley (a quien suelen llamar tío Charlie, es decir, con el mismo nombre que ella) va a pasar un tiempo con ellos de visita. La perspectiva de pasar un tiempo con él es suficiente para que la joven vuelva a recuperar el entusiasmo que había perdido. Pero con el paso de los días, Charlie empieza a sospechar que en realidad su adorado tío en realidad se está escondiendo allá por ser un célebre asesino buscado por la policía que responde al nombre de «el asesino de las viudas alegres».

Si Sabotaje (1942) había sido la primera película hollywoodiense de Hitchcock de ambiente puramente americana – y considerando Matrimonio Original (1941) una pequeña rareza dentro de su carrera – La Sombra de una Duda (1943) sería la primera en reflejar con detalle la América de clase media. Se nota el esfuerzo que puso Hitchcock en ello al optar por filmar en exteriores en el pueblo de Santa Rosa, así como en lo cuidadosamente delineados que están los diferentes miembros de la familia Newton, sencilla, bienpensante y de buen corazón. Un hogar del que sería imposible pensar que surgiera nada negativo: el bondadoso padre, sumiso y siempre dispuesto a contentar a su esposa e hijos; la madre algo ausente y alocada, dada a arrebatos emocionales repentinos; Charlie, la que parece más estable y racional de todos; y sus dos hermanos pequeños.

En este ecosistema idílico aparece la figura del carismático tío Charlie, que si consigue funcionar tan bien es en gran parte por la absolutamente extraordinaria interpretación de Joseph Cotten (si no es el mejor trabajo de su carrera, poco le falta), transmitiendo ese encanto tan contagioso al mismo tiempo que deja entrever claramente esa faceta oculta de su personaje, resultando perfectamente creíble en ambos aspectos. Los nexos en común entre Charlie (una también excepcional Teresa Wright, esa grandísima actriz cuya carrera en el cine quedó quizá algo desaprovechada por su fuerte personalidad) y su tío se hacen obvios no solo en la coincidencia de nombres sino en la idéntica presentación de los dos personajes, en sendos planos de ambos tumbados en la cama con la mirada perdida al vacío. Pero al mismo tiempo, ambos son los miembros más sagaces de la familia, y si alguien tenía que descubrir el secreto de Charlie, solo podía ser su sobrina; y por ello Charlie cree erróneamente que ella puede entenderle y justificar sus horribles crímenes.

No se trata La Sombra de una Duda de un filme de suspense al uso, de hecho Hitchcock apenas crea secuencias de ese estilo. Resulta remarcable por ejemplo la escena de arranque porque refleja muy bien su capacidad prodigiosa de sintetizar tantas ideas en pocos planos y casi siempre de forma visual. Vemos al tío Charlie tumbado en una cama fumando un puro, en la mesita de al lado un montón de billetes y en el suelo otro montón – solo este detalle ya nos dice bastante del personaje y de la forma como maneja el dinero. Llega la portera y le avisa de que dos hombres han venido preguntando por él. Éste reacciona furioso, mira por la ventana y los ve vigilando desde la distancia. Coge el dinero y sale de la casa, pero en vez de huir de ellos pasa expresamente a su lado tranquilamente. No es hasta darles esquinazo cuando empieza a correr (ciertamente la vigilancia de los policías deja mucho que desear). Desconocemos quién es este hombre o qué ha hecho, pero en unos minutos sabemos que es un criminal perseguido por la policía y percibimos a la perfección su carácter, lo cual contrastará con el tío Charlie que veremos después cuando llegue a la estación de Santa Rosa rebosante de encanto.

Tampoco en las escenas en que Charlie intenta provocar un accidente a su sobrina Hitchcock apuesta por un tratamiento de suspense (si bien técnicamente sigue tratándolas de forma extraordinaria, véase sino en la escena en que ésta tropieza en las escaleras cómo Hitchcock puntúa el momento con un hábil movimiento de cámara que nos permite ver al tío Charlie observando desde la distancia para luego esconderse). Más bien prefiere centrarse en la idea de cómo se degrada esa imagen que la joven tenía de su tío, quizá la única figura familiar a la que verdaderamente admiraba. El guion va muy hábilmente dando a entrever poco a poco las pistas sobre la verdadera identidad de tío Charlie para que entendamos cómo ella las va asimilando hasta que llega un punto en que ya no puede negar la realidad, que queda reflejado en la escena de la biblioteca, el gran punto de inflexión de la película que Hitchcock recalca con uno de sus célebres planos picados en grúa.

A partir de ahí surge la confrontación abierta entre tío y sobrina, que tiene su punto culminante en mi escena favorita de la película, cuando durante una cena familiar el tío Charlie suelta un discurso absolutamente nihilista criticando con todo el desprecio del mundo a esas viudas ricachonas que se benefician del dinero ganado con el esfuerzo de sus maridos. Hitchcock va acercando la cámara al tío Charlie mientras habla, y cuando su sobrina le increpa fuera de plano que esas mujeres también son seres vivos, Charlie, en un primerísimo primer plano se gira y mirando a cámara pregunta «¿De veras lo son?«. Un instante escalofriante en que parece que Charlie esté confrontando directamente al espectador, que seguramente habrá pensado lo mismo que su sobrina.

Pese a que se nos intenta enfocar el desenlace como un final feliz, en realidad es también un cierre amargo en que Charlie descubre que llegar a la madurez implica saber que tras ese mundo idílico y aburrido que solía despreciar se esconden otras realidades que se le ocultan a ella y a toda su familia (no solo el tío Charlie es en realidad un asesino, sino que los dos hombres que quisieron visitar la casa de la familia con intenciones teóricamente inocentes eran unos detectives que les engañaron). O que una cosa es el crimen visto como un pasatiempo inofensivo tal y como hacen su padre y su mejor amigo, que se dedican a planear el crimen perfecto, y otra es el crimen real, que no es algo necesariamente perteneciente a otro mundo, sino que está localizado también en su universo cercano. No solo eso, sino que precisamente por ser la joven Charlie la persona más madura de la familia, deberá acarrear ella sola con ese terrible conocimiento para no desestabilizar la armonía de su hogar.

