Francia

La Fête à Henriette (1952) de Julien Duvivier


Empiezan los títulos de crédito de la película… pero están vacíos. No hay título ni los nombres de sus creadores, en su lugar salen unos interrogantes. ¿Qué está sucediendo? Una voz nos lo explica: todavía no hay película, aún tiene que rodarse. Y no es del todo un farol porque efectivamente el filme se inicia sin créditos iniciales, ni siquiera la típica música de introducción, directamente nos lleva a un hostal campestre donde dos guionistas han recibido una mala noticia: su último proyecto no va a realizarse porque la censura lo ha echado atrás. Desesperados deciden pensar una nueva historia, que será La Fête à Henriette (1952).

Nos encontramos ante uno de los juegos metacinematográficos más remarcables que he visto en la era clásica del cine, un filme que se mueve a dos niveles: por un lado vemos cómo dos guionistas están escribiendo una historia, y por el otro vemos esa historia en imágenes pero (y éste es uno de los grandes alicientes, como veremos con más detalle), no el producto acabado sino también todas las ideas probadas y abandonadas, mostrándonos el proceso que lleva a los escritores a ir imaginando mentalmente diferentes ideas hasta ir dando poco a poco con la que dará pie al guion final (por ejemplo, al principio uno de ellos plantea una escena inicial llena de erotismo o una complicada trama política relacionada con la muerte de un importante dignatario, pero aunque vemos todo eso en imágenes en realidad nada de ello se aprovechará en el guion que finalmente escribirán).

Parece ser que la génesis de La Fête à Henriette surgió a raíz de una colaboración entre Jules Duvivier y uno de sus guionistas habituales, Henri Jeanson, que no acabó funcionando, convirtiéndose en una de esas fantásticas películas surgidas a partir de algo en principio tan poco inspirador como un bloqueo creativo – véase también Ocho y Medio (1963) de Federico Fellini y Barton Fink (1991) de los hermanos Coen. De forma que el resultado final no solo nos permite disfrutar de la historia resultante en sí misma sino también de todo el proceso que ha llevado a su creación, dándonos la oportunidad de conocer de primera mano el trabajo de los guionistas.

Los dos guionistas del filme son obviamente trasuntos de los mismos Duvivier y Jeanson, estando el primero representado por el guionista más truculento, que insiste en llevar su historia al terreno criminal y darle un tono fatalista, y el segundo en el guionista que prefiere darle un tono más optimista y encantador (y dice mucho en favor de Duvivier que sea el guionista que le representa a él el que salga peor parado de los dos). A medida que van desarrollando la historia cada uno de ellos propone un tratamiento totalmente distinto que vamos viendo en pantalla. Por ejemplo, el guionista más realista pretende convertir al personaje de Marcel en un criminal peligroso diseñando escenas de suspense barato en que mata a un importante político y huye perseguido por la ciudad, y otra secuencia en que convence a la protagonista para subir a un coche y después la intenta violar; mientras que su compañero insiste en convertirle en un criminal que tenga una faceta simpática. El motivo recurrente del primer guionista es incluir siempre que puede un asesinato en la historia, que su colaborador siempre desbarata con la eterna pregunta de «¿Y qué hacemos con el cadáver?«.

Más allá de ser un divertido gag, este tipo de diálogos nos muestran las problemáticas que entraña la escritura de un guion, que a menudo lleva a sus autores a callejones sin salida o a pensar cómo salir de ciertas situaciones en las que han metido a sus personajes. De forma que La Fête à Henriette puede verse no solo como una simpática comedia cinematográfica sino incluso como un pequeño manual para guionistas sobre los errores a evitar a la hora de hacer su trabajo, que se pone de manifiesto en las sugerencias tan tópicas y poco creíbles del primer guionista (que propone convertir a uno de los personajes en un demente o en hacer que los protagonistas se vean envueltos en sendos asesinatos) y que chocan con las sugerencias más interesantes del segundo (que no solo respeta el tono amable de la historia sino que consigue que los personajes tengan un carácter encantador para el espectador sin por ello ocultar sus defectos).

Tampoco faltan las puyas a esa querencia de ciertos cineastas por las escenas gratuitamente metafóricas, como cuando el guionista más torpe propone una escena en que la protagonista de su guion, Juliette, ayuda a cruzar la calle a un hombre ciego que le revela lo que le va a suceder ese día. Ante la mirada atónita del otro guionista y de su mecanógrafa, éste les hace saber que ese personaje representa al destino. Del mismo modo Duvivier se permite también una broma a costa del mismo guionista cuando éste asegura que es imposible encontrar inspiración en la realidad porque no hay noticias que den pie a buenos argumentos de películas, y lo demuestra leyendo dos breves artículos que en realidad corresponden con la descripción exacta de dos filmes tan exitosos como Ladrón de Bicicletas (1948) de Vittorio De Sica o Don Camilo (1952) del propio Duvivier.

Pero a todo esto, ¿de qué va la película que están escribiendo y a la que parece que estamos olvidando en esta reseña pese a que es lo que ocupa la mayor parte del metraje? Pues trata sobre una encantadora jovencita, Henriette, que planea pasar con su novio Robert el día de la fiesta nacional, que coincide con su cumpleaños y su santo. Pero Robert, aunque enamorado de ella, tiene un plan alternativo: en su trabajo como fotógrafo ha conocido a una atractiva artista de circo, Rita Solar, que le ha concertado una cita para ese día a las cinco, y la oferta resulta demasiado tentadora como para dejarla escapar. De modo que después de pasar unas horas con su novia, le cuela una excusa y la deja proponiéndole que vuelvan a verse en un par de horas. Ésta, molesta por lo sucedido, se deja seducir por el encantador Marcel, un carterista que está pensando en dejar la vida delictiva y que se enamora de ella.

Aunque la historia no parece gran cosa, realmente Duvivier y Jeanson consiguen dotarla de un encanto que le da vida propia y que logra mantener la sonrisa del espectador en todo momento (esto es, salvo las interrupciones del otro guionista que se empeña en intentar colar elementos dramáticos que luego se acaban descartando). La película se impregna mucho de ese estilo poético adaptado a ambientes de clase obrera propio de otras obras francesas de la época como Se Escapó la Suerte (1947) de Jacques Becker, en que los personajes se engañan entre sí creando pequeños momentos de fantasía que, aunque son pura ficción, hacen que sus vidas tenga un poco más de colorido: por ejemplo, Robert haciendo creer a la gente de la plaza en que están bailando que su novia es una célebre actriz sueca, o Marcel trayendo consigo a Henriette a la mansión que pretende robar para hacerle mantener la ilusión de que es un hombre rico.

El filme, centrado en su casi totalidad en el día de Santa Henriette, acaba teniendo una estructura circular en que los dos enamorados se separan momentáneamente, viven dos pequeñas aventuras por separado y al final se reencuentran, conscientes de que se echaban de menos (en el caso de Robert resulta impagable su encuentro con Rita, la devoradora de hombres que al final de su cita le pide que deje una fotografía y una firma en su libro de conquistas). De hecho, la historia de ficción que compone La Fête à Henriette creo que funcionaría perfectamente por sí sola a modo de pequeña comedia encantadora, pero el añadido de estas escenas en que los guionistas debaten entre sí sobre cómo dar forma al guion le aportan ese extra que la convierte en una obra más especial, que funciona al mismo tiempo como comedia encantadora y como reflexión sobre ese oficio nunca lo suficientemente valorado como es el de guionista, ese creador de mundos, personajes y conflictos.

A nuestros Amores [À nous Amours] (1983) de Maurice Pialat


Existe el principio a menudo comúnmente aceptado de que uno de los rasgos que define una buena película  es aquélla que nos permite entender y comprender el por qué de los actos de su personaje principal, algo que yo creo que no es cierto. ¿Acaso nosotros mismos somos capaces de entender la motivación que hay tras todas nuestras acciones? Esto se hace aún más palpable cuando dicho personaje se trata de una adolescente, alguien que está en esa complicada tierra de nadie entre la infancia y la edad adulta, y que de repente debe gestionar por sí misma una serie de sentimientos y conflictos nuevos para ella. Maurice Pialat creo que era bastante consciente de todo ello cuando filmó A nuestros Amores (1983), ya que viendo la película resulta obvio que Pialat no entiende a su protagonista… ¡pero probablemente ella tampoco se entienda a sí misma!

