Japón

Snow Trail [Ginrei no hate] (1947) de Senkichi Taniguchi

Uno de los ejercicios más interesantes que uno puede hacer hoy día con más facilidad que nunca es coger a un cineasta que admira y tirar del hilo más allá de sus grandes películas, rastreando qué sorpresas – ya sean positivas o negativas – nos deparan en sus inicios. El film que nos ocupa en esta ocasión es el resultado de que este Doctor decidiera un día indagar en los inicios de Akira Kurosawa como guionista para otros realizadores, que incluye obras tan prometedoras como Caballo (1941), una de las películas que más ganas tengo de ver – no solo está dirigida a medias entre Kurosawa y su mentor, Kajiro Yamamoto, sino que incluye uno de los primeros papeles importantes de mi actriz japonesa predilecta, Hideko Takamine – pero de la que, ay, aún no he encontrado subtítulos en alguno de los 18 idiomas que habla este genio del mal. Afortunadamente he tenido más suerte con Snow Trail (1947), uno de sus últimos trabajos como guionista para otros directores, en este caso su amigo Senkichi Taniguchi que, de hecho, escribiría a su vez el guión de Duelo Silencioso (1949) para Kurosawa.

Pero además hay otro motivo por el cual Snow Trail me resultaba muy interesante, y es ser el debut en el cine del extraordinario actor Toshiro Mifune, que aquí además tiene la oportunidad de abordar un papel electrificante. Y para acabar de hacer todo esto aún más estimulante, le acompaña a Mifune el veterano Takashi Shimura, es decir ¡que tenemos aquí ya a dos de los actores fetiche de Kurosawa juntos trabajando en un guión suyo!

La película nos habla sobre cómo tres atracadores de un banco huyen hacia lo que se conoce como los Alpes japoneses en pleno invierno. Ahí solo dos de ellos escapan de la policía y penetran desesperadamente en la montaña donde milagrosamente hallan una cabaña en mitad de la nada, habitada por un anciano, su hija y un amigo de la familia, un experto escalador. Atrapados por la nieve, su única escapatoria posible es a través de un sendero impracticable de montaña al que podría conducirles el escalador que acaban de conocer.

Ya de entrada, el inicio del film resulta curiosísimo: el atraco al banco, el delito que provocará el conflicto de la película, se ve mientras aparecen los créditos mediante algunos planos sueltos (una pistola disparando, gente corriendo…), una forma de darnos a entender que no interesa tanto el atraco en sí como todo lo que sucede después. Como confirmando que no estamos ante un film policíaco convencional, en sus primeros minutos la película tiene un tono muy relajado. Aún no hemos visto a los atracadores y asistimos a la conversación de dos hombres en una posada, que sospechan que los tipos que se acaban de alojar son los fugitivos de la policía. Uno de los dos explica todos los detalles que le hace ser tan suspicaz y enseguida entendemos que se trata de ellos, pero en vez de hacernos ver todas esas situaciones tan prototípicas, el guión nos las menciona de pasada sin que las veamos. Seguidamente, los atracadores acorralan a todos los clientes de la posada para huir, y para asegurarse de que no vayan a avisar a la policía les quitan la ropa.

Pero una vez dos de ellos llegan a la cabaña con el anciano, la joven y el alpinista, el tono del film cambia y se hace patente la gran distancia que hay entre los dos atracadores: el anciano, que en el fondo tiene buen corazón, y el más joven, egoísta y lleno de rabia. Aquí es donde le veo una de las grandes flaquezas del guión, y es que el atracador anciano, encarnado por Takashi Shimura, parece demasiado dócil para ser un criminal. ¿Cómo podía un hombre así ser el jefe de una banda de atracadores? A cambio la conmovedora interpretación de Shimura compensa esa flaqueza de guión, ofreciéndonos uno de los momentos más emotivos de la película cuando escucha una grabación de «My Old Kentucky» mientras mira melancólico el suelo.

También es cierto que si bien Taniguchi hace un buen trabajo de dirección (las escenas finales en la nieve siguen resultando muy emocionantes hoy día), resulta algo impersonal y le falta ese extra especial que le saben dar los grandes directores (como el propio Kurosawa), quedándose Snow Trail en una buena película de género, sin muchas sorpresas pero competente. Queda como curiosidad para fans del maestro Kurosawa, que ya podrán detectar en este guión primerizo ese trazo humanista que tanto le caracterizaría, especialmente en sus últimos minutos de película.

Where Chimneys Are Seen [Entotsu no mieru basho] (1953) de Heinosuke Gosho


Si tuviera que recomendar una película que reflejara de forma clara qué es lo que hace del cine japonés clásico algo tan único y especial más allá de los títulos más conocidos, Where Chimneys Are Seen (1953) sería una de mis más firmes candidatas. De hecho, ni siquiera creo oportuno referirme a ella como una joya oculta, porque aunque en estos lares no es un título tan conocido como otros de la cinematografía nipona, en realidad esta obra de Heinosuke Gosho está considerada por allá como un clásico en mayúsculas, además de una de las obras clave del cine japonés de la posguerra. Y con razón.

Situada en un barrio de las afueras de Tokio, Where Chimneys Are Seen tiene como protagonistas a dos parejas que conviven bajo el mismo techo. En primer lugar está Ryukichi Ogata (Ken Uehara), casado con una viuda, Hiroko (una extraordinaria Kinuyo Tanaka), con la que tiene una excelente relación enturbiada por la sospecha de que le oculta algo sobre su pasado. En segundo lugar dos inquilinos que viven en habitaciones contiguas: la joven Senko Azuma (mi idolatrada Hideko Takamine), locutora de radio, y Kenzo Kubo (Hiroshi Akutagawa), cobrador de impuestos. Su existencia rutinaria se ve afectada cuando un día un desconocido deja un bebé en la casa. Dicho bebé es del primer marido de Hiroko (al que tenían por muerto), el cual lo ha abandonado allá para que su antigua esposa lo cuide. Surge el conflicto: si lo llevan a las autoridades, Ryukichi teme que él y su mujer sean castigados por bigamia, pero al mismo tiempo no quiere cuidar a una hija que no es suya. Este dilema hará que el apacible matrimonio se enturbie ante las sospechas de que Hiroko no haya sido honesta sobre su pasado.

