Italia

La Señora sin Camelias [La Signora Senza Camelie] (1953) de Michelangelo Antonioni

En su segundo largometraje como director, Michelangelo Antonioni quiso tratar un tema de máxima actualidad: las historias de actrices que habían pasado de una vida humilde y modesta a convertirse en grandes estrellas a raíz de ser descubiertas por su belleza. De hecho para su personaje protagonista quiso contar con Gina Lollobrigida, que se había hecho un hueco en el mundo del cine a raíz de su participación en el concurso de Miss Italia, pero ésta acabó rechazando el papel. Al final el rol principal iría a parar a Lucia Bosè, que de hecho también había sido descubierta a raíz de ganar el título de Miss Italia y había protagonizado el primer largometraje de Antonioni.

La Señora sin Camelias (La Signora Senza Camelie, 1953) explica la historia de Clara Manni, una dependienta en una tienda de ropa que es descubierta por un director de cine, Gianni Franchi, para protagonizar una película que tiene un éxito extraordinario. Pero aunque su carrera no ha hecho más que empezar, Gianni la fuerza a casarse con ella y abandonar el mundo del cine, celoso de que le hagan encarnar papeles en que se explota de forma descarada su físico. Tras un fallido intento de retorno con una ambiciosa adaptación de la vida de Juana de Arco, Clara se encuentra en la difícil situación de querer remontar su carrera y decidir qué hacer con su fallido matrimonio, mientras en paralelo inicia un romance con un diplomático llamado Nardo Rusconi.

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I Fidanzati (1963) de Ermanno Olmi

Después del gratísimo descubrimiento que fue hace años para un servidor El Empleo (Il Posto, 1961) de Ermanno Olmi, poco imaginaba que su posterior película I Fidanzati (1963) sería una continuación de la anterior en cuanto a estilo y temática, y que además me gustaría tanto como la precedente.

De entrada debo decir que ya desde su inicio Olmi me tuvo conquistado. Vemos un bar en penumbras con un gran espacio en medio y varias parejas sentadas en silencio alrededor. Van entrando más parejas que se acomodan alrededor de las mesas vacías y, con ellos, unos músicos que se sitúan lentamente en su rincón con el piano. Se encienden las luces, suena la música. A la gente le da vergüenza ser los primeros en salir a bailar. La primera pareja que se atreve son dos ancianas que salen juntas sin perder nunca su expresión de seriedad. Poco a poco se suman otros. Cada uno baila como puede, en general sin mucha gracia ni salero, pero todos manteniendo esa expresión de seriedad. Finalmente la cámara nos acerca a los que serán los dos protagonistas: los jóvenes Giovanni y Liliana, que se sientan con cara de pocos amigos. Están disgustados, y poco después sabemos que es porque a él le han ofrecido en la fabrica donde trabaja un puesto en Sicilia durante año y medio. Ella está disgustada por este año y medio de separación, mientras que él insiste en que es una oportunidad única para su carrera.

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Nosotras las Mujeres [Siamo Donne] (1953) de Alfredo Guarini, Gianni Franciolini, Roberto Rossellini, Luigi Zampa y Luchino Visconti

Una de las pequeñas modas del cine italiano de los años 50 y 60 fueron los filmes de episodios dirigidos por diferentes cineastas, que casi siempre acababan siendo irregulares pero a cambio rara era la ocasión en la que no hubiera al menos un corto o dos que valieran la pena rescatar. Nosotras las Mujeres (Siamo Donne, 1953) no es una de las mejores muestras de esta moda, pero a cambio es de esas películas que encuentro muy interesantes precisamente por lo que las hace fallidas, aunque suene contradictorio. Se me entenderá mejor si entramos en materia.

La premisa inicial surgió del afamado guionista del neorrealismo, Cesare Zavattini, que tuvo la idea de hacer un filme que mostrara a cuatro de las grandes estrellas de la época, pero en un retrato totalmente desprevisto de glamour y aura mítica, es decir, tal cual eran en sus momentos mundanos, como simples mujeres. La propuesta suena muy bien, pero como ya se habrá intuido no consigue funcionar. No obstante, aunque es una pena el habernos quedado sin esos cuatro retratos intimistas y cercanos de esas estrellas, creo que el hecho de que el filme fracase en ese propósito dice mucho sobre cómo está construida la imagen de las estrellas de cine y lo difícil que es desprenderlas de ese brillo mítico.

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La Caída de los Dioses [La Caduta degli Dei] (1969) de Luchino Visconti

Qué película tan extraña es La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969) de Luchino Visconti y menudo shock que tuvo que suponer en la época de su estreno. En principio no era algo muy diferente a lo que había hecho anteriormente en El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963): el retrato de una suntuosa familia en proceso de decadencia que sirve como comentario de un momento histórico especialmente crucial, en este caso el auge del nazismo visto desde la perspectiva de una importante saga de industriales, los Essenbeck (que están parcialmente inspirados en una familia real, los Krupp). Pero este filme fue en realidad una ruptura radical en estilo y tono con su producción anterior, de igual forma que lo había sido décadas atrás Senso (1954) respecto a sus primeras películas neorrealistas.

