Reino Unido

Lo Mejor Es Lo Malo Conocido (Ricos y Extraños) [Rich and Strange] (1931) de Alfred Hitchcock

Siempre me ha resultado muy llamativa la etapa de la carrera de Alfred Hitchcock situada entre dos de sus primeros éxitos de taquilla, El Enemigo de las Rubias (1927) y la primera versión de El Hombre que Sabía Demasiado (1934). Se tratan de unos años de aprendizaje y de ensayo y error, donde predominan mucho más los errores que los aciertos y en los cuales podemos intuir algunos destellos de su estilo personal pero malgastados en obras inadecuadas o proyectos personales fallidos. Visto en perspectiva hay además un hecho que me llama poderosamente la atención, y es la resistencia de Hitchcock a recurrir al género que mejor le funcionó desde sus inicios: el suspense.

De sus 16 filmes anteriores a El Hombre que Sabía Demasiado solo cuatro pertenecen a ese género, pero dos de ellos son obras magníficas que además triunfaron en taquilla – El Enemigo de las Rubias y La Muchacha de Londres (1929), su primera película sonora -, otra constituye una cinta más que notable que se eleva por encima de lo que filmaba en aquellos años – Asesinato (1930) – y solo una podríamos calificarla de fallida – la desastrosa El Número Diecisiete (1932). El porcentaje de éxito en ese género pues era bastante elevado, y tal y como sabemos el tiempo confirmó que era un terreno donde daba lo mejor de sí. ¿Por qué pues tardó tanto tiempo en dedicarse a él completamente?

Yo lo atribuyo a dos factores. En primer lugar es cierto que a menudo los estudios le endosaban todo tipo de encargos con muy poca sustancia de los cuales él tenía que hacer lo posible por sacar algo decente, como adaptaciones de dramas teatrales muy poco adecuados para el cine. Pero en segundo lugar estoy convencido de que el Hitchcock de entonces quería ser un cineasta capaz de moverse en todo tipo de géneros. De hecho muchos años después se quejaría de que estaba tan encasillado en el género del suspense que si realizaba un filme de otro tipo el público estaría en todo momento esperando la aparición de un cadáver. Pero aun siendo eso cierto, lo interesante es que aún «limitándose» a ese tipo de filmes Hitchcock consiguió dar forma a una de las mejores filmografías de la historia del cine (o directamente la mejor en mi humilde opinión), con una serie de películas que no tenían nada que envidiar en profundidad a obras contemporáneas pertenecientes a géneros más prestigiosos.

En todo caso el Hitchcock de finales de los años 20 y principios de los años 30 aún no había hecho ese descubrimiento y quiso abordar todo tipo de géneros con resultados más bien irregulares, en parte fruto de la inexperiencia y en parte por no encontrarse en su terreno. Es esto lo que dota de cierto interés a películas mayormente mediocres como las que realizó en esos años, porque vemos a un Hitchcock que busca encajar en ellas su estilo personal aún en desarrollo o esos típicos experimentos técnicos que tanto le gustaban… pero el resultado final a menudo no funciona.

Este largo prólogo nos lleva a Lo Mejor es lo Malo Conocido (1931), también traducida con el título más adecuado de Ricos y Extraños, que es una película especialmente interesante en ese sentido, porque no se trata de un encargo sino que era un proyecto surgido por iniciativa del propio Hitchcock. Es decir, aquí no tenía la excusa de que se trataba de otro rutinario encargo del estudio que realizó a desgana: Lo Mejor es lo Malo Conocido es una obra hacia la que él tenía muchas expectativas y en la que realmente creía. Y por ello, el hecho de que el resultado final sea tan flojo es demérito del propio director, lo cual nos sirve como ejemplo puro de las flaquezas de este Hitchcock primerizo.