El curioso título de esta película alude a las cuatro chimeneas de una fábrica de Tokio que están colocadas de forma que, dependiendo de la zona de la ciudad desde la que uno las mire, puede parecer que en realidad son menos. Desde la casa de nuestros protagonistas se da la falsa perspectiva de que parezcan solo tres chimeneas. Esto sirve al guión como metáfora para afrontar situaciones tan complejas como aquella en que se encuentran los protagonistas, que dependiendo del punto de vista que uno adopte puede verse de una forma totalmente distinta.

Cuando Kenzo consigue localizar al primer marido de Hiroko, el que ha causado todo este conflicto, se encuentra con un pobre desgraciado sin ninguna maldad que ha tenido esa hija con una mujer que le desprecia y le ha abandonado. ¿Es preferible dejar al bebé en manos de sus auténticos padres aunque con ellos le espere un futuro más que dudoso? Del mismo modo, Ryukichi desprecia inicialmente a ese bebé por no ser suyo y por representar además (por mucho que su esposa no sea la madre y esté vinculada muy tangencialmente con la criatura) esa faceta que le incomoda de su mujer: ese pasado incierto del que solo conoce la versión de ella. Pero cuando con el tiempo se encariña con el bebé pasa a ser reticente a devolverlo a sus padres auténticos. ¿Hasta qué punto tiene derecho a negárselo a su verdadera madre por muy negligente que sea?

Más allá de esos dilemas morales, Where Chimneys Are Seen tiene muchos de los elementos que tanto me gustan del cine japonés clásico, como por ejemplo esa forma tan libre de combinar humor y drama. El inicio de la película parece una simpática comedia costumbrista introduciéndonos al bullicioso día a día del barrio de nuestros protagonistas, y aunque poco a poco el elemento dramático va ganando fuerza, nunca se pierde del todo un cierto tono humorístico. Por ejemplo, en una escena Senko le confiesa a Kenzo una historia personal muy dramática que le sucedió durante la guerra y que la ha llevado a ser reticente a vincularse emocionalmente con otras personas. Pero una vez ha hecho esa confesión, vemos como Kenzo en realidad se ha dormido. De esta forma, el director remata un momento potencialmente tan dramático con un pequeño gag.

De hecho la relación sentimental entre Kenzo y Senko está tratada totalmente exenta de sentimentalismos, dando más énfasis a la compenetración que existe entre ambos que no a los típicos diálogos de amor. Gosho deja a entrever algo al respecto de nuevo con un recurso humorístico cuando Kenzo pone carteles recordatorios en su cuarto sobre cosas que debe hacer, y uno de ellos dice que debe dejar de perder el tiempo hablando con Senko. Más adelante, cuando éste le pregunta a la chica de repente si le quiere, dicha pregunta tan trascendental se inserta en la trama de una forma tan natural que no nos resulta chocante. Ésta, aún dubitativa sobre si le corresponde o no, prefiere decidirlo jugando a piedra-papel-tijera, de forma que si pierde quiere decir que le ama. Cuando éste se rinde después de varios empates, ella le responde decepcionada que iba a dejarse ganar a propósito, la que es quizá una de las declaraciones de amor más extravagantes que se hayan dado en el cine.

Where Chimneys Are Seen es una película que trata grandes temas, como el trauma de la guerra (las dos protagonistas vivieron experiencias demoledoras) o la difícil situación de los japoneses tras el conflicto bélico (reflejado en el trabajo de Kenzo, consistente en perseguir a gente humilde que deben dinero al estado), pero en lugar de poner en ellos el énfasis como hicieron otras películas temáticamente similares realizadas en Europa, prefiere centrarse más en los pequeños detalles que en los grandes acontecimientos. Eso es especialmente evidente en la escena de confrontación entre los protagonistas y la madre del bebé, donde la tensa discusión que tienen deriva en una escena más ligera, en que una amiga de Senko (que acaba de dejar a un hombre rico que la mantenía como amante) se encariña de la madre y caminan juntas mostrando una extraña complicidad pese a ser de caracteres tan dispares.

Éste es en definitiva uno de esos casos de filmes que hacen gala de una supuesta sencillez que beneficia mucho al resultado final, con un desenlace en que, aunque los personajes hayan aprendido algo de todas sus desventuras, sus vidas siguen siendo al fin y al cabo las mismas que al principio.

Humanidad y Globos de Papel [Ninjo kami fusen] (1937) de Sadao Yamanaka

Hace tiempo ya les hablamos por aquí del dramático caso del director Sadao Yamanaka, uno de los mayores talentos surgidos del cine japonés anterior a la II Guerra Mundial pero cuya muerte prematura nos dejó sin una carrera que podría haber sido prometedora. Y por si eso fuera poco, solo se conservan tres de sus obras, de las cuales la más famosa es sin duda Humanidad y Globos de Papel (1937), una de las mayores joyas del cine japonés clásico.

Una de las características que más me gustan del cine de directores como Hiroshi Shimizu, Yasujiro Ozu o Yamanaka es el tratamiento que le dan a sus historias, cuyo tono aparentemente modesto y ligero pueden llevar a engaño. Puesto que tras estos argumentos que evitan grandes conflictos se esconden reflexiones o ideas más profundas, pero sin llegar a nunca a hacerlas explícitas, sino de forma más sutil y poética dejando que sea el espectador el que sepa leer más allá. Consiguen algo tan sumamente complejo como hacer de la sencillez una vía a la reflexión, de emocionar con muy poco, sin necesidad de hacer énfasis en el drama, sino más bien con el cuidado que ponen a sus personajes. Son películas en que a menudo es tan importante lo que vemos como lo que se omite y debemos sobreentender.

