Críticas

Yo, Pierre Riviére, habiendo matado a mi madre, mi hermana y mi hermano… [Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur et mon frère…] (1976) de René Aillo

En 1835 un joven campesino del norte de Francia llamado Pierre Rivière asesinó brutalmente con una hoz a su madre así como a una hermana y un hermano suyos. El caso fue muy sonado en su momento, no solo por lo sanguinario del crimen, sino por todas las dudas que despertó la personalidad de Pierre Rivière, en las que entraremos más adelante. Más de un siglo después el filósofo Michel Foucault, uno de los grandes estudiosos de nuestra era sobre las instituciones penitenciarias y psiquiátricas, se interesó por ese suceso y realizó una investigación en la que recopiló la declaración escrita de Pierre Rivière, artículos de prensa de la época y archivos municipales en que se recogían los interrogatorios a los que fue sometido el acusado, así como las declaraciones de testigos. Con todo ello realizó una obra que pretendía abordar la complejidad del suceso y que, más que plantear posibles explicaciones satisfactorias a lo sucedido, en realidad levantaba más dudas. El director francés René Aillo tomaría años después ese material de base y lo adaptaría en una película titulada muy significativamente Yo, Pierre Riviére, habiendo matado a mi madre, mi hermana y mi hermano… (Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur et mon frère…, 1976).

Antes de entrar a fondo en el filme quizá se pregunten por qué resultó tan polémico y dudoso lo que parece un caso claro de asesinato, ya que después de todo Pierre fue visto en el momento del crimen y reconoció su culpa. El gran dilema que tuvo que afrontar la justicia de la época fue decidir ni más ni menos si Pierre Rivière era un demente o un asesino a sangre fría. No era una cuestión trivial, de dicha decisión el veredicto podía pasar de la pena de muerte a ser encerrado en un psiquiátrico. Para que fuera un crimen cometido por alguien medianamente cuerdo (o al menos lo más cuerdo que puede estar alguien que degolla a su familia con una hoz) hacía falta un motivo, y eso lo proporcionó Pierre en las memorias que escribió en la cárcel: un odio tunecino y, parece ser, plenamente justificado a su madre, quien arruinó y martirizó continuamente al padre de Pierre. En lo que respecta a los dos hermanos a los que también asesinó, el motivo era, según el propio asesino, que estaban de parte de su madre en todas las tretas que realizó a lo largo de su vida para hundir a su adorado padre y a su abuela paterna.

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Viaje de Ida [One Way Passage] (1932) de Tay Garnett

A menudo pienso que uno de los ejercicios más interesantes que podría llevar a cabo un estudiante de cine es el de narrar un largometraje en menos de hora y cuarto, pero sin que parezca ni incompleto ni apresurado, en que todo se ajuste perfectamente. Puede parecer extraño lo que diré, pero creo que a veces el mérito de ciertos filmes está en lo que no tienen de más. Sé que es un poco peliagudo utilizar como argumento a favor de una película lo que no han hecho el director y el guionista, pero cuántas veces me he encontrado filmes que partían de buenas premisas y luego se han alargado innecesariamente, se les ha añadido alguna subtrama innecesaria o al final no han sabido ser coherentes con su premisa inicial.

Todo esto es un preámbulo para explicar uno de los motivos por los que me ha gustado tanto Viaje de Ida (One Way Passage, 1932) de Tay Garnett. Una película de apenas 68 minutos situada en su mayor parte en un mismo espacio (un barco que hace la travesía entre Hong Kong y San Francisco) que parte de una idea irresistible: justo antes del viaje se conocen Dan y Joan, que tienen un flechazo instantáneo y, casualidades de la vida, viajan en el mismo barco. Lo que sucede es que al final de ese trayecto a ambos les aguarda un negro destino: Dan es un criminal condenado a muerte que está siendo escoltado por el sargento de policía Steve a San Quintín, donde será ahorcado; Joan, por otro lado, tiene una enfermedad terminal que se encuentra en su última fase. Eso quiere decir que su romance nacerá y morirá en ese mismo trayecto en barco, ya que a ambos les aguarda una más que probable muerte al poco de llegar a tierra.