El filme nos explica los diferentes encuentros amorosos que tiene Suzanne, una adolescente especialmente activa sexualmente pero a quien ese enfoque tan desinhibido y abierto hacia el sexo no parece que le acabe de llenar por completo. Ello se debe en gran parte a los problemas que tiene en su casa, con un padre autoritario al que no obstante no puede evitar tener cariño (interpretado por el propio Pialat) y una madre inestable que se viene abajo cuando su marido abandona el hogar, dejando a Suzanne en manos de su hermano mayor, que la maltrata física y psicológicamente por no soportar el tipo de vida que lleva la joven.

A nuestros Amores refleja de forma muy fidedigna la forma tan confusa y a veces contradictoria como los adolescentes asumen por primera vez las relaciones sentimentales y el descubrimiento de su propia sexualidad. No se puede decir que Suzanne sea una mujer carente de sentimientos interesada solo el sexo, tal y como pone de manifiesto la forma como le afecta la ruptura con Luc, su primer novio, o lo ofendida que se siente cuando un americano con el que se acostó la noche anterior finge no conocerla al verla por la calle. Precisamente uno de los grandes logros de Pialat es evitar un personaje estereotipadamente promiscuo, una suerte de femme fatale de dieciséis años que disfruta de forma libre de su sexualidad sin importarle los demás. Al contrario, Suzanne es una chica inestable que no parece comprender mejor que el espectador el por qué de muchos de sus actos.

Más que seguir una trama narrativa convencional, Pialat prefiere construir A nuestros Amores a través de una serie de retazos de realidad, pequeños instantes que se suceden entre sí tan libremente que a menudo el espectador debe reconstruir los hechos que han sucedido entre ellos. De la misma manera, a menudo obvia los momentos más decisivos y prefiere orbitar a su alrededor. Por ejemplo, no escuchamos la conversación en que Luc decide romper con Suzanne, de la cual solo presenciamos el final, cuando éste la deja sola después de haber tenido esa tensa charla. Pero lo que hace entonces Pialat es mantener durante un buen rato el plano de la joven sentada en la misma posición, reflexiva y con mirada triste, en la que es una de mis imágenes favoritas en una película donde precisamente los personajes no destacan por contener sus emociones. Del mismo modo, Pialat evita las escenas de sexo (ese lugar común tan típico y trillado pero pocas veces tratado de forma interesante en películas de temática similar a ésta) y en su lugar nos muestra el antes y el después: los coqueteos y seducción previos, y luego las conversaciones posteriores llenas de complicidad.

El método de Maurice Pialat se basa en gran parte en improvisaciones con los actores de las cuales logran emanar momentos de una gran autenticidad combinados con otros que seguían el guion al pie de la letra pero que, gracias a su estilo de dirección, también parecen espontáneos. Uno de los ejemplos más paradigmáticos es la comida familiar del final en que sorpresivamente aparece el padre de los protagonistas (recordemos, el propio Pialat) años después de que hubiera abandonado el hogar. En el guion que habían recibido los actores no solo no se mencionaba la reaparición de este personaje sino que incluso se les daba a entender que había muerto, de forma que la expresión de sorpresa de los personajes y sus reacciones algo confusas son reales. Pero hay más. El padre de Suzanne se muestra insoportable con los invitados (uno de ellos un crítico de cine real ejerciendo aquí de actor al que Pialat ataca haciendo referencias a un texto que éste había escrito) hasta que, en un arranque de furia, su mujer le asesta una bofetada. Eso tampoco estaba previsto. La actriz que interpretaba a su esposa realmente había perdido los nervios y atacó a Pialat, que por otro lado es célebre por ser un director bastante difícil de soportar y que llevaba a sus actores al extremo. De modo que en una curiosa confluencia entre realidad y ficción, la actriz ya albergaba previamente en su interior una rabia acumulada hacia Pialat/su esposo que estalló espontáneamente en esa escena.

Por otro lado resulta innegable que uno de los principales aspectos que sostienen el filme es la soberbia interpretación de una por entonces debutante Sandrine Bonnaire, que consigue transmitir con una naturalidad muy difícil de ver en la pantalla la compleja personalidad de su personaje. A veces parece ser ella la que tiene la sartén por el mango en sus encuentros amorosos, en otras da la impresión de que se aprovechan de ella; en ocasiones es encantadora y cariñosa, y en otras está cegada por arrebatos de furia en que insulta a su padres.

En la escena final del filme, Suzanne se dirige acompañada por su padre al aeropuerto, donde va a tomar un vuelo para la que seguramente sea una nueva vida. La conversación que tiene lugar entonces entre padre e hija resulta reveladora porque podría leerse también como un diálogo entre director/descubridor y una joven promesa que va a lanzarse a una carrera cinematográfica, de modo que la escena funciona vista tanto de una forma como otra, y ese cariño que el padre parece sentir hacia esa hija a la que ha criado en el fondo es también el aprecio que siente Pialat hacia esa joven y talentosa actriz a quien ha guiado y dirigido en su primer papel protagonista, impulsándola hacia una prometedora carrera cinematográfica. Una vez más la realidad y ficcion se entrecruzan haciendo difícil distinguir entre ambas.

La Locura del Trópico [Amok] (1934) de Fyodor Otsep


Fyodor Otsep es uno de esos muchísimos cineastas con una apasionante historia detrás que está pidiendo a gritos ser descubierta. De origen ruso, Otsep empezó como guionista de Yakov Protazanov y luego en los años 30 desarrolló una carrera como director por diversos países: primero en Alemania, donde realizó una muy interesante versión de Los Hermanos Karamazov de Dostoievski; luego en Francia, donde se asentó durante unos años, y posteriormente en Hollywood, la España franquista y Canadá. Probablemente hay muy pocos cineastas de interés que hayan tenido una carrera tan internacional y variopinta como Otsep, del cual me encantaría leer una biografía detallada.

Una de sus obras más célebres es Amok (1934) – traducida en España como La Locura del Trópico – basada en un relato corto de mismo título de Stefan Zweig. Por entonces Otsep gozaba de un gran prestigio y pudo permitirse plantear esta película como una gran producción para los estándares del cine francés de la época, algo que se pone enseguida de manifiesto con los impresionantes decorados de la selva. El protagonista es el Dr. Holk, un médico destinado en una colonia tropical aislado de la civilización después de haberse endeudado por una aventura amorosa. Rodeado de indígenas y dado a la bebida, su vida da un vuelco cuando un día llega Hélène, una mujer de clase alta proveniente de la capital, quien ha acudido a él para que le provoque un aborto fruto de una relación adúltera antes de que su marido regrese a casa después de un año de ausencia. De maneras arrogantes y algo autoritaria, Hélène ofende el orgullo de Holk y tras una discusión ésta se marcha furiosa. Pero el médico se siente culpable de su reacción y, enamorado de ella, la persigue hasta su hogar para implorarle que le perdone y acepte su ayuda.

