Japón

Elegía de Naniwa [Naniwa erejî] (1936) de Kenji Mizoguchi

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Aunque contemporáneos suyos como Yasujiro Ozu y Mikio Naruse a mediados de los años 30 ya habían filmado unas cuantas películas de enorme interés, parece ser que la carrera de Kenji Mizoguchi hasta esa fecha es bastante olvidable. No podemos corroborar a ciencia cierta si es una opinión demasiado severa, porque la mayor parte de obras que filmó hasta entonces se han perdido, de modo que tendremos que creer que el Mizoguchi que conocemos y realmente apreciamos empieza en 1936 con Elegía de Naniwa y Las Hermanas de Gion. La segunda es una obra sobre la que se ha hablado mucho y que suele ser tenida muy en cuenta, pero Elegía de Naniwa, supuestamente el primer Mizoguchi auténtico, sigue siendo hoy día una película oculta.

Ya de entrada, aquí el director apuntaba a su temática predilecta: las injusticias hacia las mujeres en la sociedad japonesa. Una telefonista, Ayako Murai, sufre el acoso del jefe de la empresa, Sumiko Asai. En un descanso, le pide a su novio Nishimura, que también trabaja en la misma compañía, que le consiga una importante cantidad de dinero que su padre ha dejado en deuda, pero éste muestra desinterés. Al llegar a casa, Ayako se pelea con su padre y decide dejar su hogar para convertirse en la amante de su jefe. De esta manera, salda la deuda de su padre y paga los estudios universitarios de su hermano. Pero cuando decida abandonar esta vida será demasiado tarde para ella.

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Aparte de ofrecernos un argumento muy típicamente Mizoguchi, cabe resaltar que Elegía de Naniwa es la primera colaboración entre el director y su guionista habitual Yoshikata Yoda, al que volvió loco obligándole a reescribir el guión decenas de veces porque no capturaba aún el realismo necesario. Y de hecho queda bien clara la voluntad de critica social del director, que a la larga acabó provocando que la película fuera obra en 1940 por ser demasiado desmoralizante. Tampoco creo que sea casual que en su primera película de interés Mizoguchi estuviera narrando una historia ideada por él con tantas connotaciones biográficas: como es bien sabido, su padre vendió a la hermana del director cuando ésta era una adolescente para saldar unas deudas. Mizoguchi, que estaba muy unido a ella, siempre quedó muy afectado al ver como ésta se veía obligada a convertirse en geisha.

Quizá esa vinculación tan personal con el argumento explique esa insistencia por lograr un realismo sucio y el tono tan oscuro de la película, que tiene lugar principalmente en espacios cerrados y asfixiantes, ofreciéndonos un entorno visualmente cubierto de sombras en que los personajes a menudo aparecen en planos lejanos medio ocultos por el mobiliario o la iluminación. Por otro lado, un aspecto ya remarcable en que luego sobresaldría hasta convertirlo en una marca de género es su puesta en escena con abundancia de travellings y la cuidada composición de los planos.

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Ese estilo sumado a su pesimista historia hacen que Elegía de Naniwa sea una película que deja un poso muy amargo. Esta primera heroína del cine de Mizoguchi, Ayako, no solo puede progresar económicamente convirtiéndose necesariamente en amante de su jefe, sino que además debe soportar el desprecio de sus familiares aun cuando éstos utilizan el dinero que ella les envía. No obstante, lo que siente Ayako al conocer la reacción de ellos y de su novio no es tristeza sino decepción y rabia, lo que la convierte en una heroína aún más moderna. No se lamenta tanto por su suerte como por el hecho de que su novio sea tan cobarde y su padre tan hipócrita. Incluso aunque no aprobemos su conducta es imposible no estar de su lado. El desenlace abierto no nos deja claro cuál será su futuro pero parece que le queda poca elección aparte de volver a utilizar el sexo como medio de vida. Ese primer plano que dedica a cámara es casi una recriminación a una sociedad hipócrita que ha causado su perdición.

Aún lejos de sus grandes obras, Elegía de Naniwa es un notable film que resulta aún más sorprendente cuando lo comparamos con el gigantesco salto cualitativo que dio solo tres años después con esa obra maestra que es Historia del Último Crisantemo (1939).

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Tormento [Midareru] (1964) de Mikio Naruse

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Son malos tiempos para la familia Morita, que regenta una humilde tienda de comestibles en un barrio amenazado por la llegada de una cadena de supermercados. En el momento en que se inicia el film, la tienda la está llevando adelante Reiko, viuda del hermano mayor de la familia. Junto a ella vive su suegra, que le tiene un gran aprecio por todos los esfuerzos que ha hecho por su ellos, y su joven cuñado Koji, un estudiante universitario entregado a una vida vaga y acomodada que en el fondo está enamorado de ella. Las dos hermanas de Koji tienen entonces la idea de convertir la tienda en otro supermercado, pero para llevar eso a cabo necesariamente han de replantearse el papel de Reiko en la familia.

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Hay en el cine de Naruse, y especialmente en Tormento, una sensación de irremediable pérdida que impregna a todos los personajes, de que el paso del tiempo avanza inexorablemente dejando atrás ocasiones desperdiciadas y un pasado que ya no se podrá volver a repetir: los pequeños negocios de comestibles que están condenados a desaparecer sin remedio por la irrupción de los supermercados, o esos 18 años de la vida de Reiko sacrificados en levantar el negocio de la familia de su marido ya muerto, en vez de buscar una forma de empezar su vida de cero. Incluso antes de que la historia se empiece a complicar, el film de Naruse ya exhibe un poso de melancolía que gradualmente se irá adueñando de la trama.

También son frecuentes en sus películas las relaciones enrevesadas entre personajes: los padres de familia que se postulan más a favor de sus nueras que de sus propios hijos en Avalancha (1937) y La Voz de la Montaña (1954), o el imposible romance entre una viuda y el hombre que mató accidentalmente a su marido en Nubes Dispersas (1967). En el film que nos ocupa se trata del enamoramiento que siente Koji hacia Reiko, siendo él su cuñado. El inconveniente no está solo en el vínculo familiar que les une sino cómo puede Reiko, que le ha visto crecer desde que era un niño y le ha protegido de forma maternal durante años, mirar ahora al joven no como el hermano pequeño de su difunto marido sino como un hombre. Pero en este caso Naruse obvia por completo el proceso de desarrollo de esta compleja subtrama y nos introduce en la película cuando la situación ya se ha hecho realidad. Desde la primera escena intuimos que Koji siente una atracción especial hacia Reiko, y no nos importa cómo se ha llegado a este punto sino cómo podrán afrontarlo los personajes.