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Violent Panic: The Big Crash [Bôsô panikku: Daigekitotsu] (1976) de Kinji Fukasaku

El enorme éxito de Batallas sin Honor ni Humanidad (Jingi naki tatakai, 1973) convirtió a Kinji Fukasaku en uno de los directores más importantes de Japón en una década bastante complicada para el cine del país, y de paso puso de moda las películas de yakuzas, que se prestaban a dar rienda suelta al estilo ultraviolento y cínico que caracterizaba buena parte del cine de la época. En cierto momento, Fukasaku decidió alejarse un poco del género de yakuzas y apostar por el thriller puro y duro con otro género bastante en boga en los 70 como eran las películas de atracos, haciendo su aportación con Violent Panic: The Big Crash (Boso panikku: Dai gekitotsu, 1976).

La trama nos ofrece el clásico relato de atracadores que planean un «último gran golpe» después del cual quieren retirarse. En este caso se trata de dos amigos, Mitsuo Seki y Takashi Yamanaka, que han puesto en jaque a la policía robando varios bancos del país con la idea de conseguir suficiente dinero para escapar a Brasil. Pero en el último atraco las cosas no salen como estaba previsto y Mitsuo muere. Takashi logra escapar, pero se le complican las cosas para huir del país: la policía está tras su pista y el hermano de Mitsuo intenta robarle el dinero que ha acumulado tras tantos atracos. Además, se encuentra en medio de una tormentosa relación con Michi, una prostituta con la que quiere romper pero a la que se siente más unido de lo que le gustaría admitir.

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Madame Satán [Madam Satan] (1930) de Cecil B. DeMille

A veces uno se da cuenta de que disfruta más de ciertas películas fallidas pero interesantes que de otras mejor resueltas pero sin nada especial. Y en el caso que nos ocupa, Madame Satán (1930) no es en absoluto una de las obras más conseguidas de Cecil B. DeMille, pero a cambio nadie se atrevería a negar que especial que lo es.

Inicialmente no parece que estemos ante un filme particularmente llamativo, sino ante una clásica comedia matrimonial de enredo. Tenemos un matrimonio formado por Angela y Bob que se encuentra en crisis por el pequeño problema de que él se pasa las noches de picos pardos junto a su amigo solterón Jimmy y su amante Trixie. Vemos llegar a los dos por la mañana aún borrachos a casa intentando que Angela no se dé cuenta, pero finalmente les pilla y, en medio de las excusas que se inventan, Bob se saca de la manga que esa tal Trixie es en realidad la esposa de su amigo Jimmy. De manera que Angela decide hacer lo más sensato: ir a visitar a Jimmy en el apartamento de su supuesta mujer para pillarles sus mentiras. Si de momento esta reseña no les parece muy apetecible, tengan paciencia y sigan leyendo, les prometo que luego se pone más interesante, pero hay que ir descubriéndolo poco a poco.

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Navidades en Julio [Christmas in July] (1940) de Preston Sturges

Preston Sturges es de esos directores que ha logrado pasar a la posteridad pese a contar con una carrera inusualmente breve como realizador: solo doce películas, de las cuales las dos últimas dudo que casi nadie recuerde que existan, de modo que a efectos prácticos todo se debe a diez filmes. Cuando algo así sucede es porque dicho realizador tiene un rasgo especial que resulta visible en sus pocas obras, y en el caso de Sturges tenemos tanto motivos artísticos como otros extracinematográficos. En lo que se refiere al primer aspecto, Sturges destacó por ser (primero como guionista, luego también como director) uno de los más grandes exponentes de la comedia clásica americana. Sus historias eran ágiles, contenían un punto de acidez o cinismo bastante inusual en el género y subvertían muchas de las convenciones de las conocidas como screwball comedies, dándoles una inteligente vuelta de tuerca.

Pero los motivos extracinematográficos que han dado fama a Sturges no son menos remarcables. Después de asentarse como afamado guionista para la Paramount se propuso poder dirigir sus propias historias en una época en que la silla de director estaba vetada a los escritores. Harto de batallar con el estudio, le hizo una oferta que no pudieran rechazar: un guion titulado El gran McGinty (The Great McGinty, 1940) por solo 10 dólares a cambio de que se lo dejaran dirigir a él. Teniendo en cuenta que por entonces era uno de los escritores más reputados del estudio, la proposición resultó demasiado tentadora como para no aceptarla. Y la película resultante fue un enorme éxito que le permitió a Sturges no solo poder dirigir sus propios guiones sino algo aún más inédito: tener su pequeña unidad de producción independiente dentro del estudio con cierta libertad creativa siempre y cuando cumpliera los plazos y presupuestos. En ese aspecto Sturges fue un pionero, uno de los primeros cineastas de Hollywood que intentó lograr cierta independencia en el sistema de estudios. No les engañaré, al final la experiencia fue breve y acabó mal para Sturges (es lo que tiene ser un pionero), pero a cambio pudo legar ocho comedias maravillosas a la posteridad, la segunda de las cuales, Navidades en Julio (Christmas in July, 1940), es quizá la más olvidada de todas, algo totalmente injusto y a lo que intentaremos poner remedio aquí.