Resulta curioso y hasta cierto punto inevitable comparar este Amok con Karamasoff, el Asesino (1931) – yo también me pregunto quién tuvo la brillante idea de no dejar el título original de la novela de Dostoievski y en su lugar poner un título que es un semispoiler. Ambas son adaptaciones literarias de obras de prestigio que contrastan de forma llamativa: una adapta una novela tan larga que resulta casi inabarcable si se pretende ser fiel a ella, mientras que la otra parte de un relato corto. A la práctica ambas adaptaciones se toman suficientes libertades respecto a sus textos originales si bien conservan la parte esencial de sus respectivos argumentos, pero curiosamente creo que funciona mejor la adaptación de Los Hermanos Karamazov porque, aun siendo una versión mucho más libre, el filme resultante puede seguirse sin conocer el texto original. En cambio la mayor flaqueza de Amok es que cuesta entender las motivaciones de su protagonista, que en el relato original nos resultaban comprensibles gracias a ser él el narrador de la historia y transmitirnos en primera persona esa obsesión rayante en el delirio hacia esa mujer. Sin esa voz en off como apoyo y guiándonos sólo por sus acciones puede parecer algo errático al espectador el comportamiento del Dr. Holk, incluso si tenemos en cuenta la explicación que se da al principio de la película del concepto de «amok» (una especie de locura que a veces afecta a los hombres en el trópico y que es la explicación de su obsesión por Hélène).

Pero salvo ese inconveniente Amok es una película no solo notable sino, lo que es aún mejor, sumamente interesante. El filme posee algunos detalles de dirección bastante curiosos heredados claramente de la era muda y que Otsep, a diferencia de otros muchos contemporáneos suyos, consiguió mantener bien adentrado en el sonoro. Eso es algo especialmente palpable en la forma como utiliza el montaje, bastante más dinámico de lo que era habitual en otras obras de la época, por ejemplo atreviéndose a conectar personajes en espacios diferentes con planos muy cortos, un recurso que en la era muda funcionaba sin problema pero que en los inicios del sonoro podía parecer problemático porque cada plano teóricamente tendría una fuente sonora distinta. También se hace especialmente evidente en los numerosos planos que se recrean en el entorno (la casa del doctor en la selva, el jardín donde Hélène se cita con su amante, los reflejos del agua del puerto, etc.), alejándose momentáneamente de la narrativa. Si alguno de ustedes se atreve a sospechar que la inclusión de dichos planos es por mero relleno para alargar un relato corto hasta que tuviera la duración de un largometraje, le gustará saber que Otsep utiliza el mismo recurso en Karamasoff, el Asesino, donde el problema era justamente el contrario, que la historia original era demasiado larga.

De hecho este tipo de recursos nos demuestran que Otsep era un cineasta que seguía teniendo presente la importancia de lo visual, y que entendía que su labor no era solo narrar una historia sino sumergirnos en un ambiente determinado. En ese sentido Amok es una película que logra ese propósito con creces, desde los planos selváticos a la taberna de mala muerte donde al final se citan el protagonista y Hélène. ¡Si incluso en los planos iniciales de la selva se sirve momentáneamente del stop motion para mostrarnos a una planta carnívora devorando una mariposa! Teniendo todo eso en cuenta resulta excusable pues que algunos aspectos del relato original se resuelvan de forma un tanto vulgar, por ejemplo dando más protagonismo al personaje del amante, que no aporta nada a la trama más allá de la curiosidad de ver al actor Jean Servais tan joven.

Como era de suponer, el filme fue un gran éxito en su época ayudado por su carga erótica (las escenas iniciales muestran a las indígenas a un nivel de desnudez muy poco habitual por entonces) y lo morboso del tema, ya que el aborto no era una cuestión que por entonces se tratara libremente en el cine. De forma que, cosa curiosa, el hoy día olvidadísimo Fyodor Otsep gozó en su momento de un gran prestigio internacional que le abrió las puertas de la Meca del cine. Pero como ya habían descubierto otros cineastas antes que él y lo harían muchos otros después (desde Mauritz Stiller a Jacques Demy), no todo el mundo logra adaptarse a Hollywood – o quizá es Hollywood quien no sabe adaptarse a todos los cineastas – y tras una película allá que no funcionó en taquilla siguió con ese apasionante carrera de trotamundos por todo el mundo.

Mala Sangre [Mauvais Sang] (1986) de Leos Carax


Es difícil gustarse a uno mismo más de lo que se gusta Leos Carax a si mismo en Mala Sangre (1986), una película interesante, visualmente espectacular pero que acaba dando la sensación de un virtuoso ejercicio de onanismo, en el que la euforia inicial tras sus prometedores minutos iniciales (misteriosos y con un estilo totalmente libre) se acaba disolviendo poco a poco.

Mala Sangre es uno de esos filmes en que un timador callejero tiene en su guarida una inmensa colección de libros, en que una niña escribe poesía y en que un virus mata a aquellos que practican el sexo sin amor (!). Pero, de acuerdo, dejemos de lado las objeciones que nos vienen a la cabeza y entremos en el juego. Alex es dicho timador callejero, un joven que va totalmente por libre y cuya habilidad con las manos le lleva a ser reclutado por dos ladrones, Hans y Marc, que conocían a su padre. Su propósito: robar una valiosa vacuna que acabaría con ese virus para así pagar unas peligrosas deudas que acarrean. El problema que se encuentran: Alex se enamora de Anna, la joven amante de Marc.

El segundo largometraje de Leos Carax es una de esas películas que atesoran al mismo tiempo las mejores cualidades y los peores defectos de cierto cine de autor. Por un lado es un filme desbordantemente imaginativo a nivel visual, pero por el otro a veces ese gusto por cierto tipo de planos tan llamativos acaba pareciendo algo artificioso. Del mismo modo, su protagonista es un joven que resulta tan fascinante por su carácter de vueltas de todo como irritante y en ocasiones cansino por su comportamiento impredecible y errático.

Desafortunadamente, una vez descubrimos que la vacuna para el virus es un McGuffin nos topamos con que en realidad la película acaba siendo una recopilación de frases supuestamente profundas y poéticas que acaban sonando más bien rimbombantes y vacías aderezadas con numerosas referencias, de las cuales buena parte son totalmente gratuitas (en cierto modo un gangster le dice al protagonista que el hombre sentado detrás de él es Jean Cocteau, quien en realidad está muerto; una línea de diálogo que no aporta mucho más de ser una buena excusa para citar al cineasta u poeta y que demuestra que Carax es un gran seguidor de Jean-Luc Godard, el gran aficionado a las referencias culturales).

No obstante, siendo justos, tampoco es Mala Sangre una película desdeñable. Entre ese maremagnum de diálogos, planos e ideas hay algunas cosas que funcionan y otras que no tanto, de modo que uno puede visionarla soportando lo mejor que pueda las segundas (la alargadísima escena nocturna entre Alex y Anna de diálogos interminables) y disfrutando de las primeras. Otra de las grandes bazas a favor del filme es la actuación del carismático Denis Lavant, que se adueña fácilmente de la cinta  y protagoniza uno de sus mejores momentos: cuando sale a correr desbocado por las calles mientras escuchamos «Modern Love» de David Bowie, una escena de pura libertad casi animal que me recuerda en cierto modo a otro gran momento musical protagonizado por Lavant, el magnífico desenlace de Beau Travail (1999) de Claire Denis. A cambio, Juliette Binoche está mucho más desaprovechada en un personaje que intuyo que pretende ser enigmático y parece más bien catatónico.

Leos Carax demuestra indudablemente en Mala Sangre ser un gran director y alguien repleto de ideas, de eso no hay duda. Pero al acabar la película uno tiene la triste impresión de que el filme era una excusa para hacer un despliegue de todo su virtuosismo y que muchos de los recursos que ha utilizado van más enfocados a su puro exhibicionismo que en beneficio de la cinta.

César (1936) de Marcel Pagnol

Uno de los rasgos que me agradan de la conocida como «trilogía marsellesa» de Marcel Pagnol, es que los desenlaces de sus dos primeras películas pueden ser tanto conclusivos como abiertos. Es decir, realmente las historias de Marius (1931) y Fanny (1932) podrían cerrarse en el punto en que acaban sendos filmes, pero al mismo tiempo, como fiel retrato que son de la vida de estos personajes, siguen abiertas a nuevos cambios y conflictos en el futuro que facilitaron al autor la escritura de una segunda y tercera parte.