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Y éste es uno de los aspectos que más me gusta del film, y que hacen de Tormento una película tan especial, tan sutil y, en cierto aspecto, tan bonita. Son esas escenas en que ambos interactúan después de que Koji le haya declarado su amor. Esos instantes en que aparentemente nada sucede y la clave de todo está en los propios personajes: en sus reacciones, en sus gestos, en sus miradas, en sus encuentros forzosos en la tienda, en la forma como situaciones inofensivas en este nuevo contexto se vuelven violentas. El viaje en tren en que Koji le acompaña es aún más destacable en ese aspecto – ¿no les recuerda por cierto al viaje en tren de Lejos de Ti (1933) que parte de unas intenciones casi idénticas? Si alguien todavía duda de la grandeza de Naruse como cineasta, solo tiene que ver esa sucesión de planos que van dando a entrever cómo ambos pasan del forzado distanciamiento a volver a acercarse hasta adquirir de nuevo cierta complicidad. Sin diálogos redundantes que expliquen lo que las imágenes pueden mostrar. Sin forzar las situaciones haciéndolas demasiado impostadas. De forma natural pero evidente. Y si en algo destacaba Naruse era en conseguir reflejar lo que sucede dentro de los personajes, incluyendo esos grandes dramas internos, sin recurrir a un tono trágico, sin romper nunca esa cadencia tan especial, melancólica pero sin llegar al drama, que caracteriza sus films.

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Y de nuevo, como es habitual en Naruse, volvemos a asistir a la historia de una mujer atrapada por las convenciones sociales. La familia Morita se ha beneficiado de los sacrificios y esfuerzos de Reiko, pero cuando deciden remodelar el negocio ella les supone una molestia. De forma que asistimos al sutil pero implacable proceso de apartarla de sus vidas. Siempre de forma educada y de acuerdo con las reglas sociales, bajo una sonrisa que propone algo en principio inocente y bienintencionado («aún eres joven y hermosa, búscate otro marido«), pero que en realidad tiene una finalidad bastante clara («ya no nos sirves, debes irte de nuestra familia«). Este juego social que la propia Reiko entiende y acepta, y ante el cual solo se rebela el joven y poco convencional Koji.

No puedo dejar de terminar esta reseña sin dedicar al menos un párrafo de profundos elogios hacia la actriz protagonista Hideko Takamine, la predilecta del propio Naruse. Una de las mejores intérpretes del cine japonés, que entendió a la perfección el estilo que buscaba el director en sus películas y que conseguía algo tan difícil como transmitir los deseos reprimidos, aquello que su personaje piensa y desea pero no puede hacer explícito. Takamine no solo era una mujer hermosísima, sino que además conseguía que esa belleza no se viera impostada, como si fuera la típica actriz en el papel de chica guapa. Takamine era atractiva pero creíble, es fácil enamorarse de ella no solo por su belleza porque su mirada transmite candor y sinceridad. No llega a convertirse en el ángel trágico que se sacrifica sin dudarlo por los demás, es débil y tiene tentaciones; percibimos su lado humano, pero su bondad hacia los demás nos parece auténtica y eso la convierte en alguien especial, no solo una simple cara bonita. Fíjense en el final (¡qué final!), que acaba con un primer plano suyo. ¿Realmente cualquier actriz habría conseguido transmitir tanto en su rostro en unos segundos para así poder acabar la película de esta forma tan abrupta?

Olvídense ya de la idea de que Mikio Naruse es uno de los grandes directores del cine japonés. Mikio Naruse es uno de los grandes directores del cine universal.

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Había un Padre [Chichi ariki] (1942) de Yasujiro Ozu

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Una de las más grandes virtudes de Yasujiro Ozu, que lo convierten en un artista universal más allá de la etiqueta de ser el «más japonés de los cineastas japoneses», es su inigualable virtud para tratar profundas historias humanas con una modestia y contención que esconden todo lo que albergan en su interior. Sus temas a menudo son pasmosamente sencillos, y uno pensaría que la forma de hacerlos atractivos es incidir en sus elementos más puramente dramáticos. Pero la magia de Ozu está en que consigue emocionar profundamente desde esa distancia respetuosa.

Había un Padre (1942) nos cuenta sencillamente la vida de un padre y un hijo: el profesor viudo Shubei Horikawa y su hijo Ryohei. El primero decide abandonar la enseñanza después de que en una salida escolar muera accidentalmente un alumno. Aunque sus compañeros de trabajo insisten en que él no es responsable, se ve incapaz de seguir desempeñando ese oficio y se va a un pequeño pueblo rural. Ahí toma la decisión de separarse de su hijo, dejándole internado en un buen colegio que solo podrá pagar trabajando desde Tokio. A lo largo de los años, padre e hijo siguen separados mientras ambos progresan a nivel laboral.

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Una película como ésta cobra especial significado en una sociedad en que se daba tanta importancia al cumplimiento del deber y en que no se fomentaba la exteriorización de los sentimientos. Solo de esta forma se puede entender la relación entre Shuhei y Ryohei, en que el estoicismo y la aceptación de su destino esconden por debajo los verdaderos sentimientos de los personajes. Ozu consigue que nos creamos que realmente padre e hijo se quieren aunque éstos no lo demuestren de forma palpable. La primera vez que el padre le anuncia a su hijo que deberán separarse, éste empieza a llorar, pero el padre le dice que no debe hacerlo. Cuando de mayor Ryohei vuelve a saber que su padre seguirá sin poder vivir con él, su reacción será en cambio mucho más contenida: ha demostrado así que ha aprendido a comportarse como él.

De esta forma, sus vidas van pasando de forma separada, sintiendo un aprecio y amor mutuo pero sin poder volver a estar juntos. Quizá algún espectador actual sienta poca conexión con los personajes ante la aparente pasividad con que afrontan esa separación sin ningún signo auténtico de romperla, pero precisamente lo que hace tan especial la película es la sensación que recorre todo el metraje de que tanto uno como otro desearían poder seguir viviendo juntos y se echan sinceramente de menos; simplemente entienden que su deber es no expresarlo.

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Y mientras tanto, Ozu va filmando el paso del tiempo con la misma tranquilidad que le caracteriza, con unas elipsis sorprendentes que pasan por muchos años sin ningún recurso que nos avise. Para el director no hace falta hacer énfasis en el paso del tiempo, simplemente quiere que veamos cómo se suceden los acontecimientos poco a poco y cómo las cosas no cambian para nuestros protagonistas. El río al que vuelven a acudir de adultos a pescar sigue igual, de la misma forma que ambos siguen pescando haciendo exactamente los mismos gestos, la única diferencia es que ambos son un poco más viejos.

La cámara de Ozu mantiene también una distancia con los personajes parecida a la que hay entre ellos: del mismo modo que padre e hijo se aprecian pero no exteriorizan sus sentimientos, Ozu siente cariño por sus personajes y por sus vidas pero no se aproxima a ellos a nivel emocional. Incluso una escena tan dramática como la muerte del alumno al inicio y los remordimientos del profesor se resuelven con dos súbitas elipsis que evitan profundizar en esos detalles, como si Ozu quisiera evitar unos momentos tan emocionalmente tensos por decoro.

