En los 60 Italia, al igual que muchos otros países del mundo, vivió un resurgimiento económico al que se le acuñó el término inglés de «boom» económico. Atrás quedaban los oscuros años de la posguerra, el capitalismo ofrecía a la sociedad su mejor cara con una creciente prosperidad que parecía no tener límites. El cine italiano, que por entonces se encontraba en plena edad de oro, no quedó ajeno a esta realidad y plasmó en varias de sus grandes obras la faceta más oscura de aquella época: desde la realidad menos agradable de un mundo laboral que seguía basándose en la precariedad hacia los trabajadores más humildes en la tragicómica El Empleo (Il Posto, 1961) de Ermanno Olmi a ese inolvidable retrato de la clase burguesa más decadente de La Dolce Vita (1960) de Federico Fellini, que tras su aparente lujo y una bellísima escena icónica como la de la Fontana di Trevi escondía una de las obras maestras más desencantadas y desesperanzadas de la historia del cine.
Este contexto era el caldo de cultivo ideal para que Cesare Zavattini, el gran guionista por excelencia del Neorrealismo Italiano, elaborara una comedia amarga sobre el reverso oculto de ese supuesto milagro económico: El Especulador (Il Boom, 1963). De entrada, se nos presenta a Giovanni Alberti, un hombre casado y que aparenta una posición económica elevada al incurrir en todo tipo de gastos y pequeños lujos. Pero mientras vemos a Giovanni pegarse la gran vida con su mujer, en paralelo se nos muestra una escena que choca con ese retrato de bienestar económico: la de su madre preguntándole si necesita dinero y ofreciéndole su libreta de ahorros. Giovanni está realmente arruinado, pero se ve incapaz de detener ese lujoso tren de vida al que su esposa, perteneciente a una clase más alta que la suya, no puede renunciar fácilmente.