40s

Un Sueño Americano [An American Romance] (1944) de King Vidor

No creo descubrir nada nuevo a los aficionados al cine clásico al afirmar que King Vidor ha sido uno de los grandes cineastas de Hollywood más injustamente olvidados durante mucho tiempo. Por un lado, no llegó a tener el lustre de cineastas de primera línea contemporáneos suyos como William Wyler, que además siguió facturando grandes clásicos populares después de la II Guerra Mundial, una época más agradecida de ver para la gente a quien le da un poco reparo bucear demasiado a fondo en el Hollywood clásico. Por el otro, cuando los cahieristas decidieron reivindicar una serie de cineastas colocándoles en el canon que aún hoy día utilizamos, dejaron de lado a algunos nombres magníficos, quizá por no corresponderse a sus teorías del cine de autor al considerarles meros artesanos de estudio.

En esta categoría entrarían grandes nombres como Henry King, Clarence Brown y, por supuesto, King Vidor. Y no obstante no solo los tres eran cineastas de calidad más que indudable, sino que también supieron demostrar que eran capaces de realizar grandes obras alejadas de la rutinaria cadena de producción de los principales estudios. Uno de mi descubrimientos cinéfilos más destacados del año pasado fue Han Matado a un Hombre Blanco (Intruder in the Dust, 1949) de Clarence Brown, una obra de una personalidad y valentía inusitadas que dejaría boquiabierto a más de uno. Y recientemente Henry King me ha vuelto a dejar impresionado con Almas en la Hoguera (Twelve O’Clock High, 1949), uno de los retratos más veraces y humanos sobre lo que supone combatir en la guerra. No solo son buenas películas, sino que se apartan de las producciones estándar del estudio por motivos diferentes. Solo por eso deberíamos empezar a quitarnos de la cabeza el prejuicio de que estos directores eran meros empleados eficaces.

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Arsénico por Compasión [Arsenic and Old Lace] (1944) de Frank Capra


Es curioso lo diferente que es a veces la percepción que tenemos de una película los espectadores respecto a sus creadores. Para Frank Capra, Arsénico por Compasión (1944) era un encargo rápido y fácil antes de marcharse temporalmente fuera de Hollywood a realizar documentales en la II Guerra Mundial (de hecho el filme se realizó en 1942, pero no pudo estrenarse hasta dos años después, cuando Capra llevaba tiempo trabajando para el ejército, porque por contrato no podía salir a la luz hasta que la obra dejara de representarse). En ese sentido la elección era una apuesta segura: una exitosísima obra de teatro que tenía un guion tan divertido que funcionaba por si solo en su traslación cinematográfica. Solo faltaba añadir alguna estrella, y ahí es donde entraba Cary Grant. Y miren por donde, Cary tampoco tenía la película en mucha consideración. Al contrario, la detestaba por lo sobreactuado que estaba. Y sin embargo, paradojas de la vida, Arsénico por Compasión ha sido desde siempre uno de los clásicos más populares y queridos por los aficionados al cine.

Para quien a estas alturas todavía no conozca el argumento, aquí va de forma resumida: Mortimer Brewester es un crítico que acaba de casarse en secreto y planea irse de luna de miel, pero antes quiere pasar a saludar a sus dos ancianas tías, que le criaron desde pequeño. Sin embargo, una vez allá descubre un terrible secreto: ambas llevan tiempo envenenando a ancianos que se encuentran solos en el mundo «para acabar con su sufrimiento» y los entierran en el sótano de su casa con la complicidad de Teddy, un hermano de Mortimer que está loco y se cree que es Teddy Roosevelt. Mortimer no quiere marchar de luna de miel sin antes solucionar este asunto, pero las cosas se complican con la llegada de otro hermano suyo, Jonathan, que se fue de casa hace años y se ha convertido en un delincuente. Éste ha venido con un cómplice, un médico que se llama Doctor Einstein, quien le ha cambiado la cara en una operación de cirugía con resultados dudosos.

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El Señor Shôsuke Ohara [Ohara Shôsuke-san] (1949) de Hiroshi Shimizu

Hace tiempo leí una entrevista a Hirokazu Koreeda, uno de los directores japoneses más prestigiosos de este siglo, en que decía que se solía comparar su cine con el de Ozu quizá porque suele tratar las relaciones familiares, pero Koreeda afirmaba preferir en realidad a Mikio Naruse porque sus películas seguían teniendo algo misterioso e indescifrable para él. Algo parecido creo que me pasa a mí con Hiroshi Shimizu. Aquellos de ustedes que lleven tiempo siguiendo este gabinete cinéfilo sabrán que aquí he comentado multitud de películas suyas, y lógicamente tras un tiempo me he familiarizado con el estilo de ese gran cineasta olvidado. Pero sigue habiendo algo que se me escapa. Más allá de ese estilo aparentemente sencillo y descuidado, en que la clave está crear un clima espontáneo tan auténtico, hay algo tras esas imágenes que se me hace extrañamente conmovedor. Incluso tras ciertas escenas con un cierre tan tonto o algunos de esos gags tan pueriles, que entiendo que deberían hacerme gracia y no lo consiguen, hay algo genuinamente conmovedor que compensa las reticencias que podría tener y que me transmite un sincero humanismo.

¿Quién en su sano juicio empezaría una película con un gag tan simplón como el que da inicio a El Señor Shôsuke Ohara (Ohara Shôsuke-san, 1949)? Una serie de jóvenes están reunidos en casa del protagonista, Saheita Sugimoto, agradeciéndole que les haya comprado unos uniformes para jugar a beisbol, y al final el propio Saheita se une al partido con consecuencias desastrosas, ya que recibe un balonazo en la entrepierna. ¿Qué rayos ha sido eso? Poco a poco vamos entendiendo que Saheita es el último miembro de una prestigiosa dinastía que vive entregado a la holgazanería y el alcohol en un pequeño pueblo. La que antaño era una gran fortuna ahora se ha desvanecido después de gastarlo en todo tipo de placeres disolutos, pero la gente del pueblo sigue teniéndole respeto y acuden a él a pedirle favores. Saheita, que tiene buen corazón, se ve incapaz de negarles nada y se endeuda para ayudar a todo el que lo necesite.

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Somewhere in Berlin [Irgendwo in Berlin] (1946) de Gerhard Lamprecht


Todo cinéfilo que se precie conocerá sin duda la obra maestra Alemania Año Cero (Germania, anno zero, 1948) de Roberto Rossellini, pero seguramente muchos no sepan que dicho filme en realidad se enclavaba dentro de una tendencia mucho más amplia de películas realizadas en la Alemania de posguerra bajo la etiqueta de Trümmerfilme («películas de escombros»). Éstos eran filmes que lógicamente, dado el estado del país tras la II Guerra Mundial, situaban sus historias en mitad de los escombros a los que hace referencia su nombre. Uno de los ejemplos más célebres ya lo reseñamos aquí, El Asesino Está entre Nosotros (Die Mörder Sind Unter Uns, 1946) de Wolfgang Staudte, pero hay multitud de títulos que podrían corresponder a esta clasificación, entre ellos Somewhere in Berlin (Irgendwo in Berlin, 1946) de Gerhard Lamprecht.

La trama de la película es mínima, casi una excusa para mostrar el día a día de un grupo de personajes que tienen como nexo común a Gustav, un niño que juega con sus amigos entre las ruinas y vive con su madre a la espera de que su padre retorne de un campo de prisioneros. Así pues, vemos a Gustav entablar amistad con un granuja que ha robado una cartera con dinero y la esconde en su casa, o a otro compañero de su edad que ayuda a su padre en el negocio del contrabando con fuegos artificiales.