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Sin ser una película tan depurada como los clásicos que haría después de la guerra, Había un Padre ha acabado siendo uno mis Ozu favoritos. Creo que en pocas películas como ésta el director consigue transmitir con tanta modestia y tanta pureza su concepción de las relaciones humanas y del sencillo sentido de la vida, sin tener que recurrir al más mínimo conflicto, simplemente retratando el paso del tiempo. Difícilmente se puede acusar al director de que en la película no sucede nada, porque en realidad hemos asistido al proceso de madurez y envejecimiento de dos seres humanos, que no es poca cosa. A medida que el hijo se hace mayor y el padre envejece tenemos la sensación de haber asistido a algo auténtico, a haber percibido el puro paso del tiempo. Ahí es donde radica la clave que hace que este film sea tan emotivo y tan auténtico, ¿qué necesidad hay de otro tipo de conflictos cuando estamos siendo testigos de algo mucho más grande y emotivo?

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Eureka (2000) de Shinji Aoyama

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¿Cómo se puede superar un trauma que te ha marcado de por vida? ¿Cómo puede uno volver a la normalidad después de haberse enfrentado cara a cara con la muerte? El mundo del cine está lleno de historias sobre personajes traumatizados que luchan por enfrentarse a sus fantasmas interiores y final consiguen redimirse. Pero como sabrán, la vida no es tan sencilla. El cineasta japonés Shinji Aoyama se hizo un nombre más allá de su país natal gracias a un film que trataba esa temática pero huyendo de la estructura prototípica.

Eureka (2000) se trata de una ambiciosa obra de tres horas y media inundada de silencios, que se centra en tres personajes trastocados de por vida a causa de un terrible suceso del que fueron protagonistas: el secuestro de un autobús por parte de un psicópata, quien acabó con la vida de todos los pasajeros salvo el conductor, Makoto Sawai, y dos hermanos pequeños, Kozue y Naoki Tamura. Incapaz de seguir con su vida, Makoto deja el pequeño pueblo rural en que habitaba y desaparece durante dos años. A su regreso se encuentra con que su mujer lógicamente ha emprendido una nueva vida sin él en otra ciudad, y además no consigue adaptarse de nuevo a la vida con su familia. Paralelamente, los dos niños que también sufrieron ese trauma han quedado abandonados en su casa y viven casi aislados del mundo sin dirigir la palabra a nadie, sobreviviendo gracias a una indemnización que han recibido tras la muerte de su padre. Al mismo tiempo, varias jóvenes aparecen asesinadas por los alrededores del pueblo y las sospechas recaen sobre el inestable Makoto. Incapaz de enfrentarse a las acusaciones de su hermano, éste deja su hogar y se va a vivir con los dos niños, quienes al poco tiempo reciben la visita de un cuarto personaje: su primo mayor Akihiko, quien se instala ahí para pasar sus vacaciones con ellos.

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Pese a su extensa duración, Eureka es, lo crean o no, una película en que no sobra ni una escena y que no se hace pesada si uno logra conectar con la historia y el tono que le imprime su creador. Salvo la angustiosa escena inicial del secuestro, el resto del film opta por un estilo reposado pero no por ello excesivamente contemplativo, en que deja que los personajes se muevan a su ritmo por la pantalla. De esta forma, el espectador acaba interiorizando por completo su manera de ser y su comportamiento errático. Acabamos acostumbrándonos a ellos y entendiendo su forma de ser a base de convivir con ellos. De hecho Aoyama huye insistentemente de recursos fáciles como permitir que los personajes hagan explícito su estado emocional, ya que al fin y al cabo se tratan de personas trastocadas que seguramente no sabrían expresar el malestar que sienten. Eureka es ante todo un film sobre personas desubicadas que no saben qué hacer ni tienen a nadie que les guíe de cara a reconciliarse con ellos mismos, y Aoyama es fiel a esta premisa evitando atajos fáciles, aunque eso implique dedicar más de tres horas.

De hecho la relación entre Makoto y los dos niños resulta muy interesante por su ambigüedad: por un lado se propone ayudarles aun estando él tan afectado como ellos, por otro lado en cierto momento comenta que en realidad son los niños los que le están ayudando a él, pese a que su relación no es especialmente afectiva. Parece como si Makoto necesitara simplemente convivir con otros náufragos sin rumbo como él, hacia los que se siente más unido que a su propia familia; pero nada de eso se enfatiza de forma concreta, simplemente se va intuyendo a medida que avanza el film. De ahí la importancia que cobra el manejo del tiempo en la película: lo que nos hace ver su lenta evolución es el largo transcurso del tiempo más que hechos concretos.

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Eureka es una película que emociona pero sin sensiblerías. La fotografía en blanco y negro con tonos sepias incide en el tono nostálgico y apesadumbrado. Los personajes protagonistas prácticamente nunca ríen o lloran al estar emocionalmente enquistados. Pero aun así, el film está repleto de momentos que conmueven en su sencillez. La larga escena en que Makoto enseña a Naoki a arrancar la furgoneta, casi sin diálogos, todo en base a gestos, muestra más sobre el vínculo que se establece entre ambos que el último diálogo redentor que tienen juntos más adelante. Así mismo, la complicidad leve pero creciente Makoto y Kozue resulta conmovedora en su avance tímido pero que deja claro que se necesitan mutuamente.

Se trata pues de un film que entiende la redención de un trauma no como un proceso que conlleva la superación de unas etapas ni un enfrentamiento a unos demonios internos concretos, sino como un viaje sin rumbo y de destino incierto. Cuando Makoto les propone a todos hacer un viaje en furgoneta, convirtiendo sorpresivamente la película en una road movie, en realidad el personaje está dando palos de ciego, es una medida desesperada para reconciliarse con ellos mismos al comprobar el estancamiento en que se hallan encerrados en el hogar. Ese viaje sin rumbo no está destinado a aportarles una respuesta que reencauce sus vidas, es un último intento de reconciliarse con el mundo que tendrá dos desenlaces diferentes para los dos hermanos: Naoki es el que no ha conseguido superar el trauma de forma ordinaria, mientras que Kozue al final parecerá verse capaz de aceptar su vida. De hecho la escena en que ésta llega al mar y se camina por la orilla hasta adentrarse en el agua es uno de los instantes más conmovedores y especiales de la película, apoyado en la fantasmal banda sonora que aparece solo en momentos puntuales pero significativos.

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Pocas veces el paso del color al blanco y negro en un film ha sido tan emotivo como en el plano final de Eureka, el paso de ese universo fantasmal a un nuevo futuro. Pocas veces una mirada a cámara es tan conmovedora como la de Kozue al final de la película, desprendida de la tristeza anterior y dejando entrever cierta aceptación de su situación. Y pocas veces la última frase de una película es tan significativa: «Vámonos a casa«, pronunciada por ese pobre hombre que hasta ahora había estado deambulando sin rumbo por no tener un hogar a donde ir.

La desmesurada duración de Eureka está más que justificada porque para que entendamos la trascendencia de esos detalles necesitamos haber vivido anteriormente todo el viaje que han hecho sus personajes, habernos sumergido en su trauma y en su lastimero estado emocional. Solo de esa forma, podemos experimentar lo conmovedor que resulta ese final.