Porque La Caída de los Dioses es una película excesiva, polémica, chillona y sobre todo decadente, muy decadente, y no una suntuosa elegía sobre el fin de una era como El Gatopardo. De hecho, tal y como he leído comentar a un par de personas muy acertadamente, quizá tenga más en común con películas como El Portero de Noche (Il portiere di notte, 1974) de Liliana Cavani y obras de pura explotation como Salon Kitty (1976) de Tinto Brass – las cuales, sea casualidad o no, tienen en su reparto a algunos de los principales actores del filme que comentamos hoy – que con el Visconti que conocemos hasta entonces.

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El Conformista [Il Conformista] (1970) de Bernardo Bertolucci

Sin ser un director que me entusiasme tanto como debería, es innegable que en El Conformista (Il Conformista, 1970) Bernardo Bertolucci logró crear su obra de más consenso, aquella en que todos los ingredientes funcionan mejor, tomando como base una gran novela pero dotándole además de estilo e ideas propias muy acertadas.

Situada en los años 30, tiene como protagonista a Marcello Clerici, un funcionario italiano de luna de miel en París que recuerda en flashback todos los sucesos pasados que le han llevado al momento crítico en que se encuentra en estos momentos. Criado por unos progenitores inestables y con un suceso traumático de infancia que no se va de su memoria (de joven mató a un hombre que intentó abusar de él), Marcello se obsesiona en su adultez con convertirse en una persona normal. Eso en el contexto de la Italia fascista le lleva a proponer sus servicios como agente secreto ayudando a asesinar a un intelectual exiliado en París, el profesor Quadri, con quien se citaría bajo pretexto de que fue alumno suyo y quiere volver a encontrarse con él durante su viaje de novios. Una vez llega a la capital francesa con su mujer Giulia, Marcello se reencuentra con Quadri y siente una atracción irresistible hacia la esposa de éste, Anna. Aquí entonces le asaltan las dudas sobre su misión y el camino que ha estado tomando.

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La Tavola dei Poveri (1932) de Alessandro Blasetti


Desde hace un tiempo siento una cierta debilidad por el cine de Alessandro Blasetti, especialmente por sus obras de los años 30 y 40, incluyendo aquellas que yo mismo reconozco que no son extraordinarias pero que tienen algo que me fascina. Por descontado adoro la magistral Cuatro Pasos por las Nubes (Quattro Passi fra le Nuvole, 1942)  o 1860 (1934), uno de sus filmes más prestigiosos que además es citado a menudo como una de las grandes inspiraciones del neorrealismo italiano por parte de sus precursores. Pero me gustan también películas suyas más particulares con ese tono a veces algo extraño típico de inicios del sonoro, como la curiosísima Resurrectio (1931) o Tierra Madre (Terra Madre, 1931), sobre la que me gustaría escribir algún día.

La Tavola dei Poveri (1932) no es tan buena como las citadas anteriormente ni tiene ya ese tono algo extraño y lírico de sus primeros filmes sonoros, pero sigue siendo una obra más que remarcable, con suficientes puntos de interés como para dedicarle un espacio en este humilde gabinete cinéfilo. Se trata de una comedia con tintes sociales que tiene como protagonista al marqués de Fusaro, un noble arruinado que sobrevive vendiendo todas sus posesiones mientras se ve obligado a mantener las apariencias, en gran parte en deferencia a su hija, enamorada del hijo de una mujer acaudalada. Un día se le presenta en casa un pobre que, sorprendentemente, ha ahorrado 7.500 liras que le pida que invierta por él. El marqués acepta pero, a causa de una confusión, un grupo caritativo local se piensa que esa cantidad es una donación de cara a un centro para los más necesitados, y el marqués se ve obligado a seguirles la corriente.

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En Nombre de la Ley [In Nome della Legge] (1949) de Pietro Germi

A estas alturas el tema de la mafia se ha explotado tanto en el mundo del cine que, aun siendo un tema innegablemente interesante, ha llegado un punto en que a mí personalmente a veces me da pereza. Es por ello que resulta especialmente interesante remontarse a las primeras obras que trataron un sujeto tan controvertido, aquellas que aún no estaban contaminadas por todo el imaginario popular cinéfilo sobre dicha temática. Un ejemplo paradigmático es el tercer filme del actor, guionista y director Pietro Germi, En Nombre de la Ley (In Nomme della Legge, 1949), considerada como la primera película italiana que trataba abiertamente dicha temática (una afirmación que no me atrevo a hacer mía, puesto que si algo me ha demostrado la experiencia es que seguramente haya algún precedente hoy día olvidado; pero sí que quizá podríamos decir que es el primer caso conocido y de ámbito popular).