Los protagonistas son Fred y Emily, un típico matrimonio inglés de clase media que un día reciben una noticia que cambia sus vidas: un tío suyo adinerado ha decidido avanzarles una cuantiosa suma de la herencia que les correspondería cuando él muriera para que puedan disfrutarla ya. Con ese dinero deciden emprender un viaje a Oriente Medio para ver mundo, pero a bordo del barco su matrimonio se tambalea cuando conocen al Comandante Gordon, que se enamora de Emily, y a una exótica princesa que seduce a Fred.

Lo Mejor es lo Malo Conocido es una película que en la teoría pide a gritos ser una obra de culto, y de hecho mi primer contacto con ella a través del famoso libro de entrevistas de Hitchcock con Truffaut me hizo esperar algo por el estilo. El cineasta hablaba con mucho más interés de este filme que de los otros que realizó esos años y resaltaba algunas escenas especialmente llamativas. El hecho de que fracasara en taquilla invitaba a creer que se trataría de una obra personal incomprendida por el público, de modo que no es de extrañar que abordara mi primer visionado  con ciertas expectativas… pero lo cierto es que para mí fue un chasco.

Lógicamente Hitchcock en el libro de entrevistas mencionaba los momentos más llamativos y variopintos de la película, así como otros que o no llegaron a filmarse o fueron recortados del montaje final, dando la impresión de que nos encontraríamos ante una película peculiar y personal. Lo que sucede es que esos instantes se concentran prácticamente en unas pocas escenas y que la mayor parte del metraje no tiene nada especial que ofrecer. Cuando Hitchcock se quejaba a Truffaut de que la película no tuviera éxito obvió decir que el tramo central era aburrido y anodino, y que el guion escrito por él junto a su mujer Alma Reville y el guionista Val Valentine dejaba bastante que desear.

Vayamos por partes. Uno de los rasgos que más nos chocan de entrada es el tratamiento que tiene todavía de película muda, algo especialmente obvio en los primeros minutos en que vemos a Fred dejando su oficina y volviendo a su casa en metro, que se basan mayormente en gags visuales que no están del todo mal (por ejemplo la primera vez que el personaje se destaca entre la multitud es por ser el único cuyo paraguas no se abre, dando a entender desde el principio su condición de antihéroe). Pero a medida que avanza el filme los gags funcionan cada vez menos y acaban convirtiéndose en pequeñas gracietas que Hitchcock no acaba de rematar ni tampoco sirven como reflexiones sobre la relación de Fred y Emily.

Esto nos lleva a uno de los mayores handicaps de la película, y es el contar con dos protagonistas tan poco definidos con los que nos es difícil identificarnos y que, en el caso de Fred, no nos resulta especialmente simpático. Cuando hacia el final Emily descubre por el Comandante Gordon que la princesa está engañando a Fred entendemos cuál era una de las principales ideas de la historia: que viéramos cómo Emily pasa de tener idealizado a su marido (quien en el fondo no es más que un pobre diablo algo fanfarrón pero no muy avispado) a descubrir cómo es visto en realidad a través de los ojos del resto del mundo. Es decir, ese viaje exótico viene a ser una forma de descubrir que en realidad los sueños de grandeza de Fred le vienen grandes y no deja de ser una persona vulgar sin mucha inteligencia, algo que en realidad el espectador ya intuyó desde el inicio.

El problema es que el guion no articula esta idea de una forma que nos resulte interesante o emotiva. Cuando los dos miembros del matrimonio empiezan a tontear con el Comandante Gordon y la princesa no sentimos ninguna tensión, ningún suspense, ningún dramatismo. Este doble adulterio (o casi adulterio) nos es narrado de forma tan insípida y los protagonistas nos resultan tan poco interesantes que la película nos sumerge inevitablemente en el aburrimiento.

Solo el tramo final, cuando son rescatados de un naufragio por un pequeño barco chino, la película remonta un poco precisamente con las escenas que Hitchcock menciona a Truffaut: el marinero chino que queda atrapado con una cuerda y se ahoga en el agua ante la mirada indiferente del resto de la tripulación, el descubrimiento de que la deliciosa comida que están devorando es el gato que habían traído con ellos o el nacimiento de un bebé a bordo del barco, el único instante del filme que creo que sí tiene algo de magia y que da a entender cierto misterio tras sus imágenes.