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La Pelirroja [The Strawberry Blonde] (1941) de Raoul Walsh

Viendo La Pelirroja (1941) de Raoul Walsh me hice la pregunta de qué implicaciones tiene a nivel de narrativa un recurso bastante usual en la historia del cine como es el explicar toda una película a través de un flashback, algo en lo que quizá no nos hemos parado a pensar lo suficiente (o al menos yo no). Veamos qué sucede en este caso: estamos en el Nueva York de principios de siglo XX y tenemos a Biff Grimes, un dentista gruñón excelentemente interpretado por James Cagney que se lamenta ante su amigo Nicholas de los pocos clientes que tiene, y se pregunta si será porque ha trascendido en el barrio que estuvo en la cárcel. Su mujer Amy (Olivia de Havilland) le insiste en que se prepare para dar un paseo juntos como cada domingo, pero sucede algo inesperado: le llaman para que atienda a un importante cliente que tiene un dolor de muelas insoportable y que ha probado con todos los dentistas de la ciudad en vano al ser un día festivo. Pese a que Biff pensaba negarse por principios, al final acepta atraído no por la generosa suma de dinero que le prometen a cambio sino porque dicho cliente es ni más ni menos que Hugo Barnstead, un antiguo amigo al que odia en parte porque le quitó a la mujer de la que ambos estaban enamorados, Virginia Brush. Llegados a este punto, el filme nos explica en flashback lo sucedido entre Biff, Hugo y Virginia mientras esperamos a que Hugo acuda a librarse de esa dolorosa muela sin conocer la identidad del dentista que le va a atender.

Deténgamonos aquí. ¿Qué implicaciones tiene narrar esta película de esta forma? Ni más ni menos que cuando conozcamos la historia de Biff nosotros sepamos antes que él lo que va a suceder. Que cuando veamos a ese joven Biff lleno de iniciativa y esperanzas nosotros sepamos que le espera un futuro poco esperanzador en que acabará teniendo un ruinoso consultorio de dentista. Que cada vez que contemplemos los torpes (y por ello encantadores) intentos de Biff por filtrear con Virginia sepamos que no está destinado a emparejarse con ella. En definitiva, el guion está impregnado desde el inicio de un tono melancólico, porque aunque hay un elemento de suspense en la narrativa (queremos saber cómo acabó en la cárcel y por qué odia tanto a Hugo) nosotros no compartimos las esperanzas de Biff hacia un futuro brillante en que se lleve a la chica, sabemos que va a fracasar.

Es curioso como tantos directores americanos clásicos han sabido emplear tan bien este recurso del flashback para darle un tono melancólico a una historia que en realidad por la forma como está narrada no nos lo parecería tanto si se desarrollara toda en presente (me vienen a la mente el John Ford de El Hombre que Mató a Liberty Balance (1962) o Henry King, que no casualmente se movían a menudo en géneros como el western o la americana que de por sí suponen una mirada a un pasado mítico – ¿o no tanto? – perdido). Lo que hace que nos resulte melancólica es esa mirada hacia atrás, evocar a esos personajes cuando avanzaban hacia un futuro en el que creían y no eran conscientes de que no lograrían sus metas, o al menos no tal y como imaginaban. Lo interesante de esta estrategia es que eso hace que el director no se vea en la necesidad de enfatizar el tono dramático de la narración. Al contrario, que sea incluso procedente evitarlo: somos nosotros los que vemos con nostalgia esas imágenes.

La historia tiene como base una obra de teatro titulada One Sunday Afternoon que ya fue adaptada en el cine en 1933 con el título en español de La Mujer Preferida con Gary Cooper como protagonista (lo que ya de por sí me supone un problema: ¿quién rayos se va creer una historia en que otro hombre le quita la chica… a Gary Cooper?). No he visto dicha versión pero no goza de muy buena fama, de hecho se ve que Jack Warner se la hizo ver a su jefe de producción de cara a preparar La Pelirroja para que tomara nota sobre lo que no tenía que hacer. Pero no había que preocuparse, porque con el sólido guion de los hermanos Epstein, un Raoul Walsh en su edad de oro y un reparto sobresaliente tanto en los papeles principales como secundarios, el resultado no podía fallar.

Puede parecer curioso de hecho que Walsh citara este filme como el favorito de su carrera en lugar de otras películas más representativas suyas con un estilo más de acción, pero en realidad me parece una decisión comprensible. Se nota que el director se siente cómodo con el tono de la película, que no apuesta abiertamente ni por la comedia ni el drama, más bien un ambiente muy deudor de la americana con una evocación idealizada de esa América de principios de siglo que al cineasta le debía traer recuerdos de juventud.

Uno de los temas que trata el filme con bastante acierto es la evolución de ciertas convenciones sociales con el cambio de siglo, que se ponen de manifiesto en el contraste entre Virginia y su amiga Amy. La primera (una magnífica Rita Hayworth), el objeto de deseo de los dos amigos, es una chica coqueta que tiene buen corazón (eso es algo que se verá a medida que avance el filme) pero que resulta demasiado superficial y apegada a las líneas de comportamiento que se esperan de una dama. Amy en cambio es una mujer trabajadora que dice simpatizar con las sufragistas y odia las convenciones de género, como no poder reconocer abiertamente que el encuentro de ella y Virginia con los dos amigos fue algo pactado y no casual, no poder responder a los guiños que le hacen los hombres y, en general, no poder expresarse abiertamente cuando un hombre le interesa y, por qué no, besarlo simplemente por el placer de disfrutar del beso. En otras palabras, Amy pretende algo tan chocante como que una mujer manifieste su deseo sexual, y lo más divertido de todo es que esta idea choca tanto a Biff, un tipo dispuesto a pelearse con cualquiera, que le acaba asustando.

Desafortunadamente el guion desaprovecha esta idea tan interesante cuando más adelante sabemos que lo de Amy es pura pose y que al final no es tan valiente ni moderna como pretendía… aunque en su fuera interno le gustaría serlo. De hecho uno de los pocos detalles que se le podría reprochar a la película es que no acabe de explotar más a fondo un personaje tan interesante como el de Amy, cuya fuerte personalidad no acaba teniendo tanto peso en la trama como nos gustaría.

Una de las cosas que más me gustan de La Pelirroja es la idea de que el amor es algo que a veces nace con el tiempo, incluso después de que dos personas lleven un tiempo juntos… ¡o incluso después de haberse casado! La historia contrapone la visión clásica e idealizada del amor (Virginia) con la más práctica (Amy) y no se nos oculta que en el fondo Virginia será siempre para Biff su mujer soñada. Amy es en cambio la compañera perfecta, y lo que descubrirá Biff es que a largo plazo es preferible eso a una esposa más bonita y coqueta. Pero curiosamente no es hasta cuando sale de la cárcel después de cinco años que nos parece que Biff realmente acaba enamorándose de su esposa o que, al menos, se comporta como si lo estuviera. Hasta entonces Amy había sido el plan B, la chica a la que recurrió por despecho al saber que Virginia se había casado con su mejor amigo y, sí, con la que se nota que tiene cierta complicidad en la escena hogareña que se nos muestra, pero no notamos amor estrictamente hablando por su parte.