Sabotaje [Sabotage] (1936) de Alfred Hitchcock



Puede parecer extraño hoy día, pero durante mucho tiempo uno de los axiomas que más solía repetirse sobre Hitchcock era que la mejor y más auténtica etapa de su carrera era la británica. Y no fue hasta que su figura fue reivindicada por una serie de críticos (mayormente los muchachos de la Cahiers du Cinéma) cuando empezó a asentarse la creencia de que su etapa americana era realmente superior. No obstante, pese a que esta desprecio hacia esa fructífera parte de su carrera esconde ciertos prejuicios («se ha vendido a Hollywood», «ahora hace un cine más espectacular pero menos personal»), siendo justos en su momento podía ser una postura comprensible. Porque aunque su etapa americana sea sin duda más redonda, a cambio sus obras británicas tienen un encanto especial que inevitablemente no podía darse en Hollywood. Ese entrañable estilo más austero y cotidiano, ese aroma tan puramente británico que ni siquiera el glamour de algunas de sus estrellas (Robert Donat o Madeleine Carroll) conseguían ocultar, porque las galerías de secundarios o los escenarios nos hacían recordar en todo momento que no estamos en el universo mágico de Hollywood sino en Inglaterra.

De hecho lo que hace que las películas de suspense que realizó Hitchcock en su tierra natal sean tan especiales es que proponen argumentos policíacos «como los de Hollywood» pero situados en escenarios eminentemente británicos, algo que resultaba especialmente atractivo al público porque le permitía disfrutar de historias criminales creíbles ambientadas en un mundo que veían como algo muy cercano. Y de entre los diferentes films que realizó en Inglaterra, Sabotaje (1936) es el que mejor refleja esa voluntad de capturar un ambiente eminentemente británico en el que dar forma a una historia de suspense. Una película que si bien no llega al nivel de las mejores obras de su primera época – como El Enemigo de las Rubias (1927), La Muchacha de Londres (1929), Los 39 Escalones (1935) y Alarma en el Expreso (1938) – para mí constituye una debilidad personal, de ésas que siempre estoy dispuesto a revisionar y que me gusta recomendar.

El material de base en este caso era de primer nivel, la sobresaliente novela de Joseph Conrad El Agente Secreto – no confundir con la película de Hitchcock de mismo título estrenada ese mismo año – que, como es habitual en el caso del cineasta que nos ocupa, se pasó totalmente por el forro a la hora de adaptarla. Charles Bennett, su guionista habitual en su etapa británica, decidió muy inteligentemente suprimir toda la complejidad política que había en el libro y sintetizarlo en una serie de líneas elementales: la idea de un hombre que tras, un trabajo anodino y una placentera vida familiar junto a su mujer y el hermano pequeño de ésta, en realidad resulta ser un saboteador que realiza actos terroristas; y la climática escena de la bomba que pone en peligro la vida del joven hermano de la protagonista. Del libro Hitchcock y Bennett se quedaron pues con una de las temáticas que más le gustaban al primero y que más repetiría a lo largo de su carrera (la idea de un hombre de apariencia y carácter normales que en realidad está involucrado en actos criminales) y con la que sería la gran escena de suspense del film.

De modo que en el argumento final tenemos a la familia Verloc, que regentan un pequeño cine de barrio (uno de los añadidos más interesantes respecto a la novela) mientras el señor Verloc comete ciertos actos terroristas a escondidas, el último de los cuales (un apagón de electricidad) ha sido un fracaso. Sus superiores le encomiendan entonces un encargo más delicado: dejar un paquete con una bomba en Piccadilly Circus. En paralelo, el Sargento Ted Spencer vigila a Verloc haciéndose pasar por un tendero y procurando ganarse las simpatías de la señora Verloc y de su hermano pequeño Steve. En un giro fatídico de los acontecimientos, cuando Verloc tiene que llevar la bomba, ya programada para explotar a una hora concreta, Ted le pide un momento para interrogarle y Verloc comete la temeridad de mandar a Steve a llevar el paquete sin revelarle obviamente su contenido.

Una de las grandes virtudes que veo en Sabotaje es que en ninguna de sus grandes obras de suspense británicas – quizá con la excepción de La Muchacha de Londres – el cineasta consiguió plasmar tan bien la vida cotidiana londinense, desde los planos callejeros a los espacios donde sitúa la acción. Se nota que para Hitchcock era muy importante que todo pareciera cercano al espectador, alejando la figura del espía de espacios más impresionantes o glamourosos: el encargo tiene lugar en un acuario, la bomba se encarga en una pajarería y luego ésta llega a un sencillo cine de barrio.

Incluso aunque Sylvia Sidney pueda parecer algo fuera de lugar como señora Verloc (no solo era una actriz reputada de Hollywood sino que su acento americano la delata), tiene un aspecto que encaja en este entorno, del mismo modo que Oscar Homolka da perfectamente el pego como aburrido padre de familia. Donde sí que cabe reconocer que falla la película es en el personaje del Sargento destinado a hacer de héroe masculino, interpretado por John Loder, que aquí se nos antoja limitado y poco carismático. Hitchcock, se lamentaría posteriormente con razón de no haber podido repetir con Robert Donat, quien sin duda habría dado mucho mayor empuje al papel.

Por otro lado Sabotaje se basa sobre todo en dos grandes escenas de suspense que quizá al incauto que aún no haya visto la película preferiría no conocer. La primera implica a Steve llevando consigo la bomba, una secuencia que le sirvió a Hitchcock en su libro de entrevistas con François Truffaut como ejemplo paradigmático del funcionamiento del suspense: el espectador sabe que el niño lleva consigo una bomba que se detonará a una hora determinada, pero éste, que lo desconoce, se entretiene imprudentemente por el camino. La tensión a la que lleva Hitchcock al espectador es tal que éste luego se lamentaría por haber hecho que la bomba explotara, ya que lo consideraba una especie de anticlímax. En realidad yo creo que la dureza que supone matar de esa forma al personaje más simpático del reparto le da una crudeza especial a la película que muy pocas veces volveremos a encontrar en su carrera.