Humanidad y Globos de Papel empieza y acaba con un suicidio. Desconocemos por completo las causas que llevaron al primero, el cual solo nos sirve para introducirnos en el escenario (un barrio humilde) y mostrarnos cómo los vecinos utilizan esa tragedia como excusa para organizar un velatorio que deviene en una fiesta. Cuando acabe la película habremos conocido las causas del segundo suicidio, pero los vecinos permanecerán ignorantes ante lo que ha sucedido como con el fallecido del inicio de la película y presumiblemente organizarán otra fiesta en recuerdo a los difuntos como excusa para emborracharse.

A veces las películas de Yamanaka pueden resultar algo confusas inicialmente, puesto que se trata de un cineasta al que le gusta dar un tratamiento coral a las historias y exponer diversos conflictos a la vez. En este caso no es hasta pasados los quince minutos de metraje cuando empezamos a vislumbrar las dos principales tramas que se desarrollan en paralelo: la de Matajuro Unno, un samurái sin maestro que intenta en vano conseguir el favor del poderoso señor Mori, a quien su fallecido padre ayudó a hacer de él alguien importante; y la del peluquero Shinza, que organiza timbas de apuestas ilegales provocando la furia del mismo señor Mori, puesto que es quien quiere tener el monopolio del juego en la zona.

Ambos están enfrentados al mismo hombre pero desde perspectivas totalmente distintas. Matajuro, que intenta mantener su dignidad de samurái, paradójicamente se humilla a sí mismo continuamente pidiendo al señor Mori una cita para hablarle de su situación sin entender sus largas, mientras que en paralelo intenta convencer a su mujer de que pronto conseguirá algo. Cuando finalmente una noche lluviosa Mori le quita de en medio pidiéndole que le deje en paz, Yamanaka nos regala uno de los planos más inolvidables del film: Matajuro mirando decepcionado al hombre al que ha estado persiguiendo servilmente para que le devuelva el favor que le hizo su padre. La magia de cineastas como Yamanaka es que consiguen que estos momentos resulten tan desgarradores sin necesidad de recursos dramáticos que acentúen la situación.

Shinza en cambio, un hombre vulgar y sin honor, opta por el enfrentamiento directo y sin tapujos, insistiendo en esas timbas ilegales y posteriormente secuestrando a Okoma, la joven que está bajo el cuidado y responsabilidad de Mori hasta que se case con un rico pretendiente. En esta subtrama se nota más que nunca la elegancia de Yamanaka en el uso de elipsis. No somos testigos de cómo Shinza secuestra a la chica, en cambio vemos cómo ella pierde una flor que tenía en el vestido y cómo éste la acorrala pisando sin darse cuenta la flor. Y en la escena final no vemos tampoco el enfrentamiento a espada (irónicamente él, que no es un samurái, será el único que luchará contra los secuaces de Mori, mientras que Matajuro se muestra más pasivo), pero en cambio sí que presenciamos un detalle: alguien le pide a Shinza que de camino al puente donde tiene lugar el encuentro devolviera un paraguas a su propietario; y una vez ahí, justo antes de empezar la pelea, le da el paraguas a uno de los matones y le pide que se lo devuelva a su dueño. La grandeza de Yamanaka reside en detalles como éste: nos esconde la pelea a espada pero nos recalca este detalle del paraguas que le da un tono más cotidiano a la historia, al mismo tiempo que nos da a entender que el personaje sabe que va a morir.

Una de las grandes contribuciones de Yamanaka al cine japonés de hecho fue el «aligerar» un poco el tono normalmente más grave de los jidaigeki, dramas de época ambientados en la era Edo, acercándolos más a la cotidianedad y a los pequeños detalles; como la muñeca de Okoma, el globo de papel del final que cae al riachuelo o la preciosa transición de un decepcionado Matajuro de la salida de la casa del señor Mori al interior de una taberna, utilizando en medio un breve plano de unas cortinas entre ambos momentos. O pequeños comentarios aparentemente intrascendentes, como cuando Matajuro vuelve humillado tras haber recibido una paliza y ante su mujer pretende que todo está en orden. En cierto momento, mientras busca un remedio para sus heridas, el aparentemente impasible samurái acaba reconociendo que le duele, algo que se puede interpretar no solo en referencia a sus heridas sino a la constante humillación a la que le somete el señor Mori. Es de los pocos instantes en que el personaje dejará entrever levemente su vulnerabilidad.

No, no hay grandes venganzas ni complots, incluso el secuestro de Okoma acaba pareciendo más un capricho de Shinza para desquitarse que otra cosa. Del mismo modo, el único enfrentamiento entre Matajuro y los secuaces del señor Mori acaba deviniendo no en la clásica lucha a espada sino en en una brutal paliza en grupo en la que el protagonista apenas consigue ni defenderse. De hecho, el personaje más deshonesto y pícaro, Shinza, demuestra ser más resolutivo y combativo (no solo se enfrenta directamente a los poderosos sino que al final demuestra no temer a la muerte), mientras que el samurai protagonista parece alguien más pasivo y resignado apoyándose en una idea de honor que a nuestros ojos en realidad le humilla más que otra cosa. Humanidad y Globos de Papel es una película que evita conscientemente todos los elementos prototípicos que uno esperaría de un jidaigeki para adquirir la apariencia de una obra sutil y llena de sensibilidad, de ésas cuya grandeza puede escapársele a uno de las manos inicialmente y que conviene visionar apreciando sus detalles. Una de las grandes obras del cine japonés clásico.

El Extraño dentro de la Mujer [Onna no naka ni iru tanin] (1966) de Mikio Naruse

Uno de los muchos motivos por los cuales admiro tanto la obra de Mikio Naruse (hasta el punto de considerarlo mi director oriental favorito a día de hoy) es su capacidad para saber adaptarse a los tiempos. Ése es un rasgo que he notado en otros realizadores japoneses que, pese a haber iniciado su carrera en la era muda, fueron capaces en una década tan particular como los 60 de realizar obras que encajaban perfectamente con la estética de esa era, sin parecer obras anticuadas creadas por alguien anclado en el clasicismo – aparte de Naruse para mí es paradigmático el caso de Tomu Uchida y su magnífica Fugitivo del Pasado (1965).