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El Adiós de un Hijo [Rikugun] (1944) de Keisuke Kinoshita

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Tomosuke ha recibido de su padre una educación que le ha enseñado a amar su país ante todo y, si es necesario, luchar y morir por él. Por ello, cuando siendo adulto se produce la guerra contra China, Tomosuke intenta alistarse, pero a causa de su su débil condición física se ve excluido. Con el tiempo forma una familia y tiene esperanzas en que su hijo mayor, Shintaro, podrá desempeñar la noble tarea de alistarse al ejército y defender a su país, pero desafortunadamente parece que Shintaro también es de constitución débil y no parece probable que pueda honrar a su familia cumpliendo ese cometido.

Como adivinarán sagazmente por el argumento y el año de producción, nos encontramos con una película de propaganda bélica, en la que el cineasta Keisuke Kinoshita se vio obligado a difundir un mensaje patriótico y militarista de acuerdo con las exigencias políticas del momento. Juzgar una obra de este estilo es difícil: por mucho que podamos disculpar a su creador el mensaje tan directamente propagandístico, no podremos evitar que nos choque al no coincidir con nuestros principios (o al menos de la mayoría de nosotros, espero). Y por otro lado, aun si nos centramos solo en sus aspectos artísticos, es muy difícil que el guión consiga salvar el gran handicap de todas las películas generadas en estas circunstancias: que la finalidad (el transmitir un mensaje, sea cual sea) acabe devorando la coherencia psicológica de los personajes, convertidos en meros transmisores de ciertos valores. Y en ese aspecto creo que El Adiós de un Hijo no consigue salir del todo airosa.

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Efectivamente, Kinoshita hace un muy buen trabajo tras la cámara pese a ser una obra de juventud, con un estilo que opta por planos muy largos en que deja que los personajes tomen el peso de las escenas. Por otro lado el actor protagonista es ni más ni menos que Chishu Rhyu, una figura icónica del cine japonés al que recordarán como mínimo por las películas de Yasujiro Ozu. Pero, ay, la finalidad de la película es tan clara y tan exenta de matices que cuesta entrar en ella. Podemos entender, aunque no la compartamos, la ambición del protagonista de luchar por su país, pero el problema está en que los diálogos suenan impostados, más preocupados por dar a entender sus mensajes y cimentar el rol de los personajes como representantes de lo que es una buena familia japonesa que en dotarlos de naturalismo. Resulta significativo que un actor como Rhyu, que suele transmitir tanto humanismo, aquí nos parezca tan frío y distante de nosotros. Al final la película acaba pareciendo más un muy interesante documento de una época que una historia que parezca humana y con vida.

Un ejemplo de la lucha que hay en el film entre el humanismo y los valores que se ve obligados a transmitir: la escena de la noche antes de que el hijo parta a la guerra. La familia acaba de cenar y los dos hijos se ofrecen a dar unos masajes a sus padres. La escena mantiene el tono doméstico durante un rato hasta que vemos cómo la madre se seca unas lágrimas. Kinoshita no se acerca a su rostro (eso vendrá luego, como veremos) ni siquiera centra la cámara en ella, se mantiene en plano general para no perturbar la tranquilidad del momento. Durante esos instantes tenemos la sensación de vivir algo auténtico: un hogar apacible en sus últimos momento antes de la guerra. Pero entonces habla el padre y rompe totalmente con el tono al recordar a su hijo sus deberes como buen soldado y que en tiempos de guerra la muerte es lo más normal. Adiós a esa estampa conmovedora. Hola, producto patriótico sin personalidad.

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No obstante, hay un plano conmovedor al final de la película que puede dar a entender una ruptura más directa con su mensaje patriótico. En la escena en cuestión, la madre del chico está trabajando en las tareas del hogar mientras su hijo desfila para dirigirse al frente. De repente, Kinoshita nos ofrece un primer plano del rostro de ella, un primer plano inusualmente largo que refleja la tristeza de la madre, quien sabe que quizá nunca más volverá a ver a su hijo. Lo llamativo de este momento es lo mucho que alarga Kinoshita el plano, enfatizando los sentimientos del personaje. Es uno de esos momentos que demuestran que tras la cámara se encuentra alguien inquieto y no un cineasta acomodaticio. Es también uno de esos instantes que dejan entrever ciertas fisuras en el mensaje politizado de la película: por unos momentos parece que Kinoshita nos quiera dar a entender con ese plano que, aunque la película deba posicionarse en cierto sentido, él no concuerda con su mensaje. Son estas pequeñas rupturas lo que justifican el visionado de obras de propaganda como ésta, el ver cómo el autor cumple con el cometido que se espera de él pero introduciendo pequeñas fisuras en que se hace dudar al espectador pero sin llegar a posicionarse claramente. No deja de ser un plano mudo, que no verbaliza explícitamente lo que piensa la madre, pero el hecho de que aún así sobreentendamos lo que sucede ahí es una muestra de la sagacidad de Kinoshita, quien rompe con el mensaje de esta forma tan cinematográfica.

Más célebre es la escena final, que resulta menos sutil en su propósito al mostrar a la madre acudiendo al desfile para despedir a su hijo. En su época los censores criticaron este momento porque se suponía que una buena madre japonesa vería orgullosa como su hijo iba a luchar en la guerra, de modo que la imagen de esa mujer desesperada no encajaba mucho con esa idea. Aunque no la encuentro tan interesante como el plano mencionado anteriormente, es esta escena la que nos confirma el sentimiento real de su director. Todo el argumento centrado en un hombre y su hijo que hacen lo posible por ir a la guerra, todas las frases patrióticas sobre el deber de todo buen japonés, todo ello de repente es reemplazado por algo tan elemental como una madre que intenta ver a su hijo en un desfile porque intuye que probablemente nunca más volverá a casa. Quizá es algo tarde para salvar el film, pero no para que el director haya podido posicionarse en un último atisbo de humanismo.

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Nubes Dispersas [Midaregumo] (1967) de Mikio Naruse

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Resulta curioso pensar que, de los cuatro grandes nombres del cine japonés clásico, los tres que acabaron su carrera en los años 50 y 60 lo hicieran con una de sus mejores películas: tanto La Calle de la Vergüenza (1957) como El Sabor del Sake (1962) se encuentran entre las obras cumbre de Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu respectivamente, y lo mismo podría decirse del film de Mikio Naruse que nos ocupa hoy. De estos cuatro cineastas (el cuarto es, por si hacía falta aclararlo, un tal Akira Kurosawa) Naruse es sin duda el más olvidado en occidente, pero si ha alcanzado el estatus de ser uno de los «grandes» no es de forma inmerecida, y su último film es uno de los más claros argumentos a su favor.