El protagonista es un joven juez, Guido Schiavi, que llega a un pueblo siciliano donde la anterior persona a su cargo ha decidido pedir el traslado por verse incapaz de imponer la ley allá. Nada más llegar Guido se encuentra con un clima abiertamente hostil: multitud de casos acumulados en los registros, crímenes de los que nadie aparenta saber nada por miedo a las represalias y, sobre todo, el control de un cacique local mafioso, quien imparte justicia a su antojo. Guido deberá enfrentarse a dicho cacique, Turi Passalacqua, así como al barón Lo Vasto, que se niega a reabrir unas minas que dieron trabajo a la mayor parte del pueblo, y cuya clausura ha llevado a la población a una situación de empobrecimiento.

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El Reportero [Professione: Reporter (The Passenger)] (1975) de Michelangelo Antonioni


Uno de mis grandes misterios cinéfilos es cómo siendo un gran admirador de Michelangelo Antonioni no consigo entusiasmarme con El Reportero (Professione: Reporter, 1975), considerada únanimemente una de sus mejores obras. De hecho es, junto a esa autoparodia involuntaria llamada Zabriskie Point (1970), la película que menos me gusta de la etapa más celebrada de su carrera, la que se inicia con la trilogía de la incomunicación – y que ya viene anunciada por la magnífica El Grito (Il Grido, 1957) – y se cierra con ésta. Y resulta curioso que me transmita esa sensación, porque percibo muchos de los elementos característicos de su cine que tanto me funcionaron en obras precedentes, pero que aquí creo que no terminan de cuajar, como si la fórmula se le hubiera agotado, por usar una expresión un tanto tópica.

Ya en El Desierto Rojo (Deserto Rosso, 1964) me parece percibir un cierto desgaste respecto a obras maestras como La Aventura (L’Avventura, 1960) o El Eclipse (L’Eclisse, 1962), una cierta repetición de esquemas por cuarta vez consecutiva que, no obstante, supo solventar al probar nuevas vías expresivas con el excelente uso del color y el mejor retrato que le he visto hacer de esos decadentes paisajes industriales. Blow-Up (1966) suponía, esta vez sí, un cambio radical de registro manteniendo sus aspectos más interesantes como cineasta, y si bien sé que es una obra que genera mucha división de opiniones, para mí fue un cambio totalmente exitoso.

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El Especulador [Il Boom] (1963) de Vittorio De Sica

En los 60 Italia, al igual que muchos otros países del mundo, vivió un resurgimiento económico al que se le acuñó el término inglés de «boom» económico. Atrás quedaban los oscuros años de la posguerra, el capitalismo ofrecía a la sociedad su mejor cara con una creciente prosperidad que parecía no tener límites. El cine italiano, que por entonces se encontraba en plena edad de oro, no quedó ajeno a esta realidad y plasmó en varias de sus grandes obras la faceta más oscura de aquella época: desde la realidad menos agradable de un mundo laboral que seguía basándose en la precariedad hacia los trabajadores más humildes en la tragicómica El Empleo (Il Posto, 1961) de Ermanno Olmi a ese inolvidable retrato de la clase burguesa más decadente de La Dolce Vita (1960) de Federico Fellini, que tras su aparente lujo y una bellísima escena icónica como la de la Fontana di Trevi escondía una de las obras maestras más desencantadas y desesperanzadas de la historia del cine.

Este contexto era el caldo de cultivo ideal para que Cesare Zavattini, el gran guionista por excelencia del Neorrealismo Italiano, elaborara una comedia amarga sobre el reverso oculto de ese supuesto milagro económico: El Especulador (Il Boom, 1963). De entrada, se nos presenta a Giovanni Alberti, un hombre casado y que aparenta una posición económica elevada al incurrir en todo tipo de gastos y pequeños lujos. Pero mientras vemos a Giovanni pegarse la gran vida con su mujer, en paralelo se nos muestra una escena que choca con ese retrato de bienestar económico: la de su madre preguntándole si necesita dinero y ofreciéndole su libreta de ahorros. Giovanni está realmente arruinado, pero se ve incapaz de detener ese lujoso tren de vida al que su esposa, perteneciente a una clase más alta que la suya, no puede renunciar fácilmente.