Una vez Pagnol estrenó Fanny en teatro y posteriormente en cine, se embarcó en otros proyectos dejando a los entrañables personajes de ambas películas con el desenlace que proponía dicha obra. Según comentó él mismo, solo se animó a escribir una tercera parte que permitiera cerrar definitivamente la historia a raíz de la petición de una mujer, la hermana mayor de un anticuario del barrio portuario de Marsella (el mismo en que sucede la acción), que estaba deseando saber cómo acababan las vidas de César, Fanny, Marius y Panisse. Como la idea de convertir esa historia en una trilogía le agradaba, Pagnol se puso manos a la obra y escribió el último episodio de todos. Una de las principales diferencias respecto a los dos anteriores es que César (1936) fue escrita pensada directamente para el cine, y que nunca llegó a representarse en teatro, puesto que a esas alturas los actores protagonistas se habían hecho célebres y tenían una carrera cinematográfica que no podían conciliar con el mundo teatral. La única manera de aplegarlos a todos sería en un rodaje. La otra gran diferencia es que esta película la dirigiría el propio Pagnol (por entonces con cierta experiencia en el cine) y no otros realizadores, como sucedió con Marius y Fanny.

La trama en este caso se sucede muchos años después de donde acabó Fanny, en que ésta renunciaba a su amor por Marius para criar al hijo que tuvieron juntos con el que acaba siendo su marido, el mucho más maduro Panisse. Éste además aceptaba al niño pese a que no fuera suyo para tener un heredero a quien legar el negocio, consiguiendo además el consentimiento de César, el padre de Marius. César se inicia por tanto muchos años después, con un envejecido Panisse en su leche de muerte pero no obstante feliz por haber criado al hijo de Fanny y Marius, llamado Cesariot, sin que éste sospeche que él no es su verdadero padre. No obstante, el sacerdote del barrio aconseja a los padres que revelen a su hijo la verdad sobre sus orígenes y finalmente Fanny accede a su petición una vez Panisse ha fallecido. Cesariot, en completo shock, decide entonces buscar a su verdadero padre, a quien la gente del barrio no ha vuelto a ver desde hace muchos años.

Pese a lo prometedor que resulta encontrarse ante el gran cierre de la célebre trilogía marsellesa y de tratarse además de la única obra de las tres dirigida por su creador, lo cierto es que César supone un cierre que, si bien es notable, realmente no está a la altura de las expectativas. Uno de los primeros problemas que me presenta es su título: en sus anteriores filmes, Pagnol le daba el título al personaje más importante de la película, aquel que tenía en sus manos una difícil decisión que condicionaría la vida de los demás. Pero lo que sucede en César es que la película en realidad tendría que haberse llamado Cesariot, por el hijo de Fanny, el verdadero protagonista de la película. Uno no puede evitar pensar que Pagnol le puso ese engañoso título sabiendo que el personaje encarnado por Raimu era el más conocido y querido por el público. Lo cierto es que paradójicamente, el que es el verdadero protagonista de César resulta ser además el personaje más antipático y menos carismático de la saga. No se puede culpar a Pagnol que haya hecho de este joven un burgués orgulloso que se sienta avergonzado de los orígenes de sus verdaderos progenitores, puesto que éste es el comportamiento que uno esperaría de dicho personaje, pero a cambio es cierto que se trata de un alguien escrito con menos gracia y con un carácter más bien gris, sin la gracia de César ni la pasión de Marius o Fanny; algo que además viene agravado por el actor que lo interpreta, que no está al nivel del resto de veteranos miembros del reparto. A cambio es cierto que Pagnol es justo con él, y que si bien lo construye como alguien lleno de orgullo burgués, también le otorga la honradez que le lleva a rechazar a su padre biológico cuando le cree un contrabandista.

Más allá de eso, el gran problema de César es que se nota que es una película que fluye de forma menos natural y que está hecha con la intención de cerrar la célebre trilogía. Así como en Fanny uno tiene la sensación de que los hechos se suceden con espontaneidad y que no van orientados a un fin concreto, en César se nota que el guion va encaminado a ese esperado cierre, rompiendo un poco el encanto de las anteriores entregas. A cambio, claro está, tenemos el resto de alicientes: el magnífico reparto con Raimu de nuevo destacando sobre el resto con su inolvidable César, esa ambientación típicamente marsellesa con los personajes hablando entre sí a gritos y, sobre todo, esa combinación de humor y drama que Pagnol maneja tan bien.

Mi segmento favorito del filme es de hecho la primera parte, en que más se incide en la combinación de comedia y drama a raíz de la muerte de Panisse. La forma como César busca una excusa para traer al cura de la parroquia para que le haga la extremaunción intentando (en vano) que el paciente no adivine sus intenciones resulta divertida y entrañable al mismo tiempo; y la escena en que éste confiesa sus pecados ante sus amigos mientras algunos de éstos se dedican a comentarlos de forma divertida rompe con la solemnidad de ver a un hombre en sus últimos momentos de vida. Pero el mejor detalle de todos está cuando juegan a las cartas en el bar y César descubre que, por costumbre, ha repartido una baraja en el sitio donde antaño estaba Panisse. Es en ese momento, descubriendo el sitio que antes ocupaba su amigo, cuando es realmente consciente de que ha desaparecido para siempre. Pero lejos de recrearse en esa tristeza, siguen la partida jugando sus cartas «tal y como creen que él las habría jugado», lo cual desemboca en las mismas trampas de siempre. La humanidad que se respira en estos momentos es muy superior al encuentro entre Cesariot y su verdadero padre, que no tiene ni la emoción ni el humor de las escenas iniciales. Del mismo modo que la última escena entre Fanny y Marius con César haciendo de improbable Celestino parece más un cierre de compromiso sin la naturalidad ni la emoción de los desenlaces de las anteriores entregas.

Marcel Pagnol es uno de esos artistas que, si bien en su momento disfrutaron de un enorme prestigio – alguien de la talla de Orson Welles calificó El Pan y el Perdón (1938) como una de las mejores películas que había visto y el propio Pagnol fue el primer cineasta en ser admitido en la Academia Francesa – el paso del tiempo ha acabado tratándole de forma injusta, siendo uno de los blancos predilectos de ciertos sectores de la crítica que lo veían como el típico cineasta académico bien considerado pero sin interés. Pero al igual que les ha sucedido a otras víctimas de este tipo de ataques (por ejemplo Sacha Guitry), en estos últimos años el nombre de Pagnol está siendo rescatado. Sus detractores le achacan que sus películas están infestadas de diálogos, incurriendo en el error de tildar su cine como «teatro filmado» amparándose además en el hecho de que antes de cineasta fuera autor teatral. Pero eso es una visión totalmente equivocada, puesto que la profusión de diálogos no es sinónimo necesariamente de una puesta en escena teatral.

Como suele suceder en estos casos, entre el prestigio quizá desmesurado que tenía en su época y los ataques injustos que sufrió posteriormente nos quedamos con un sano término medio, recalcando sobre todo sus logros (en los años 30 era probablemente el único director en Francia que tenía su propio estudio y equipo técnico, y eso sin necesidad de haberse vendido a un estilo más comercial) y sus méritos, ya citados en las tres reseñas dedicadas a su trilogía marsellesa, la cual ya va siendo hora de rescatar como uno de los primeros grandes hitos del cine sonoro francés.

Fanny (1932) de Marc Allégret

Tras el enorme éxito que tuvo Marius (1931) la Paramount, cuya sede francesa fue la productora de la película, intentó repetir el éxito adaptando otra obra del prestigioso autor Marcel Pagnol, en este caso Topaze. No obstante, si bien Marius demostró que respetando al autor se podía hacer una película igualmente exitosa a nivel comercial, los productores de Hollywood son incapaces de renunciar a sus tics así como así, de modo que aprovechando que en esta ocasión Pagnol no tenía control sobre el producto final la hicieron como les dio la gana, provocando la indignación del escritor. En consecuencia, mientras Paramount ultimaba Topaze (1933), Pagnol decidió que la secuela de Marius la haría por su cuenta asumiendo el papel de productor.

