Reino Unido

Frenesí [Frenzy] (1972) de Alfred Hitchcock

Frenesí fue el gran retorno de Hitchcock después de una de las mayores crisis creativas de su carrera. Para entender lo que supuso una película como ésta en su momento, hace falta remontarnos a principios de los 60, cuando el director británico se encontraba en la cima de su trayectoria después de una década plagada de éxitos que se encumbraron con la realización de Psicosis (1960), su película más taquillera. En Pájaros (1963) el director confirmó su buen pulso y su capacidad para seguir creando grandes obras que se correspondieran con los nuevos caminos que estaba siguiendo el cine por entonces, pero con Marnie la Ladrona (1964) empezó el inevitable descenso, y es que aunque el tiempo ha acabado haciéndole justicia a la calidad de este film, en su momento fue un fracaso de taquilla y crítica que desmoralizó al director.
A partir de entonces sus siguientes pasos se volvieron erráticos. En Cortina Rasgada (1966) intentó retornar al estilo de sus thrillers clásicos y pese a que el resultado no es nada desdeñable la película era algo anticuada para la época y no tuvo buena acogida. En cambio, en Topaz (1969) el error fue aún más acentuado, la película mostraba un Hitchcock que, en su afán por ponerse al día, había decidido optar por una modernización mal entendida, es decir, tirar por el cine de espías y conspiraciones políticas tan en boga por entonces. Fue un fracaso aún mayor que la anterior y tardaría tres años en estrenar otra película.

Esa otra película fue Frenesí y aquí es donde realmente Hitchcock consiguió resucitar y volver a deleitar a su público con una obra genial que además fuera auténticamente hitchcockiana. La clave fue ni más ni menos que servirse de sus temas preferidos y adaptarlos a un estilo moderno. El error de Topaz fue creer que para modernizarse debía traicionar su estilo personal y hacer un cine que no le correspondía, Frenesí fue la prueba de que había entendido la lección: el camino a seguir era mantener su estilo y sus temas para darles un tratamiento más moderno que demostrara su dominio del medio.

El germen de Frenesí sin embargo se encuentra en un proyecto anterior conocido como Kaleidoscope. Éste data de mediados de los 60 y es tristemente famoso por ser uno de los proyectos de película no realizados más famosos de la historia del cine. En aquel contexto Hitchcock estaba fascinado por las nuevas corrientes cinematográficas europeas y se había propuesto realizar la obra más transgresora y radical de su carrera: un crudo retrato de un psicópata sexual que contendría escenas con desnudos y violencia explícita, y que además pretendía realizar con un estilo muy moderno, en la linea de lo que se hacía en Europa. Hitchcock luchó durante varios años por llevarlo adelante poniendo en juego su carrera y su reputación, ya que tal y como estaba concebida era un filme tan brutal que los productores temían que el público fuera incapaz de aceptarlo. El director llegó incluso a ofrecerse a realizarlo con un presupuesto bajísimo y actores desconocidos renunciando a su sueldo si hacía falta, pero la continua negativa del estudio le hizo rendirse.

A principios de los 70, llegó a sus manos una novela llamado Goodbye Piccadilly Farewell Leicester Square cuyo argumento le hizo recordar ese antiguo proyecto frustrado. Rápidamente reconoció en ella todos los ingredientes necesarios para hacer una gran película hitchcockiana, y aunque ya había descartado por completo el realizar una obra tan brutal como Kaleidoscope, Frenesí acabó siendo la versión más comercial de ese proyecto fracasado.

Ambientada en Londres, tiene como protagonista a Richard Blaney, un auténtico fracasado que tiene la desgracia de ser el principal sospechoso de la policía en el caso de un psicópata sexual conocido como «el asesino de la corbata», el cual después de violar a sus víctimas siempre las estrangula con su corbata. Lo más irónico de todo es que el famoso asesino resultará ser Bob Rusk, un encantador amigo de Blaney.

Un falso culpable, un psicópata sexual que además resulta ser una persona simpática y mucho humor negro. Estaba claro que éste era un material para Hitchcock, y el maestro no decepcionó. Lo interesante de Frenesí está en que en esta ocasión, el director británico se atrevió a tratar estos tres temas típicos en él hasta extremos inimaginables, comenzando por un protagonista que es el antihéroe personificado, no solo es un perdedor sino que cae mal al espectador: a los pocos minutos de película le vemos sucumbiendo a varios accesos de rabia e incluso discutiendo irritado con su exmujer Brenda cuando ésta le trata con suma amabilidad.