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Yo la Conocía Bien [Io la Conoscevo Bene] (1965) de Antonio Pietrangeli

Hay dos detalles importantes sobre esta película de Antonio Pietrangeli que se reflejan en su título: Yo la Conocía Bien (1965). De entrada está el uso del pasado, algo que ya nos está anticipando que la protagonista, Adriana, no va a tener un desenlace muy prometedor. En segundo lugar está la ironía de que sea la típica frase que seguramente diría cualquiera de los muchos personajes que han tratado con ella a lo largo del filme cuando en realidad ninguno de ellos llega a conocerla bien. Ni siquiera los espectadores, me aventuro a afirmar.

Esta interesante película de Antonio Pietrangeli sigue las diversas vivencias de una atractiva joven de provincias que viaja a Roma en confiando hacerse actriz. De personalidad alegre, despreocupada e inconsciente, Adriana (una Stefania Sandrelli que se hace suyo el papel con tal eficacia que cuesta separarla del personaje) se mueve entre diversos amantes y entre frustrados intentos de alcanzar notoriedad, pero sin ninguna malicia. Parece una persona únicamente preocupada por disfrutar el momento, cuya mayor afición es bailar y coquetear con otros hombres. Es el tipo de personaje que tendría un rol totalmente secundario en cualquier otro filme: la chica fácil, no muy despierta pero simpática que incita a los hombres a que tonteen o bromeen con ella. Daría pie a alguna escena divertida con el protagonista y luego nos olvidaríamos enseguida de ella. Pero he aquí que Pietrangeli decide dedicarle una película entera.

En ciertos aspectos Yo la Conocía Bien me recuerda al cine de Fellini: el estilo episódico del guion en que además no se busca cerrar cada trama de una forma concreta, sino más bien mostrarnos flashes de momentos puntuales; el tono a medio camino entre la comedia y la tragedia; lo grotesco de algunas escenas (la escuela de interpretación con esa actriz veterana enseñando a los estudiantes diferentes tipos de risas) y por descontado la crítica a esa Italia moderna burguesa y ociosa, que tiene su máxima expresión en esa escena en que los asistentes a una fiesta se burlan de un anciano actor venido a menos haciéndole bailar claqué hasta casi provocarle un infarto, una humillación que éste acepta con la esperanza de lograr algún favor de un actor o productor para que le den un papel.

Pietrangeli opta muy inteligentemente por no imprimir a la historia un tono claro de denuncia pese a que la protagonista es utilizada descaradamente por todos los hombres con los que se topa, y en su lugar le da un tono de patetismo cómico, especialmente en las escenas que protagoniza con un agente que en realidad se dedica a explotarla descaradamente. En todo el filme los únicos hombres decentes con los que se topa son aquellos que se encuentran en una situación de inferioridad respecto a ella: el pobre boxeador que ha perdido el combate, simplón e inocente, que lleva en su maletín una foto de una mujer que nunca ha conocido en ausencia de una novia real que le cuide; el joven vigilante del garaje, que se le declara torpemente en cierto momento, o el adolescente hijo del portero del edificio, que se siente fascinado por esa atractiva mujer que le enseña a bailar. Pero Adriana no puede evitarlo: por quien se siente atraída es por el que la dejó tirada y que luego descubrimos que es un ladrón, o por un joven que en realidad la ve solo como un ligue de una noche, ya que está enamorado de otra. Los otros hombres que están subyugados por su efecto desaparecerán de su vida con la misma facilidad que han entrado sin dejar una huella remarcable en ella.

El punto de inflexión en esa improbable carrera hacia el estrellato de Adriana llega cuando va a un cine a ver en un noticiario la breve entrevista que le han hecho. Ahí descubre horrorizada que la han puesto en ridículo convirtiendo lo que ella pensaba que era una honesta entrevista a una aspirante a actriz en un pequeño gag cómico a su costa. Pero Pietrangeli tampoco llega a profundizar excesivamente en ese descenso de Adriana en un estado de depresión o frustración. Lo único que veremos nosotros en todo momento es una joven aparentemente simple y despreocupada, que solo deja traslucir una cierta crisis en una escena en su apartamento en que se acuerda de su hermana pequeña y las lágrimas manchan toda su cara de maquillaje, quizá el único instante en que no la vemos con una apariencia perfecta, lo cual es significativo.

Sí, todos conocían bien a Adriana. La habrán visto en películas tipo La Dolce Vita (1960) en alguna de las numerosas escenas de fiestas bailando, chillando y seguramente acostándose con algún hombre que no le convenía. Era una joven tan simpática, tan alegre que nadie imaginaría que detrás de ese rostro podría haber un trasfondo amargo. Más allá de los logros de la película (el estilo tan moderno de realización con esa narrativa difusa que prefiere ir saltando de una escena a otra antes que establecer una narración continua) y de sus carencias (un metraje quizá algo excesivo con alguna escena reiterativa, sobre todo en el tramo final) su principal interés está en dar el protagonismo a un prototipo de personaje de sobras conocido por nosotros pero cuyo trasfondo nunca se nos suele revelar.