El desenlace afortunadamente tampoco opta por un final feliz facilón. Es cierto que Biff consigue una pequeña venganza a costa de Hugo, y que él y Amy acaban formando una buena pareja. Pero para ser un filme del Hollywood clásico me resulta sorprendente que Hugo no pague realmente por su traición a su amigo, que Biff al final de la película siga igual de pobre que siempre pese a haber sido el personaje más honrado de todos y que, al fin y al cabo, la chica con la que se queda ni siquiera es la que da título a la película. Obviamente se nos camufla cierta apariencia de happy end a través del recurso del cine populista que esgrime que los ricos en realidad no son felices y que los pobres viven mucho mejor en su situación humilde (un principio del que alguna vez me gustaría constatar su veracidad aun a riesgo de acabar siendo realmente más infeliz con una modesta fortuna), pero no nos engañemos, si Biff al final parece conforme con su humilde trabajo de dentista y con Amy es porque en realidad no le queda otra alternativa.

Pese a no ser una película muy representativa del cine de Walsh, sí que podremos ver en ella muchas de sus marcas de estilo, desde el estilo tan fluido (que nos demuestra que si sus películas pasan volando no es necesariamente por pertenecer a géneros de acción sino mérito del director) a algunos recursos típicos suyos como esa visión tan marcada de la masculinidad en que los hombres están continuamente solucionando sus diferencias a puños sin que eso quiera decir que sean mala gente. ¿Qué ha sido de esos viejos tiempos en que podías provocar una saludable y festiva pelea sin riesgo a ser denunciado? Walsh por otro lado opta muy inteligentemente por dejar mucho espacio a los actores para que se luzcan, incluyendo secundarios como Alan Hale (el impagable padre de Biff). Pero el gran protagonista del filme es ese actor todoterreno llamado James Cagney. Pocas veces lo he visto tan bien y tan polifacético como en este filme: emana esa vitalidad y fuerza tan propias pero también con una faceta vulnerable que éste mantiene oculta, ese orgullo herido de tipo duro que pretende que no le importa su mala suerte. No es de extrañar que éste la considerara también una de sus películas favoritas.

Por último no puedo dejar de mencionar los detalles de guion que hacen referencia a los cambios en la sociedad vinculados con el cambio de siglo, desde elementos más vistosos (los automóviles reemplazando los coches de caballos) a otros más sutiles relacionados con el día a día. En ese aspecto es impagable la cena en casa de Hugo, convertido en un patoso nuevo rico, en que les ofrecen un plato exótico que es toda una novedad: unos spaghetti que no tienen ni idea de cómo comer. Y eso sin olvidar la gran novedad de la iluminación eléctrica, de la cual Hugo fanfarronea hasta que saltan los fusibles y entonces espeta confuso en la oscuridad «Le dije a Tom Edison que esto nunca funcionaría«. Afortunadamente el tiempo le dio la razón a Tom Edison.

Han Matado a un Hombre Blanco [Intruder in the Dust] (1949) de Clarence Brown


Hace tiempo escribí a raíz de Nothing but a Man (1964) de Michael Roemer sobre la tendencia de cierto cine antirracista a convertir a sus personajes afroamericanos en figuras intachables y/o encantadoras, algo que obviamente parte de una buena intención pero que en el fondo no deja de ser el recurso fácil. Cuando en la pantalla se nos muestra a un irreprochable Sidney Poitier es lógico posicionarse a su favor cuando sufre una injusticia. Lo complejo y más realista es defender esa postura incluso ante personas que no despiertan nuestra simpatía o compasión inmediata, como era el caso del filme ya citado de Michael Roemer o el de Han Matado a un Hombre Blanco (1949) de Clarence Brown.

La base de por sí resulta prometedora, puesto que parte de un relato corto de William Faulkner, pero la clave está en el enfoque tan fidedigno que le dio Clarence Brown. No se habla lo suficiente de este gran cineasta, condenado durante mucho tiempo a cierto ostracismo por ser uno de esos clásicos directores asociados de por vida a un estudio (la Metro concretamente), y que no tenía unas marcas de estilo o temáticas apreciables que le conviertan en un autor, ese concepto tan sobreutilizado hasta el punto de que algunos lo usan por sistema como sinónimo de buen director. Puede que Brown no fuera un autor pero sí un magnífico cineasta que, aunque asociado a películas elegantes y glamourosas marca Metro, aquí optó por un estilo totalmente distinto que sorprendería a más de uno.

A diferencia de otras obras suyas, Han Matado a un Hombre Blanco era un proyecto más personal, algo que ya se intuye en la temática escogida pero también en su aspecto formal. Ambientada en un pueblo del sur de Estados Unidos, su protagonista es Chick, un adolescente que asiste a la detención de un hombre negro llamado Lucas acusado de haber disparado por la espalda a un blanco, uno de los miembros del clan Gowrie. Justo antes de entrar en la comisaría, Lucas le pide al muchacho que su tío John sea su abogado para ese caso. El tío John en cuestión es en efecto un buen hombre de ideas más liberales que la mayoría de la población, quienes quieren linchar a Lucas por el crimen cometido. Pero cuando acude a la cárcel a ayudarle no encuentra en Lucas el apoyo que esperaba: éste simplemente le da a entender secamente que él no cometió el crimen dando como pista que la bala que encontrarán en el cadáver no es la de su arma, pero se resiste a dar mucha más información.

Es obvio que Clarence Brown, como sureño que era, se esmeró en lograr que Han Matado a un Hombre Blanco tuviera una ambientación auténtica, y para ello insistió en algo poco habitual por entonces como es filmar la mayor parte del metraje en exteriores reales, más concretamente en el pueblo de donde era originario Faulkner. Ésta es ya de entrada una de las grandes bazas de la película, que no parece una correcta recreación hollywoodiense del sur de Estados Unidos sino que desprende autenticidad, no solo en los espacios donde sucede, sino en la forma de hablar de los personajes, en sus rostros y en su comportamiento.

Porque Han Matado a un Hombre Blanco huye explícitamente de la tentación de convertirse en una diatriba antisureña o de mostrar una imagen simplista de esos ambientes. El racismo está más que patente en toda la cinta, no solo en los paletos pueblerinos sino en la breve escena en que vemos a la familia de Chick, aparentemente más civilizada pero que no esconde esa actitud de superioridad implícita hacia sus sirvientes negros. La forma como trata la cinta la segregación racial no pasa pues por grandes escenas exaltadas, sino que lo encara en un nivel más complejo, sobre todo en lo que se refiere al personaje de Chick.

Éste narra en flashback su primer encuentro con Lucas, que a diferencia de otros negros es propietario de una granja y unas tierras que le permiten adoptar una pose más orgullosa que el resto de afroamericanos del pueblo. Tal es así que cuando Lucas ayuda a Chick, tras sufrir el joven un accidente de caza, se niega a aceptar por orgullo las monedas que se le ofrecen en premio a su hospitalidad. Aquí se deja entrever pues el comportamiento racista de Chick, que casi le exige que las acepte y luego se siente dolido por estar en deuda con Lucas. Aunque aparentemente es un buen muchacho sin comportamientos intransigentes, no se siente cómodo habiendo estado en una posición de «inferioridad» con un negro. Al haber recibido su ayuda en una situación vulnerable, necesita pagarle de alguna manera como recompensa por el servicio recibido.