Justo antes de la otra gran escena del film tiene lugar uno de mis momentos favoritos de la cinta. Una vez la señora Verloc sabe que su marido ha sido responsable de la muerte de Steve, se sume en un estado de depresión. El guión se sirve muy inteligentemente del espacio de la sala de cine para mostrarnos uno de los momentos que mejor ha sabido reflejar la relación que tenemos como espectadores con la violencia en la gran pantalla. La señora Verloc se sienta con unos niños a ver un cortometraje de Disney y consigue desconectar de su estado depresivo riéndose con ellos. Pero entonces, uno de los personajes de la película de animación mata al otro, lo cual provoca aun más la hilaridad de los niños, pero a ella le hace recordar la muerte de Steve y se queda paralizada. De esta forma tan sencilla, el guión nos hace reflexionar sobre cómo en el contexto de unos dibujos animados los niños asimilan felizmente un acto de violencia como algo divertido.

Seguidamente, la señora Verloc y su esposo se encuentran en el comedor. Toda la escena de la confrontación es un prodigio de dirección y montaje, en que se da a entender todo lo que está sucediendo (el rencor de ella hacia su marido, sus ganas de matarle por lo que ha hecho, cómo él va adivinando poco a poco sus intenciones) a través de imágenes: las miradas de uno y otro, los planos del cuchillo, etc. Cuando finalmente ésta le mata de forma casi inconsciente, se sienta en una silla y murmura el nombre de Steve apesadumbrada. Ha efectuado la venganza que le pedía el instinto pero se ha quedado sola (curiosamente el título de la película en Estados Unidos fue «La mujer sola»).

Comparada con sus otras grandes obras británicas, Sabotaje tiene un punto de sordidez y de pesimismo bastante inusual para el estilo de Hitchcock. Es una de esas películas en que uno realmente no cree en el final feliz que insinúa el plano final y se queda más con las impresiones que ha tenido antes: la muerte brutal y violenta de un niño y los pasajeros de un autobús, toda la maldad que subyace oculta tras sitios tras inocentes y cotidianos, los espectadores del cine disfrutando de la violencia que ven en la pantalla o la inocente esposa que ha perdido a los dos seres que más quería tras descubrir que ha vivido tanto tiempo engañada. Como reflejo de los entornos populares y cotidianos londinenses no deja de se un retrato repleto de mucha amargura.

La Trama [Family Plot] (1976) de Alfred Hitchcock

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Siempre es meritorio cerrar una larga carrera en el mundo del cine con una muy buena película, y más cuando su principal responsable tiene la respetable edad de 77 años y se encuentra débil de salud tras sufrir un par de infartos. Pero si además de todo ello resulta que su último trabajo es una obra ágil, ligera y que en estilo encaja mucho con las corrientes de la época, el mérito es aún mayor. No en vano, hablamos de Alfred Hitchcock, alguien que había empezado en el cine mudo y que había sobrevivido al salto al sonoro, al sistema de estudios del Hollywood clásico y a la modernidad de los años 60. Y que en vez de jubilarse de forma respetable a mediados de los años 70 se embarcó con una nueva película, fiel a su tipo de cine pero sin parecer anticuada o propia de alguien que ha dejado de estar en sintonía con lo que se llevaba en el cine.

La Trama es puro Hitchcock y al mismo tiempo no tiene ese aire de película acartonada de vieja gloria que persiste en seguir haciendo cine tal y como se hacía 20 años atrás. La protagonista es Blanche, una excéntrica mujer que se hace pasar por espiritista y que recibe el encargo de una acaudalada anciana para que encuentre a Edward Shoebridge, el hijo ilegítimo de su difunta hermana, y así nombrarle principal heredero. La compinche de Blanche es su novio George, un taxista que trabaja como detective aficionado en sus ratos libres para proporcionar a Blanche información de sus clientes. Pero encontrar a Shoebridge será una tarea difícil, puesto que éste es a día de hoy un secuestrador que ha borrado cualquier rastro sobre su pasado y que trabaja también en complicidad con su pareja.

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Una de las cosas que más me gustan de La Trama es que se trata de una película puramente setentera. No solo por el reparto (en el que ya entraremos) sino por la estética, por los escenarios reales que tanto nos recuerdan a otros filmes típicos de la época, por los diálogos tan ágiles y auténticos, incluso por la presencia en papeles ínfimos de rostros que reconoceremos de obras míticas de aquellos años como Nicholas Colasanto o Charles Tyner. La Trama tiene un aroma de su época, y nos da la sensación de que Hitchcock no se encerró en la seguridad de los estudios de la Universal protegido por su estatus de leyenda viviente aún en activo, sino que se molestó en dar autenticidad a su nueva película y que pudiera encajar perfectamente con el resto de films de la cartelera.

Con toda probabilidad uno de los factores esenciales que hacen que La Trama tenga una apariencia tan joven es su reparto, puesto que en vez de aprovechar su estatus para reclutar a las estrellas más taquilleras del momento, Hitchcock prefirió rodearse de rostros menos conocidos (una táctica que ya le funcionó a la perfección cuatro años atrás en Frenesí). Así pues, aunque se barajaron nombres como Jack Nicholson, Al Pacino, Faye Dunaway o Liza Minnelli, Hitchcock decidió coger la lista de candidatos, que iba de más a menos importancia, y empezar a barajar los nombres que estaban hacia el final. No quiere decir eso que todos estos actores de renombre no hubieran hecho un gran trabajo, pero le habrían dado al film un halo de gran producción que haría que ésta no fuera tan especial. En cambio con los nombres escogidos da más la sensación de que estemos viendo una película modesta de los 70, y eso contribuye a su encanto tan auténtico. Por tanto, Hitchcock no se «protegía» con grandes actores que aseguraran la viabilidad comercial de su nueva obra y se apoyaba únicamente en su habilidad tras la cámara (hay en esto, cabe reconocerlo, también un tema de manías personales: es conocido que le molestaban los elevados sueldos de las estrellas de Hollywood, que encarecían innecesariamente las películas, y más cuando el director a menudo pedía a los actores que interpretaran lo menos posible).