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Carbón [Kameradschaft] (1931) de G.W. Pabst

Aunque cualquier momento es bueno para rescatar una película tan maravillosa como Carbón (Kameradschaft, 1931) de G.W. Pabst, no puedo evitar pensar en cómo obras como está resultan más necesarias que nunca en estos tiempos. Filmes que traten de forma abierta pero también creíble sobre ese concepto hoy día tan inexistente, casi pasado de moda, como es la «solidaridad obrera», esa camaradería a la que alude el título original, desaparecido en la absurda traducción española (¿por qué alguien decididó que la palabra «Carbón» era más más comercial como título que «Camaradería»?).

Englobada dentro de esa corriente de cine alemán marcadamente politizado y de tono izquierdista de finales de los años 20 y principios de los 30 (en la que encontramos a cineastas tan interesantes como Werner Hochbaum, Phil Jutzi o Slatan Dudow), Carbón parte de un hecho real sucedido en 1906, cuando una explosión provocó una tragedia en una mina de Courrières que acabó con las vidas de más de mil mineros. Pero la idea no era tanto recrear esa tragedia como inspirarse en el hecho de que muchas unidades de rescate acudieron desde Westfalia a ayudar a los mineros franceses, aun cuando el desastre no sucedió especialmente cerca de la frontera alemana.

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El Signo de Leo [Le Signe du Lion] (1962) de Éric Rohmer

Hay películas a las que uno tarda en pillarle el punto, y no es hasta cierto momento preciso cuando algo hace clic y empieza uno a verla con otros ojos. Y no me refiero necesariamente a que haya un cambio radical en el argumento o estilo, sino quizá a que uno se acostumbre a la propuesta y la vea con otros ojos, o simplemente que con el tiempo acabe entrando por fin en la película. Eso es lo que me ha sucedido con El Signo de Leo (Le Signe du Lion, 1962), el primer largometraje del que a la larga fue uno de los directores más célebres y prolíficos de la Nouvelle Vague, Éric Rohmer.

Vista hoy con perspectiva es inevitable hacerlo sabiendo lo que vino después, es decir, que Rohmer tendría una larga carrera con un estilo propio muy reconocible e imitado. Pero en 1962 esto no era más que el debut de otro de los escritores de la Cahiers du Cinéma, que además llegaba un poco más tarde que sus compañeros de revista y se notaba que era un esfuerzo hecho en colaboración con ellos (Claude Chabrol fue el productor y Jean-Luc Godard interpreta un pequeño y peculiar personaje sin diálogos que escucha insistentemente el mismo fragmento de una sinfonía durante una fiesta). Teniendo en cuenta todo ello, que el filme fuera un fracaso de taquilla que además provocó que Rohmer se tomara cinco años en rodar su siguiente largometraje, resulta comprensible. A Rohmer se le vería entonces como a otro cahierista intentando subirse al carro de la Nouvelle Vague a remolque del resto, y su primera propuesta era un filme interesante pero desde luego ni tan fresco ni innovador como el de sus compañero. De hecho Rohmer no empezó a florecer como cineasta hasta prácticamente diez años después del estallido de la Nouvelle Vague, pero a cambio se mantuvo ocupado durante ese tiempo dedicándose sobre todo a filmar documentales y cortometrajes mientras focalizaba sus esfuerzos en la Cahiers, donde acabaría entrando en conflicto con sus compañeros más progresistas como Jacques Rivette y Godard.

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El Destino se Repite [Repeat Performance] (1947) de Alfred L. Werker

Este Doctor ya ha comentado varias veces en este gabinete cómo el cine negro se ha convertido en uno de los géneros fetiche de los fanáticos del cine clásico entre otras cosas por ser capaz de funcionar incluso en condiciones que resultarían perjudiciales a otro tipo de películas. De esta forma una de las obras más míticas del noir tiene como uno de sus elementos definitorios la obvia pobreza y falta de recursos del rodaje, mientras que una obra maestra incontestable como El Sueño Eterno (The Big Sleep, 1946) de Howard Hawks parte de un guion a todas luces incomprensible. ¿En qué otro género podríamos destacar felizmente cualidades como éstas e incluso entenderlas como algo que beneficia a las películas?