Pero la película realmente no da mucho más de sí. Hay recursos visuales bastante conseguidos que revelan a un cineasta inquieto tras la cámara, pero ese es un rasgo común de todas las obras de la primera etapa de Hitchcock: son películas de «momentos», en que el director – a menudo aburrido con el material que tenía entre manos – busca entretenerse jugueteando con la cámara o probando pequeños trucos técnicos. No sería hasta unos pocos años después cuando Hitchcock aprendió a canalizar esos «momentos» y esa pasión por incluir retos técnicos en historias mejor articuladas que conseguía elevar a otra categoría en gran parte por estos recursos, los cuales ya no eran meras filigranas técnicas, sino herramientas empleadas de forma inteligente en beneficio de la película.

Aunque difícilmente se puede culpar en este caso al estudio del flojo resultado final de la película (ya que, como evidencian las escenas del naufragio y el barco chino, no era una producción barata y por tanto le dieron apoyo económico), sí que hay que reconocer que dejaron fuera dos elementos que le habrían dado un mayor interés. En primer lugar le negaron a Hitchcock la posibilidad de rodar en exteriores reales, de modo que éste tuvo que apañárselas en exteriores ingleses combinados con material filmado por una segunda unidad. Quizá un ambiente realmente exótico le habría dado más riqueza a la película.

Y en segundo lugar parece ser que el que habría sido el gag o el momento más llamativo de Lo Mejor Es lo Malo Conocido fue uno de los que quedó fuera del montaje final. Según Hitchcock, en la última escena de la película los dos protagonistas iban a visitarle a él (sí, a Hitchcock) y le explicaban toda su emocionante historia, pero éste les replicaba diciendo que eso no daba para una película. De ser cierta esta anécdota (no quiero poner en duda a Hitch pero no existen evidencias de este momento) solo este gag final habría justificado la existencia de una película por otro lado más bien mediocre y olvidable.

La Bestia del Reino [Jabberwocky] (1977) de Terry Gilliam

Aunque hoy día lo tenemos más que asimilado como cineasta, no está de más recordar lo curioso que debió resultar en los años 70 presenciar el salto de Terry Gilliam del excéntrico animador del grupo cómico Monty Python a un director que en el futuro se consagraría con una magnífica filmografía con un estilo propio. Todo empezó cuando los Python decidieron dirigir ellos mismos su primera película – sin contar la prescindible recopilación de sketches de su programa de televisión que fue Se Armó la Gorda (1971), dirigida por Ian MacNaughton – Los Caballeros de la Mesa Cuadrada y sus Locos Seguidores (1975), en que las labores de dirección corrieron a cargo de los dos Terry: Jones y Gilliam. Pese a que en la teoría podía parecer buena idea compartir dicha responsabilidad en su primer trabajo como realizadores, a la práctica Jones y Gilliam chocaron frecuentemente al tener ideas muy diferentes sobre cómo debía dirigirse la película, en las cuales acabó teniendo las de ganar Jones. Gilliam, que desde siempre había sido un gran cinéfilo y acababa de experimentar el placer de poder dirigir una película, se quedó con las ganas de probar suerte de nuevo pero siendo él quien controlara todo el proceso, de ahí nacería su debut en solitario, La Bestia del Reino (1977).

Ambientada en la Edad Medieval, tiene como protagonista al joven e inocente Dennis Cooper, que después de sufrir el rechazo de su padre en el lecho de muerte decide dejar el productivo negocio que llevaba con él (el excitante mundo de la construcción de toneles) y probar suerte en la gran ciudad. Ahí el rey Bruno el Cuestionable está preocupado por los feroces ataques que está perpetrando un misterioso monstruo por los alrededores, de modo que decide organizar un torneo para escoger al caballero que se encargará de enfrentarse a la bestia.