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Los actores protagonistas escogidos fueron, en el bando de los protagonistas, Barbara Harris y Bruce Dern. La primera apenas tuvo (ni ha tenido) una gran proyección en el cine, mientras que el segundo ha sido más un secundario de carácter especialmente querido por los fans del cine americano de los 70 como un servidor (aunque a día de hoy está teniendo una justa revalorización gracias a directores como Alexander Payne y Quentin Tarantin). Dern ya había tenido un papel secundario en Marnie la Ladrona (1964) y fue el miembro del reparto que mejor se entendió con Hitchcock. Su personaje es uno de los héroes más improbables del universo hitchcockiano: alto y desgarbado, sin el atractivo de los gentlemen de sus filmes clásicos (paradójicamente es el antagonista el que recupera la elegancia de los antiguos protagonistas hitchcockianos). De hecho su labor como detective amateur no es especialmente brillante salvo algunos breves momentos de lucidez, y en realidad jamás le veremos enfrentarse a ningún antagonista, más bien huyendo de ellos.

En el otro bando tenemos a un efectivo William Devane (con el que sin embargo en cambio Hitchcock no se sintió satisfecho) y a uno de los rostros por excelencia del nuevo cine americano, Karen Black, lo más cercano a un nombre popular que podía ofrecer la película.

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La idea que se nota que más le interesaba a Hitchcock de esta historia es la de los paralelismos entre ambas parejas, la forma como ambas se dedican a engañar a los demás bajo una falsa tapadera (una espiritista y un joyero) y sus caminos se entrecruzan continuamente, como queda de manifiesto en la primera escena en que George casi atropella a uno de ellos. La ironía está además en que Shoebridge intenta evitar a Blanche y George pensando que conocen su peligroso negocio, cuando en realidad lo que van a ofrecerle es una enorme fortuna y la respetabilidad que tanto ansía.

De hecho, en La Trama las líneas entre el bien y el mal quedan desdibujadas: tanto unos como otros se aprovechan de los demás de forma ilegal, simplemente Shoebridge ha sabido montárselo mejor, pero el exquisito cuidado con el que trata a sus secuestrados está muy alejado del perfil de perverso secuestrador que uno esperaría. Si nuestras simpatías van más hacia Blanche y George creo que es más por la comicidad de sus personajes y el encanto que destila su relación que por su supuesta honestidad (al fin y al cabo se dedican a engañar a ancianas crédulas e inocentes).

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Hitchcock no sabía por entonces que La Trama sería su última película, y eso hace que sea una maravillosa casualidad que el que acabó siendo el último plano de toda su carrera sea tan significativo: una mirada de Blanche a cámara ofreciéndonos un guiño a los espectadores, uno de los poquísimos planos de su carrera en que un actor se dirige explícitamente a cámara. Hitchcock se despedía así con un gesto cómplice de ese público al que había estado haciendo sufrir y manipulando sus emociones durante 50 años.

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Extraños En Un Tren [Strangers On A Train] (1951) de Alfred Hitchcock

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Difícilmente la primera novela de Patricia Highsmith podría haber tenido una publicidad mejor que ser elegida por Alfred Hitchcock para hacer una adaptación cinematográfica. Aunque más adelante la escritora alcanzaría por sí sola la fama que merecía, la única adaptación que hizo Hitchcock de su obra fue un importante impulso para su carrera. De hecho, supuso un impulso también para el propio Hitchcock, quien entonces se encontraba en una pequeña crisis de la que buscaba desesperadamente cómo salir.

Recientemente había tratado de convertirse en productor independiente de sus propias obras, pero la jugada no le salió bien: La Soga (1948), pese a su calidad y el llamativo reto técnico que la acompañaba no fue un gran éxito de taquilla en gran parte por su controvertido tema, mientras que Atormentada (1949) y Pánico en la Escena (1950) fueron sendos fracasos comerciales y artísticos. Lo que es peor, antes de éstas había filmado una última película con el productor David O. Selznick que fue otro sonoro fracaso (El Proceso Paradine), lo cual remontaba su último éxito de taquilla a 1946. Cinco años sin tener éxito era demasiado tiempo para un director de Hollywood, más aún para Hitchcock, un cineasta que siempre se preocupó por hacer películas que agradaran al gran público. La solución a emprender fue ir a lo seguro: volver al terreno del thriller puro y duro con una buena trama que no pudiera fallar.

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Extraños en un Tren es la clásica historia que juega con la idea del doble, en este caso a través de dos personajes contrapuestos, Guy y Bruno. Guy es un exitoso tenista profesional mientras que Bruno es el clásico hijo consentido por su madre fruto de un matrimonio acaudalado. Cuando se encuentran por casualidad en un tren Bruno descubre que los dos tienen problemas similares: ambos quieren desembarazarse de una persona que les hace la vida posible. Guy quiere divorciarse de su esposa Miriam para casarse con Anne, la hija de un senador, pero Miriam se niega a facilitarle el camino. Por otro lado Bruno odia a su padre. Por suerte éste tiene la idea perfecta: intercambiar crímenes. Cada uno matará a la persona que molesta al otro y como no hay ninguna relación entre ellos la policía jamás les podrá descubrir. Guy ríe ante esa divertida ocurrencia, pero poco después descubre aterrado que Bruno no bromeaba.

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Como de costumbre, Hitchcock apostó por desmarcarse del material original para llevar la novela totalmente a su terreno. Del libro de Highsmith se mantuvo fiel a la premisa del intercambio de crímenes así como la personalidad de los dos protagonistas, pero a partir de aquí Hitchcock construyó una historia diferente adaptada a su estilo. La novela incide en el tema del doble, en el hecho de que Guy acaba sintiéndose responsable del asesinato de Bruno aunque no lo haya cometido él. De hecho, en el libro Guy acaba matando al padre de Bruno en un estado de confusión, casi como si no fuera dueño de sus actos.