Sin embargo el momento que llama más la atención por su increíble crudeza es el asesinato de Brenda. Durante esta escena conocemos que Bob Rusk es el asesino de la corbata, y si la revelación de por sí es impactante, más lo es el que Hitchcock no dude en mostrar la violación y su posterior estrangulamiento sin concesiones. La brutalidad del momento se complementa con una puesta en escena y un montaje magistrales que resuelven un momento bastante delicado en cuanto a tratamiento.
En contraste, el segundo asesinato opta por el efecto justamente contrario: una de las elipsis más hermosas (por su desarrollo) y al mismo tiempo horribles (por lo que oculta) del cine. Rusk sube al apartamento con la que será su siguiente víctima y justo antes de entrar le dice la fatídica frase que pronunció antes de violar a Brenda: «¿Sabes? Eres mi tipo de chica«. La cámara, en lugar de seguirles hasta el interior del piso, se retira discretamente y baja lentamente por las escaleras hasta llegar a la calle. No es necesario que nos muestre lo que está sucediendo porque lo sabemos perfectamente. Mientras la vida sigue su curso en el exterior, en el interior de esa casa una inocente está perdiendo su vida. El contraste entre el tenebroso silencio del interior del edificio con el bullicio de la calle no hace más que remarcar la fatalidad del destino de esa nueva víctima.


Momentos como ésos nos descubren a un Hitchcock inusitadamente moderno que se notaba que había hecho los deberes y se había adaptado perfectamente a las nuevas tendencias de la época, sin parecer forzado o fuera de lugar, un Hitchcock fresco y en forma. Prueba de ello son planos como ese maravilloso travelling descrito antes o ese breve momento en que Babs, la novia de Blaney, abandona su trabajo en el pub furiosa y cuando sale a la calle Hitchcock nos la muestra en un primer plano muy cerrado completamente en silencio hasta que la voz de Rusk irrumpe deteniendo el curso de sus pensamientos.

Tampoco faltan detalles típicos de su afán de economía narrativa que han estado siempre presentes en su carrera y que a mí particularmente siempre me han fascinado por su sencillez y efectividad. Por ejemplo la escena del juicio, un momento necesario de mostrar pero aburrido puesto que no nos revelará nada que no sepamos o imaginemos. Hitchcock opta por situar al espectador en el momento del veredicto colocando la cámara fuera del tribunal, de forma que nos ahorramos escuchar el discurso del juez dictando sentencia hasta que, en cierto momento, el guardia que está junto a la puerta no puede resistir la curiosidad de abrirla para conocer el veredicto, que por supuesto será de culpabilidad.

Otro elemento típicamente hitchcockiano que no falta en Frenesí es su característico sentido del humor, especialmente el humor negro, que en plenos años 70 puede permitirse explotar hasta niveles antes no permitidos: los oficinistas comentando los crímenes con la misma sencillez y sentido del humor que si estuvieran hablando del partido del día anterior, Rusk peleándose con el cadáver en el camión de patatas viéndose obligado a romperle los dedos para recuperar su alfiler, el político del inicio del film que anuncia que limpiará el río de desechos momentos antes de que aparezca un cadáver…
Sin embargo los elementos humorísticos están especialmente concentrados en unas deliciosas escenas que fueron añadidas expresamente por el director en que el inspector Oxford de Scotland Yard comenta los avances de la investigación a su esposa mientras come. En realidad la inclusión de estos momentos que no aparecen en la novela sirven para hacer avanzar más cómodamente la película y tener al espectador informado sobre los pasos de la policía. Hitchcock fue lo suficientemente inteligente como para utilizarlos también para crear una pequeña y divertida subtrama en que el inspector Oxford debe enfrentarse a los incomibles platos que cocina su esposa, quien está haciendo un curso de cocina sofisticada.

Por supuesto esto nos lleva a una de las claves del film: la comida, que está íntimamente relacionada con el sexo y la muerte. Continuamente los crímenes del asesino de la corbata giran alrededor de la comida: Rusk resalta el escaso almuerzo de la señora Blaney antes de asesinarla y, después de cometer el crimen, devora la fruta que ha quedado en la mesa; el inspector Oxford hace referencia a la necesidad de cazar al asesino «antes de que se le abra el apetito»; Rusk esconde uno de sus cadáveres en un camión de patatas y todas las deducciones sobre el proceso de investigación se hacen en la mesa de los Oxford mientras el inspector intenta comer a duras penas las «exquisiteces» de su mujer.