La protagonista es Yumiko, una mujer que tiene una vida idílica: su cariñoso marido, Hiroshi, es un importante miembro del Ministerio al que le van a ascender en un puesto en Washington, y además está a punto de ser madre por primera vez. Pero todo esto se derrumba cuando Hiroshi muere atropellado en un accidente mientras volvía de una cena de trabajo. El conductor del coche, Mishima, un joven con un prometedor puesto en una empresa, es declarado inocente ya que la investigación determina que la causa del accidente fue una rueda que se pinchó y no una imprudencia del conductor. Yumiko se hunde en la depresión y aborta. Mishima, aunque exento de responsabilidad, se siente culpable e intenta compensar a la viuda pagándole una cantidad cada mes y preocupándose por ella, pero ésta no quiere saber nada de él.

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Si bien el argumento de Nubes Dispersas parece el propio de un dramón lacrimógeno, la clave del film, lo que lo convierte en una auténtica joya, es el tratamiento que le da Naruse: sin emplear un tono trágico pero al mismo tiempo con una enorme sensibilidad. Me recuerda un poco a Yasujiro Ozu, sólo que este último se centraba más en pequeños argumentos y su visión de la vida tiene algo más de optimismo. En cambio, Naruse nunca deja que la tristeza abandone por completo a sus protagonistas, la muerte de Hiroshi siempre planea sobre ellos, como un hecho que por mucho que pertenezca al pasado nunca van a poder dejar atrás por completo.

El joven Mishima se nos presenta como una persona responsable y muy educada que no tiene ninguna culpa sobre lo sucedido, de hecho él es en cierto modo otra víctima al ser el destino el que haya hecho que matara accidentalmente a Hiroshi. Pero aun entendiéndole a él como otra víctima inocente, dicha muerte siempre se interpondrá entre él y Yumiko cuando ambos comiencen a enamorarse. La forma como Naruse va dando forma a la relación entre esos personajes es absolutamente ejemplar, el paso del desprecio inicial de Yumiko y el terrible sentimiento de culpa de Mishima a un afecto mutuo realmente sincero, una preocupación real por el otro. ¿Hasta qué punto tiene Yumiko derecho a despreciar sus atenciones cuando éste no tuvo la culpa del accidente? ¿En qué momento la preocupación de Mishima hacia Yumiko deja de venir causada por su sentimiento culpabilidad y pasa a ser por aprecio a ella? ¿Yumiko cuida de él cuando enferma gravemente como una nueva obligación hacia su protector después de lo amable que ha sido con ella o porque realmente ya le quiere?

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Inicialmente, el gran tema del film gira en torno a un concepto fundamental en la cultura japonesa como es el giri, el sentimiento de obligación que adquiere uno hacia otra persona (en este caso Mishima hacia Yumiko). Pero gran parte de la magia de la película está en la forma cómo Naruse va poco a poco haciendo que esa relación pase de basarse en el giri al aprecio mutuo y, finalmente, en el sentimiento amoroso. Cuesta captar el momento exacto en que empiezan a aflorar esos sentimientos en los personajes y ése es uno de sus mayores logros, porque para Naruse – y esto es un rasgo ampliable a todo su cine – lo importante no es solo el destino hacia el que van abocados los protagonistas (a enamorarse mutuamente) sino el reflejar todo ese proceso, el captar cómo va evolucionando poco a poco su relación.

Aunque Mishima, de ideas más modernas, le propone a Yumiko escapar con él, el peso del pasado es demasiado fuerte y su relación está condenada a no prosperar (en cierto momento él dice que son casi como familiares, enfatizando la idea de ser una relación que no puede llevarse a cabo). De hecho ni siquiera consiguen volver a recrear el idílico paseo en barca que vivieron en el pasado Yumiko e Hiroshi, ya que Mishima enferma y una tormenta les estropea la excursión. Es una metáfora bastante obvia de cómo las circunstancias no les van a permitir unirse realmente, de cómo por mucho que se quieran están condenados a no poder repetir ese romance idílico que tuvo Yumiko en su primer matrimonio.

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Otro aspecto que me gusta mucho del film es el uso que hace Naruse de la fotografía en color y de las elipsis, saltando libremente de una escena a otra, interrumpiendo a menudo conversaciones teóricamente trascendentales que el cineasta prefiere saltarse. Aunque el estilo de la película es muy reposado, este sistema de montaje hace que aún así siga fluyendo con naturalidad.

Y si antes mencioné a Ozu, también podría citarse a Mizoguchi por la imagen que da Naruse de la mujer. A lo largo de su carrera, el papel de la mujer en la sociedad japonesa tuvo tanta importancia en el cine de Naruse como en el de Mizoguchi, y una prueba de ello es que incluso en sus últimas obras volvieran a insistir en el tema manteniendo esa visión pesimista. En Nubes Dispersas las mujeres siempre dependen de los hombres: la vida de Yumiko se hunde tras la muerte de su marido no solo en el aspecto emocional sino económico, la decisión de abortar quizá responda también a no saber cómo podrá sacar adelante a un hijo en un futuro tan incierto. Incluso su cuñada, que tiene un negocio propio, debe coquetear con algunos de los clientes y tener un amante para tirar adelante. Del mismo modo, Mishima intenta compensarla con una ayuda económica, que ella rechaza por no querer tener lazos de dependencia con nadie. La realidad es que la única forma que tendrá Yumiko de volver a alcanzar el nivel de vida anterior es volviendo a casarse (como muchos le sugieren que haga) y que está destinada a resignarse a la idea de perder a los dos hombres que ama.

Desafortunadamente, en la última joya de su carrera, este delicado retrato de una relación destinada a no poder funcionar nunca, Naruse continuó llegando a la misma conclusión que en muchas de sus películas precedentes: los personajes están condenados a no reunirse y la felicidad de la protagonista vuelve a estar supeditada al rol que le otorga la sociedad.

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Los Niños de la Colmena [Hachi no su no kodomotachi] (1948) de Hiroshi Shimizu

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Los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial dieron pie en Japón a una serie de películas de corte más realista ambientadas en las ruinas de ese país destrozado. Uno de los motivos es que bajo la ocupación americana se intentó dejar de lado el género del jidai-geki (películas de época), ya que evocaba ese Japón antiguo y mítico que los americanos intentaban dejar en un segundo plano para no despertar sentimientos nacionalistas y ansias de venganza. La otra razón es que obviamente la situación en que se encontraba el país era propicia a este tipo de producciones más sencillas que la industria podía permitirse llevar a cabo con más facilidad.

En occidente existe un clarísimo equivalente de esta situación en el neorrealismo italiano, pero no deben entenderse estas películas como una versión consciente de ese movimiento (de hecho no creo que las obras de Rossellini y De Sica hubieran podido llegar todavía a Japón), sino como un equivalente que se dio en paralelo al estar los dos países en circunstancias muy parecidas.