En un film de Hitchcock sería impensable que el protagonista se comportara así, y por ello el denso entramado psicológico de Highsmith se sustituyó por una trama de suspense puro y duro (después de todo el director quería una apuesta segura en este film). Así como en la novela Guy tiene una coartada infalible que le exime de las sospechas de la policía, en la película por contra debe demostrar su inocencia. En otras palabras, en la obra original la tensión se encuentra en el interior de los personajes, en sus dilemas psicológicos, mientras que en la película se encuentra en elementos externos: la policía y Bruno. Y aunque eso podría ser un defecto, la realidad es que Hitchcock creó una película de suspense tan sólida que uno acaba entendiéndola como una obra diferente a la novela, consiguiendo que su Extraños en un Tren adquiera vida propia, y no que sea una fotocopia descolorida del original.

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Hitchcock mantiene por tanto una premisa de suspense absolutamente irresistible para un realizador como él, obsesionado por los falsos culpables y la idea de que una persona normal puede verse abocada en un crimen en cualquier momento, por puro accidente. En el caso de Guy las circunstancias son tan excepcionales que parecen casi una pesadilla, ya que Guy no puede hacer nada para escapar de esta problemática situación. De hecho ciertos detalles insinúan la idea – mucho más profundizada en el libro – de que Guy asume parte de la culpa del crimen: su necesidad de mentir a la policía y huir de ellos, su comportamiento errático y atormentado, etc. También la fotografía de Robert Burks, claramente deudora de la estética noir, enfatiza esa sensación pesadillesca.

Bruno es por tanto su doble tenebroso, la presencia del mal que acaba penetrando en su mundo hasta el punto de codearse con su familia política o acceder a sus ámbitos de trabajo (la tenebrosa figura de fondo que le observa mientras Guy pasea en Washington, reminiscencia de la carrera política que desea emprender, o el único espectador en el partido de tenis que no sigue el movimiento de la pelota y le mira fijamente). Es el recordatorio permanente de que tiene que acarrear consigo ese crimen, aún cuando no lo haya cometido.
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Además de ser una historia puramente hitchcockiana, el director volvió a imprimir a la historia uno de sus rasgos más definitorios: sus proezas técnicas. La película cuenta con uno de los planos más recordados de su carrera, el asesinato de Miriam visto a través de sus gafas que se le han caído al suelo, el clásico ejemplo de truco técnico que tanto le gustaba al director.

La otra gran escena es el frenético desenlace, que se inicia con un montaje paralelo entre el partido de tenis de Guy mientras Bruno visita la feria para dejar una prueba incriminatoria contra el tenista. El film finaliza con una escena especialmente vibrante en que ambos se pelean a bordo de un tiovivo desbocado. Su público a buen seguro le agradeció que volviera a ofrecerles un momento tan emocionante y puramente hitchcockiano como éste.

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Uno de los aspectos en los que el film flaquea algo es en el reparto, que estuvo condicionado por imposiciones del estudio. Resulta curioso que para el protagonista dividido entre dos mujeres se le adjudicara un actor homosexual como Farley Granger mientras que para Bruno, un personaje con tintes claramente homosexuales en la novela (y de sexualidad incierta en el film) se contara con el heterosexual Robert Walker. Dejando de lado datos anecdóticos, Granger no era una buena elección por la fragilidad que transmite. Su estilo encajó perfectamente en La Soga pero en este film resulta un muy improbable Guy. En realidad, Hitchcock deseaba utilizar a William Holden, uno de los muchos actores con los que siempre deseó trabajar y no llegó a conseguirlo. A eso se le suma una actriz protagonista poco carismática como era Ruth Roman, también impuesta por el estudio, haciendo que Walker se imponga con pasmosa facilidad al resto del reparto con su excelente interpretación del psicópata Bruno. En papeles secundarios se encuentra Leo G. Carroll, un rostro habitual en el cine de Hitchcock, interpretando al senador. También cabe destacar la solvente actuación de la hija del director, Patricia, en uno de sus pocos papeles cinematográficos antes de que abandonara su breve incursión en el mundo de la interpretación.

No obstante, pese a no ser el reparto perfecto que redondearía el film, sigue siendo un thriller intachable y una de sus grandes obras.

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Marnie La Ladrona [Marnie] (1964) de Alfred Hitchcock

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Marnie Edgar es una cleptómana que ha robado a varias compañías para las que ha trabajado con nombres falsos. Solitaria e independiente, solo mantiene algún contacto afectuoso con su caballo Forio y con su madre, la cual no responde a sus intentos por comprar su amor y le trata con cierta frialdad. Un día se cruza en su camino Mark Ruthland, un empresario acaudalado que la contrata creyendo reconocerla como la responsable de un robo en otra empresa. Cuando sus sospechas se confirman, Mark se propone curarla obligándole a casarse con él a la fuerza e intentando que se integre en su mundo social.

Marnie la Ladrona es uno de los ejemplos por excelencia de películas que se han visto favorecidas por el paso del tiempo. En su época el film supo a poco al lado de sus anteriores obras, Con La Muerte en los Talones (1959), Psicosis (1960) y Pájaros (1963), que no sólo eran obras maestras sino que también fueron éxitos de taquilla. No obstante, hoy en día se nos revela como una película profunda y con una sensibilidad que pocas veces se ha manifestado de esta forma en el cine de Hitchcock.

No sólo eso, el film debió resultar engañoso para los espectadores de la época, que esperarían un film ligero y romántico como Atrapa a un Ladrón (1955) en que el atractivo Sean Connery y Tippi Hedren vivirían una tórrida aventura con toques de suspense. A cambio se encontraron un film exento del clásico humor y suspense hitchcockianos salvo en alguna escena puntual.