Frenesí fue además el gran retorno de Hitchcock a su Londres natal, donde no había rodado íntegramente una película desde la irregular Pánico en la Escena (1950). Este film no solo fue un regreso a su ciudad, sino que además el director se esmeró en retratar el aroma auténticamente londinense, o más exactamente el aroma de un Londres que en realidad ya no existía. Más que un retrato fiel de su época, es la visión personal y nostálgica de una ciudad que por aquel entonces el director había comprobado que estaba desapareciendo. Tal es así que para acentuar esa sensación insistió en incorporar en los diálogos algunas palabras o expresiones deliberadamente pasadas de moda que parecerían terriblemente anticuadas a determinados espectadores.
Así mismo, el esmerado retrato del mercado de Covent Garden ha sido interpretado por muchos como un retorno de Hitchcock a sus raíces, ya que su padre trabajaba ahí. Sea como sea, el ambiente londinense está tan bien capturado que pasa a ser un elemento íntimamente unido a la película.

El reparto del film no estaba formado en esta ocasión por estrellas que pudieran atraer al gran público, aunque por otro lado la historia no se prestaba demasiado a ello (¿qué estrella masculina habría encajado como el antipático antihéroe Blaney o el violador Rusk?) y finalmente se compuso de actores ingleses medianamente conocidos en su país pero que no eran una gran atracción de taquilla.
Aunque Hitchcock tanteó a Michael Caine para encarnar a Rusk (lo cual creo que habría sido una elección muy interesante), finalmente se conformó con Barry Foster, que fue todo un acierto y quizás el mejor parado de todos con su magnífica actuación. Para Richard, se sirvió de John Finch, quien en aquel momento era conocido por la versión de MacBeth (1971) de Polanski y que hace un buen papel aunque ensombrecido por su otro compañero de reparto.
Por otro lado, Barbara Leigh-Hunts (Brenda) prácticamente debutó en el cine con esta película después de años trabajando en teatro y televisión, y en cuanto a Anna Massey, estaba convencida de que había habido un error cuando le comunicaron que le habían dado el papel de Babs, ya que no entendía cómo un director como Hitchcock se interesaría por una actriz tan poco conocida como ella. Finalmente, Alec McCowen y Vivien Merchant, consiguieron bordar perfectamente los papeles del matrimonio Oxford y es en gran parte gracias a ellos que sus pequeñas viñetas humorísticas resultan tan efectivas.

Frenesí fue en muchos sentidos la gran despedida de Hitchcock. Aunque aún rodaría una película más (la notable y curiosa La Trama), es en Frenesí donde encontramos el canto del cisne del director, una obra en que vuelve a su tierra natal y recopila los temas de su filmografía poniéndolos al día en cuanto a estilo, demostrando que a sus más de 70 años seguía siendo uno de los más grandes cineastas del mundo. Pocas veces en la historia del cine un director a tan avanzada edad ha conseguido facturar un retorno con todas estas características de una forma tan acertada como lo hizo Hitchcock en esta joya.

Mandy (1952) de Alexander Mackendrick

Christine y Harry Garland son un joven matrimonio que descubre que su pequeño bebé Mandy es sorda de nacimiento. Incapaces de decidir cómo afrontar la situación, acaban optando por irse a vivir a la enorme casa de los padres de Harry, donde Mandy podrá recibir cuidados desde pequeña y ser enseñada por una institutriz. Sin embargo, a medida que va creciendo, Mandy se convierte en una niña insociable que no sabe relacionarse con otros de su edad al pasarse el día encerrada en casa. Es por ello que Christine piensa que deberían internarla en un colegio para sordos, donde estaría en contacto con otros niños e incluso quizás se le podría enseñar a leer los labios y hablar. Sin embargo, Harry y sus padres se opondrán a esta idea por no querer separarse de la pequeña e indefensa Mandy.