De hecho, Pagnol no había estado precisamente ocioso, y mientras se dedicó a supervisar la producción de Marius en paralelo había escrito ya una pieza teatral que le serviría de secuela y ésta se había llevado a escena bajo el título de Fanny. Una vez Pagnol tuvo claro que produciría la película por su cuenta, buscó a un director de cine para llevar a cabo esta tarea al no tener él todavía experiencia en el medio (aunque no tardaría en debutar como realizador) y escogió a Marc Allegret, cineasta de trayectoria más bien mediocre pero que al menos ya había dirigido en otro filme al protagonista de Marius, Raimu, quien se había estrenado en el cine precisamente con esa primera adaptación de Pagnol.

Fanny (1932) retomaba la acción justo en la escena final de Marius, en que Fanny se desmayaba al ver como su amado Marius partía en barco mientras el padre de éste, César, le enseñaba la casa pensando erróneamente que la pareja finalmente se casarían. El conflicto estalla enseguida: César descubre que su hijo se ha escapado para hacerse marinero dejando a Fanny embarazada, y la madre de ésta se siente ultrajada porque vaya a dar a luz siendo soltera. Entra en juego Panisse, un viudo amigo de César que le pide a la joven que se case con él. Ésta, que en el fondo sigue enamorada de Marius, debe decidir si es preferible casarse por el bien de su futuro hijo o esperar al hombre que ama.

Antes de entrar de lleno en Fanny, conviene abordar un rasgo del cine de Pagnol que quizá pueda echar atrás a muchos: la longitud de sus obras. Las películas de Pagnol tienden a ser más bien largas (casi todas sobrepasan fácilmente las dos horas de duración) y no necesariamente porque sucedan muchas cosas en ellas sino por su afición a las escenas de diálogos. Y esto, que muchos de sus detractores ven como un defecto, yo lo considero una de las grandes señas de identidad de su cine. Se nota que a Pagnol le gusta explayarse en los diálogos, dejar que sus personajes se expresen ampliamente y se enreden, es un cine en que se nota el gusto por la palabra, por la conversación y por las divagaciones. Los diálogos de Pagnol suelen ser largos porque éste no tiene ninguna prisa por llevar a sus personajes a un punto en concreto, prefiere que revoloteen de aquí y allá, que se demoren hasta llegar a la conclusión deseada para que la trama avance. Y esto, que podría verse como un defecto, no llega a serlo porque precisamente Pagnol es un maestro del diálogo que, además, se suele apoyar en grandes actores que saben decir sus líneas con toda naturalidad. Paradójicamente, esto que en su momento se le achacaba como algo que pesaba en su contra y servía para tildar a su cine de arcaico (demasiado anclado en la tradición teatral), hoy día parece más pertinente que nunca, en una época en que muchos autores de prestigio apuestan abiertamente por un cine de diálogos.

Teniendo eso en cuenta, dentro de lo que es la trilogía marsellesa, Fanny es quizá la obra con mayor sobreabundancia de diálogos, incluso para los estándares de Pagnol. De hecho la película se basa sobre todo en dos largas escenas de confrontación entre Fanny y otros personajes que sobrepasan cada una los veinte minutos (de hecho la segunda, que es la que cierra el filme, casi llega a la media hora). Y sin embargo se trata de una película que no solo no se me hace pesada sino que es mi favorita de dicha trilogía. Lejos de hacerse aburridos, los diálogos hacen fluir el discurso siguiendo su ritmo natural, dejando que cada personaje aporte su punto de vista, que replique al otro, que se equivoque e, incluso (¡y sobre todo!) que cambie de opinión. Es un ejemplo de manual para un futuro guionista sobre cómo se debería escribir un diálogo entre personajes.

Vean por ejemplo la escena en que Fanny le cuenta su situación a su madre, y cómo ésta pasa de gritar a su hija por haber manchado el honor de la familia a posteriormente arrepentirse y llorar con ella mientras piensa una solución, todo ello sucediéndose con la más absoluta naturalidad. O aquella en que Panisse busca convencer a César para que bendiga su propuesta de matrimonio a Fanny, en que vemos cómo César inicialmente amenaza con matarle, pasa a negarse de forma más pacífica pero igualmente cabezota y finalmente acaba entendiéndolo. En ese aspecto Pagnol se nota que entiende totalmente a sus personajes y es fiel a su manera de ser (salvo Fanny el resto de adultos son personas de convicciones fuertes que no se dejan convencer con facilidad).

Relacionado con ello, otro de mis aspectos favoritos de la película es la forma tan natural como se pasa del drama al humor, y cómo un hecho insustancial del día a día (como una divertida rabieta de César cuando juega a la petanca) esconde una triste realidad (que su carácter se ha amargado por no haber tenido noticias de su hijo desde que dejó la casa). Mi escena favorita en ese sentido y una de mis predilectas de toda la trilogía es aquella en que Fanny y César leen una carta de Marius y el padre le dicta a ella la respuesta que debe dar, aportando una serie de consejos que resultan divertidos y entrañables al mismo tiempo por la inocencia que transmiten (le recomienda no tratar con otros marineros que tengan la peste aunque sean amigos suyos y que, cuando vayan a medir el fondo del mar – el barco en el que viaja realiza mediciones científicas durante su trayecto – no se asome demasiado por la borda para no caer fuera). De hecho esta escena nos confirma lo que ya se veía en Marius, y es la absoluta preponderancia sobre el resto de Raimu y su carismático personaje, ese típico marsellés rudo poco dado a mostrar sus sentimientos que, cuando recibe una carta de su hijo, finge ante sus amigos que no la quiere leer por despecho y se tiene que esperar a que se vayan del bar para poder abrirla y devorar su contenido lleno de felicidad. En ese sentido en Fanny sigue presente el que era uno de los grandes alicientes de Marius: el reflejo de la forma de ser típica marsellesa, con esos personajes que se llaman entre sí a gritos o que no dudan en interrumpir el paso de un tranvía porque están enfrascados en mitad de una partida de petanca – un gag que por cierto retomaron René Goscinny y Albert Uderzo en el cómic La Vuelta a la Galia de Astérix, en que además se homenajea claramente la trilogía de Pagnol cuando los protagonistas conocen en Marsella al dueño de una taberna llamado César que comparte los rasgos y el mal carácter del personaje de Raimu.

Finalmente, el otro aspecto que acaba de redondear Fanny – y que sería aplicable a toda la trilogía, que culminaría con César (1936) – es el hecho de que estos personajes tan divertidos y propicios para una comedia al mismo tiempo dan pie a escenas más dramáticas. Lo que visualizamos en Fanny, más allá del humor de muchas de sus escenas, es una galería de personajes que en el fondo lamentan cosas que no han tenido en su vida y les gustaría: Cesar, cuyo mayor sueño es tener a Fanny de nuera y a su hijo trabajando con él en el bar; Fanny, que se ha pasado toda su vida soñando con casarse con Marius y ha tenido que dejarle marchar; Pannisse, viudo que ha lamentado siempre no poder tener un hijo al que legar su negocio y sus posesiones (la escena en que saca de un cajón las letras para el letrero de la puerta de su negocio que forman la palabra «e hijo», indicando que siempre ha soñado con poder añadirlas allá bajo su nombre tan pronto fuera padre, es uno de los momentos más emotivos de la trilogía) y, por supuesto, Marius. Marius que se ha hecho marinero y ha lamentado posteriormente no haberse quedado con Fanny pero que, estamos seguros de ello, si se hubiera quedado se habría pasado la vida igualmente lamentando su decisión. Marius, el gran ausente de la cinta pero sobre el que gira todo lo que sucede. Marius, quien al final descubre que lo que que hace que uno pase de ser un joven a convertirse en un adulto no es solo su viaje como marinero a lo largo del mundo, sino el asumir que debe sacrificarse y renunciar a sus deseos por el bien de las personas a las que quiere.