En El Destino se Repite (Repeat Performance, 1947) nos encontramos con un inicio altamente confuso que podría resultar desalentador en otro tipo de filme pero que aquí codificamos como algo que va con el género: una joven, Sheila Page, dispara a un hombre y huye del apartamento. Es Nochevieja, se incorpora a una fiesta donde insiste en hablar a solas con un amigo llamado William Williams para pedirle consejo. En los diálogos se mezclan nombres que aún no sabemos ubicar (el muerto es un tal Barney, se habla de acudir a un tal John Friday) mientras seguimos sin entender por qué ha matado a ese hombre. Además, la ausencia de grandes estrellas en el filme hace que tardemos un rato en asentarnos por no saber qué papel tendrá cada uno de ellos: si apareciera por ahí un Bogart o un Richard Conte nos sería fácil intuir qué tipo de papel tendrán en esta confusa trama o simplemente que acabarán siendo personajes importantes, pero no es el caso y hay una suerte de «democracia» entre personajes que hace que tardemos un rato en saber quiénes serán los que tendrán más relevancia aparte de Sheila (cabe decir que, aunque no muy recordada hoy día, la protagonista Joan Leslie sí era una estrella reputada en su momento, mientras que Richard Basehart aquí todavía no era famoso). Es por inicios como éste que considero interesante ver las películas sin conocer su argumento, llegar vírgenes a ellas para depender totalmente del guion y percibir mejor su capacidad de conducirnos al argumento principal – a no ser, claro está, que se trate de una reseña de su genio del mal favorito, en cuyo caso les pido que hagan una excepción y sigan leyendo.

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Goupi Mains Rouges (1943) de Jacques Becker

A mi parecer Goupi Mains Rouges (1943), la primera película importante de ese director tan interesante y especial que era Jacques Becker, se trata de un filme que resulta casi inevitable conectar con otra obra francesa de la época como El Cuervo (Le Corbeau, 1943) de Henri-Georges Clouzot. Son dos filmes que ofrecen una visión muy crítica de la Francia tradicional y rural, que resultan especialmente punzantes por lo bien que captan ese ambiente para posteriormente poner el dedo en la llaga, y que además se realizaron en un momento delicado como fueron los años de la ocupación alemana durante la II Guerra Mundial. Precisamente si había un momento poco apropiado para sacar a la luz los trapos sucios de una Francia que los espectadores seguro que reconocerían al verla en la pantalla, era éste.

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Scenes of City Life [Dushi fengguang] (1935) de Yuan Muzhi

Aquellos de ustedes que, como este Doctor, tengan ya una edad, ¿no recuerdan con nostalgia los años del primer cine sonoro? ¿Rememoran aquellos tiempos en que el sonido cinematográfico era algo nuevo, excitante y, sí, divertido? ¿Se acuerdan de cuando, inocentes de nosotros, pensábamos en las miles de posibilidades que daría esa innovación y que, al poco tiempo, acabaron decepcionantemente limitándose a un enfoque más bien realista acompañado de una banda sonora? Obviamente en todas estas décadas también ha habido muchísimos cineastas muy imaginativos e innovadores en el uso del sonido, pero tengo la impresión de que esa creatividad tan desaforada que se nota en el cine mudo respecto al uso de las imágenes no se trasladó en el sonoro hacia un cine tan creativo desde el punto de vista auditivo.

Es por eso que una película como Scenes of a City Life (Dushi fengguang, 1935) me ha conquistado desde el principio. Su autor es el actor chino Yuan Muzhi, conocido en su momento como «el hombre de las mil caras» en su país, de igual forma que lo era Lon Chaney en el resto del mundo, al parecer por su capacidad para interpretar todo tipo de registros totalmente distintos y salir airoso. Solo dirigió dos películas, la que nos ocupa (¡que resulta aún más sorprendente sabiendo que se trata de un debut!) y la mucho más célebre Ángel de la Calle (Malu tianshi, 1937), uno de los títulos más emblemáticos del cine chino clásico. Pero sinceramente, aun siendo su segunda y última obra mucho más conocida, su debut me parece, pese a sus imperfecciones, una obra que desborda tanta creatividad que me parece más interesante.

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