Interesante melodrama británico producido en los Ealing Studios y dirigido por uno de sus directores estrella, Alexander Mackendrick, que si bien suele estar asociado a comedias como Whisky a Go a Go (1949) o El Quinteto de la Muerte (1955), en realidad fue un cineasta que se atrevió con varios géneros. Mandy es en principio una historia que puede echar algo atrás por su argumento tan típico de drama lacrimógeno de autosuperación, pero por suerte no se cae en ese defecto comenzando por el hecho de que el conflicto no está en el hecho de que Mandy sea sorda, sino en el enfrentamiento entre los dos padres. No hay buenos o malos, los dos quieren a su hija y se aman  pero cada uno tiene una concepción totalmente distinta sobre qué es lo mejor para ella: la visión más racional de la madre que sabe que, aunque sea duro, Mandy debe enfrentarse a sus miedos e internarse en ese colegio contra la visión más emocional de su padre.
Además, se nota que Mackendrick evita conscientemente en todo momento el sentimentalismo más manido. No hay prácticamente ninguna escena emocional gratuita, por ejemplo la primera vez que Mandy emite sonidos con la boca no nos es enfatizada de ninguna manera como un momento dramático cumbre de la película (pese a que lo es), sino que el director lo enfoca de una forma más naturalista.

No solo se evita el sentimentalismo sino también los inevitables tics melodramáticos relacionados con las sospechas de adulterio entre Christine Garland y Searle, el extraño director del colegio que presta toda su ayuda a la niña dándole incluso clases particulares. Toda esta subtrama no sólo no se desarrolla sino que prácticamente no existe, simplemente se nos esboza el enfrentamiento de Searle con un miembro de la junta que deja caer esa idea del adulterio para desacreditarle y se nos da a entender un problema de Searle relacionado con su mujer que nunca se llega a aclarar. Así pues, el único interés de estos hechos no es el iniciar otra subtrama en que el matrimonio de Harry y Christine corra peligro, sino que sirve para hacer avanzar la historia de Mandy y provocar que la diferencia de opiniones entre sus padres acabe explotando tras este rumor. De hecho, uno de los detalles más perversos del conflicto es que Harry reconoce que no se lo llegó a creer realmente porque conoce a su mujer y sabe que ella jamás le engañaría, sin embargo lo utiliza de pretexto para llevarse a Mandy de vuelta a casa.

Esta huida de sentimentalismos y de los típicos argumentos de crisis matrimoniales resulta beneficioso pero provoca que el núcleo del film, la historia de Mandy, quede más desnuda aún si cabe. Eso acaba resultando de una gran responsabilidad para el director, quien por no recurrir a recursos fáciles, debe dotar al film de interés por sus propios medios, y aunque Mackendrick lo consigue como un buen profesional los resultados tampoco son excelentes. Mandy acaba siendo una buena película que se ve con agrado porque notamos que no intenta manipular al espectador pero que tampoco nos ofrece grandes momentos destacables, simplemente cumple bien su función con dignidad.

Las mejores escenas inevitablemente acaban siendo las que tienen que ver con la sordera de la niña: el incidente con el camionero al inicio del film, que pese a su insignificancia a ella casi le parece una pesadilla porque no entiende nada; el intento desesperado de la madre por hacer que Mandy hable delante de su padre, que mediante el montaje nos da a entender cómo la presión hace que la niña se bloquee y sea incapaz de decir nada, y mi favorita, la maravillosa y casi catárquica escena en que la profesora intenta que Mandy pronuncie sus primeros sonidos. Mackendrick crea un momento magnífico y lleno de tensión en que se recrea en lo difícil que le resulta a la profesora convencer a la niña sin que tenga una rabieta y, al mismo tiempo, lo inmensamente difícil que es para Mandy hacer simplemente ese sonido. El director transmite lo difícil que resulta alargando la duración de los planos hasta el punto de que cuando la niña empieza a emitir ese simple sonido, nos resulta profundamente emotivo y lo sentimos casi como una victoria propia.
También le da algo de color a la historia el personaje de Searle, un tipo extraño y cínico muy convincentemente interpretado que pese a sus ambigüedades (parece despreciar a los padres pero luego, pese a su inexpresividad, se desvive por los niños) resulta totalmente creíble.