Marius (1931) de Alexander Korda


A principios de los años 30 el prestigioso autor teatral Marcel Pagnol acudió por consejo de un amigo a ver ese invento del cine sonoro que estaba revolucionando el medio. No obstante su primera impresión de dicha novedad es que los actores sonaban «como un perro ladrando en una tormenta» aduciendo a la pobre calidad del sonido. Pero Pagnol era un artista inquieto y muy inteligente que supo entender que se encontraba ante una nueva forma expresiva aún por explorar, y decidió sumergirse en dicho mundo. Así pues, sirviéndose de la obligación que en aquella época tenían algunos grandes estudios de Hollywood de filmar películas en países europeos, se embarcó de la mano de la sede francesa de la Paramount en una adaptación fílmica de su exitosísima obra de teatro Marius, en parte para probar ese nuevo medio pero también para poder inmortalizarla ante las cámaras.

Pese a que inicialmente el estudio se dejó llevar por los típicos dejes de Hollywood, como pretender cambiar todo el reparto de la obra por actores más conocidos, Marcel Pagnol estaba tan obsesionado con mantener la integridad de Marius que insistió al productor asignado en vigilar estrechamente cada paso de la producción. Desesperado, éste asignó la tarea de dirigir la película a un cineasta tan cosmopolita como Alexander Korda, de origen húngaro y con experiencia en Hollywood. Pese a que la idea de tener a un húngaro dirigiendo una película de aroma tan francés inicialmente provocó el escepticismo de Pagnol y la desaprobación abierta de su actor protagonista, Raimu, Korda pronto se ganó su confianza cuando dejó claro que su objetivo era preservar la obra de la forma más fiel posible: luchó para mantener al reparto original, se aseguró de que los diálogos permanecieran inalterados y que los personajes siguieran mostrando su marcado acento del sur de Francia. Durante toda la fase se producción tuvo largas charlas amistosas con Pagnol sobre la obra y le comunicaba todas las decisiones artísticas para asegurarse su aprobación. En consecuencia, lo que pudo ser un proyecto conflictivo por el clásico enfrentamiento entre un autor obsesionado con mantener la integridad de su obra y Hollywood buscando una versión facilona que asegurara el éxito de taquilla, acabó solucionándose felizmente gracias a la buena mano de Korda.

Marius (1931) tiene como protagonistas a César, el dueño de un bar situado en el puerto de Marsella, y a su hijo Marius, que trabaja como camarero en el negocio de su padre mientras fantasea en secreto con hacerse a la mar y vivir una vida de aventuras. No obstante, tiene un problema, ya que también está enamorado de Fanny, una joven vendedora que tiene un puesto delante del bar de César y que lleva toda la vida soñando con casarse con Marius. Al ver que éste no responde a sus más que claras indirectas, Fanny empieza a escuchar las proposiciones de matrimonio del comerciante Panisse, un hombre viudo mucho mayor que ella.

Como puede verse, Marius trata sobre el clásico conflicto entre el amor y la vocación, entre las comodidades del hogar y las posibilidades de una vida de aventuras, de la imposible conciliación entre satisfacer las dos grandes pasiones del protagonista: embarcarse en el mar y casarse con Fanny; del mismo modo que se nos plantea la duda de si es más egoista Marius por querer hacer realidad su sueño o Fanny por querer hacer realidad el suyo. Pero el gran mérito está no tanto en su argumento como en la forma como Korda consigue preservar de forma admirable el aroma típicamente marsellés, en el sensacional guión de Pagnol y en el buen hacer del reparto, destacando un espectacular Raimu como César. No estamos exagerando, tanto el propio Pagnol como Korda reconocieron que debían al actor la mayor parte del mérito del resultado final, haciendo de César uno de los personajes más inolvidables del cine francés de la época: divertido, carismático, entrañable y, sobre todo, humano. Un hombre temperamental, con tendencia a gritar y enfadarse con facilidad pero que esconde un buen corazón; que es capaz de abroncar a su mejor amigo Panisse diciéndole que nunca le dejará volver a poner los pies en el bar para luego tratarle como siempre, dando por hecho que ambos sabían que no le decía en serio; o que después de ganar una partida de cartas alardea de haber hecho trampas argumentando que, de todos modos, si no le han pillado el resultado sigue siendo válido. No es de extrañar que Marius hiciera de él una celebridad puesto que, aunque el resto del reparto está excelente, el carisma de su personaje y su gran actuación hacen que en ocasiones sea difícil hacer justicia al resto.

Una de las grandes cualidades de Marius es que pone en duda la creencia generalizada de que el principal defecto de muchas de las primeras películas sonoras era el exceso de diálogo. Es cierto que ante aquella innovación se produjeron muchos filmes de pobre calidad inundados de palabras para contentar a un público poco exigente con tal de disfrutar de la novedad de escuchar a los actores de la pantalla hablando. Pero eso no quiere decir que la clave del problema fuera el exceso de diálogos, puesto que hay numerosos casos en la historia del cine de grandes películas apoyadas en la palabra que nadie cuestiona como «excesivamente parlanchinas». Lo que uno puede comprobar viendo Marius es que el problema no es tanto el exceso de los diálogos como la calidad de los mismos y la forma como se enuncian. Mientras en muchas películas de inicios del sonoro numerosos actores caían en el error de declamar sus líneas de diálogo de forma impostada e irreal, con excesiva teatralidad, en Marius en cambio los excesos de conversaciones no nos molestan porque suenan realmente auténticas, fluyen con naturalidad y están pronunciadas con soltura. Obviamente, aquí Alexander Korda partía de una gran ventaja: estaba utilizando al reparto de la obra original de Pagnol, que tras haberla interpretado en tantísimas ocasiones lograron hacer suyos los diálogos y fomentar la química entre los personajes. Lo que diferencia Marius de tantas obras fallidas de inicios del sonoro también inundadas de diálogos es que parece algo real, que los personajes no parecen actores sino marselleses auténticos.

De modo que el gran mérito de Marius sobre todo por parte de Korda es conseguir que este exceso de diálogo y la larga duración del filme para la época (más de dos horas) no jueguen en su contra. Es decir, el no convertir el proyecto en una mera obra de teatro filmado, poniendo mucho cuidado a la ambientación típicamente marsellesa y a la puesta en escena, al mismo tiempo que deja total libertad a los actores para que interpreten sus personajes de forma cómoda (en una conocida anécdota un técnico de sonido se quejó de que no podía captar la voz de Raimu por la forma como éste hablaba, a lo que Korda respondió «Vaya, es una pena, porque a él no podemos reemplazarle, pero a usted sí«). Si la génesis de Marius fue, como dijo Pagnol en más de una ocasión, con motivo de que le propusieran escribir una obra que reflejara el ambiente de Marsella pero huyendo de la visión tópica que tenían de los parisinos de los marselleses (eso sin renunciar a mostrar con humor el carácter típico marsellés encarnado por Raimu y sus constantes charlas de bar con sus amigos), puede decirse que la adaptación cinematográfica de Korda consiguió capturarla, dando forma a una de las primeras grandes obras del cine sonoro francés, cuyo enorme éxito daría pie a dos secuelas: Fanny (1932) y César (1936).

No Toquéis la Pasta [Touchez Pas au Grisbi] (1954) de Jacques Becker

Uno de los aspectos que más me apasionan del cine negro es comprobar las simbiosis que ha habido en el género entre Estados Unidos y Francia, el país que más provecho ha sabido sacar del universo noir. Una de las obras fundamentales del polar (el policíaco hecho en Francia) y que más decisivamente contribuyó a poner el género de moda vino curiosamente de un cineasta que no solía prodigarse en este tipo de películas, el interesantísimo Jacques Becker, que estrenaría en 1954 No Toquéis la Pasta.