Aquí es donde intuimos otra de las grandes bazas del filme que es el personaje de Lucas, interpretado magistralmente por Juano Hernández. No se nos ofrece la opción fácil de un afroamericano simpático y generoso que despierte compasión, al contrario, la compasión es lo último que quiere de nosotros. Lucas es un hombre orgulloso, terco y de carácter difícil… ¿y por qué no? Gracias a su insólita condición de terrateniente, se niega a tener el carácter sumiso que el resto de negros se ven obligados a adoptar, ni siquiera cuando acaba entre rejas. Me parece muy interesante cómo en sus diálogos con el abogado se trasluce cómo no le gusta pedir ayuda y cómo, en consecuencia, esa incapacidad por expresarse juega en su propia contra al dificultar la tarea de defenderle.

Del mismo modo si comparamos al tío John con el que sería su equivalente más claro en otra película, el futuro e inolvidable Atticus Finch de Matar a un Ruiseñor (1962), nos encontramos con que, aunque ambos comparten esa búsqueda de la justicia, John no resulta ni mucho menos tan modélico. Parece resignado a haber aceptado el caso más por un tema de conciencia que otra cosa y se resigna continuamente a las limitaciones que implica el caso. De hecho, de no ser por la intervención de Chick y una anciana, de haber seguido John los pasos usuales que éste se empeñaba en respetar, Lucas difícilmente habría podido sobrevivir. Aquí es donde la historia trasluce otras de sus muchas ideas cómo es el paso de la confortable infancia al complicado y a menudo injusto mundo adulto en forma de las continuas preguntas de Chick a su tío sobre por qué no hacen esto, o si no corren el riesgo de que suceda aquello; a las que el tío le da a entender que las cosas son así y deben correr esos riesgos. En el mundo adulto, con sus propias normas (tanto a nivel legal como social), no se puede tomar a menudo el camino directo para solucionar un problema.

A todos estos rasgos de contenido que le dan una riqueza inusual hay que sumarle el espléndido trabajo de dirección de Clarence Brown. No solo por la excelente ambientación sureña de la que hablamos, sino también por otros detalles como la forma de utilizar la luz (inolvidables esos planos de las familias negras escondidas en sus casas de noche observando a los protagonistas pasando por la carretera), el sonido (un rasgo que me gusta mucho del filme es la ausencia de banda sonora) o los leves momentos muertos en que simplemente se deja que los personajes se tomen su tiempo en reaccionar. Estos últimos dos aspectos sumados al hecho de contar con un reparto de rostros más bien desconocidos le dan a la película un tono inusualmente realista, como de estar presenciando una crónica auténtica de la época más que una recreación hollywoodiense.

Y pese a que el desarrollo de la trama la aproxima casi a una cinta de suspense, Brown se mantiene fiel a su tono más bien sosegado en que las diferentes acciones se van sucediendo sin grandes altercados. Eso no quiere decir que no haya momentos de gran profundidad dramática, pero son más bien leves instantes que sirven para dar más calado a los personajes. Por ejemplo, cuando el padre de los Gowrie, manco de un brazo, se lanza impulsivamente a unas arenas movedizas a rescatar el cadáver de su hijo sin pensar en cómo va a salir de ahí, y la forma tan delicada como luego le limpia el rostro lleno de barro. Se trata de un personaje rudo pero que no adquiere la forma de un antagonista claro que solo busca linchar a Lucas, sino más bien la de un padre obsesionado con que se haga justicia con su hijo, y que oculta sus sentimientos bajo una máscara de dureza.

No esperen pues encontrar aquí grandes escenas de turbas entrando en acción aunque la idea del linchamiento sobrevuele sobre todo el filme. Han Matado a un Hombre Blanco prefiere evitar los discursos y los mensajes demasiado directos, y en su lugar opta ser fiel a esa ambientación sureña que tan bien conocían Brown y Faulkner (el cual por cierto se mostró muy satisfecho de esta adaptación de su novela), mostrando cómo el racismo es algo que está impregnado en todos los personajes del pueblo como algo natural, o al menos tan natural como ir a la cárcel a linchar a un negro acusado de asesinato sin dejar que la justicia se encargue de él. La visión que se da aquí de la turba contrasta con la de la magistral Furia (Fury, 1936) de Fritz Lang porque no los juzga, simplemente los retrata dejando que ellos mismos se pongan en evidencia como lo que son: unos pueblerinos racistas que se dejan llevar por sus impulsos y con un nulo respeto a la vida humana de otras razas. No hace falta pintarlos peor de lo que ya son.

La escena final cierra magistralmente esta cinta necesitada de una urgente reivindicación con una repetición de lo que sucedió al inicio de la historia, cuando Chick intentó pagar a Lucas por su ayuda y ambos tuvieron un pequeño enfrentamiento por temas de orgullo. En este caso son Lucas y el abogado los que tienen un enfrentamiento dialéctico en que uno insiste en pagarle por sus servicios (Lucas no quiere sentir que le han hecho un favor especial, sino que era otro cliente más, como cualquier blanco) y el otro no quiere recibir el dinero (el tío John se siente culpable al saber que su ayuda en el caso ha sido circunstancial y que si se hubiera llevado como él hubiera querido probablemente habría sido linchado). Es encomiable la forma como dicha escena muestra tan elegantemente e incluso con cierto humor la importancia de mantener la dignidad propia, y en definitiva cómo para un personaje discriminado racialmente ésta es una cualidad necesaria de cara a sentirse en igualdad. Y fíjense cómo hasta el final el personaje de Lucas mantiene su carácter terco y poco dado a las cortesías al mostrarse reticente a regalar unas flores de agradecimiento a la anciana que defendió la cárcel de la turba. Cualquiera diría que hacerle una simple visita y un pequeño obsequio sería lo mínimo para una persona que ha arriesgado la vida por él, pero el guion huye de cualquier buenismo y hace que el personaje de Lucas sea fiel a sí mismo hasta el final: un hombre terco a quien no le gusta deber un favor a nadie o simplemente dar las gracias.

Miyamoto Musashi: Duel at Kongoin Temple [Nitôryû Kaigen (Miyamoto Musashi: Kongôin no kettô)] (1943) de Daisuke Itô


Durante los años en que Japón estuvo involucrado en la Segunda Guerra Chino-japonesa y la II Guerra Mundial, el gobierno fomentó no solo la filmación de películas abiertamente propagandísticas – como por ejemplo El Adiós de un Hijo (1944) de Keisuke Kinoshita  – sino sobre todo filmes que apelaran a los sentimientos nacionalistas de la población. En el caso de Japón era una tarea fácil habida cuenta que desde los inicios del cine había tenido una fuerte tradición el jidaigeki (películas de época), especialmente las historias de samurais que tanto se prestaban a resaltar los valores de la historia y cultura japonesa. La ventaja de que este tipo de filmes tan comerciales encajaran como un guante en los propósitos del gobierno es que de ahí salieron películas que, al menos en la teoría, simplemente explicaban mitos e historias conocidas por el público, sin necesidad de apelar a un mensaje directo nacionalista; pero solo con el hecho de narrarlas tal cual, haciendo referencias a conceptos como el bushido, ya servían para el propósito que buscaba el gobierno.

Así pues en estos años salieron, aparte de rutinarias obras ultranacionalistas, filmes tan remarcables que se adecuaban a esa intencionalidad como la excelente y ambiciosa versión de Los 47 Ronin (1941) de cuatro horas dirigida por Kenji Mizoguchi. E incluso cineastas tan alejados tradicionalmente del mundo del jidaigeki como Mikio Naruse o Hiroshi Shimizu se desmarcaron con obras como La Canción de la Linterna (1943), que se basaban en algunos valores tradicionales japoneses. Solo Yasujiro Ozu parece que de alguna forma consiguió mantenerse apartado de este ciclo.

