

Cualquier lector habitual de este humilde gabinete cinéfilo sabrá desde hace ya tiempo que este Doctor siente una debilidad especial por el cine japonés clásico. Pero debo decir que, sin tener por qué ser necesariamente la mejor década de todas, tengo una fijación especial con los filmes producidos allá en los años 30, hasta el punto de que disfruto incluso de películas muy menores de esos años. El por qué no lo tengo muy claro, pero quizá se deba a que, más allá de ser una década repleta de grandes películas, el cine japonés de esos años tiene una forma de narrar las historias muy particular que luego fue cambiando después de la II Guerra Mundial. No soy suficiente experto en la materia como para concretar más esto, pero noto en muchos dramas y comedias de ambientación contemporánea de los años 30 un tono que podría pasar como «casual», poco dado a enfatizar los puntos más dramáticos, casi como si se prefirieran tratar las historias con cierta delicadeza (en el caso de los dramas) o ligereza (en el caso de las comedias). Eso puede llevar al error de ver algunos de esos filmes como intrascendentes. No pasa gran cosa. O más bien sí que pasa, pero al no remarcarse no da esa sensación. Parece a veces incluso que la narrativa es torpe, porque pasa muy por encima por elementos cruciales y deja aspectos importantes sin resolver. Pero todo ello forma parte de su encanto especial.
Shirô Toyoda es un cineasta poco recordado hoy día pero que tiene una filmografía potencialmente muy interesante en la que merecería la pena profundizar. Se le asocia sobre todo a adaptaciones de obras literarias de prestigio como El País de la Nieve (Yukiguni, 1957), que trasladaba a la gran pantalla el célebre libro de Kawabata o Wild Geese (Gan, 1953), mi favorita de las que he visto suyas hasta ahora. Nightingale (Uguisu, 1938) pertenece a su primera época y es un ejemplo perfecto de los rasgos que antes cité que para mí hacen del cine japonés anterior a la Segunda Guerra Mundial una experiencia muy especial.

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