Mandy es en definitiva un buen film simple y honesto. No es una obra que pretenda parecer un gran y majestuoso drama desbordante de emociones, sino que se nos muestra como lo que es: una pequeña pero emotiva historia contada con sencillez y buen gusto. Y a menudo uno echa de menos esa sensación en dramas de este estilo, el que sus creadores no quieran forzar la trama para mostrar situaciones al límite cuando la misma historia no lo necesita.
Prueba de ello es ese final tan sencillo y realista, un final que aunque no me atrevería a calificar de abierto simplemente da a entender cual es el camino que seguirán los acontecimientos en el futuro pero sin cerrar del todo ninguno de los conflictos, como en la vida misma. Hasta en ese sentido Mackendrick es honesto con el espectador, siendo fiel al estilo que siguió en el resto del film. Evita por tanto un último gran enfrentamiento entre los personajes, simplemente deja que se acaben entendiendo entre ellos al igual que Mandy empieza a entender al resto de niños.

Plan Diabólico [Seance on a Wet Afternoon] (1964) de Bryan Forbes

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Magnífico film británico de suspense protagonizado por un extraño matrimonio de avanzada edad, Myra y Billy. Ella es una médium que elabora un maquiavélico plan para secuestrar a la hija de una acaudalada familia en colaboración con su marido. Sin embargo, la finalidad del secuestro no es utilizar el dinero del rescate para beneficiarse económicamente, sino ofrecer a los padres de la niña los servicios de Myra para ayudarles a encontrar a su hija con sus poderes sobrenaturales y así hacerse famosa y conseguir el renombre que merece.

Plan Siniestro es una pequeña joya escondida de ésas que demuestran cómo el cine inglés no se acaba en las obras británicas de cineastas reconocidos como Hitchcock y David Lean o en el free cinema. Nos encontramos ante un inquietante thriller que tiene la virtud de saber crear momentos de mucho suspense al mismo tiempo que desarrolla la profunda situación psicológica que envuelve a los protagonistas, todo ello realizado con una impecable factura.

El inicio del film es una pequeña maravilla que consigue enganchar instantáneamente al espectador: una breve recreación de una de las sesiones de espiritismo de Myra excelentemente dirigida. La cámara se concentra en las manos unidas de los que participan en ella y en sus rostros, así como en la vela situada en el centro de la mesa que da a toda la escena una iluminación casi fantasmal. Las palabras susurrantes de Myra son lo único que oímos. La sesión espiritista está tratada como si fuera un cautivador ritual que se nos antoja casi místico. El carácter de este tipo de sesiones será fundamental más adelante para entender a la protagonista.

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Indudablemente, el pilar fundamental de la película se encuentra en los dos protagonistas soberbiamente interpretados por Richard Attenborough (también productor del film) y, especialmente, Kim Stanley. En seguida se nos revela el papel que asume cada uno en su relación: ella es claramente dominante y persuasiva mientras que su marido se deja dominar sin verse capaz de contradecirla. Es una relación extraña puesto que pese a esa sumisión él depende de ella y la quiere, de hecho se da a entender que en cierto momento él intentó abandonarla pero no fue capaz. También juega un papel muy importante un personaje ausente, su hijo Arthur, del que sólo sabemos que está muerto y cuyo espíritu ayuda a Myra a llevar a cabo sus sesiones de espiritismo dándole incluso consejos, como por ejemplo todo lo relacionado con el secuestro de la niña.

El hecho de que se profundice tanto en ellos hace que la película adquiera más fuerza, puesto que la psicología de los personajes sustenta prácticamente todo el argumento. Aquí es donde habría que alabar a Richard Attenborough bordando un papel lleno de matices y a la gran triunfadora de la función, una Kim Stanley que dota de credibilidad a un personaje complejísimo que en manos de otra actriz correría el riesgo de caer en la sobreactuación. Stanley consigue transmitir con total confianza la inestabilidad mental y emocional de una Myra un tanto desequilibrada pero que mantiene la suficiente cordura como para urdir el complejo plan de secuestro. Ella muestra una gran inteligencia sobre todo por saber adelantarse a todas las situaciones que sucederán, como el registro de la casa, pero por otro lado peca de inocente al pensar que podrá convencer a la policía de que localizará a la niña solo con sus poderes, ya que cree tan firmemente en ese don suyo que supone que el resto también lo hará.