Esto nos lleva a Miyamoto Musashi: Duel at Kongoin Temple (1943), un magnífico filme realizado por Daisuke Ito, un muy interesante realizador injustamente olvidado cuya filmografía abarca desde la era muda hasta los años 70. La historia se centra en el que se considera uno de los más grandes luchadores a espada de la historia de Japón, Miyamoto Musashi, cuya vida ha sido llevada a la pantalla en numerosas ocasiones, entre ellas la célebre trilogía Samurai (1954-1956) protagonizada por Toshirō Mifune.

La película que nos ocupa se inicia de forma un tanto súbita sin previa presentación del personaje, mostrándonos directamente cómo fue encerrado durante varios años por mediación de un sacerdote para que apaciguara su carácter fogoso y combativo (recordemos que al espectador japonés de la época no le hacía falta el contexto de esta situación, puesto que ya debía conocer perfectamente la historia al ser Musashi un personaje tan célebre). Una vez sale de su cautiverio decide seguir «el camino de la espada» para perfeccionar su técnica. Para ello acude a diversas escuelas de artes marciales donde desafiará a los maestros de espada a combatir en duelo para poner a prueba su técnica.

Un aspecto muy interesante de Miyamoto Musashi: Duel at Kongoin Temple es que pese a su engañoso título en inglés no se trata de una película de acción. El gran tema del filme no es tanto mostrar las habilidades del protagonista a la espada (aunque obviamente las veremos) como el proceso de madurez que le convertirá no solo en un gran espadachín sino en un guerrero más sabio, que le lleva en la escena final a renunciar al esperado gran duelo al escuchar la conversación que tiene con un sacerdote el sabio maestro al que iba a desafiar, que le hace darse sentir un gran respeto por él y darse cuenta de que no es todo en este vida ir retando a gente con una espada.

De hecho, algunos de los enfrentamientos se resuelven o fuera de plano o directamente en elipsis, lo cual no quita que haya suficientes escenas de combate para contentar al espectador (una película sobre Miyamoto Musashi sin abundantes peleas a espada sería casi publicidad engañosa) y algunos momentos realmente impactantes, como cuando un reputado maestro pierde ante Musashi y se hace instantáneamente el harakiri por no poder soportar dicha humillación – lo cual me hace reflexionar no solo sobre la peligrosa tendencia de la cultura japonesa hacia el suicidio sino en lo apropiado que resultarían escenas como ésta desde la ideología ultranacionalista de la época, resaltando conceptos tan importantes para ésta como el honor y el orgullo.

A mí no obstante el aspecto que más me ha llamado la atención del filme es su tratamiento visual e incluso el lirismo de ciertas escenas. Se me ha quedado grabado especialmente ese triste momento (que de hecho constituía la escena final en la primera Samurai de Inagaki) en que Musashi se reencuentra en un puente con la mujer a la que había prometido unirse, pero que ahora le constituye un impedimento de cara a seguir el camino de la espada. Ambos tienen un diálogo breve en que ella le implora que le deje seguir con él pero intuimos que éste no aceptará. Mientras hablan Ito intercala unos bellos planos de los juncos que hay junto al río, no porque tengan alguna relevancia dramática sino porque de algún modo enfatizan el tono melancólico de esta escena.

De hecho el eficaz trabajo de Daisuke Ito tras la cámara, con ingeniosas soluciones visuales y mucho dinamismo, son lo que eleva esta historia compensando por otro lado a un actor protagonista, Chiezô Kataoka, que si bien era un especialista en este tipo de filmes no me resulta muy remarcable como actor ni muy carismático. Pero precisamente ahí es donde un buen director puede demostrar sus habilidades, cogiendo una historia más que trillada para el público de la época (existían ya por entonces docenas de adaptaciones fílmicas sobre Miyamoto Musashi, aunque es cierto que el público japonés no se cansaba de ver una y otra vez variantes de una misma historia) y un protagonista efectivo pero no brillante, y sacar de ahí un filme que en lugar de ser correcto y olvidable nos aporte algo que lo haga especial, en este caso esa sensibilidad visual y esa apuesta por centrarse en la madurez espiritual del personaje más allá de sus numeritos con la espada.

Vida en Sombras (1949) de Llorenç Llobet-Gràcia

Resulta difícil juzgar con algo de distancia una película que proclama de una forma tan sincera y apasionada no solo el amor al cine sino casi el cine como una forma de vida, porque cualquier persona que comparta con su autor esa pasión por el séptimo arte inevitablemente se verá reflejado en muchas de las escenas que aquí se representan. No obstante, aun admitiendo eso, creo que tras unos revisionados y habiendo superado la sorpresa inicial que conlleva el toparse con una obra tan peculiar dentro de su época, creo que se pueda afirmar con seguridad que Vida en Sombras (1949) es uno de los grandes filmes de culto del cine español.

Su artífico es Llorenç Llobet-Gràcia, un apasionado cinéfilo que durante los años 30 se movió dentro de los círculos de cine amateur de la época. Ya desde entonces Llobet-Gràcia venía dándole vueltas a un proyecto que quería rodar en forma de largometraje profesional y que pudo materializar por fin a mediados de los años 40 aunque, eso sí, no sin tener que superar numerosas dificultades: a medio rodaje el productor se quedó sin dinero porque se le denegó un crédito y el propio Llobet-Gràcia se vio obligado a pedir dinero a conocidos y amigos, empeñado testarudamente en acabar esa película como fuera. Aunque finalmente pudo completarla, el destino no le sonreiría demasiado, pero ya llegaremos a eso.

Vida en Sombras tiene como protagonista a Carlos, un hombre cuya vida ha estado siempre vinculada al mundo del cine: nació prematuramente en una barraca de feria donde sus padres asistían a una proyección de cortos de los Lumière, él y su mejor amigo forjaron sus lazos yendo juntos al cine, conoció a su futura esposa casualmente cuando ambos intentaban comprar en un quiosco la misma revista cinematográfica y por último sus pinitos en el cine amateur le permitieron encontrar un trabajo filmando pequeños reportajes documentales de actualidad. Pero la Guerra Civil trae consigo una desgracia que trastoca su vida para siempre: mientras él sale a filmar los combates que se libran en las calles de Barcelona, su esposa (además embarazada de su primer hijo) es tiroteada en casa. Sintiéndose culpable de no haber estado a su lado para protegerla, Carlos reniega de su pasión por el séptimo arte y se sume en un estado de profunda amargura.

De entrada resulta significativo saber que cuando Llobet-Gràcia presentó el guion a la censura de la época para tirar adelante el proyecto, inicialmente se le denegó el permiso… ¡porque consideraban que eso no era un guion dramático sino una especie de reportaje sobre el cine! Esto nos dice mucho sobre el tipo de película que vamos a ver y de cómo el principal hecho dramático de la trama es para Llobet-Gràcia casi un pretexto argumental para seguir desarrollando sus tesis sobre lo que significa el cine para él.

