70s

The Cruise [Rejs] (1970) de Marek Piwowski

Buceando entre la infinidad de títulos inagotables que ofrece el nuevo cine polaco de entre los años 50 y 70, recientemente me encontré con un par de comedias con las que no estaba familiarizado: Mala Suerte (Zezowate szczescie, 1960), un filme que casi nunca suele mencionarse de Andrzej Munk, y The Cruise (Rejs, 1970) de Marek Piwowski, que me he decidido a rescatar en este gabinete por pertenecer a un director mucho más desconocido que hasta donde sé filmó muy pocos largometrajes.

Aunque hoy día el filme ha quedado mayormente olvidado en comparación a otras obras del nuevo cine polaco, lo cierto es que en su momento tuvo un auténtico estatus de culto en su país, tanto por la película en sí como por las circunstancias de su rodaje y estreno. Veamos en detalle qué nos ofrece.

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Yo, Pierre Riviére, habiendo matado a mi madre, mi hermana y mi hermano… [Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur et mon frère…] (1976) de René Aillo

En 1835 un joven campesino del norte de Francia llamado Pierre Rivière asesinó brutalmente con una hoz a su madre así como a una hermana y un hermano suyos. El caso fue muy sonado en su momento, no solo por lo sanguinario del crimen, sino por todas las dudas que despertó la personalidad de Pierre Rivière, en las que entraremos más adelante. Más de un siglo después el filósofo Michel Foucault, uno de los grandes estudiosos de nuestra era sobre las instituciones penitenciarias y psiquiátricas, se interesó por ese suceso y realizó una investigación en la que recopiló la declaración escrita de Pierre Rivière, artículos de prensa de la época y archivos municipales en que se recogían los interrogatorios a los que fue sometido el acusado, así como las declaraciones de testigos. Con todo ello realizó una obra que pretendía abordar la complejidad del suceso y que, más que plantear posibles explicaciones satisfactorias a lo sucedido, en realidad levantaba más dudas. El director francés René Aillo tomaría años después ese material de base y lo adaptaría en una película titulada muy significativamente Yo, Pierre Riviére, habiendo matado a mi madre, mi hermana y mi hermano… (Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur et mon frère…, 1976).

Antes de entrar a fondo en el filme quizá se pregunten por qué resultó tan polémico y dudoso lo que parece un caso claro de asesinato, ya que después de todo Pierre fue visto en el momento del crimen y reconoció su culpa. El gran dilema que tuvo que afrontar la justicia de la época fue decidir ni más ni menos si Pierre Rivière era un demente o un asesino a sangre fría. No era una cuestión trivial, de dicha decisión el veredicto podía pasar de la pena de muerte a ser encerrado en un psiquiátrico. Para que fuera un crimen cometido por alguien medianamente cuerdo (o al menos lo más cuerdo que puede estar alguien que degolla a su familia con una hoz) hacía falta un motivo, y eso lo proporcionó Pierre en las memorias que escribió en la cárcel: un odio tunecino y, parece ser, plenamente justificado a su madre, quien arruinó y martirizó continuamente al padre de Pierre. En lo que respecta a los dos hermanos a los que también asesinó, el motivo era, según el propio asesino, que estaban de parte de su madre en todas las tretas que realizó a lo largo de su vida para hundir a su adorado padre y a su abuela paterna.

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Violent Panic: The Big Crash [Bôsô panikku: Daigekitotsu] (1976) de Kinji Fukasaku

El enorme éxito de Batallas sin Honor ni Humanidad (Jingi naki tatakai, 1973) convirtió a Kinji Fukasaku en uno de los directores más importantes de Japón en una década bastante complicada para el cine del país, y de paso puso de moda las películas de yakuzas, que se prestaban a dar rienda suelta al estilo ultraviolento y cínico que caracterizaba buena parte del cine de la época. En cierto momento, Fukasaku decidió alejarse un poco del género de yakuzas y apostar por el thriller puro y duro con otro género bastante en boga en los 70 como eran las películas de atracos, haciendo su aportación con Violent Panic: The Big Crash (Boso panikku: Dai gekitotsu, 1976).

La trama nos ofrece el clásico relato de atracadores que planean un «último gran golpe» después del cual quieren retirarse. En este caso se trata de dos amigos, Mitsuo Seki y Takashi Yamanaka, que han puesto en jaque a la policía robando varios bancos del país con la idea de conseguir suficiente dinero para escapar a Brasil. Pero en el último atraco las cosas no salen como estaba previsto y Mitsuo muere. Takashi logra escapar, pero se le complican las cosas para huir del país: la policía está tras su pista y el hermano de Mitsuo intenta robarle el dinero que ha acumulado tras tantos atracos. Además, se encuentra en medio de una tormentosa relación con Michi, una prostituta con la que quiere romper pero a la que se siente más unido de lo que le gustaría admitir.