El protagonista es Max, un veterano gangster… pero un gangster de principios y respetado en el mundillo. Su último gran golpe ha sido el robo de ocho barras de oro, que mantiene en el más estricto secreto con la intención de utilizar ese dinero para retirarse. Pero por desgracia su amigo y socio Riton está saliendo con una chica que ha averiguado lo que se traen entre manos y que ha informado de ello a otro gangster más joven y peligroso, Angelo, que no se detendrá ante nada para hacerse con el botín.

Hay varios motivos que convierten a No Toquéis la Pasta en una de las obras más importantes del polar, pero quizá el primero que debería mencionarse es que fue la película que relanzó y redefinió la carrera de Jean Gabin. El célebre actor estuvo de capa caída en el tiempo después de la II Guerra Mundial (incluyendo un breve y poco fructífero periplo en Hollywood) y a sus casi 50 años parecía difícil que pudiera volver a despertar la atención del público. Pero el enorme éxito de este film no solo le volvió a convertir en una estrella sino que condicionó el giro que tomaría su carrera a partir de entonces, especializándose sobre todo en películas policíacas donde pudo encajar con suma facilidad sus prototípicos personajes duros y carismáticos. Un segundo aspecto a tener en cuenta: la aparición en un papel secundario (el de Angelo) del exboxeador reconvertido a actor de origen italiano Lino Ventura, más adelante uno de los rostros por excelencia del polar. Es decir, dos de los actores más importantes de ese género que fructificaría especialmente en los próximos años se encuentran ya aquí.

El otro aspecto por el que la película resulta tan remarcable nos atiene más a la particular sensibilidad de Jacques Becker y, sobre todo, al hecho de ser un polar realizado por alguien apartado del género que por tanto le añadió su particular visión. Lo que diferenciaba No Toquéis la Pasta de las típicas películas de gangsters son sus personajes. Max no es el clásico delincuente matón, sino alguien con unos principios muy marcados que parece seguir un tipo de ética personal. De hecho el gran tema de la película bien podría ser la amistad de Max y Riton, un socio al que el propio Max considera (con toda la razón del mundo) un inútil, una carga con la que debe acarrear y que le puede suponer la pérdida de su mejor botín… pero al que está dispuesto a ayudar siempre por pura lealtad. En ningún momento se exteriorizan los sentimientos que hay entre ellos (después de todo son unos hombretones rudos) pero se intuye ese aprecio mutuo que llevará a Max a poner en peligro su jubilación por una persona a la que considera medio idiota.

No deja de ser significativo que una película policíaca con sus correspondientes escenas de tiroteos tenga como su momento estrella una escena en que los dos protagonistas se sientan a comer tostadas con paté y vino. El contexto lo hace aún más llamativo: Max acaba de descubrir el plan de Angelo, ha salvado a Riton por los pelos de una trampa y han huido a un piso que tiene como refugio secreto. Riton todavía no sabe qué ha sucedido, y el espectador lo intuye pero todavía está tenso y deseoso por descubrir lo que le falta. Y en lugar de ofrecernos las explicaciones pertinentes o pasar a un clásico fundido a negro para pasar la acción al día siguiente, Becker se recrea durante varios minutos en mostrarnos cómo, nada más llegar a esa casa, Max saca la comida y la bebida, se sienta con Riton y se ponen a comer tranquilamente. Un acto tan cotidiano y banal resulta, en el contexto de una obra de suspense, tremendamente llamativo, puesto que está poniendo el foco en la convivencia cotidiana de esos dos socios antes que en la trama. Más adelante Becker nos sigue mostrando con detalle las pequeñas ceremonias de antes de dormir: Max le presta el pijama para invitados, se prepara una cama improvisada en el sofá y se lavan los dientes (Riton además se mira preocupado las arrugas de su cara). Todo ello gestos y actos que difícilmente habíamos visto hasta entonces asociados al mundo de los gangsters, y con los que Becker los humaniza. Y antes de dormir, un diálogo breve pero lleno de significado: Riton le pregunta a Max qué haría con su novia (que le acaba de traicionar) si estuviera en su lugar. Max le responde implacablemente que no lo sabe porque él nunca estará en su lugar, dejando bien clara la posición de cada uno pese a la amistad que los une.

Por descontado hay escenas de acción y un emocionante tiroteo final, pero está todo impregnado de ese tono más cotidiano, como cuando Max va a buscar a otro veterano compañero para que le ayude en su encuentro con Angelo, que más que una reunión de gangsters parece un encuentro entre dos viejos amigos para echarse un cable con un problemilla que tienen entre manos. El aspecto tan cotidiano que tienen algunos de estos personajes resulta incoherente a sus acciones (este viejo colega de Max tiene apariencia de veterano oficinista pero no duda en armarse con una metralleta para ayudar a su amigo) y no obstante le da a la película un tono más auténtico y real que la aleja de los tradicionales noir poblados de gangsters de apariencia de tipos duros. Aquí en cambio nos encontramos con la esposa de uno de esos personajes alarmada al verle metiéndose en uno de esos líos, como la típica mujer molesta porque su marido se vaya de juerga con los amigotes. De esta forma, No Toquéis la Pasta no solo es un muy buen ejemplo de policíaco, sino uno de los polares que propuso desviar la tradición noir de gangsters y matones a un terreno más cotidiano del que solía verse en sus versiones americanizadas.

Impasse des Deux Anges (1948) de Maurice Tourneur

Aunque soy un gran admirador de la etapa muda del realizador galo Maurice Tourneur, debo admitir que no siento el mismo entusiasmo hacia su época sonora, que coincidió justo con su retorno a Francia después de una brillante carrera en Estados Unidos. Le reconozco a Tourneur el mérito de haberse sabido reinventar con la llegada del sonido, de haberse dado cuenta que el estilo tan lírico y visual que antes había sido su marca personal no encajaría en esta nueva forma de hacer cine, y haber optado por un tono más sucio que se amolda mejor con el realismo que aportaba el sonido. Pero aun admitiendo eso y siendo un seguidor acérrimo del cine policíaco, debo decir que películas como Au Nom de la Loi (1932) o Justin de Marseille (1935) no lograron cautivarme pese a sus innegables virtudes. Ha sido por tanto una agradable sorpresa encontrarme con que la última película de su carrera es una auténtica joya oculta.

Impasse des Deux Anges (1948) se inicia con dos historias que discurren en paralelo: la de la actriz Marianne, que va a dejar el mundo del teatro para casarse con un acaudalado e insípido marqués, y la de Jean, un prestigioso ladrón al que se le encomienda robar un valioso collar que está en manos de Marianne. En la fiesta de presentación de la joven a la estirada familia de su marido, Jean se cuela en la casa para cometer el robo y se topa de cara con la anfitriona. Sorpresa: resulta que Marianne y Jean habían sido amantes tiempo atrás y se perdieron de vista. Olvidando ambos sus obligaciones, salen juntos a recordar tiempos pasados.

El último film de Tourneur padre me recuerda en su tratamiento de esa historia de amor a películas como Nubes Flotantes (1955) de Mikio Naruse, es decir, filmes sobre un romance que tuvo lugar en el pasado y que ahora no parece posible revivir. Amantes que se dedican a pasear juntos recordando con nostalgia lo felices que eran pero sabiendo que su oportunidad ya pasó… ¿o no? ¿Hasta qué punto en ambas películas no son ellos mismos el principal obstáculo para su propia felicidad? ¿O quizá en el fondo están siendo realmente sensatos sabiendo que el momento de que lo suyo funcionara ya pasó?

Tourneur remarca esa sensación utilizando un recurso muy sugerente en los breves flashbacks al pasado: filma a los protagonistas con sobreimpresiones, como si fueran fantasmas. Eso hace que las pocas escenas en que podemos verles juntos y felices parezcan aún más etéreas e irreales. El cine tiene la capacidad de reproducir el pasado con las mismas dosis de realismo que el presente, pero aquí Tourneur se resiste a dejar que el pasado adquiera consistencia y tiene la forma de un fantasma.