La elección del tema e incluso el estilo de la película ya delatan que éste era un proyecto pensado inicialmente para resarcirse de lo que Gilliam no pudo hacer en Los Caballeros de la Mesa Cuadrada. Al igual que ésta, era una comedia medieval, y al igual que el filme de los Monty Python se optaba por un estilo sucio inusualmente preocupado por captar el ambiente medieval para lo que se supone que es un filme de humor. Este rasgo será de hecho al mismo tiempo la gran virtud y el gran problema de La Bestia del Reino. Lo más destacable de la película es con diferencia el trabajo de realización de Gilliam, que puso un enorme empeño en recrear de la mejor forma posible la era medieval tomando como referencia a cineastas como Passolini. Y hay que reconocer que lo consiguió con creces, puesto que transmite en todo momento ese ambiente sucio, escatológico y caótico a unos niveles muy superiores a Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, donde ya los dos Terry se habían propuesto ese objetivo. De igual modo me encantan los planos del interior del castillo, que evitan esa ambientación típicamente suntuosa que asociamos a un palacio real y por el contrario nos muestra un ambiente sombrío y húmedo apenas iluminado por unas pocas velas. En ese sentido se debe reconocer que Gilliam consigue que sintamos en nuestras carnes la era medieval.

El problema está en que creo que se nota que la prioridad de Gilliam estaba en recrearse en este trabajo de ambientación, como un niño disfrutando de su juguete nuevo (en este caso su primera película en solitario). En consecuencia en más de un momento parece olvidarse que después de todo estamos en una comedia y que también es importante que el espectador se ría. En ese sentido, creo que Terry Jones en el filme de los Monty Python supo encontrar un término medio mucho más adecuado entre una ambientación sucia y un tono de comedia, consiguiendo que el humor no se resintiera.

Tampoco ayuda a ello que el guion no sea especialmente brillante (después de todo no es lo mismo un guion firmado por todos los Python que por uno solo). Inspirado vagamente en un poema sin sentido de Lewis Carroll (¡qué material más adecuado para alguien como Gilliam!), la trama se hace más entretenida que hilarante, y realmente hay pocos gags memorables a citar. Mi favorito, quizá por ser el de más reminiscencias pythonianas, es el torneo de caballeros que acaba convirtiéndose en un torneo de jugar al escondite para evitar que los contendientes se maten entre ellos. También resulta divertido el contrasentido de que el joven protagonista (un Michael Palin especialmente adecuado para interpretar a este muchacho absurdamente naif y bienintencionado) esté enamorado de una mujer fea y maleducada y que, en consecuencia, el desenlace en que se ve obligado a casarse con la bella princesa sea para él un final desafortunado. De hecho puede parecer un simple gag pero buena parte del cine de Gilliam tratará sobre la imposibilidad de sus protagonistas de ser felices pese a que en principio tengan todo lo que una persona normal necesitaría para ello.

Pero en realidad este debut de Gilliam en solitario nos hace albergar más esperanzas hacia él como cineasta de películas de aventuras que como director de comedia, lo cual tiene todo el sentido del mundo porque fue el camino que eligió, aunque siempre manteniendo un pie en el mundo del humor. Por ello, aparte de la magnífica ambientación medieval, lo mejor del filme sea seguramente la escena final de lucha contra el monstruo, muy lograda pese a que se nota el bajo presupuesto, y con ese estilo artesanal que tan bien le queda a Gilliam y que se haría patente en obras posteriores como la infravalorada Las Aventuras del Barón Münchausen (1988).

Pese a que se nota que Gilliam disfrutó del rodaje de La Bestia del Reino, el filme sufrió en su estreno el gran handicap que le esperarían a las primeras películas de los ex-Python en solitario: los distribuidores las anunciaban utilizando el nombre de los Python aunque fuera de forma indirecta, provocando que los espectadores esperaran algo por el estilo y, naturalmente, se llevaban una decepción. En este caso además Gilliam competía con la tremendamente exitosa Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, y por otro lado la presencia de un ex-Python como Michael Palin en el papel protagonista (así como los cameos de Terry Jones y el propio Gilliam) fomentarían aún más en el espectador de la época la creencia de que verían una especie de secuela de las aventuras artúricas que el grupo cómico había estrenado años atrás, pero esto se trataba de un tipo de película totalmente distinta.