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La base de la película no son los robos que comete Marnie ni un hipotético triángulo amoroso entre ella, Mark y Lil (la hermana de su esposa fallecida que está enamorada de él), sino la cleptomanía de Marnie y su frigidez sexual, que le hace huir de los hombres. Por ello la relación entre Mark y Marnie es comprensible que resultara decepcionante en su momento, ya que de hecho nunca se nos llega a mostrar un romance completo. Si bien es cierto que Marnie al final afirma que quiere seguir con él, Hitchcock tuvo la inteligencia de no querer llegar más lejos con un final feliz poco creíble. De hecho la relación entre ambos tiene más rasgos en común con la afición de Mark, la zoología, que le lleva a «estudiar» el comportamiento de Marnie y querer adiestrarla como hizo con su jaguarundi.

Por otro lado, la relación entre Marnie y su madre desprende una sensibilidad y melancolía acentúadas por la romántica banda sonora de Bernard Herrmann raras en un film de Hitchcock. Seguramente el propio director era consciente de ello y por ese motivo a la hora de adaptar la novela decidió contar con una guionista femenina, Jay Presson Allen. Sería de las pocas veces que Hitchcock trabajaría con una mujer guionista sin contar las colaboraciones de su mujer.

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El tan esperado toque Hitchcock sigue existiendo pero más en la forma que en el contenido. La única clara excepción es la escena del robo de la caja de fuerte, único instante de suspense del film que mantiene su fama de mago del suspense incluso en una secuencia que despacha en unos pocos minutos bajo una premisa sencilla: mientras Marnie roba la caja fuerte en la oficina vacía, en el pasillo de al lado llega una mujer de la limpieza a la que ella no ve. El silencio absoluto de la escena fomenta aún más la tensión hasta que todo acaba desembocando sorpresivamente en un gag: la mujer está medio sorda.

En el resto del film se hace patente más por su reconocible puesta en escena: la magnífica secuencia de presentación del personaje en un montaje rápido, el plano de la escena de la fiesta que nos muestra entre los invitados a uno de los hombres a los que robó, los tonos rojizos que impregnan la pantalla cuando Marnie recuerda su pasado o el soberbio y breve flashback.

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En muchos sentidos, Marnie la Ladrona representó el final de una época para Hitchcock. No sólo no volvió a realizar una película tan personal y profunda como ésta, sino que fue el último film en que participaron muchos de sus colabores habituales, como el compositor Bernard Herrmann, el director de fotografía Robert Burks y el montador George Tomasini, todos fieles profesionales con los que el cineasta se sentía cómodo trabajando. También fue la segunda y última colaboración con la que parecía que iba a ser la nueva rubia hitchcockiana, Tippi Hedren, y el último film en que contó con un sólido galán protagonista siguiendo la estela de Cary Grant y James Stewart: Sean Connery . El actor escocés parecía ser el candidato idóneo para heredar ese tipo de papeles y convertirse en el próximo actor hitchcockiano, pero pese a que se entendieron a la perfección, no pudieron volver a colaborar juntos.

Tras este film llegarían Cortina Rasgada (1966) y Topaz (1969), que fueron dos dolorosos fracasos de taquilla y, a nivel de contenido, dejaban entrever que el director había perdido la magia. En la siguiente década conseguiría desquitarse cerrando su carrera con la excelente Frenesí (1972) y el sorprendente divertimento La Trama (1976), pero ninguno de estos films tiene la profundidad que hace tan especial Marnie la Ladrona.

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Inocencia y Juventud [Young and Innocent] (1937) de Alfred Hitchcock

Inocencia y Juventud se sitúa cronológicamente entre las últimas películas de la etapa británica de Hitchcock y, aunque no se trata de una de sus mejores obras, contiene muchos de los aspectos que estaban haciendo famoso al director, tanto en lo que se refiere a estilo como a temática.

El tema es, claro está, el del falso culpable. Robert Tisdall es acusado de haber asesinado a una mujer y, viéndose acorralado, huye en mitad del juicio para buscar una gabardina que probaría su inocencia y que perdió en un albergue. En su huída conoce a Erica, hija de un policía que acabará siendo su cómplice.
En lo que se refiere a su estilo, Hitchcock siguió fiel a su instinto creando una entretenida película de suspense con ligeros toques de comedia, desmarcándose de la anterior (y absolutamente reivindicable) Sabotaje (1936), de tono mucho más seco y oscuro. En contraste, en Inocencia y Juventud volvió al humor más ligero que ya presentaba en obras como 39 Escalones (1935) y que servían de contrapunto a la delicada situación de sus protagonistas.

La película está impecablemente filmada y resulta un ejercicio de suspense muy entretenido, pero no llega a ser una película destacable. Uno de los motivos es el protagonista, Derrick De Marney, que sin ser mal actor no tiene el carisma suficiente para sostener el peso del largometraje. La pareja femenina en cambio está bastante mejor, la actriz Nova Pilbeam, quien solo tres años atrás había aparecido en El Hombre Que Sabía Demasiado (1934) como la hija del matrimonio protagonista que es secuestrada y que ahora pasaba a ser la actriz principal. Como curiosidad, años después sería uno de los nombres en los que Hitchcock insistiría más para que protagonizara su versión de Rebeca (1940), pero obviamente el productor David O. Selznick no se dejó convencer.

En líneas generales, Inocencia y Juventud se trata más bien de un film notable con algunos momentos puntualmente brillantes, una obra cuya finalidad parece ser confirmar el buen pulso y la constancia de Hitchcock sin pretensiones de ser una gran película. Pese a eso, sí que hay una escena que pasaría a la posteridad como uno de los mejores momentos de la carrera del maestro y es la escena final en el salón de baile del hotel.

En dicha escena, Erica y un vagabundo que conoce al asesino buscan al hombre que cometió el crimen siguiendo la pista de una caja de cerillas, que indica que se hospeda o trabaja en dicho hotel. El único rasgo distintivo que les permitirá reconocerlo, es que ese hombre tiene un tic en los ojos. Mientras ambos esperan sentados perezosamente en una silla del salón confiando encontrarse con él, Hitchcock nos sorprende con un plano magnífico que luego retomaría en Encadenados (1946). En una toma general muy abierta, Hitchcock muestra toda la sala de baile abarrotada de gente y poco a poco va realizando un travelling con grúa hacia el escenario hasta llegar a un primer plano de los ojos del batería de la banda, que en cierto momento parpadean a modo de tic. En ese plano que demuestra una gran destreza técnica, Hitchcock nos ha señalado dónde se encuentra el asesino, el suspense se hallará entonces en ver si los protagonistas lo encontrarán, si son capaces de encontrar en ese gran espacio (el plano general) esa persona concreta (el primer plano).