Pero si eso ya es un rasgo a destacar de Naruse, pocos cineastas pueden presumir además de haber realizado algunas de sus mejores películas en esa etapa final de su carrera – véanse las magistrales Tormento (1964) y Nubes Dispersas (1967) – o de haberse decidido a probar a esas alturas géneros que le fueran tan ajenos como el policíaco. Éste fue el caso de Naruse, que estrenó en 1966 dos películas vinculadas a ese tipo de cine tan alejado de sus temáticas habituales: El Extraño dentro de la Mujer Hit and Run, que además fueron su antepenúltima y penúltima obras. Ciertamente, un giro inesperado, y más proveniente de un cineasta de más de 60 años con docenas de títulos tras sus espaldas.

Pero lo mejor de todo es que El Extraño dentro de la Mujer es una película perfectamente enmarcada en el cine de los 60 que al mismo tiempo tiene muchos de los rasgos característicos de su autor, aunque amoldados a un tipo de argumento muy distinto a lo que esperaríamos de él. Fíjense en el plano inicial de la película: Naruse acompaña al protagonista (Isao) mientras éste camina por la calle, un tipo de plano que puede parecer casual pero que se repite mucho en su cine, en que los personajes pasean constantemente. Pero éste es diferente, en cierto momento Isao se para, se da la vuelta y mira hacia atrás con desconfianza, casi como si se hubiera dado cuenta de la presencia de la cámara, y se para a encender un cigarro. En el mismo gesto de fumar se le nota nervioso, baja el brazo en que tiene el cigarro y saltamos a un plano en un espacio interior en que la mano con el cigarro finaliza el gesto de bajar hasta un cenicero (un pequeño detalle para unir dos planos tan distintos pero lleno de elegancia y con el estilo tan característico de su autor).

Estamos en un bar. Mientras apura un vaso de cerveza, alguien le reconoce a través del cristal y le hace una señal. Isao está claramente molesto por la intrusión pero acepta que su amigo le acompañe. A partir de aquí se inicia una conversación en que su amigo y vecino Ryukichi le expresa su preocupación por no haberse encontrado con su mujer en la ciudad. Vuelven juntos a casa. Isao se muestra cada vez más nervioso. Cuando acuden a otro bar a tomar una última copa, Ryukichi se entera de que algo le ha sucedido a su mujer, que ha sido asesinada. A esas alturas, sin que se nos haya dado la más mínima pista al respecto, los espectadores sabemos que Isao ha sido el responsable.

¡Qué forma tan elegante de darnos a entender la situación! Naruse inicia el metraje una vez el hecho ya ha sucedido y nos hace compartir la incomodidad del protagonista antes de saber exactamente qué ha pasado, únicamente haciéndonos intuir que algo no va bien. De esta forma acabamos inconscientemente sintiéndonos identificados con alguien que en realidad es un asesino, un adúltero y un hipócrita. Alguien que, pese a eso, no es un mal hombre como iremos viendo. Ya que aquí radica la clave de la película: el problema no está en si Isao será descubierto o no (en el fondo seguramente está deseando que la policía dé con él), sino en si será capaz de vivir con sus remordimientos. En si podrá seguir mirando a la cara a su mujer y su mejor amigo sabiendo el crimen que ha cometido.

Como más de un avispado lector habrá deducido a estas alturas, el argumento parte de la misma novela que Claude Chabrol adaptaría también unos años después en la excelente Al Anochecer (1971). Ambos filmes merecen la pena por tratar el mismo conflicto pero desde la visión totalmente distinta de cada uno de sus realizadores: Chabrol aprovecha para lanzar una crítica a la acomodada e hipócrita burguesía, más interesada en mantener las apariencias que en sacar la verdad a la luz; Naruse se centra en los dilemas morales del personaje, en la idea de que el peor castigo que pueden infligirle su esposa y Ryukichi es perdonarle y dejar que conviva con ello el resto de su vida. De hecho, incluso el desenlace tiene mucho de Naruse al otorgar sorpresivamente el protagonismo a la esposa y la necesidad que tiene ésta de actuar como lo ha hecho por pura supervivencia.

Éste es por tanto uno de esos afortunados casos en que ambas versiones de una misma historia tienen su razón de ser por estar cada una de ellas enfocada al estilo y las inquietudes temáticas de cada cineasta. La de Naruse sirve además como aliciente para comprobar cómo hacia el final de su carrera todavía era capaz de dar una vuelta de tuerca a lo que se esperaba de él. Los grandes cineastas son de hecho aquellos que siguen sorprendiéndonos cuando menos lo esperamos, incluso en aquellas obras menos conocidas de su carrera.

Intimidation [Aru kyouhaku] (1960) de Koreyoshi Kurahara

Es curioso comprobar cómo a finales de los años 50 y principios de los 60 se hicieron cada vez más frecuentes en las pantallas de cine japonesas las historias relacionadas de forma más o menos directa con el mundo de los negocios y las grandes empresas. Me vienen a la mente películas tan diversas como la sátira sobre el mundo de la publicidad Gigantes y Juguetes (1958) de Yasuzo Masumura, Los Canallas Duermen en Paz (1960) de Akira Kurosawa, The Inheritance (1962) de Masaki Kobayashi o Elegant Beast (1962) de Yûzô Kawashima.

Todas ellas nacen como fruto de su contexto: la recuperación económica que estaba experimentando el país tras la posguerra (el famoso «milagro japonés») convirtiéndole en una de las mayores potencias del mundo. Con la entrada de la cultura capitalista en Japón las historias sobre traiciones entre altos ejecutivos y sobre empresas poco éticas estaban a la orden del día. Sí, el país había conseguido seguir adelante después de unos años muy difíciles, pero ¿a qué precio?

Una de las primeras películas de Koreyoshi Kurahara, Intimidation (1960), se mueve dentro de esa temática. El protagonista es Takita, emblema del triunfo capitalista: un banquero que ha ascendido a director de su sucursal y además se ha casado con la adinerada hija de su jefe. A su lado está Nakaike, un amigo de la infancia que empezó como él en el banco pero ha seguido un camino mucho más mediocre. Mientras Takita es astuto y sabe desenvolverse con la gente (incluyendo con la hermana de Nakaike, a la que tuvo como amante), su amigo es torpe e inseguro. Pero un día Takita recibe una desagradable sorpresa: un desconocido le chantajea por unas transacciones ilegales que llevó a cabo tiempo atrás y le exige que le entregue tres millones de yenes en el plazo de un día. Acorralado, la única opción que tiene Takita es robar su propio banco, y el destino hace que justo esa noche el encargado de seguridad sea su amigo Nakaike.