De hecho pocas veces he visto en una película tantos planos de salas de cine o de proyecciones de todo tipo: las barracas de feria del principio en que se exhiben filmes cortos como curiosidad con un explicador narrando las historias, las caóticas salas de la era muda y finalmente los grandes cines con sus cómodos palcos. Incluso en cierto momento la cámara de Llobet-Gràcia se eleva hasta la cabina de proyección y se queda unos segundos contemplándola, como extasiado ante el milagro de la proyección cinematográfica. De hecho durante los primeros 15 minutos de película apenas estamos vislumbrando un argumento propiamente dicho, no hacemos más que ver al protagonista creciendo y comprobando cómo su vida se vincula al cine de una forma u otra (no en vano, ¡literalmente nace al mismo tiempo que el cine, con los cortos de los Lumière!). Detalles como éste son los que a la larga acabarían perjudicando a la cinta en su época por no seguir una estructura narrativa más clara y convencional, pero hoy día entendemos que todos esos minutos no son paja, son de hecho la esencia del filme, un apasionado homenaje al cine en todas sus facetas: el cine más popular con el que se crían los dos niños, el cine desde una faceta más crítica como la que practica Carlos cuando crece, el cine amateur donde hace sus primeros pinitos… y eso sin olvidar la sesión de fotografía del inicio o el zootropo como guiños a sus orígenes pre-cinematográficos.

Literalmente Llobet-Gràcia no deja ninguna faceta sin cubrir, como si su pasión por esta forma de arte abarcara generosamente todas sus manifestaciones. Incluso la evolución del personaje de Carlos le permite hacer un repaso a la evolución de las teorías cinematográficas a lo largo del tiempo: las discusiones de Carlos con su amigo sobre si es mejor Charlot o Eddie Polo se convierten años después en un debate sobre cine sonoro, en que Carlos por descontado rechaza esa invención considerando que el cine ya es una forma de arte autónoma sirviéndose únicamente con las imágenes. Años después se enfrasca en el debate sobre quién es el autor de las películas, cuando dice que en su opinión si el director no es también creador de la idea en el fondo no es más que un capataz. ¡Quién sabe qué nuevas teorías habría abrazado Carlos si el filme se hubiera alargado 10 o 15 años más en el tiempo!

Pero el propio Llobet-Gràcia no solo hace uno de los homenajes más completos y sinceros al cine que haya visto, sino que además deja caer la idea del cine como un ente vampírico, que tiene la capacidad de hechizar y atrapar a los que caen bajo su influencia (uno de los títulos que se barajó inicialmente de hecho era Hechizo), algo que lo emparenta con una de mis películas favoritas sobre esa cuestión, El Aficionado (1979) de Kiesloswki, que también trata sobre un cineasta amateur que queda atrapado en las redes del cine hasta que acaba engullendo su vida. En el momento en que Carlos vuelve a casa de filmar los combates de guerra y se encuentra con su esposa muerta es por primera vez consciente de cómo ha caído bajo ese hechizo que le ha apartado de la realidad: minutos antes estaba viendo con cierta indiferencia cómo algunos hombres se mataban entre ellos y su única preocupación era conseguir los mejores planos posibles (incluso veíamos cómo él mismo alteraba a veces la realidad para lograr un mejor plano), pero al toparse de bruces con la muerte en su propia casa es consciente de su error. El enorme sentimiento de culpabilidad de Carlos no es solo por haber dejado a su esposa (en el fondo estaba realizando su trabajo) sino por haber permitido que el cine le apartara de la realidad.

Aquí merece hacerse un paréntesis para resaltar otra de las grandes virtudes del filme, que es el elaborado trabajo de dirección de Llobet-Gràcia que delata no solo una gran experiencia previa en el campo del cine amateur, sino una gran creatividad que le lleva a emplear todos los recursos cinematográficos a su abasto que ha ido conociendo tras toda una vida viendo cine. La película está repleto de recursos visuales típicamente propios de la era muda que por entonces muchos cineastas ya no aprovechaban por pura pereza (el más célebre el plano de Fernando Fernán Gómez escribiendo sobre cine mientras de fondo se ve la sombra del zootropo dando vueltas, una imagen que rescata esa faceta de la era muda de crear asociaciones de ideas visuales sin necesidad de estar anclado en el naturalismo), también denota un experto manejo de la cámara con numerosos travellings muy astutamente orquestados (toda la escena de la última cena que tienen juntos Carlos y su mujer) y por último se sirve muy astutamente de la fotografía o la iluminación con fines expresivos.

Esto último se hace obvio en los planos de Carlos en su nuevo apartamento, donde vive recluido y a oscuras salvo por una luz que va entrando intermitente por la ventana y que pronto descubriremos que son las marquesinas, cómo no, de un cine, que será lo que volverá a dar sentido a su vida. Le sigue la que es seguramente una de las escenas más modernas de la película, en que Carlos asiste a una proyección de Rebecca (1940) que le sirve de terapia de shock. No es la primera vez que una película muestra el poder que tiene el cine sobre nuestras emociones o como terapia curativa (desde El Misterio de las Rocas de Kador (1912) de Leonce Perret a Sabotaje (1936) de Hitchcock), pero sí que es muy moderna la forma como Llobet-Gràcia ahonda en esa idea.

Carlos se identifica con el personaje de Max de Winter, que también se siente culpable de la muerte de su anterior esposa, y eso le hace abandonar la sala de cine al no poder soportarlo más. Pero entonces, encerrado en su cuarto, Carlos recuerda una de las escenas más bellas de Rebecca: aquella en que la protagonista y Max ven unas grabaciones domésticas de su viaje de novios y evocan esos recuerdos de un pasado feliz que parece haberse evaporado. Seguidamente Carlos se proyecta algunas grabaciones caseras que se hizo con Ana y se enfrenta de nuevo al fantasma de esa mujer a la que ha perdido (¡qué significativo el momento en que le dice en una de las películas en broma «Abandóname, pero no te salgas de cuadro«, demostrando su obsesión por el cine en todos los ámbitos de su vida!). Ese enfrentamiento de Carlos con esas grabaciones es lo que le permitirá salir de ese pozo de amargura y volver por fin a su gran pasión.

Resulta obvio si uno compara el argumento del filme con la biografía del propio Llobet-Gràcia que el personaje que interpreta aquí Fernando Fernán Gómez era un nada disimulado alter ego de su autor. No solo ambos eran fervientes cinéfilos, sino que los dos empezaron en el campo del cine amateur (y de hecho algunos de los fragmentos que vemos de cortos documentales de Carlos eran filmaciones reales del propio Llobet-Gràcia hechas años atrás), y además Rebecca constituía una de las películas favoritas del director, de modo que su papel tan significativo en la trama no era casual. Como última prueba de ello está la magnífica escena final en que Carlos filma el que es el primer plano de la película que hemos visto, la escena del fotógrafo, una manera muy moderna de cerrar la película con una autorreferencia.

Desafortunadamente, la carrera que acaba teniendo Carlos como director acaba siendo más bien un reflejo de cómo le habría gustado a Llobet-Gràcia que fuera su vida profesional y no de la realidad. Vida en Sombras fue una película que no solo le arruinó sino que además fue totalmente incomprendida. En su círculo de cineastas amateur le acusaron de haberse vendido, ya que consideraban que el cine profesional no tenía la pureza del amateur, y por otro lado la censura le puso una categoría muy baja que impedía su distribución en cines de estreno. En consecuencia, Vida en Sombras estuvo cinco años sin exhibirse mientras el productor intentaba conseguir una mejor calificación aplicándole algunos cortes.