Los Niños de la Colmena es una de las grandes obras asentadas en este ciclo. Su responsable es Hiroshi Shimizu, uno de los directores japoneses más importantes de los años 30 y 40, que se basó en sus experiencias reales ayudando a huérfanos durante la postguerra a la hora de elaborar el argumento del film. Aparentemente, en los años de la posguerra había muchos niños vagabundeando por las calles sin hogar y Shimizu solía ofrecerles comida o dinero. Con el tiempo empezó a acoger a algunos de estos menores sin techo y a cuidarles proporcionándoles cuidados médicos y una estabilidad, pero siempre dejándoles libertad para que se marcharan cuando quisieran.

Según Shimizu, la idea del filme no le vino hasta que un día se topó con uno de los jóvenes que había aparecido en la película La Torre de Introspección (1941), donde mostraba el día a día de un centro para menores conflictivos utilizándolos a estos como actores. Éste había salido del centro e ingresado en el ejército. Al volver a Japón, sus compañeros habían partido en tren para volver a verse con sus familias, pero él al ser huérfano no tenía a donde ir. En consecuencia, estuvo viajando sin rumbo por el país y por el camino un par de niños de la calle se le unieron. Éste fue literalmente el argumento que Shimizu copió para Los Niños de la Colmena.

Los niños del título son una pandilla que ha perdido a sus padres y malviven en las calles hasta que deciden seguir a un joven soldado, también huérfano. Aunque este último no busca explícitamente hacerse amigo de ellos, los niños acaban simpatizando con él y le acompañan en su devenir sin rumbo en busca de «algo»: un trabajo, un lugar en que asentarse, un sentido a su vida… lo que sea. Finalmente se les ocurre la idea de ir al centro al que se aludía en La Torre de Introspección, e incluso el soldado menciona explícitamente la película (descubriéndola como una obra vieja, ¡cuando tenía solo siete años!). Así pues, se dirigen hacia allá topándose por el camino con diferentes estampas que dejan entrever la miseria de la población.

El planteamiento del filme obviamente recuerda mucho a El Limpiabotas (1946) de Vittorio De Sica y, al igual que éste, se beneficia enormemente de contar con actores no profesionales, es decir, niños huérfanos de verdad que se muestran en la pantalla tal cual son. Eso quiere decir que en este film los niños realmente se comportan de una forma auténticamente infantil, con sus defectos y virtudes, y que su apariencia tan sucia y desastrada parece genuina. Esto es obviamente una marca personal de Shimizu, quien ya en filmes como el mentado La Torre de Introspección o Niños en el Viento (1937) demostró ser un cineasta extraordinario a la hora de captar el mundo infantil. Un ejemplo de ello es la escena en que cada uno de ellos explica su situación, a cada cual más dramática. Ninguno la comenta entre lloros y lamentaciones, todos han pasado ya por esos traumas y, como niños que son, acaban aceptando la situación como se les ha presentado y han aprendido a sobreponerse a ella para sobrevivir. Del mismo modo, cuando muere uno de ellos se lamentan en su tumba de todas las malas pasadas que le hicieron mientras estaba enfermo, demostrando que pese a su arrepentimiento en el pasado estaban lejos de ser unos bucólicos querubines.

Algo que me gusta mucho de películas japonesas como ésta es el tono que le imprimen los directores, reflejando los dramas cotidianos con serenidad sin ahondar en el dramatismo, como si esos acontecimientos trágicos fueran otro elemento del día a día a asimilar. Por ello en este caso no me desagrada la clásica banda sonora uniforme omnipresente en todo el metraje, porque contribuye a hacer que el tono del film se mantenga igual al margen del patetismo de los diferentes episodios que se suceden. Del mismo modo, me gusta mucho el personaje del soldado, convertido sorpresivamente en una especie de modelo a seguir que les inculca el valor del trabajo. En todo el film no abandona su expresión seria, y aunque notamos por sus acciones que se preocupa por los niños, no ahonda en su vínculo con ellos por la vía emocional. Incluso cuando aparece una chica en la trama ésta no es la típica actriz bella destinada a robarnos el corazón ni tampoco surge el previsible romance entre ella y el soldado. Los personajes parecen demasiado preocupados para sobrevivir como para perder tiempo ahondando en sus sentimientos. Son prácticos, no sensibleros.

La sobria dirección de Shimizu concuerda con ese tono. Puede que el director y los personajes afronten los hechos con normalidad, pero nosotros no podremos evitar emocionarnos profundamente ante el niño llamando a gritos a su madre ahogada en el mar, ni sentir un estremecimiento ante la imagen de una Hiroshima destrozada (algo por cierto hecho a espaldas de las autoridades americanas, que no veían con buenos ojos que se mostrara en filmes la ciudad en ruinas que evocaba el terrible ataque nuclear). Pero esos detalles no se resaltan ni por parte de la cámara ni de los personajes, simplemente forman parte del contexto en que nos encontramos. Es por ello que destaca tanto el momento más genuinamente dramático de la película, cuando uno de los niños transporta en su espalda a un compañero gravemente enfermo, que le pide como último favor que le suba al pico de una montaña para poder ver una vez más el océano donde murió su madre. Al ser un instante tan intenso y dramático en contraste con el resto del filme (y no obstante Shimizu sigue filmándolo desde la distancia, sin implicarse emocionalmente más de la cuenta en lo que sucede), resulta aún más emotivo.

El final, que algún espectador quizá critique por romper con el tono del resto del film, debe verse como un mensaje de esperanza hacia Japón, hacia un futuro en que confiaban que podrían reconstruirlo. Tanto ese soldado que ha retornado del frente sin ningún lugar al que acudir como esos niños huérfanos representaban la esperanza de un país que por entonces buscaba como ellos el camino a seguir.

Sazen Tange and the Pot Worth a Million Ryo [Tange Sazen yowa: Hyakuman ryo no tsubo] (1935) de Sadao Yamanaka

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Existe una fotografía bastante conocida en que se ve juntos a los directores Sadao Yamanaka y Yasujiro Ozu vestidos de uniforme militar. Ambos estaban destinados a la campaña de invasión de Manchuria pero solo uno de ellos regresó. Eran dos de los directores más importantes de Japón en aquella época, pero solo uno ha obtenido el reconocimiento que merece gracias a una extensa carrera. Resulta muy tópico formularse este tipo de preguntas pero no puedo evitar caer en la tentación: ¿qué habría sido de Sadao Yamanaka de haber sobrevivido? ¿sería hoy otro gran nombre del cine japonés a la altura de Ozu, Kurosawa, Mizoguchi y Naruse? ¿o habría permanecido  como un gran director asociado a una época concreta? A día de hoy solo nos han llegado tres obras de su prolífica carrera a causa de que la mayor parte del cine japonés producido antes de la II Guerra Mundial ha desaparecido, y según dicen algunos historiadores éstas no tienen por qué haber sido necesariamente las mejores. Y no obstante, aunque no lo fueran, justifican que el nombre de Sadao Yamanaka haya resurgido con fuerza en los últimos años.