En paralelo a estas evocaciones, la pareja protagonista va paseando por la noche al mismo tiempo que tratan de evitar a dos miembros de la banda que quieren conseguir el collar. Resulta obvio que el director no tiene interés en tirar hacia el género policíaco o el suspense, prefiriendo recrearse en la ambientación nocturna y decadente de los barrios por los que ambos se mueven. Y de hecho al intentar mantener en todo momento un pie en cada género es probablemente donde la película flaquee un poco. Algún breve episodio como el del muchacho que le roba la pistola creo que no acaba de funcionar y que es tan obvio en su moraleja que no aporta gran cosa. Pero a cambio tenemos una historia de amor contada con suma sensibilidad huyendo de los tópicos y a una magnífica pareja protagonista formada por Simone Signoret y Paul Meurisse.

Sin ser una de sus mejores películas, Impasse des Deux Anges constituye un muy buen cierre de filmografía por su calidad y por ser una obra que deja a entrever lo especial que era ese cineasta hoy desgraciadamente tan olvidado llamado Maurice Tourneur.

La Bella Mentirosa [La Belle Noiseuse] (1991) de Jacques Rivette


Es interesante enfrentarse al visionado de películas especialmente largas en que el tiempo es un factor clave para entenderlas, es decir, en que realmente uno ha de sentir cómo pasa en el tiempo todo el proceso que se narra; en que para que el film funcione uno ha de notar realmente el esfuerzo que se ha hecho. Un esfuerzo que a veces tiene un componente hasta físico para el espectador; cuando uno pasa muchas horas viendo una película  a veces el cuerpo se llega a cansar, y si el visionado es a altas horas de la noche (la hora favorita de este Doctor para ver películas) implica luchar contra el sueño y hacer pausas para tomar el aire, como un corredor de larga distancia que se da unos minutos de refresco antes de seguir adelante. Guardo recuerdos muy concretos del primer visionado de algunas películas de estas características que me han gustado especialmente, como Sátántangó (1994) de Béla Tarr y las ya reseñadas por aquí Jeanne Dielman, 23 Quai Du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) de Chantal Akerman o Eureka (2000) de Shinji Aoyama; no solo por lo mucho que me gustó su contenido, sino porque además fue una experiencia en sí mismo por su larga duración. No siempre he acabado congeniando con films que dilaten tanto el tiempo (aún me estoy recuperando de mi primera experiencia con el cine de Lav Diaz), pero cuando sucede es especialmente gratificante porque son obras que literalmente te hacen sumergirte en ellas.

Jacques Rivette es uno de los cineastas que más persistentemente ha explorado el tiempo en su cine, de hecho la mayor parte de sus metrajes suelen ser bastante largos. Uno de los más célebres es La Bella Mentirosa (1991), en que un viejo pintor casi retirado, Edouard Frenhofer (un excelente Michel Piccoli) se propone retomar un proyecto antiguo destinado a ser su gran obra maestra: «La bella mentirosa». Para ello, decide utilizar como modelo a una joven que acaba de conocer, Marianne, la pareja de un artista admirador suyo que ha ido a visitarle.

Pese a que sus casi cuatro horas puedan asustar, este es uno de esos casos en que esta desmesurada duración está más que justificada porque el gran tema de la película no es tanto el fin en sí mismo que persigue Frenhofer (pintar su obra maestra) como el tortuoso proceso, una idea que Rivette ya había explorado décadas atrás en el mundo del teatro con la también extensa L’Amour Fou (1969) – un film en el que no obstante no conseguí entrar, aunque lo encuentro interesante por sus intenciones y la absoluta fidelidad de su creador a ellas. Pese a que me consta que existe una versión más reducida de poco más de dos horas, soy incapaz de imaginarme cómo podría La Bella Mentirosa durar menos sin perder su esencia. Porque lo más interesante de este metraje es sentir cómo nos sumergimos en este arduo proceso de exploración, en busca de la esencia de esa obra maestra.

Frenhofer hace mención a que necesita que haya sangre en sus cuadros. Lo que busca tan insistentemente es captar la esencia auténtica de su modelo, ver más allá de su cuerpo y trasladar ese «algo» imposible de describir en palabras en el lienzo. Una vez modelo y pintor han perdido el rubor inicial de enfrentarse al cuerpo desnudo de la joven, el artista la hace pasar por el duro proceso de posar una y otra vez en todo tipo de posturas a cada cual más incómoda. Llega un punto en que tanto el pintor como nosotros nos acostumbramos a su cuerpo desnudo y casi se podría decir que desaparece el erotismo, puesto que la cuestión estriba en deconstruir todo ese cuerpo, conocerlo en todas las posturas y desde todos los ángulos posibles, descomponerlo en cientos de bocetos hasta que el pintor consiga llegar a su esencia.

En cierto momento, Liz, mujer de Frenhofer y su antigua musa, avisa a la joven sobre el peligro que supone embarcarse con el pintor en ese proceso hasta el final. Éste intentó diez años atrás pintar ese cuadro con ella como modelo pero abandonó por no ser capaz de llegar hasta las últimas consecuencias. La visión que nos da la película de la supuesta gran obra maestra es la de una pieza que implica horas de exploración y de un esfuerzo físico, no solo para la modelo posando en posturas imposibles durante horas, sino para el artista (en cierta ocasión es la propia modelo la que le propone al pintor hacer una pausa, puesto que el esfuerzo que le supone este proceso también le está desgastando a él). De hecho, si Frenhofer fue incapaz de llegar hasta el final con Liz es precisamente porque la quería, como si se sintiera mal por conducir a un ser querido hasta las últimas consecuencias de un proceso que ella misma define más adelante de impúdico. Como antigua modelo y mujer de Frenhofer, la postura de Liz es ambivalente al respecto. Aunque tienen una convivencia plácida y agradable, en el fondo lamenta que no consiguiera acabar el cuadro con ella aunque eso implicara que su relación no pudiera ser la misma. De hecho Frenhofer, buscando romper lo máximo los vínculos del cuadro con Liz, en cierto momento hace un boceto a partir de un retrato de su mujer que borra por completo para hacer pruebas de su nuevo cuadro.

La consecuencia final es una obra maestra que nunca se muestra al espectador pero que cuando la contempla Marianne, la deja totalmente en shock y desarmada. El pintor ha conseguido efectivamente plasmarla en el lienzo tal cual es, sin máscaras, más allá de lo físico, y su reacción natural es encerrarse y posteriormente intentar huir. En un último acto de humanidad, Frenhofer decide esconder el cuadro y pintar otro más anodino haciéndolo pasar por el auténtico. El coleccionista de arte, menos sensible a estos temas, lo da por bueno; pero Nicholas, que es también artista, lo rechazará decepcionado.

Más allá de todas las ideas que sobrevuelan la película, La Bella Mentirosa resulta fascinante por ser con toda probabilidad uno de los films que mejor ha sabido captar el proceso de pintar, recordándome a documentales como El Misterio de Picasso (1956) de H.G. Clouzot y El Sol del Membrillo (1992) de Víctor Erice. Pero siendo en este caso una ficción, Rivette consigue darle una meritoria autenticidad a todas las escenas en que se muestra el trazado de los bocetos, mostrándonos en tiempo real los primeros dibujos del artista en que intenta enfrentarse por primera vez al cuerpo de la joven. De hecho  mi momento favorito de la película son los minutos previos a la primera sesión, en que un Frenhofer algo oxidado tras años de inactividad prepara todo de forma minuciosa antes de empezar a pintar. Rivette muestra con detalle cómo el pintor va recogiendo y apartando utensilios, colocándolos de una forma muy determinada que denota años de práctica trabajando de una forma determinada, además de una serie de manías propias como dar la vuelta al resto de lienzos del estudio o la necesidad de encontrar una silla muy determinada en la que sentarse. Son esos pequeños detalles que normalmente se pasarían por alto los que dan autenticidad a una película como ésta.

No tengan miedo a su duración, busquen un momento adecuado y déjense sumergir en una de las mejores películas que este Doctor ha visto sobre el proceso de creación artística.