¿Qué era de Llobet-Gràcia mientras tanto? Como las desgracias no vienen solas, el mismo año en que éste por fin pudo completar este proyecto tan acariciado y que tantos esfuerzos le supuso se murió uno de sus hijos. Devastado, Llobet-Gràcia se sumió en una depresión y se desentendió de la película. En una amarga ironía, Vida en Sombras vampirizó tanto a su creador que hasta los hechos dramáticos de la película que no se inspiraban en su biografía personal, como la muerte de un ser querido que sume al protagonista en una depresión, acabaron convirtiéndose en realidad. Para cuando se consiguió estrenar por fin en 1953, nadie le prestó atención y rápidamente cayó en el olvido. Veinte años después una proyección en el Cineclub Sabadell le brindaría a un anciano Llobet-Gràcia las únicas alabanzas que recibiría en vida por esta magnífica película. Porque, desafortunadamente, cuando el filme fue realmente descubierto como una de las más grandes obras de culto del cine español a principios de los 80, su autor ya había fallecido.

Por un lado me resulta comprensible que una película como Vida en Sombras no fuera entendida en su momento por su absoluta singularidad en todos los sentidos (en cuanto a temática, tratamiento y forma), pero por otro cuesta creer que nadie fuera capaz de apreciar la absoluta honestidad que destila cada fotograma del filme y la inventiva visual de su creador. E incluso aun admitiendo ciertas flaquezas a nivel de guion, ¿cómo puede un cinéfilo no sentirse conmovido ante una de las más grandes declaraciones de amor al cine que se han hecho?

La Torre de la Introspección [Mikaheri no Tou] (1941) de Hiroshi Shimizu

Todavía hoy día, años después de haber descubierto a Hiroshi Shimizu y habiendo visto ya una parte nada desdeñable de su obra, sigo incapaz de desentrañar cuál es el secreto que hace que sus películas me resulten tan conmovedoras. Hay algo en su forma de explicar sus sencillas historias que me atrapa instantáneamente, incluso en sus obras menores, y que aún no soy capaz de captar. Por ejemplo en el caso de otro gran cineasta japonés que comparte la visión humanista de Shimizu (aunque, obviamente, en un estilo radicalmente diferente) como Akira Kurosawa sí que entiendo los mecanismos que logran elevar sus mejores filmes a la categoría de obras maestras que han conseguido traspasar fronteras, incluso entre los cinéfilos no especialmente afines a la cinematografía japonesa. O incluso en el caso de Ozu, aunque no creo que haya logrado ahondar en toda la profundidad de sus películas, sí que puedo detectar los mecanismos que emplea para dar forma a su particular visión de las relaciones humanas (su estilo de puesta en escena, la forma de narrar las historias, etc.).

Pero Shimizu en cambio sigue siendo en gran parte un misterio para mí. Sí, detecto sus rasgos personales fácilmente reconocibles en su obra – los cuales ya he desgranado en las otras reseñas que le he dedicado aquí – como ese estilo naturalista que hace que esas historias parezcan tan reales y que los actores infantiles sean más auténticos y no «niños haciendo de niños», esa puesta en escena tan engañosamente simple que se nutre del entorno en que sitúa las historias, su preferencia por pequeños instantes anecdóticos, etc. No quiero volver a caer en esta enumeración de elementos a la hora de reseñar La Torre de la Introspección (1941) porque creo que sería repetitivo y me daría la sensación de estar rascando solo la superficie de lo que hace que el cine de Shimizu sea tan especial para mí. Pero aunque siga sin llegar a la clave de su cine, sí que hay varios aspectos a comentar de esta apasionante película.

El filme se sitúa en un centro de menores ubicado en el campo donde se emplaza a niños problemáticos. Éstos conviven en varias casas bajo la supervisión de dos adultos por hogar (normalmente un matrimonio) a los que éstos llaman madre o padre. En el centro se les da clase pero también se les hace realizar todo tipo de trabajos manuales que les puedan ser útiles en el mundo real, fomentando valores como la disciplina y el sentido de comunidad. Como es habitual en el cine de Shimizu, la película no se basa en un gran conflicto ni parece encaminada a un fin concreto, y una vez que se nos ha presentado ese escenario se nos explican varias viñetas en las que de vez en cuando ocupan el papel protagonista algunos niños con los que nos acabamos familiarizando.

El estilo de la película a veces parece casi documental, comenzando por el travelling inicial en que uno de los profesores (el actor habitual de Ozu, Chishu Ryu) explica el funcionamiento de la escuela a unos visitantes y, sobre todo, a los espectadores. Por momentos podría parecer que es un narrador que se dirige a nosotros directamente. En cierto momento, la cámara abandona a ese grupo de visitantes y empieza a centrarse en esas pequeñas historias del día a día de los ocupantes de ese centro siempre con ese tono tan informal que caracteriza el cine de Shimizu, en que no se profundiza demasiado en las subtramas ni los dramas individuales de cada niño. Conoceremos algunos casos de cerca (una niña consentida de familia rica, un niño que no acepta a su cariñosa madrastra, etc.) pero Shimizu parece usarlos más para que tengamos un punto de apoyo, algunos rostros reconocibles entre la multitud de niños, que porque quiera ahondar en sus historias. También conocemos la historia de un antiguo habitante del centro que regresa aquí después de haber sufrido discriminaciones en el mundo exterior cuando se ha conocido de dónde procedía. Shimizu da a entender este sitio como un lugar seguro respecto a las injusticias que se suceden fuera, un refugio al que acudir en caso de emergencia, lo cual es una curiosa paradoja ya que muchos niños del centro quieren escapar, pero luego algunos de sus «ex-alumnos» quieren volver ahí por sentirse más seguros. El director volvería a esta idea en su célebre Los Niños del Paraíso (1948) cuando los huérfanos protagonistas acuden aquí guiados por un joven soldado que, al no tener donde acudir tras la guerra, decide volver a este centro donde se crió (¡incluso se permite Shimizu un guiño metacinematográfico cuando el soldado les pregunta a los niños si han visto La Torre de la Introspección, «una película antigua»!).

Aunque para mí Shimizu es uno de los grandes directores humanistas de la historia del cine y uno de los mejores cineastas filmando a niños, no se puede decir que nos ofrezca una visión idealizada de la infancia. Después de todo son niños que están en un centro para reformarse, y les vemos peleándose, mintiendo, mostrándose caprichosos o siendo dolorosamente desagradecidos con algunos de los adultos que les cuidan. Pero tampoco nos da una visión negativa de ellos, y aquí está la magia en la mirada tan pura y honesta de Shimizu: que los muestra tal cual son, y consigue que empaticemos con ellos incluso cuando se comportan mal. Podría acusarse desde nuestra perspectiva actual que a veces las decisiones de algunos de los personajes o sus cambios de comportamiento son un tanto naif, pero la forma como Shimizu lo muestra es tan creíble, se nota tanto que realmente cree en lo que muestra y que tiene fe en esos niños descarriados, que nos dejamos persuadir, y quizá aquí esté en gran parte lo que hace que su cine me resulte tan conmovedor: que consigue convencerme durante dos horas para que tenga fe en el lado bueno de la humanidad.

Pese a que los niños son el principal centro de interés de La Torre de la Introspección, Shimizu da aquí también protagonismo a los profesores y enfatiza lo frustrante que es su trabajo, teniendo que lidiar con constantes intentos de fuga (por mucho que en la escena inicial se diga falsamente que no hay vallas porque pueden irse cuando quieran), disputas infantiles y comportamientos reincidentes. En una escena vemos a uno de esos matrimonios cuidando a niños enfermos y ambos insisten en quedarse ocupándose de la enfermería porque el otro cónyuge tiene demasiado que hacer, pero la realidad es que ambos están desbordados.