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Amor [Szerelem] (1971) de Károly Makk

En la historia del cine han sido frecuentes las películas que han tratado temas tan peliagudos como las purgas políticas y los calvarios por los que han tenido que pasar intelectuales o políticos de ideologías contrarias a los regímenes al poder. Pero algo que no siempre se ha tratado tanto como debería es la historia de las mujeres que han tenido que esperar. Madres y esposas cuyo hijo o marido ha desaparecido del mapa y desconocen qué ha sido de él. Que viven con la tensa incertidumbre de no saber si está vivo o muerto. ¿Hasta qué punto seguir en permanente espera de alguien que a lo mejor nunca volverá? ¿Cómo poder convivir en el día a día con una incertidumbre de tal magnitud sin desmoronarse? De eso trata esta sensibilísima película húngara tan especial con el título de Amor (Szerelem, 1971) de Károly Makk.

Luca es una mujer que se encuentra en dicha situación. Su marido János fue arrestado hace tiempo por motivos políticos y no sabe nada de su paradero, ni siquiera si sigue con vida. A diario acude a visitar a su suegra, una anciana muy delicada de salud que apenas puede levantarse de su cama. Ésta se piensa que su hijo está en Estados Unidos trabajando como director de cine por unas cartas falsas que escribe la propia Luca haciéndose pasar por él, para así ocultarle la realidad de su situación. Pero un día Luca descubre que János está con vida en una prisión, aunque la salud de la anciana va empeorando día a día.

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El Conformista [Il Conformista] (1970) de Bernardo Bertolucci

Sin ser un director que me entusiasme tanto como debería, es innegable que en El Conformista (Il Conformista, 1970) Bernardo Bertolucci logró crear su obra de más consenso, aquella en que todos los ingredientes funcionan mejor, tomando como base una gran novela pero dotándole además de estilo e ideas propias muy acertadas.

Situada en los años 30, tiene como protagonista a Marcello Clerici, un funcionario italiano de luna de miel en París que recuerda en flashback todos los sucesos pasados que le han llevado al momento crítico en que se encuentra en estos momentos. Criado por unos progenitores inestables y con un suceso traumático de infancia que no se va de su memoria (de joven mató a un hombre que intentó abusar de él), Marcello se obsesiona en su adultez con convertirse en una persona normal. Eso en el contexto de la Italia fascista le lleva a proponer sus servicios como agente secreto ayudando a asesinar a un intelectual exiliado en París, el profesor Quadri, con quien se citaría bajo pretexto de que fue alumno suyo y quiere volver a encontrarse con él durante su viaje de novios. Una vez llega a la capital francesa con su mujer Giulia, Marcello se reencuentra con Quadri y siente una atracción irresistible hacia la esposa de éste, Anna. Aquí entonces le asaltan las dudas sobre su misión y el camino que ha estado tomando.

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Mi Vida Es Mi Vida [Five Easy Pieces] (1970) de Bob Rafelson

 

Desde hace años el relato sobre ese periodo tan jugoso que fue el New Hollywood ha venido dominado por la visión que dio Peter Biskind en Moteros Tranquilos. Toros Salvajes, un libro entretenidísimo pero al que cada vez encuentro más agujeros y carencias (no voy a entrar en detalles porque no es éste el espacio y porque creo que este artículo de Joseph McBride ya lo hace por mí). En todo caso uno de los personajes que aparece en dicho libro pero no parece haber adquirido el reconocimiento que merece aun cuando tiene las dos características imprescindibles para resultar atractivo al lector (ser una pieza importante del New Hollywood y tener una personalidad carismática) es Bob Rafelson. Hubo de morirse el año pasado para que de repente todos se dieran cuenta de que fue una de las piezas esenciales de dicho periodo como director y como productor.