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A él se le atribuye la renovación del jidai-geki, es decir, las películas de época. Según palabras suyas, su intención era filmar los jidai-geki como si fueran gendai-geki (películas de ambientación contemporánea), por tanto mantener la ambientación pretérita con sus códigos pero dándole el estilo más ágil y natural de los dramas contemporáneos. De esta forma, buscaba acabar con el estilo tan hierático y solemne de los films de samurais, demasiado anclados en la tradición nipona, y poner su mirada en el tipo de películas que llegaban de occidente: desde las comedias de René Clair hasta los musicales, dos de las influencias más notorias del film que nos ocupa.

Para ello, Yamanaka no dudaba lo más mínimo en tomar personajes conocidos por el público y reconvertirlos por completo, desvelando una faceta inédita de los mismos. En Sazen Tange and the Pot Worth a Million Ryo hizo lo propio con Sazen Tange, un popular personaje de ficción que nació en la literatura y conoció numerosas adaptaciones fílmicas. Se trataba de un samurai que, a causa de una traición, sufrió un ataque en el que perdió el ojo y el brazo derechos. Eso no le impedirá seguir viviendo aventuras en las que demuestre ser un excelente luchador pese a sus limitaciones físicas. Yamanaka sabía que el público japonés conocía a este misterioso personaje, y por ello su jugada es aún más digna de elogio: consiguió al actor que lo había interpretado en las famosas versiones cinematográficas, Denjiro Okochi, y le situó… ¡en una comedia! El antaño legendario samurai ahora tiene un rol indeterminado en una casa de juego donde se pasa el día haciendo el vago y gruñendo. La propietaria de la casa, Ofuji, entendemos que es su amante, pero olvídense de escenas románticas, su relación es parecida a la de un matrimonio maduro exento de pasión y que se basa más en los tiras y aflojas del día a día (en los cuales, para más recochineo, Sazen siempre sale perdiendo).

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En cuanto al argumento, todo gira en torno a una vasija barata que en su interior alberga el secreto para acceder a un tesoro escondido de un millón de ryo. Dicha vasija estaba en manos de un gran señor, pero cometió el error de regalársela a su hermano menor Genzaburo antes de conocer su auténtico valor. Éste a su vez la vende a unos chatarreros después de soportar las quejas de su esposa, quien no quiere tener esa cosa horripilante en su casa. Cuando éste descubre también su auténtico valor, la vasija ya ha pasado a manos del hijo del chatarrero, Yasu, quien la usa para guardar a sus peces. No obstante, el padre es asesinado por unos maleantes al salir de una casa de juego y el niño es adoptado por los ya mencionados Sazen Tange y Ofuji, quienes por supuesto tampoco conocen el valor de la vasija.

Si todo esto no les convence de la original forma como Yamanaka encaró un género tan rígido como el jedai-geki, déjenme desvelarles un par de detalles más: nunca llegaremos a ver el famoso millón de ryo (convirtiendo la vasija en un auténtico McGuffin) y Sazen Tange a duras penas podrá demostrar sus habilidades con la espada (de hecho ni siquiera existe el clásico enfrentamiento final). Difícilmente Yamanaka podría satisfacer menos las expectativas iniciales de un espectador que acudiera al cine con el aliciente de ver la primera película sonora de Sazen Tange.

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Salvo unos momentos puntuales dramáticos, todo el film se mueve en un estilo ligero y divertido. Un recurso repetido continuamente y que demuestra una asimilación total del cine sonoro – recordemos que en Japón se consolidó mucho más tarde que en el resto del mundo, de hecho en la época de esta obra aún se producían films mudos – son las discusiones entre dos personajes en que uno de ellos se niega a ceder y en el siguiente plano se muestra cómo ha acabado haciéndolo. Sazen quiere que Yasu aprenda a luchar, Ofuji dice que debe ir a la escuela. Yamanaka corta el diálogo antes de que lleguen a un acuerdo y en la siguiente escena vemos a Yasu preparado para ir a la escuela. La propia Ofugi se niega a mantener al niño y en la escena siguiente le vemos comiendo. Más adelante rehusa comprarle unos zancos de bambú, pero seguidamente le vemos utilizándolos. Yamanaka se basa en la comicidad de mostrar cómo siempre es el personaje más débil el que se sale con la suya.

Del mismo modo, aunque uno esperaría que la recompensa del millón de ryo sería un aliciente para cualquier personaje, a la práctica Genzaburo utiliza esa excusa para escabullirse a la ciudad y pasarse el día jugando. Pero lo mejor de todo es que este personaje, teóricamente antipático por su actitud perezosa y sus continuas mentiras, acaba siendo un aliado de Sazen, quien al final le ayudará a recuperar el respeto de sus hombres.

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El resultado final es una magnífica revisión de los códigos del jidai-geki, una subversión de un mítico personaje convirtiéndolo en objeto de comedia (de la que por cierto Kurosawa seguro que tomó nota para su Sanjuro). Eso sí, manteniendo el estilo eminentemente japonés en la puesta en escena: la práctica ausencia de primeros planos, el uso de espacios vacíos (el asesinato del chatarrero tiene lugar totalmente fuera de encuadre) y la contención con que se exponen las emociones de los personajes (véase el precioso plano de Yamu después de haber recibido la noticia de la muerte de su padre).

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Historia de Fantasmas de Yotsuya [Tôkaidô Yotsuya] (1959) de Nobuo Nakagawa

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La historia conocida como Yotsuya Kaidan es todo un clásico japonés que desde su escritura en el siglo XIX ha gozado de un enorme éxito en representaciones kabuki. Como es lógico, con la llegada del cine no se hicieron esperar las numerosísimas adaptaciones cinematográficas, de las cuales seguramente la más reputada es la que nos ocupa hoy.

Se trata de cuento de terror fantasmal basado en la idea siempre atrayente de la venganza. Un samurai llamado Iyemon desea contraer matrimonio con la bella Iwa, pero su padre se opone firmemente porque considera que éste lleva una vida distendida y no sería un buen marido. Rabioso, Iyemon mata al anciano y, con la complicidad del sirviente Naosuke, le hace creer a Iwa y su hermana Sode que ha sido asesinado por un bandido. Bajo la promesa de vengarle abandonan el hogar y al poco tiempo la pareja se casa. Iyemon acaba siendo tal y como sospechábamos un mal marido, empobrecido y que trata mal a su mujer y a su hijo recién nacido. Cuando conoce a otra joven perteneciente a una familia adinerada, Ume, Naosuke le animará a matar a su actual mujer para casarse por conveniencia. Para ello intentará provocar que ésta le engañe con otro hombre (o al menos que lo parezca), puesto que un asesinato por adulterio se encontraba justificado por entonces.

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Esta adaptación de Historia de Fantasmas de Yotsuya corre a cargo del que está considerado uno de los primeros directores japoneses especializados en el cine de terror, Nobuo Nakagawa, quién hace un trabajo espléndido que se deja notar en todo momento en elementos como los decorados, la iluminación y el uso del color. La película, antes incluso de entrar en el elemento sobrenatural (que se hace esperar hasta el final), está repleta de planos visualmente inolvidables como la puesta de sol en casa del joven matrimonio, y a menudo enfatizan la importancia de los espacios en que se sitúa la acción, especialmente los pantanos.