Con su estética en blanco y negro y el argumento centrado en un chantaje y un robo a un banco, Intimidation adquiere en su tramo inicial la apariencia de un película negra tradicional. Como es propio del género, nuestro protagonista es un personaje ambivalente, incluso más bien antipático por su falsedad, falta de escrúpulos y egoísmo, rasgos que suelen asociarse al arquetipo de hombre de negocios que escala a lo más alto. En contraste tenemos a Nakaike (extraordinario Kō Nishimura, secundario de oro del cine japonés clásico), que representa la figura del hombre honesto y de buenos sentimientos que no ha sabido adaptarse a los tiempos. Desde esa mentalidad del éxito inherente a la filosofía capitalista, Nakaike es a vista de todos un fracasado, alguien a quien Takita le resulta demasiado fácil pisotear como para sentir remordimientos.

No obstante, a medida que avanza la trama se nos hace obvio que Intimidation no es tanto una película sobre el robo de un banco como sobre la relación entre los dos amigos. En ese aspecto resulta determinante la escena del robo, de una tensión casi insoportable no solo por el crimen en sí, sino porque pone en juego a los dos amigos enfrentados a una situación límite. Lo interesante no será tanto el éxito o fracaso del robo, sino que ello conllevará que Takita vuelva a pisotear y humillar a Nakaike como medida de supervivencia.

En su último acto, el guión da un inesperado giro (de nuevo volvemos al terreno del film noir) que obliga a replantearse la relación de los amigos. Aunque resulta un giro muy interesante, me da la sensación de que se acaba alargando demasiado y resultando redundante, algo paradójico dado que una de las virtudes del film es precisamente su concisión (apenas más de una hora de duración). No obstante, pese a ese pequeño detalle, por todo lo demás Intimidation es una película muy interesante que sirve de preludio a Kurahara justo antes de realizar la obra por la que se daría a conocer: Los Pervertidos (1960).

Nubes Flotantes [Ukigumo] (1955) de Mikio Naruse

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El Japón de posguerra fue uno de los temas predilectos del cine producido en ese país durante su era clásica. El resurgimiento después de unos años traumáticos, la esperanza de renacer tras reconstruir una sociedad sumida en la ruina. Son películas protagonizadas por personajes abocados a una situación precaria que deben sobrevivir o incluso encontrar un motivo para reencauzar sus vidas. Dentro de esta temática encontramos obras tan diversas como las primeras Akira Kurosawa tras la guerra, Carta de Amor (1953) dirigida por la actriz Kinuyo Tanaka o Los Niños de la Colmena (1948) de Hiroshi Shimizu, pero quizá la más representativa sea esta obra maestra del que a día de hoy considero el más grande director del cine japonés, Mikio Naruse.

En este caso los protagonistas son Yukiko y Tomioka, quienes se conocieron e hicieron amantes en Indochina durante la II Guerra Mundial. Una vez ésta llega a su fin, Yukiko retorna a Japón para volver con Tomioka, pero se encuentra con que éste no ha dejado a su esposa como le prometió y que su relación no vuelve a ser como la de antes.

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Nubes Flotantes (1955) es el retrato de un romance extinto que intenta renacer, de una relación que los protagonistas insisten en que vuelva a cobrar vida cuando lo que queda de ella son las cenizas.

¿Y por qué? ¿Por qué después de la guerra Yukiko y Tomioka no pueden volver a reunirse felizmente? ¿Qué ha sido de todas las promesas de amor, de ese futuro resplandeciente que les esperaba después del horror del conflicto bélico? Tomioka realmente ya no ama a su mujer, pero aun así, en su primer encuentro con su antigua amante le confiesa que no podrá divorciarse de ella tras todo lo que hizo por él durante esos años. Pero son vanas excusas, ya que más adelante tendrá un romance con otra joven.

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La gran obra maestra de Mikio Naruse es por tanto el retrato de esas fricciones, de esos intentos de que vuelva a nacer entre los dos protagonistas ese algo que les unió en el pasado, de ese continuo ir y venir. Toda la película se basa en el relato de sus encuentros cada vez que la vida de uno u otro sufre un cambio de algún tipo. Encuentros por otro lado frustrantes, porque aunque parece que existe aún una atracción que les arrastra el uno al otro, nunca llegan a hacer realidad esa relación que tanto ambicionaban. ¿Qué queda? Citas en habitaciones de hoteles, reproches mutuos y paseos sin rumbo – por cierto, ¿se han fijado lo mucho que pasea la gente en el cine de Naruse?

Una de las claves de la película es que no hay un obstáculo concreto que deban superar para que su relación pueda tener sentido. El problema no es ni la mujer de Tomioka, ni su amante, ni siquiera los hombres a los que Yukiko debe recurrir para que la mantengan. El problema es ese «algo» inconcreto que se sitúa entre ellos y hace que lo suyo no pueda llegar a funcionar.

Y mientras ellos intentan reconstruir ese amor extinto, a su alrededor vemos el Japón de la posguerra, un país en ruina que también intenta renacer y que se refleja en esas habitaciones y apartamentos desordenados y andrajosos, totalmente diferentes de la exótica Indochina donde nació su romance.