Para encarar ese momento, Hitchcock cambia muy astutamente el punto de vista y nos muestra el resto de la escena desde el punto de vista del asesino. Éste reconoce al vagabundo y cuando ve que, hablando con Erica, imita su tic de ojos deduce que le están buscando. Durante el resto del concierto, el batería se muestra nervioso, comete algunos errores en su interpretación e intenta ocultar sus ojos. Cuando llega la policía para recoger a Erica, el asesino cree erróneamente que van a detenerle y sufre un desmayo. En realidad, si no se hubiera desmayado jamás habría sido descubierto, pero en ese momento Erica acude a atenderle (al principio del film la vimos practicando primeros auxilios) y descubre su tic en los ojos. De esa forma, finaliza la búsqueda.

Es esta escena la que nos hace vislumbrar la genialidad de Hitchcock como mago del suspense que explotaría más a fondo en futuras obras: la destreza técnica del plano, su capacidad para transmitir al espectador toda la información necesaria de forma clara y sin palabras, su forma de acentuar el suspense cambiando el punto de vista al del asesino, la dosificación de información para que todo tenga sentido (el hecho de que al inicio del film Erica atendiera a Robert cuando se desmayó sirve para justificar que luego haga lo mismo con el asesino), el desenlace in extremis, etc.
El resto del film no está a la altura de este memorable momento, pero no obstante se trata de una película notable que en su época le sirvió para acabar de cimentar su fama como director y que hoy en día resiste el paso del tiempo como un ejercicio de suspense ligero bien acabado y muy entretenido.

Pánico en la Escena [Stage Fright] (1950) de Alfred Hitchcock

Eve Gill es una estudiante de interpretación que se ve involucrada en un asunto criminal cuando su amigo Jonathan Cooper es perseguido por la policía a causa de un crimen que asegura no haber cometido: el asesinato del marido de la célebre actriz Charlotte Inwood, que era la amante de Jonathan.
Eve está convencida de que la verdadera asesina es Charlotte y, mientras oculta a Jonathan, decide infiltrarse en la casa de la actriz para averiguar la verdad. Para ello deberá poner a prueba sus dotes interpretativas y hacerse pasar por su nueva doncella. Sin embargo, su plan se complicará al enamorarse del inspector Smith, encargado de investigar el caso.

Pánico en la Escena es una película que no ha trascendido demasiado en la carrera de Hitchcock y de la que el propio director no se sentía especialmente orgulloso. Teniendo en cuenta que es un film cronológicamente situado entre obras maestras como La Soga (1948) o Extraños en un Tren (1951) – por mencionar solo un par – este entretenido ejercicio de suspense sabe a poco, pero no es ni mucho menos un film desdeñable.

La idea de hecho es sumamente atractiva y daba mucho juego para crear situaciones de suspense: una actriz que debe interpretar varios papeles a la vez en la vida real evitando el riesgo de ser descubierta. Sin embargo, Hitchcock no le consiguió sacar todo el partido que podía, y los momentos de suspense derivados de esa premisa son bastante breves y no se explota lo suficiente la relación entre los personajes. La única excepción se encuentra en la larga secuencia de la fiesta parroquial, que desemboca en el momento más tenso y perverso de la película: el inocente niño llevando una muñeca manchada de sangre a Charlotte mientras ésta está actuando para provocar que se derrumbe.

También le pesa en el resultado final la desafortunada elección de Jane Wyman como protagonista. Wyman, sin ser mala actriz, no parece encajar adecuadamente en el papel principal y Hitchcock nunca escondió que no estuvo nada satisfecho con la actriz. Sin embargo, la infalible Marlene Dietrich se apodera de la pantalla en todas las escenas que aparece y le roba sin problema la película a Wyman. El personaje de Charlotte parece ciertamente escrito para ella, una diva egocéntrica que manipula a todos los personajes a su antojo pero al mismo tiempo rebosante de sensualidad. Junto a Encubridora (1952) de Fritz Lang y Testigo de Cargo (1957) de Billy Wilder sería uno de los últimos grandes papeles de su carrera.

En lo que respecta a los personajes masculinos, Hitchcock se rodeó de un reparto británico con nombres no muy conocidos como Michael Wilding encarnando al inspector Smith, Richard Todd como Jonathan y Alastair Sim interpretando al padre de Eve mientras hace todo lo posible por adueñarse de la cámara. La falta de un reparto más carismático acaba influyendo en el resultado de la película, puesto que aunque las actuaciones resultan correctas (especialmente la de Michael Wilding en el simpático papel del inspector Smith) no acaban de dar más profundidad a una película necesitaba de un sólido reparto que tape sus carencias.

Por otro lado, el aspecto más polémico del film y que más dio que hablar fue su final, que no recomiendo leer si no se ha visto previamente la película y que describo en los siguientes párrafos.

Al final, Jonathan resulta ser el verdadero asesino, pero eso implica que el flashback inicial en que explicaba lo sucedido resulta falso. Se criticó mucho a Hitchcock que, para crear un final sorprendente, se sirviera de un flashback falso, puesto que está presentado de forma que el espectador lo acepte como verdadero y por tanto éste no se cuestione la presunta inocencia de Jonathan. Visto hoy en día, estando acostumbrados de sobras a finales tramposos o con sorpresas metidas con calzador, no resulta tan llamativo. El problema no reside en ese flashback como se ha dicho muy a menudo sino en que sencillamente la película no resulta memorable en general.