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Todas las escenas de suspense están magníficamente planteadas demostrando un gran dominio del género con reminiscencias de Hitchcock. por muy típico que sea usar este referente. Como muestra de ello está la genial escena del secuestro, que resulta especialmente hitchcockiana. Después de que Billy robe el coche en que viajaba la niña, lo lleva a un descampado donde pretende drogarla y llevarla en su motocicleta. Sin embargo cuando va a abrirle la puerta descubre horrorizado que ella ha bajado el seguro y que no hay manera de sacarla, puesto que un cristal separa los asientos traseros de los delanteros. La situación es tan cómica y patética como intrigante. Billy es un personaje nervioso e inseguro y no sabe desenvolverse con un problema realmente absurdo y sólo se le ocurre pedirle a ella que le abra la puerta con súplicas hasta que cae en la cuenta de que puede abrir los seguros del coche desde los asientos delanteros.
Para aumentar la tensión, una pelota cae cerca de él, por lo que deduce que unos niños la han perdido y vendrán a recogerla. Billy, asustado, por una vez sabe cómo reaccionar y se la lanza antes de que vean el coche. Para añadirle más ironía a la situación les dice que no jueguen por ahí porque pueden hacer daño a alguien.

El hecho de que Billy sea un personaje tan inseguro y que además parezca tan poco convencido del éxito del plan, hace que todos los momentos del secuestro relacionados con él nos pongan más nerviosos. En cambio, cuando ella tiene que lidiar con la policía parece tan segura y convencida de todo lo que hace que no tememos por ella. También es muy interesante la escena en que escriben la carta pidiendo el rescate por la forma en que se incide en los detalles. Myra escribe la carta y después pide a Billy que repase las faltas de ortografía, juntos la corrigen y la retocan con total normalidad. Más que una película de suspense parece que estemos viendo una inofensiva escena doméstica.
En general, la meticulosa forma como llevan a cabo el plan resulta hasta fascinante, centrándose en detalles a los que no se suele dar importancia en los films de secuestros como la ya mencionada redacción de la carta o la obsesión de la pareja por hacer creer a la niña que está en un hospital para que no se sienta inquieta.

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Hacia la parte final se nos desvelan algunas revelaciones que hacen que todo cobre algo más de sentido y que recomiendo no leer si algún lector ha sentido curiosidad por la película y desea visionarla.

La más importante de todas es el descubrimiento de que su hijo Arthur en realidad nació muerto y Myra nunca llegó a verlo. Por tanto, la comunicación que tiene con él gracias a su don extrasensorial en realidad es una consecuencia de esa trauma, de no haber podido asumir nunca que perdió a su hijo. Es entonces cuando empieza a haber un intercambio de roles decisivo: Billy por primera vez se rebela y le echa en cara a su esposa la realidad de que nunca ha visto a Arthur y que ella se escuda en este don sobrenatural para llenar ese vacío. Por primera vez ella es el personaje débil y él el fuerte, pero pronto los roles vuelven a encauzarse.

Después de ese descubrimiento, tiene lugar otra sesión espiritista que de nuevo juega con el suspense bajo una premisa infalible: la madre de la niña acude a la casa confiando que se le pueda revelar información sin sospechar que justamente en la habitación de al lado está su hija durmiendo. Si la niña se despierta y habla, corren el riesgo de que se descubra todo.
Pero el momento realmente significativo llega cuando Myra, intentando dar información positiva a la madre de la niña sobre el estado de su hija, entra en trance y no puede evitar mencionar «muerte» y desmayarse. Su subconsciente le lleva a creer que la niña debe morir y le dará a entender a su marido que Arthur quiere que la mate para que se reúna con él.

Ése es el último paso. Hasta entonces la norma era no hacer ningún daño a la niña, a partir de aquí Billy es consciente del delirio de su mujer y por primera y única vez desobedecerá sus órdenes. Así pues, la liberará sana y salva haciéndole creer a ella (y al espectador) que la ha matado.

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Cuando llega la policía tiene lugar el mayor clímax de la película: el sargento le pide que organicen una sesión de espiritismo para encontrarla, Billy está nervioso por miedo a ser reconocido como el secuestrador y porque ya no confía en la cordura de su mujer. Es un momento de una tensión casi insoportable donde la actuación de Kim Stanley es absolutamente fundamental para entender lo que sucede.
Myra entra de nuevo en trance, y aunque racionalmente debería decirles dónde hallar el supuesto cadáver, no puede evitar desvelar todo lo que ha sucedido en realidad. Es entonces cuando comprendemos que no es una farsante, ella realmente entra en trance en estas sesiones y deja escapar su subconsciente con todo lo que ello conlleva. No es una impostora porque cree que tiene poderes sobrenaturales que en realidad son fruto de su inestabilidad mental. Por ello se ha autoinculpado, porque no puede dominarse a sí misma en trance.
Billy, ya resignado, se entrega dócilmente y simplemente se interesa sobre si la niña llegó a su hogar sana y salva. Su esposa, vuelve en sí y pregunta satisfecha si les ha sido de ayuda, no es consciente de hasta qué punto lo ha sido.