El film por otro lado va aumentando progresivamente de tensión, a medida que las acciones cada vez más repulsivas de Iyemon nos lo hacen más odioso a nuestros ojos. La escena en que la pobre Iwa ingiere inocentemente el veneno que su marido le ha hecho llegar es de una crueldad terrible, y tiene un toque casi gore que aún hoy día se hace desagradable cuando ella se peina y se le desprenden los cabellos ensangrentados.

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El último acto nos muestra a los dos culpables intentando seguir adelante con sus vidas viéndose asaltados por los espíritus de las personas que han matado. Pese a algunos detalles que obviamente han quedado anticuados, creo que la película funciona sorprendentemente bien en la forma de crear tensión, con la imagen del cadáver de Iwa apareciendo repentinamente en el techo o el lago cuyas aguas pasan a teñirse de rojo sangre. Quizá sólo se le podría achacar que ese elemento de terror tarda mucho en hacerse notar, lo cual puede impacientar al espectador que acuda al film esperando una obra de género pura y dura.

Resulta inevitable pensar en las modernas películas de terror orientales a la hora de visionar esta Historia de Fantasmas de Yotsuya, una obra clave del género en Japón que ha conseguido aguantar el paso del tiempo aún perteneciendo a un género especialmente proclive a no envejecer bien como es el terror. La clave está en una atractiva premisa que difícilmente puede fallar y su magnífico trabajo de dirección, que plasma esa fascinación hacia lo sobrenatural tan característicamente nipona.

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El Ahorcamiento [Koshikei] (1968) de Nagisa Ôshima

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Al inicio de El Ahorcamiento, Ôshima cita una estadística sobre la opinión de los japoneses respecto a la abolición de la pena de muerte, que por entonces contaba con un 71% en contra. Ôshima, que deja bien claras sus intenciones desde el principio, dirige entonces una pregunta a ese 71%: ¿Alguna vez habéis visto una sala de ejecución? Seguidamente nos muestra una escena casi documental sobre el proceso de ejecución de un preso: la celda en que vive confinado, el procedimiento a seguir, etc. Todo es narrado con una voz en off neutra mientras presenciamos cómo un hombre es ahorcado.

A partir de aquí desaparece el tono documental y se inicia la narración. El ahorcado es R, un coreano sentenciado a muerte por haber violado y matado a dos chicas. Pero para sorpresa de todos los presentes, R no fallece tras haber sido ahorcado, sino que simplemente queda inconsciente. Como el reglamento exige que no se puede ahorcar al preso si no tiene conciencia, le despiertan, pero entonces se encuentran con un problema mayor: R se ha vuelto amnésico por el impacto y no recuerda quién es, por tanto no se le puede volver a ejecutar hasta que no recupere la memoria. Los funcionarios inician entonces un largo proceso para que el acusado recuerde quién es y por qué va a ser ejecutado.

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Con El Ahorcamiento Nagisa Ôshima nos ofreció una de las mejores películas de la nueva ola japonesa de los años 60, un film que como sus anteriores obras tiene un fuerte contenido político pero que aquí es tratado de una forma especialmente interesante, combinando humor con escenas más reflexivas y críticas. La primera hora de película, desarrollada en el patíbulo, es especialmente brillante. Los funcionarios de prisión se encuentran ante una situación que escapa a la normalidad y no saben cómo tratar de acuerdo con el reglamento. Se produce entonces una confrontación: ellos creen que R simplemente ha perdido la memoria pero el sacerdote cristiano asegura que ése no es R, ya que su alma ha recibido ya la extrema unción y ha abandonado ese cuerpo, por lo que no se le puede volver a ahorcar.

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Este segmento del film destaca por el humor mordaz y lleno de crítica hacia la pena de muerte. Lo surrealista de la situación lleva a interesantes paradojas como la insistencia en salvarle la vida (reanimarle de su inconsciencia) para volver a ahorcarlo. Cuando éste vuelve en sí y no recuerda nada, los funcionarios intentan recordarle quién es representando ante él los asesinatos que cometió, dando pie a las escenas más surrealistas y divertidas de la película.

Lo interesante de esta premisa no es solo su tono cómico, sino lo curioso del planteamiento de Ôshima. En lugar de darnos a conocer quién es R y los crímenes que ha cometido, nos muestra a R visto-interpretado por los funcionarios. No llegamos por tanto a conocer a R, sólo la imagen que tienen de éste y que insisten en reintroducir en su conciencia.

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Esta idea tiene un punto extra de interés si tenemos en cuenta que R es coreano, lo que da pie a una contundente crítica hacia el racismo en Japón. En las escenas en que los funcionarios representan para R la que era su vida familiar Ôshima deja bien claros los prejuicios raciales de los personajes. En cierto momento uno de ellos le pide a otro que para ser más realista interpretando a un coreano debe ser más grosero, y cuando R pregunta qué es un coreano, la torpe respuesta del funcionario de educación da a entender también el desprecio que siente hacia ellos. Aquí ya no sólo conocemos la visión que tienen los demás de R, sino la que tienen los japoneses en general de los coreanos. El resultado es realmente divertido, ya que las pequeñas escenas que representan de su vida doméstica son hilarantes por sus exageradas interpretaciones, pero nunca se pierde vista el tono altamente crítico que tanto le interesa a Ôshima.

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El segmento final por otro lado supone un cambio bastante marcado de tono y contenido. El director aparca el tono humorístico y se vuelve más dialéctico, además de introducir sorpresivamente un elemento sobrenatural o surrealista. Durante una de las representaciones del crimen de R, el funcionario de educación cree haber matado por accidente a una joven pero sólo él y unos pocos más pueden verla. La chica repentinamente despierta y dice ser la hermana de R, que quiere despertar en éste su conciencia de coreano.

Resulta muy estimulante la forma como Ôshima se atreve a introducir un elemento surreal en la trama, un rasgo muy moderno que nos recuerda que el director pertenecía a una generación de cineastas que se proponía romper con los límites del medio. Pero a cambio, el film flaquea ligeramente enmarañado en esos diálogos llenos de simbolismos bastante claros (la chica como representación del pueblo de Corea confrontada con la omnipresente imagen de la bandera de Japón). O quizá, siendo justos, el problema es que es difícil estar a la altura de ese inicio tan original y llamativo, porque en realidad el film no pierde el interés en ningún momento ya que el director no deja de bombardear al espectador con ideas que llevan a la reflexión.

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En todo caso, el resultado final sigue siendo magnífico, una crítica a la pena de muerte y el racismo muy poco convencional, utilizando libremente humor satírico y elementos surrealistas. Films como éste destacan no solo por la validez de su contenido crítico, sino por mostrar la capacidad de la nueva ola de cine japonés para crear grandes películas con plena libertad creativa y de ideas. Ôshima conseguía así ser subversivo tanto en el contenido como en la forma de sus obras.

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