En consecuencia La Bestia del Reino probablemente no estuvo a la altura de las expectativas de muchos espectadores de la época, pero vista hoy en perspectiva creo que resulta más interesante porque en ella empezamos a intuir el estilo que Gilliam explotaría con más acierto en sus siguientes obras. Y sobre todo, fue su experiencia en este filme lo que le motivaría a ir dejando de lado su rol de animador para convertirse en director de cine. La Bestia del Reino suponía el fin del Gilliam como animador de los Python y el inicio de una magnífica carrera independiente como cineasta.

Un Rey en Nueva York [A King in New York] (1957) de Charles Chaplin


En muchos aspectos Un Rey en Nueva York (1957) suponía un reto considerable para Chaplin, y eso no es poca cosa viniendo de un realizador que por entonces se acercaba a los 70 años de edad. De entrada, era la primera película que realizaba desde su exilio de los Estados Unidos, y eso implicaba trabajar por primera vez en condiciones de trabajo muy diferentes. Ya no estaba en su propio estudio rodeado de sus fieles colaboradores con la seguridad de poder mantener su forma de trabajar, tenía que adaptarse a una nueva situación en una edad en que lo más lógico habría sido retirarse, y eso es realmente admirable. Pero por otro lado eso es algo que inevitablemente se acabaría notando en un filme en que no pudo dedicar todo el tiempo que quiso a pensar las escenas, ensayarlas y rehacerlas hasta que quedaran perfectas. No es de extrañar pues que éste fuera el rodaje más rápido de un largometraje de toda su carrera («solo» tres meses, que es bastante poco para el enfermizamente perfeccionista Chaplin) y que eso se tradujera en una película que no fluye tan bien y no parece tan trabajada como las precedentes.

El propio Chaplin encarna al protagonista, el rey del país imaginario de Estrovia, Igor Shahdov, que tras ser derrocado por una revolución se exilia a Nueva York con la idea de ofrecer sus ideas sobre el uso de energía atómica con fines positivos. Pero nada sale como estaba previsto: su primer ministro se fuga a Sudamérica dejando a Shahdov en la ruina y con un único aliado, el embajador de Estrovia en Estados Unidos, Jaume. Una noche es invitado a una cena de gala por Ann Kay, una especialista en publicidad que en realidad le graba a escondidas para un programa de televisión. Shahdov se siente ofendido por el engaño pero irónicamente se convierte en una estrella de televisión y le empiezan a llover lucrativas ofertas para filmar anuncios.


Ya desde su argumento resulta obvio cuál era el objetivo de Chaplin en su nuevo filme: lanzar una mordaz crítica al país que le había condenado al exilio y que por entonces estaba orquestando una dura campaña contra él acusándole de comunista. Un Rey en Nueva York es desde sus primeras imágenes una burla hacia una sociedad dominada por el ruidoso bullicio (los clubs de moda en que la música está tan alta que no se puede hablar), el estrellato exprés (Shadov se convierte en una celebridad de la noche al día por sus absurdas apariciones televisivas), las operaciones de cirugía estética y, sobre todo, la televisión, ese invento que Chaplin aborrecía tanto. Algunos de los hallazgos más interesantes de Un Rey en Nueva York se encuentran precisamente en los gags que se extraen de una sociedad dominada por la publicidad y los programas televisivos: Ann anunciando un desodorante y un dentrífico en la cena con Shahdov sin que éste entienda nada al desconocer que está siendo filmado en directo, el televisor integrado en el baño que anuncia una marca de cerveza o el anuncio de whisky que Shahdov acaba saboteando accidentalmente al probar un trago de ese repugnante mejunje.