Una película especial y fascinante, absolutamente recomendable.

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Pasaporte a Pimlico [Passport to Pimlico] (1949) de Henry Cornelius

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Los Ealing Studios proporcionaron después de la II Guerra Mundial algunas de las mejores películas surgidas del Reino Unido. Sus míticas comedias destacaban por tener un aroma y ambientación típicamente británicas a partir del cual a menudo se desprendía cierto cinismo escondido bajo una coartada humorística. Estas comedias tan aparentemente inocentes muchas veces escondían en realidad una crítica bastante sarcástica de la vida y costumbres inglesas, tanto de las clases más acomodadas como de las más humildes.

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En el caso que nos ocupa, Pasaporte para Pimlico es una comedia que destaca por el original punto de partida: en un pequeño barrio de Londres se descubre accidentalmente un tesoro escondido bajo tierra perteneciente a un antiguo noble que vivía en esas tierras. Junto al tesoro descubren documentación que demuestra que esa zona no forma parte de Inglaterra sino que se considera parte de Borgoña. Es decir, ese pequeño barrio de Londres es un país independiente del resto de la ciudad.

A partir de aquí se suceden una serie de incidentes relacionados con el descubrimiento. Al ser considerado otro país, los comerciantes pueden vender sus productos sin los límites de las cartillas de racionamiento (recordemos que estamos en la posguerra), pero eso acaba provocando que el barrio se infeste de comerciantes y de londinenses que acuden allá a hacer sus compras. Cuando se cierran las fronteras y se restringe el paso a los vecinos, éstos reaccionan irrumpiendo en el metro y pidiendo los pasaportes para poder atravesar el país. Finalmente, el gobierno inglés, cansado de negociar en vano, les corta el suministro de agua confiando que así se rendirán, pero los vecinos no dudan en atravesar la frontera y volver a abrir la llave de paso del agua.

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Toda la película se basa en este divertido tira y afloja entre Inglaterra y Borgoña-Pimlico pero en mi opinión el resultado final, aún siendo realmente bueno, tampoco es especialmente memorable. Echo en falta fundamentalmente dos cosas: la primera es un poco más de mala leche (con un tema así entre manos podían haber creado situaciones mucho más ácidas), y la segunda y más importante es la poca profundización en los personajes. El único conflicto que nos muestra el film es el que existente entre las dos naciones, los habitantes de Pimlico apenas tienen una personalidad definida (más allá de los rasgos superficiales que les permiten crear algunos gags) y se nos muestran como un conjunto que piensa igual. No hay conflictos entre ellos y actúan siempre como un ‘todo’ cuando el argumento pide a gritos el mostrarnos también los conflictos que provoca esta situación entre los propios habitantes de Pimlico. Por ejemplo, apenas se saca jugo del Duque de Borgoña, el cual aparece y no aporta prácticamente nada a la acción. No es un personaje que busque sacar provecho de los generosos vecinos ni tampoco ha de hacer nada para ganarse su confianza, simplemente aparece y pasa a formar parte de ese ‘todo’ al que he aludido antes, lo cual es una pena puesto que uno esperaría que aportaría un nuevo conflicto.

Estos elementos creo que habrían hecho que Pasaporte para Pimlico fuera una obra aún más jugosa y divertida, pero no por ello cabe olvidar algunas de sus virtudes: aunque ningún actor sobresale especialmente todos están bastante bien en sus papeles (y reconozco que me ha encantado el pequeño detalle de que los dos actores que encarnan a los ministros sean los mismos que diez años atrás interpretaban a una cómica pareja de ingleses fanáticos del criquet en Alarma en el Expreso de Hitchcock); tiene bastantes detalles ingeniosos (como ese falso noticiario sobre la situación de Pimlico) y en general es amena y uno la ve con una sonrisa perenne.