Me sorprendería que Shimizu no hubiera visto el excelente filme soviético El Camino de la Vida (1931) de Nikolai Ekk, que también trataba sobre un centro para reformar a jóvenes descarriados y también mostraba una visión humanista en que éstos acababan encarrilándose gracias al espíritu comunitario. De hecho en el tramo final de la película hay otro elemento que hace que las similitudes entre ambos filmes sean aún más evidentes: la subtrama de la construcción de un dique para traer agua al centro cuando el pozo principal se seca, ya que en el filme de Ekk también había en el último segmento un hito comunitario que implicaba construir una vía de conexión entre el centro y el exterior (en ese caso una vía de tren); y el éxito de dicha empresa suponía además el éxito de la rehabilitación de muchos de sus protagonistas al haber luchado todos juntos por ese trabajo común.

En La Torre de la Introspección este segmento quizá levante ciertas suspicacias a día de hoy, ya que se acerca sospechosamente a lo que ahora bautizaríamos como explotación infantil (¡niños de 10 a 13 años cavando con picos y palas bajo el sol de verano!), pero una vez más, quedémonos con la idea y el mensaje de Shimizu, sobre todo cuando la escena en que por fin consiguen que se filtre el agua por el canal – que en este caso me ha recordado al precioso final de El Pan Nuestro de Cada Día (1934) de King Vidor – es tan hermosa.

A cambio algo que sí le reprocho al filme es que la escena final que tiene lugar delante de la susodicha torre de introspección es demasiado solemne y larga, lo cual me rompe por completo con el tono más cotidiano y ligero del cine de Shimizu. En ella vemos a algunos de los protagonistas en una ceremonia previa a su marcha del centro con discursos algo pomposos resaltando los valores que han aprendido en la escuela. Eso nos lleva a otro elemento que quizá podría verse como algo problemático si ponemos la película en contexto: ¿ese énfasis en el sacrificio personal por el bien colectivo y la insistencia en educar a los niños bajo una disciplina no son sospechosamente cercanos a la ideología que propugnaba un gobierno japonés fuertemente militarizado y enzarzado en guerras con otros países?

No hay duda de que, aunque no haya menciones directas al respecto, el mensaje de la película iba muy acorde con los tiempos. Pero tampoco hay duda de que, aunque el gobierno viera con buenos ojos filmes como éste por los ideales que transmistía, Shimizu estaba siendo honesto y emplazaba todos estos valores no dentro de ese peligroso espíritu ultranacionalista sino dentro de su visión humanista.

Mr. Winkle Goes to War (1944) de Alfred E. Green

Mr. Winkle Goes to War (1944) es una de esas películas que tiene la mala suerte de empezar con su mejor escena. Vemos a varios empleados de banco trabajando aburridos en sus escritorios y uno de ellos, Mr. Winkle, se levanta para dirigirse a la mesa de su jefe a hacerle una petición. Nuestro protagonista es tímido y nervioso, y por tanto no sabe cómo dirigirse a su jefe o hacerle saber su petición. Finalmente consigue hacerse entender: quiere dimitir. Pero tiene tan poco poder de convicción que su superior le ordena que deje de decir tonterías y que vuelva a su sitio, a lo que éste obedece cabizbajo… hasta que decide dar media vuelta e insistir, a su manera insegura y entrecortada, que realmente quiere dejar el trabajo. Y esta vez sí, su jefe le despide al acto y un satisfecho Mr. Winkle recoge las cosas de su escritorio para dejar por fin ese trabajo que jamás le gustó.

Esta escena es un magnífico punto de partida porque en tan solo unos minutos nos ha permitido conocer el carácter de nuestro protagonista y nos ha dado pie a una situación absurdamente cómica, en que el empleado que por una vez tiene la sartén por el mango no puede evitar ser tan tímido y sumiso que pide permiso para dejar su trabajo. Desafortunadamente en la restante hora y cuarto que dura Mr. Winkle Goes to War no volveremos a encontrar una escena tan divertida como ésta.

Cuando nuestro protagonista llega a casa descubrimos que tiene pensado abrir un pequeño taller de reparaciones porque su sueño es ganarse la vida con ese tipo de chapuzas que tan bien se le dan. Como aliado cuenta con un niño huérfano del barrio con el que tiene una estrecha relación, pero será la única persona que estará de su parte. Su mujer Amy está escandalizada porque su estatus social se verá perjudicado (¡pasar de ser un respetable banquero a un artesano con un taller montado en el garaje!) y su hermano, que también trabaja en el banco, hará lo posible porque readmitan a su cuñado sin tener en cuenta que el hasta entonces sumiso y obediente Mr. Winkle no tiene la más mínima intención de volver.

Este conflicto podría dar ya de por sí para una simpática comedia, pero entonces el filme da otro giro inesperado cuando Mr. Winkle es convocado por el ejército y, pese a su edad y su bajo estado de forma físico, es aceptado como soldado. ¿Se imaginan al inocente y bonachón Mr. Winkle combatiendo en la II Guerra Mundial? Yo no, y me temo que al acabar la película seguiré sin creérmelo.

Mr. Winkle Goes to War es una de esas obras que se basan de una forma especialmente decisiva en su actor protagonista, en este caso un magnífico Edward G. Robinson que da vida a ese entrañable hombrecito sencillo, calmado y amable que siempre ha hecho lo que le han ordenado. Una vez resulta obvio que no nos encontramos ante una gran película, la principal motivación que nos lleva a seguir hasta el final es continuar disfrutando de la interpretación de su protagonista, que nos demuestra la capacidad que tenía este gran actor para moverse en registros muy diferentes por mucho que lo asociemos sobre todo a papeles de tipo duro.

Aparte de eso, los alicientes para recomendar la película son escasos. Alfred E. Green (uno de los cientos de competentes cineastas anónimos del Hollywood clásico en que solo me fijé a raíz de una mención de Raoul Walsh en su autobiografía) no me parece un director especialmente capacitado para extraer el humor de las escenas, y cuando uno nota que la banda sonora se empeña tanto en remarcar la comicidad de ciertas situaciones suele ser señal de que éstas por sí solas no son especialmente hilarantes, como es el caso.

De todos modos creo que lo que menos me gusta del filme es su indisimulado tono patriótico, fruto obviamente de la época en que se grabó, pero que me suena muy impostado y poco creíble. La cinta resalta cómo incluso un tipo inofensivo y humilde como Mr. Winkle prefiere entrar en combate antes que abandonar a sus compañeros, rechazando así la oferta de licenciarse con honor sin necesidad de exponer su vida en peligro a causa de su avanzada edad. Todo eso está muy bien, pero menos creíble aún resulta que un tipo como Mr. Winkle acabe superando los duros entrenamientos físicos (realizados de hecho por un obvio doble del propio Edward G. Robinson) y es decepcionante comprobar lo poco que se explotan las posibilidades cómicas de dichas situaciones: la torpeza física de Mr. Winkle, los choques con la autoridad, etc.

En consecuencia Mr. Winkle Goes to War acaba siendo una comedia no especialmente divertida, que es una de las peores cosas que le puede pasar a una cinta de este género. Hay mucho sentimentalismo derivado de la subtrama del niño huérfano, algunas escenas de combate muy bien filmadas y un protagonista carismático que se echa literalmente toda la película sobre sus hombros para llevarla adelante, pero ya está. De hecho visto así el gran héroe de la cinta no es Mr. Winkle, sino Edward G. Robinson, que consigue dar validez a una obra que, protagonizada por otro actor menos válido, no tendría ninguna razón de ser.