Tuvo la suficiente audacia y arrogancia como para abrirse paso y apostar por películas como Easy Rider (1969) de Dennis Hopper y La Última Película (The Last Picture Show, 1971) de Peter Bogdanovich, que serían dos de las obras clave de esta nueva corriente. A cambio, su carrera como director ha sido más bien breve pero cuenta con una de esas obras clave del New Hollywood que no suele mencionarse por no ser tan vistosa. Y no obstante es una pieza absolutamente esencial como radiografía del sentir de una época y de la evolución hacia la que estaba dirigiéndose el cine de Hollywood en los 70 (una evolución que, ay, acabo revirtiéndose a finales de década hacia un retorno a un estilo más conservador). Me refiero obviamente a Mi Vida Es Mi Vida (1970), una «traducción» fascinantemente imprecisa y boba del más enigmático título original Five Easy Pieces.

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El Reportero [Professione: Reporter (The Passenger)] (1975) de Michelangelo Antonioni


Uno de mis grandes misterios cinéfilos es cómo siendo un gran admirador de Michelangelo Antonioni no consigo entusiasmarme con El Reportero (Professione: Reporter, 1975), considerada únanimemente una de sus mejores obras. De hecho es, junto a esa autoparodia involuntaria llamada Zabriskie Point (1970), la película que menos me gusta de la etapa más celebrada de su carrera, la que se inicia con la trilogía de la incomunicación – y que ya viene anunciada por la magnífica El Grito (Il Grido, 1957) – y se cierra con ésta. Y resulta curioso que me transmita esa sensación, porque percibo muchos de los elementos característicos de su cine que tanto me funcionaron en obras precedentes, pero que aquí creo que no terminan de cuajar, como si la fórmula se le hubiera agotado, por usar una expresión un tanto tópica.

Ya en El Desierto Rojo (Deserto Rosso, 1964) me parece percibir un cierto desgaste respecto a obras maestras como La Aventura (L’Avventura, 1960) o El Eclipse (L’Eclisse, 1962), una cierta repetición de esquemas por cuarta vez consecutiva que, no obstante, supo solventar al probar nuevas vías expresivas con el excelente uso del color y el mejor retrato que le he visto hacer de esos decadentes paisajes industriales. Blow-Up (1966) suponía, esta vez sí, un cambio radical de registro manteniendo sus aspectos más interesantes como cineasta, y si bien sé que es una obra que genera mucha división de opiniones, para mí fue un cambio totalmente exitoso.

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Pat Garrett y Billy el Niño [Pat Garrett and Billy The Kid] (1973) de Sam Peckinpah

Cuando Sam Peckinpah debutó en la gran pantalla a principios de los años 60 dentro de una nueva generación de cineastas formada en westerns televisivos, el género se encontraba en pleno proceso de revisión. Desde los westerns más recientes realizados por directores clásicos como John Ford al ciclo dirigido por Budd Boetticher en colaboración con el actor Randolph Scott y el guionista Burt Kennedy, una nueva visión del clásico oeste iba emergiendo en la gran pantalla: más desencantada, más violenta y, sobre todo, más dada a cuestionar los mitos sobre los que el género se había asentado durante décadas. Peckinpah sería el cineasta americano que mejor supo tomar esa tendencia llevando el western crepuscular hasta sus últimas consecuencias.

En Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969), Peckinpah se marcaba un retrato tan inusitadamente crudo, sucio, desagradable y violento (y por ello, más fidedigno que nunca) del salvaje oeste que provocó controversia incluso en unos años en que Hollywood estaba empezando a aceptar filmes de contenido más explícito. En cierto modo el enorme éxito de esta obra maestra jugó en su contra por crear unas expectativas inapropiadas en sus siguientes incursiones en el género. En La Balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970) – su película favorita dentro de su filmografía – descolocó a sus seguidores al apostar por un tono más lírico y cómico, pero en realidad viéndola hoy día podemos corroborar que no estaba tan alejada como parecía de sus westerns anteriores en cuanto a su visión de esa época y que la diferencia radica en el tono. Lo mismo sucedería con Pat Garrett y Billy el Niño (1973), el filme más crepuscular de los que realizó que, significativamente, sería también su despedida del género, algo que seguramente sea más bien circunstancial pero que uno no puede evitar interpretar como si Peckinpah ya hubiera arrojado en esta obra maestra todo lo que le quedaba por decir sobre el western.