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Naruse construyó en Nubes Flotantes una de las historias de amor más tristes de la historia del cine, precisamente porque habla del amor que ha dejado de tener sentido. Pero lo hace con su sobriedad habitual, siendo conciso en los aspectos que no le interesan pese a sus dos horas de duración (otra de las marcas típicas de Naruse que me parecen muy modernas aunque él no fuera consciente de ello es la brusquedad de sus elipsis, eliminando detalles que nos deja que deduzcamos para expandirse en los momentos que realmente le interesan: la relación entre Tomioka y su nueva amante por ejemplo se sobreentiende fácilmente en unas pocas escenas y un par de elipsis, o las dos ocasiones en que Yukiko debe pasar a convertirse en la amante de dos hombres para sobrevivir, no nos importa el proceso sino cómo eso afecta a su relación con Tomioka). Y por supuesto, no podemos olvidar las interpretaciones absolutamente portentosas de la pareja protagonista: Hideko Takamine, mi actriz japonesa favorita y una de las predilectas de Naruse, y Masayuki Mori dando a entrever esa fatiga existencial con su simple expresión.

Cuando en la escena final Tomioka llora en el lecho de Yukiko, no se crean que está lamentando la muerte de ella. Está lamentando la muerte de una imagen del pasado, de un fantasma que Naruse evoca explícitamente con dos repentinos planos en flashback de cuando se conocieron en Indochina. Ésa es la Yukiko de la que se enamoró y que ha estado intentando hacer revivir en vano durante toda la película, y es a ella a quien ama, no a la de verdad. Con la muerte de la Yukiko real lo que él pierde no es a la mujer que ama, sino al último vestigio de ese pasado que nunca volverá.

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Niños en el Viento [Kaze no naka no kodomo] (1937) de Hiroshi Shimizu

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A medida que voy descubriendo nuevas películas de Hiroshi Shimizu, más me reafirmo en mi convicción de que se trata uno de los grandes directores japoneses clásicos por descubrir. Su cine posee la cualidad de saber captar la vida diaria con suma sencillez, haciendo que en una primera toma de contacto pueda parecer en ocasiones hasta superficial, pero bajo esa superficie de alguna manera consigue plasmar con absoluta autenticidad esos pequeños dramas cotidianos. Se podría decir que en ese aspecto tiene bastante en común con Ozu, pero en el cine de este último resulta aún más palpable que bajo esos argumentos sencillos hay toda una filosofía de vida, mientras que Shimizu se resiste a desvelar ese aspecto de sus historias.

Niños en el Viento (1937) nos cuenta la historia de dos niños: Zenta y su hermano pequeño Sampei. Los únicos problemas a los que han de enfrentarse en su día a día son las notas escolares (mucho peores las del pequeño, ya que está siempre jugando y metiéndose en líos) y las peleas con otros jovenzuelos del vecindario. Pero un día les llega la noticia de que su padre va a ser detenido por haber desfalcado dinero de la empresa donde trabaja. Aunque al principio se resisten a creerlo, al final resulta ser cierto y la familia queda en tal situación que Sampei se ve obligado a irse a vivir con sus tíos.

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Uno de los rasgos más característicos de Hiroshi Shimizu – y que ya es tangible en su película más conocida, Los Niños de la Colmena (1948) – es su afición a trabajar con niños en sus films. De hecho el cineasta consigue extraer de ellos actuaciones tan naturalistas que no tenemos la sensación de ver a actores infantiles sino a niños jugando sin ser conscientes de la presencia de la cámara, como queda patente aquí en momentos tan inolvidables como cuando los hermanos juegan a los Juegos Olímpicos en su casa mientras esperan la llegada de su madre.

De hecho Niños en el Viento parte de la idea de plasmar un terrible drama familiar (el padre injustamente encarcelado) desde el punto de vista exclusivo de los niños. De esta forma parece casi peor el hecho de que los otros niños del barrio observen como se detiene a su padre que la detención misma, o que los amigos de Zenta le den la espalda antes que el motivo por el cual le evitan; del mismo modo que al final de la película parece igual de importante que se haya absuelto al padre como que Sampei haya parecido madurar y ser consciente de que debe comportarse bien. En el universo adulto esos pequeños problemas de los niños parecen intrascendentes, pero para Zenta y Sampei tienen tanta importancia como los conflictos de los mayores.

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Al igual que sucedía con una película del ya mencionado Yasujiro Ozu, He Nacido Pero… (1932) – otro film de la época en que los protagonistas son dos hermanos – los niños descubren la dura realidad del mundo adulto a partir de señales intrascendentes: en el film de Ozu era el visionado de un vídeo doméstico en que descubrían cómo su padre se comportaba como un payaso ante su jefe, en el de Shimizu el hombre de aspecto inofensivo y que casi parece turbado por molestar a la familia resulta ser en realidad el policía que viene a detener a su padre. Los niños nunca se enfrentan directamente a estos hechos, sino que los deducen a partir de simples anécdotas (el vídeo doméstico, el simpático desconocido de la bicicleta que pregunta a Sampei cómo se llega a su casa). Una vez su padre se ha ido, los dos hermanos se levantan de la cama para ir tras él y, cuando su madre les pregunta a dónde van a esas horas de la noche, éstos replican como excusa que quieren recoger una estrella que se ha caído. La respuesta suena auténtica y llena de inocencia, pero al mismo tiempo es preciosa.

Shimizu era un director que lograba este estilo tan natural filmando muchas veces sin guión y dejando que los actores condujeran las propias situaciones. Aunque su estilo con la cámara es sobrio, centrándose ante todo en los actores, también demuestra ser capaz de componer algunos planos memorables, como por ejemplo cuando Zenta corre de un lado a otro en busca de sus amigos y en cada corte de plano mantiene la dirección que el niño estaba siguiendo antes o, sobre todo, en los preciosos planos encadenados de los niños dirigiéndose en grupo al río. Bajo la aparente sencillez de la trama y su estilo, el cine de Shimizu tiene la naturalidad y la belleza de la vida cotidiana.

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Carta de Amor [Koibumi] (1953) de Kinuyo Tanaka

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Tras ver Carta de Amor (1953) me vienen inmediatamente a la memoria una serie de películas, comenzando por Cartas a mi Amada (1945) de William Dieterle y acabando en Her (2013) de Spike Jonze, que comparten con ésta la idea de alguien que se dedica a escribir cartas por otros. Es decir, un protagonista que materializa los sentimientos que esas otras personas son incapaces de expresar y, al final, lo que hace es compartir los suyos propios con alguien que no conoce.