Sin ser de las mejores obras de la Ealing, seguro que no decepcionará a los amantes del humor inglés.

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A Merced del Odio [The Nanny] (1965) de Seth Holt

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A mediados de los 60, la veterana actriz Bette Davis vio relanzada su carrera gracias al gran éxito de la magistral Qué Fue de Baby Jane (1962), cuya terrorífica actuación demostró que seguía en forma para sus clásicos papeles de mujer perversa. A ésta le seguirían otras películas como la excelente y reivindicable Canción de Cuna para un Cadáver (1964) y A Merced del Odio.

Pese a ser una obra de la Hammer, el film no tiene nada que ver con sus otras producciones y resulta ser una obra de suspense elegante, contenida y de impecable factura.
Joey es un niño que ha pasado unos años internado en un centro psiquiátrico debido a su problemática conducta. A causa de un oscuro trauma del pasado relacionado con la muerte de su hermana pequeña, Joey tiene una personalidad muy difícil y conflictiva, especialmente con la anciana niñera de la casa, a la cual odia profundamente. Dicha niñera, que fue a su vez la niñera de su madre cuando era pequeña, soporta pacientemente todas las insolencias del joven Joey además de ayudar a su inestable madre Virginia a seguir adelante en un hogar con un hijo desequilibrado y un marido ausente por su negocio.

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El resultado final resulta ampliamente satisfactorio al mantenerse el suspense y la tensión en todo momento pero sin recurrir a sobresaltos, simplemente basándose en la enrarecida atmósfera que impregna el hogar de los Fane. Gran parte de este mérito recae en los protagonistas: el niño Joey (no soy muy amigo de las actuaciones infantiles pero hace un trabajo admirable) y, claro está, Bette Davis como la entregada niñera. Durante la primera parte del film el odio irracional de Joey es tan fuerte que nos cuesta entender que la adorable niñera pueda soportar tantísimas humillaciones con esa remarcable paciencia, lo que nos hace desconfiar levemente de ella (además de que no podemos olvidar que ese personaje lo interpreta Bette Davis, que no suele ser recordada por sus papeles de adorable mártir). El que una situación tan extrema nos resulte creíble se consigue gracias a esas interpretaciones y a una eficaz descripción del entorno familiar: el padre severo harto de todo, la madre inestable, permisiva y deprimida y el niño problemático y consentido. Además, al no posicionarse el director con ninguno de los dos personajes se consigue que el espectador esté más a la expectativa sin saber del todo qué esperar de cada uno: la niñera puede causar cierta desconfianza pero no le vemos hacer nada sospechoso, y Joey se comporta de una forma tan odiosa que no sabemos si realmente está diciendo la verdad o si simplemente es un niño problemático.

También sirve de apoyo el personaje secundario de Bobbie, la adolescente vecina de Joey que será su confidente y nos servirá para conocer las inquietudes del niño – como curiosidad, señalar que Bobbie es interpretada por la actriz Pamela Franklin, quien sorprendentemente hacía solo 4 años que había coprotagonizado la soberbia Suspense de Jack Clayton interpretando a uno de los niños. Este personaje desempeña un papel crucial en uno de mis momentos favoritos del film. Ella cada mañana sale a la escalera de incendios porque, según dice, cada día pasa por esa calle su novio a verla. Cuando aparece dicho joven (al cual por supuesto no conoce), anuncia que éste «ahora fingirá que se ata los zapatos, como siempre«, y efectivamente lo hace. Entonces Joey dice consternado que está mirando debajo de su falda y por eso finge atarse los cordones. Su vecina responde que no es así pero notamos que sin duda ella también sabe que su relación con su novio imaginario se limita a este pequeño contacto visual.

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Sobre aspectos técnicos, resaltar la excelente fotografia en blanco y negro que le da ese tono tétrico y elegante al mismo tiempo, sobre todo en las escenas nocturnas más tensas. Así mismo para mí la escena cumbre del film es cuando la niñera rememora el accidente en que murió la hermana de Joey, que se nos muestra utilizando un recurso muy inteligente que quizás no sea muy original pero funciona a la perfección y hace que el momento sea aún más tenso.

A Merced del Odio es por tanto la tercera película que completa el pequeño ciclo de films de suspense que protagonizó Bette Davies en los 60 y que le proporcionaron sus últimos grandes minutos de fama en su vejez.

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