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La Última Noche de Boris Grushenko [Love and Death] (1975) de Woody Allen

Leyendo la autobiografía de Woody Allen me ha hecho gracia comprobar cómo el célebre cineasta insiste desde sus primeras páginas en que él no es un intelectual, y que toda la cultura que se le presupone viene en realidad por su capacidad para citar obras más profundas de otros autores de forma que parezca como si él las conociera o entendiera por completo. Y me resulta especialmente curioso porque cualquiera que haya profundizado un poco en su carrera sabrá que esto es una mera pose. Es imposible que las referencias que sobrevuelan por muchos de sus filmes e incluso el estilo y contenido de sus películas, tan deudor de otros artistas admirados por el propio Allen, hayan sido añadidos ahí por alguien que no comprenda todo ese material. Sencillamente se nota. Y no obstante en sus memorias prácticamente reduce su educación cinéfila a las comedias de los Marx o de Bob Hope y, en general, al cine de Hollywood que veía en su infancia. Obviamente todos éstas son clarísimas influencias de su obra, pero no puedo evitar pensar que hay una intencionalidad en no hablar sobre cómo entraron en su vida otras influencias aún más claras como Bergman o Fellini.

Todo ello en realidad viene de una curiosa y larga tradición en el cine norteamericano seguida por muchos directores que, por algún motivo, intentan esquivar la etiqueta de artista (algo que contrasta curiosamente con el cine europeo, donde parece que los cineastas son más autoconscientes de su condición de artistas). Buster Keaton en sus memorias se describía a sí mismo como un mero cómico destinado a entretener al público, pero alguien que solo tuviera esas intenciones no habría dedicado tanto tiempo y esfuerzo en la ambientación de El Maquinista de la General (The General, 1926). John Ford rehuía cualquier calificativo de ser un artista, y como prueba de ello no hay más que ver la forma tan desdeñosa con que respondía a Peter Bogdanovich en la famosa entrevista en que éste le preguntaba sobre el significado de sus westerns. Y no obstante, es innegable que hay una profundidad en sus películas que jamás habría salido de forma inconsciente. Incluso hoy día uno puede encontrarse rastros de esa tendencia. Hace años leí una entrevista a los hermanos Coen a raíz de su filme A Propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, 2013) en que el entrevistador explicaba cómo éstos habían rehuido de sus intentos de profundizar en el significado o las ideas tras la película, pero en cambio, cuando éste mencionó de pasada un plano nocturno que le gustó, a los hermanos se les iluminó la cara y le dieron una detallada explicación técnica sobre cómo hicieron esa escena que, en palabras del entrevistador, tendría más sentido reproducirla en una revista técnica de fotografía que en una de crítica cinematográfica. Eso sin olvidar la forma como reconocieron en su momento de forma casi orgullosa no haberse leído La Odisea pese a que O’Brother (2000) se suponía que era una adaptación del célebre poema de Homero (casi como dos niños presumiendo de haber aprobado un examen copiando). Desconozco a qué se debe esa actitud, si es modestia o una cierta incomodidad con estar asociado a la figura de «artista», pero siempre me ha resultado muy curiosa.

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El Fósil [Kaseki] (1975) de Masaki Kobayashi

Tal y como comenté hace tiempo en otra entrada no deja de sorprenderme el súbito bajón que sufrió el cine japonés al llegar los 70 que en gran parte fue provocado por los grandes cambios que afectaron a la industria. No obstante, para mí eso no explica que cuando reviso obras de los 70 hechas por grandes autores de décadas pasadas prácticamente todas me han parecido invariablemente inferiores a lo que hicieron antes. Obviamente no he visto todo, pero me sorprende especialmente que en los casos que he revisado de cineastas que por entonces no eran tan mayores (Teshigahara, Imamura, Oshima, Ichikawa) nunca me haya encontrado con alguna obra a la altura de sus logros de la década pasada. Masaki Kobayashi no ha sido una excepción. Si bien Inn of Evil (Inochi bô ni furô, 1971) era una película notable y muy solvente, me he llevado otro chasco con una obra aparentemente más ambiciosa por temática y duración: El Fósil (Kaseki, 1975).

Ya de entrada un aspecto que me sorprende negativamente es el poco cuidado formal del filme viniendo de un cineasta que antes mimaba tantísimo ese aspecto. Más allá de que la fotografía en color tiene un tono más feísta, noto un cierto descuido en la composición de los planos y en el trabajo con la fotografía que me han chocado. Pero entonces buscando información por la red entendí en parte el por qué de este estilo tan inusual en él. En realidad El Fósil era una miniserie para televisión que Kobayashi aceptó llevar a cabo a cambio de poder remontar una versión de «solo» tres horas y cuarto para el cine. Este estilo aparentemente tan descuidado podría deberse quizá a que Kobayashi estaba aquí trabajando en el ámbito televisivo, donde no podría cuidar tanto el acabado de la película y más siendo una obra tan larga.

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