La historia es la siguiente: Billy Wilder era un emigrante alemán que se había labrado una prestigiosa carrera como guionista en Hollywood colaborando con Charles Brackett, pero lo que él deseaba era dirigir películas. Ya lo había hecho anteriormente en su breve estancia en Francia con Curvas Peligrosas (Mauvaise Graine, 1934), y ahora que ya se había asentado en América quería volver a ello por una razón muy sencilla: no le gustaba cómo algunos directores filmaban sus guiones. Si alguien tenía que estropear sus historias, mejor que fuera él mismo. El problema es que Wilder se encontraba en la edad de oro del sistema de estudios del Hollywood clásico, en que todo estaba más firmemente jerarquizado que nunca. Los años en que un guionista o, peor aún, un actor podía probar suerte tras la cámara habían quedado atrás después de los inicios del sonoro. Pese a sus insistencias, la Paramount prefería tenerlo como un eficaz guionista en nómina que proporcionara muy buenos libretos para otros directores.
Pero entonces algo cambió. Preston Sturges, otro de los grandes guionistas del estudio, había perseguido las mismas ambiciones y al final hizo un trato con el estudio: les ofreció un magnífico guion que les propuso dirigir él mismo… gratis. Según parece, por un tema sindical Sturges debía cobrar algo por dirigir, de modo que realizó El Gran McGinty (The Great McGinty, 1940) por solo 10 dólares. Con un presupuesto bastante limitado y un reparto barato, el estudio se aseguró de que si el experimento no funcionaba no saldrían perdiendo demasiado. Pero no tuvieron que preocuparse, ya que fue un sonado éxito de público y crítica que abrió las puertas de la carrera de Sturges como director.