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Ése es el punto de partida del debut tras la cámara de Kinuyo Tanaka, una de las grandes actrices del cine clásico japonés que aquí se animó a saltar a la dirección (fue de hecho la segunda mujer japonesa en trabajar como directora). Reikichi Mayumi es un hombre destrozado por haber perdido a Michiko, el amor de su vida, que se casó con otro hombre antes de la II Guerra Mundial. Pese a que su formación le permitiría encontrar un buen trabajo, Reikichi se deja llevar por la apatía y malvive junto a su hermano menor en un diminuto apartamento de Tokio. Su salida de ese estado de soledad e introversión vendrá cuando un amigo le ofrezca un trabajo insólito: ayudar a mujeres a escribir cartas a soldados americanos que fueron sus amantes durante la ocupación del ejército para pedirles dinero. De esta forma, Reikichi acaba aprovechando sus sentimientos atormentados con una finalidad terriblemente cínica: las mujeres se inventan todo tipo de desgracias para darles pena, pero lo que hace que Reikichi sea tan bueno en esa tarea es que realmente está poniendo sus sentimientos por escrito.

Más adelante, Reikichi se reencuentra con Michiko, pero su encuentro está muy lejos de ser idílico. Ella se vio obligada en los años más duros de posguerra a convertirse en la amante de un soldado americano, y Reichiki no puede evitar reprocharle que no mantuviera su pureza intacta. La película entonces pasa a tener un estilo mucho más cercano a una de las obras cumbre del cine japonés, Nubes Flotantes (1955). Guarda en común con el futuro film de Mikio Naruse el reflejo de ese sentimiento trágico y pesimista de posguerra que ha dejado huella en sus protagonistas, un romance que no consigue sobrevivir a esos penosos años no por impedimentos externos sino porque los personajes ya no son los mismos y, a un nivel anecdótico, un mismo protagonista, Masayuki Mori, uno de los actores más importantes y reconocibles de la era clásica del cine japonés.

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Pese a encontrarse por debajo de la obra maestra de Naruse, Carta de Amor es igualmente una gran película que refleja el Japón de posguerra, que lucha por prosperar en los años anteriores al boom económico que viviría el país. Las historias de Reikichi y su hermano circulan en paralelo como el reflejo de dos formas completamente distintas de sobreponerse a la adversidad: Reikichi, que lamenta no haber muerto en combate y sigue de luto por el pasado perdido, y su hermano más pragmático y astuto, que acaba prosperando con un pequeño puesto de revistas. En cierto momento el amigo de Reikichi anima al protagonista a que deje de obsesionarse por la guerra y a que entienda que, en el fondo, todos los japoneses son culpables por todos los pecados cometidos en esos años.

El film de hecho acaba con estas palabras, lo cual resulta bastante acertado: un desenlace que aunque se puede intuir por donde irá queda bastante en el aire. Como si lo que le interesara explicar a Tanaka y al guionista Keisuke Kinoshita (uno de los directores más importantes del cine nipón) ya hubiera quedado expuesto, y la previsible escena de desenlace no valiera la pena mostrarla. Este tipo de sutilezas, que nos pueden parecer remarcables, en realidad no eran nada infrecuentes en el cine japonés clásico.

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El Castillo de Arena [Suna no utsuwa] (1974) de Yoshitaro Nomura

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Los detectives Imanishi y Yoshimura reciben la misión de resolver un difícil caso: el asesinato de un hombre de unos 60 años de nombre desconocido que fue golpeado en la cabeza. Las pocas pistas que tienen a su alcance no hacen más que conducirles a callejones sin salida hasta que por fin dan con la identidad de la víctima: un policía retirado que estaba de visita en Tokio. Pero de nuevo otro callejón sin salida: el policía en cuestión estuvo ejerciendo en un pequeño pueblo en el cual todos los que lo conocían aseguran que era una persona muy querida y respetada. Ni un solo enemigo, ningún indicio de que se implicara en asuntos turbios, al contrario, parecía un hombre ejemplar. ¿Cómo acabó siendo la víctima de un crimen como ése?

El Castillo de Arena (1974) fue un sorprendente éxito comercial en su época que acabó convirtiendo el film en una suerte de clásico menor del cine japonés, algo olvidado hoy quizá por la poca relevancia de su director, Yoshitaro Nomura, del cual solo conozco otros dos films, Zero Focus (1961) y El Demonio (1978), que aún no he tenido la oportunidad de ver.

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El Castillo de Arena en realidad son dos películas en una. La primera mitad es la clásica historia de investigación policíaca, pero siempre desde una perspectiva más realista, sin ahondar en el suspense y centrándose en las pesquisas de los detectives. De este modo se nos sumerge de lleno en la parte menos glamourosa y (paradójicamente) cinematográfica del trabajo de los policías. Esto es: numerosas entrevistas de las que hay que exprimir cualquier detalle relevante, pistas que no conducen a ninguna parte (de hecho el film se inicia con un viaje que literalmente no aporta nada a sus pesquisas) y la frustrante sensación de buscar una aguja en un pajar, solo compensada por los breves momentos en que uno de los protagonistas da con una clave.

A esta parte de la película se le puede reprochar quizá la falta de interés que despiertan sus protagonistas, a los que solo conocemos como meros funcionarios ejerciendo su trabajo. Pese a que los primeros minutos nos puedan hacer sospechar que tendremos la típica relación entre policía viejo y policía joven, en que el primero le enseñará sus trucos de experimentado sabueso al segundo, rápidamente la trama se desvía de ese camino. Este enfoque encaja con el tono más árido de este segmento del film, en que lo que importa es cómo avanza la investigación y no los que la llevan a cabo.

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Pero en realidad parece que lo que le interesaba a Nobura y sus guionistas Shinobu Hashimoto (colaborador habitual de Kurosawa) y Yôji Yamada es el momento en que la investigación llega a su fin… ¡y aún nos queda una hora de metraje! Los detectives de policía se reúnen con sus superiores para explicar cómo han resuelto el caso al descubrir que el asesino es un célebre compositor, Eiryo Waga, que justo en ese momento está estrenando su última obra, bautizada «Destino» (sí, pueden intuir que las cosas se están volviendo un tanto rimbombantes).