De todos modos, el final es uno de los mejores instantes del film, no solo por el escalofriante momento en que Jonathan le revela la verdad a Eve mientras ambos se esconden de la policía en un sótano (el más aterrador de la película) sino por el último encuentro entre Eve y Charlotte en que la primera intenta obligarla a confesar fingiendo un chantaje mientras se graba la conversación. Pese a su carácter, Charlotte parece sentir un sincero aprecio hacia Eve (aunque expresado a su manera), por lo que cuando ésta última debe interpretar su última gran escena para obligarla a confesar, el momento es de una tensión insoportable.
Una vez Charlotte es detenida por la policía y descubre que la conversación con Eve era grabada para tener una prueba contra ella, habla amargamente con un policía sobre un perro que tuvo al que cuidó dándole todo su cariño y amor para, a cambio, recibir un mordisco de éste. Este momento de orgullo herido y de rencor al verse traicionada por un ser en el que depositó su confianza es sin duda uno de los más memorables de la película.

El Enemigo de las Rubias [The Lodger] (1927) de Alfred Hitchcock

Hitchcock a menudo afirmó que pese a no ser su debut cinematográfico, El Enemigo de las Rubias era su verdadera primera obra. Y no le faltaba gran parte de razón, porque fue en su tercera película cuando un joven y por entonces desconocido Hitchcock empezó a dar indicios de genialidad. No era nada casual que el film en cuestión fuera su primera película de intriga, como si ya desde el inicio el director británico intuyera que era en ese género donde podría dar rienda suelta a sus ideas sobre el cine.

El argumento estaba basado en una obra teatral y se inspiraba en la historia de Jack el Destripador. Un peligroso psicópata está extendiendo el terror por Londres, un asesino que se apoda a sí mismo “El Vengador” y que mata a mujeres rubias. Mientras la policía intenta en vano atrapar al criminal, un misterioso hombre llega al humilde hogar de los Bunting para alojarse en una habitación alquilada. Ese inquietante desconocido, que dice llamarse Jonathan Drew, se enamorará de la hija de los Bunting, Daisy, quien está comprometida casualmente con Joe Chandler, el inspector de policía encargado de descubrir a El Vengador. Pronto empezarán a surgir sospechas de que Jonathan podría ser el asesino tras el cual anda la policía.

Resulta difícil imaginarse hoy en día hasta qué punto debió causar impresión en el público de entonces un film como éste. Por supuesto no era la primera vez que se trataba en el cine una historia sobre un psicópata, pero la forma como lo encaró Hitchcock demostraba una inteligencia y una modernidad absolutamente apabullantes. Hitchcock no da la más mínima importancia a la identidad del verdadero asesino y de hecho no lo mostró en ningún momento del film, lo cual enfureció al productor Michael Balcon hasta el punto de plantearse si debía haber apoyado la carrera de ese prometedor director. Lo que a Hitchcock realmente le interesaba era la idea del falso culpable y si esa misteriosa figura sería el asesino, un enfoque que hoy en día vemos como puramente hitchcockiano pero que por aquel entonces resultaba bastante más novedoso. La ambigüedad que le da el director al personaje de Jonathan junto a la amanerada interpretación de Ivor Novello hacen de éste un ser fascinante del que uno no sabe qué esperar exactamente.
Más que una clásica historia de caza de un asesino, El Enemigo de las Rubias es un magnífico retrato sobre las sospechas y la culpabilidad.

Si el planteamiento ya resulta por sí solo interesante y fuera de lo normal, más aún lo habría sido si el desenlace hubiera sido el previsto por Hitchcock: un final abierto en que el personaje de Jonathan desaparece entre la niebla y las sombras de Londres dejando a los espectadores con la incógnita sobre si era él El Vengador o no. Como le pasaría años después con Sospecha (1941), los productores se negaron a permitir un final que dejara en el aire la sospecha de que la estrella de la película pudiera ser un asesino.

El film se inicia con un memorable primer plano cerradísimo de una mujer gritando. A continuación le siguen una serie de planos en que se dan a conocer nuevas noticias sobre el asesino (entre los que se encuentra el primer cameo de Hitchcock sentado en unas oficinas de prensa de espaldas a la cámara) y las reacciones de diversos personajes ante ese hecho tan horroroso. Seguidamente se nos transporta al hogar de los Bunting, la luz de la casa se apaga y, al mismo tiempo que vuelve a encenderse, aparece un extraño en la puerta recién surgido de la niebla que señala el anuncio de una habitación libre. En esos pocos minutos, Hitchcock ya ha creado un clima opresivo y oscuro que domina todo el film y que aún hoy en día resulta bastante inquietante.

El director británico además se sirvió muy inteligentemente de recursos visuales muy ingeniosos y típicos del cine mudo que demostraban su imaginación e inventiva, heredados en gran parte del expresionismo alemán. Uno de ellos lo podemos encontrar cuando el inquilino se mueve inquieto de un lado a otro de su habitación, momento que se nos muestra con un contrapicado del techo del piso de abajo que de repente se desvanece para que veamos a Jonathan caminando nerviosamente en su cuarto a través de un suelo de cristal. Ya por entonces resultaba obvio que Hitchcock era un director eminentemente visual creando algunos planos de una belleza y sugestión magistrales, como la escena en que Jonathan ha huido de su casa y se refugia con Daisy bajo la luz de una farola. Los juegos con la luz de la farola y las sombras crean un ambiente visual íntimo y misterioso, mientras que el beso entre los dos amantes está filmado con delicadeza y cierto erotismo recreándose en los gestos y sus rostros.

La escena final en que una multitud persigue al inocente Jonathan es el momento cumbre del film, especialmente cuando éste queda atrapado en una verja por sus esposas, un plano de una angustia e impotencia que ya anunciaban el estilo del futuro Hitchcock y que visualmente tiene incluso ciertas reminiscencias de la crucifixión.

Afortunadamente El Enemigo de las Rubias no solo fue el primer Hitchcock auténtico sino el primer éxito de su carrera. Aunque en el resto de su periodo mudo nunca volvería a igualar la calidad de este film, nos sirve hoy en día como ejemplo del potencial de Hitchcock como director de cine mudo así como una prueba de que ya por entonces estaba dejando entrever ese estilo personal tan inconfundible que le haría famoso.