Y es aquí cuando El Castillo de Arena llega a su momento cumbre. Porque no habrá ni persecuciones frenéticas al acusado ni encontronazos con la policía de ningún tipo, de hecho jamás veremos el momento de la detención. Lo interesante está en que los detectives explican la dura infancia de Waga junto a su padre, que nos llevará al móvil del crimen, mientras en paralelo presenciamos el estreno de su última composición. En cierto momento de la narración, el detective menciona cómo hay una parte de la historia que desconocen al no tener testigos de lo que sucedió. Waga es por tanto el único lo sabe, y en ese punto los diálogos desaparecen por completo y durante un largo rato solo oímos la composición mientras presenciamos esas terribles imágenes. Al combinar los flashbacks de su biografía con la música que éste ha compuesto, entendemos que la gran finalidad de la película era llevarnos a este punto: presenciar cómo el artista ha hecho de su terrible pasado la fuente de inspiración para su gran obra, cómo todas esas vivencias espeluznantes, todo ese pasado oscuro y oculto al resto del mundo están presentes en la música que está interpretando por primera vez. Cómo, en el fondo, está descubriendo con su arte una parte íntima y oculta de sí mismo sin que nadie del público lo sospeche salvo, claro está, los dos detectives.

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La flaqueza de este interesante clímax es que al final acaba pecando de excesivo y abusa de cierto sentimentalismo, mostrándonos incluso al detective con lágrimas en los ojos mientras explica la historia. No obstante, tampoco es justo desdeñar el filme por ello. De hecho la película va más allá del melodrama y deja a entender algunas ideas muy interesantes, como los prejuicios existentes en el Japón de la época, que llevan a Waga a cometer su crimen, o la forma como muchos japoneses reconstruyeron literalmente su vida de cero tras la guerra. Quizá se le pueda reprochar a El Castillo de Arena de poca sutileza en su giro al melodrama, pero a cambio hay que reconocer que consigue con éxito mezclar varias ideas y géneros distintos en su mismo metraje. Pese a que su algo excesiva duración – casi dos horas y media – y su tono algo grandilocuente en algunos segmentos puede echar atrás, merece la pena rescatarla.

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Samurai Spy [Ibun Sarutobi Sasuke] (1965) de Masahiro Shinoda

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A principios del siglo XVI, hubo un periodo de enorme tensión en Japón después de una serie de conflictos bélicos entre dos clanes: los Tokugawa y los Toyotomi. En medio de ese clima conocemos a Sarutobi Sasuke, un espía perteneciente a un clan en apariencia neutral que confía que no se produzcan más guerras, y que se dedica a recopilar información sobre lo que sucede en el país para su amo. En su camino se encuentra con otro espía que está mediando para conseguir que uno de los miembros más importantes de los Tokugawa se pase al clan Toyotomi. Cuando éste muere y ambos clanes dan por hecho que Sasuke está implicado en la conspiración, se ve obligado a tomar partido.

Masahiro Shinoda fue uno de los grandes exponentes de la nueva ola japonesa de los 60 junto a Yoshishige Yoshida y, sobre todo, Nagisa Oshima. En su haber tiene dos películas imprescindibles de esa corriente, Flor Pálida (1964) y Doble Suicidio (1969), que encajan mejor con el tipo de cine más modernizado que uno asocia a este tipo de movimientos. En contraste, Samurai Spy (1965) podría parecer una obra más convencional, la clásica historia de enfrentamientos entre clanes durante el siglo XVII. Y aunque efectivamente al lado de sus dos films más famosos no resulta tan innovador, sigue teniendo un enorme interés y algunos detalles que lo diferencian de los jidai-geki comunes.

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De entrada hay un aspecto de la película que podría verse como un defecto pero que yo creo que aquí juega a su favor, y es su argumento terriblemente confuso. No es que la narrativa no sea claro, sino que es casi imposible poder asimilar tantos nombres, a qué clanes pertenece cada uno y cuáles son sus motivaciones; de modo que uno debe asumir que, como mínimo en el primer visionado, no entenderá por completo todos los giros y traiciones que suceden en el film. Pero a cambio creo que esta confusión de personajes ayuda a crear un clima casi paranoico, en que uno nunca acaba de estar seguro de quién puede fiarse y de quién no (no solo porque las traiciones están a la orden del día, sino porque el incauto espectador a menudo irá perdido respecto al papel que representan algunos personajes en la historia). Eso hace de Samurai Spy una película que conecta más con el espíritu de los 60: un clima de desconfianza y extrañez en que nada es lo que parece. Sí, el protagonista Sarutobi Sasuke es intachable, pero será nuestro único punto de apoyo estable.

En relación a eso, se ha comentado mucho lo significativo que era producir en mitad de la Guerra Fría una película de samurais que se centrara en el mundo de los espías entre clanes. Sin saber hasta qué punto ésa era la intención de Shinoda, el guión contiene numerosas referencias a la necesidad de paz y el absurdo de la guerra que en aquel delicado contexto cobraban un nuevo significado.

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El otro elemento que caracteriza claramente la película es su apabullante estética, sobre todo en lo que respecta a la impecable fotografía en blanco y negro de Masao Kosugi, tan fascinante que en ocasiones corre el peligro de adueñarse de la película. De hecho se podría decir que aquí Shinoda nos exhibe la faceta de esos nuevos cines de la época más vinculada a lo estético que al contenido. En algunas escenas el director se decide por recursos poco habituales todavía, como emplear ralentizados que hacen que las escenas de acción cobren nueva vida o, en el caso del desenlace, filmar la acción desde un plano extremadamente lejano suprimiendo el sonido del combate y la banda sonora dejando solo el sonido ambiente del campo.

No tan innovadora como algunas obras clave del nuevo cine japonés, a cambio Samurai Spy ha envejecido mejor que títulos más emblemáticos como Eros y Masacre (1969) de Yoshida, y nos recuerda que la modernización del medio no solo se reflejaba en films más experimentales o politizados, sino también en obras aparentemente más convencionales como ésta.

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