Más adelante el filme da un giro hacia el melodrama con la historia de un niño llamado Rupert Macabee (interpretado por uno de los hijos del propio Chaplin, Michael, que de adulto le supondría numerosos quebraderos de cabeza pero aquí tiene buena química con su padre), cuyos progenitores han sido acusados de comunismo y están bajo arresto. La relación de Shahdov con Michael acaba teniendo como consecuencia que el monarca sea también sospechoso de comunismo y se vea obligado a testificar en su defensa. Obviamente aquí es imposible no ver esta subtrama como un reflejo de la persecución que sufrió Chaplin en pleno mccarthismo y que le conduciría al exilio. Hoy día de hecho quizá no seamos tan conscientes de ello, pero tratar el tema de forma tan abierta en su momento era una decisión muy valiente (no menos que ridiculizar y denunciar a Hitler en una época en que Estados Unidos era todavía neutral respecto a los conflictos en Europa) y era algo que de entrada sabía que le costaría perder el lucrativo mercado americano; no en vano, el filme no se estrenaría ahí hasta los años 70.


El problema de Un Rey en Nueva York está mucho me temo en su forma más que en su contenido. Partiendo de la base de que es una película efectiva y bastante entretenida, y que el problema de Chaplin es que tenía el listón muy alto (¿qué otros directores de su época podían presumir de una carrera con tantos filmes de tan alta calidad sin ningún bajón hasta entonces?), no se puede negar que el filme supone una decepción aunque sea por comparación. Recordemos que estamos hablando de un director tan meticuloso y perfeccionista que tuvo el rodaje de Luces de la Ciudad (1931) parado un mes solo porque no encontraba la forma idónea de hacer que los dos personajes se encontraran (la solución escogida parece sumamente sencilla vista en pantalla pero le costó horrores encontrarla: el sonido de la puerta de un coche que se cierra), que filmaba los gags repetidas veces para visionarlos y luego perfeccionarlos hasta el más mínimo detalle, o que dejaba fuera de la película escenas que a él le gustaban mucho solo porque no encajaban en el conjunto. Partiendo de esa base choca encontrarnos aquí con una película que avanza a trompicones, en que muchos gags parecen estar a medias y en que uno nota una extraña falta de mimo incluso en los detalles sutiles (como por ejemplo los cortes o fundidos a negro de ciertas escenas que suceden unos segundos antes de lo necesario para que concluyeran de forma más armónica).

Tenemos una fiesta repleta de ricachones estirados de la que esperamos algunos saludables gags «à la Chaplin» y se da a intuir uno sobre la regla de etiqueta que impide a los invitados sentarse hasta que el rey no lo haya hecho antes, pero al final no se explota apenas esa idea. Ni siquiera cuando Shahdov hace el simulacro de interpretar a un dentista utilizando a la anfitriona como cliente podemos disfrutar de las dotes cómicas de Chaplin, y es una pena porque se nota que sigue teniendo ese don para el humor. Más adelante el rey visita un colegio de pedagogía progresivo y en cierto momento contempla cómo un niño prepara pastas mientras se hurga la nariz con el mismo dedo que utiliza para elaborarlas. Uno no puede evitar pensar en cómo el Chaplin de antaño habría sido capaz de estirar el gag a partir de las posibilidades que se ofrecen (un niño sucio cocinando pastas, eso sin olvidar lo que podrían dar de sí para un sketch la masa y los ingredientes), pero aquí parece que se conforma con el pequeño gag de haber presenciado cómo se hurgaba la nariz. Y precisamente uno de los aspectos más destacables de las comedias de Chaplin es la forma como sacaba jugo a los gags en lugar de conformarse con lo mínimo, como es el caso.


Es en el tramo final cuando me da la impresión de estar presenciando al viejo Chaplin de antaño. Por ejemplo la escena en que cree ser perseguido por un hombre que le quiere entregar una citación para declarar ante el juez, que al final no es más que un admirador en busca de un autógrafo (una idea basada en una experiencia real del propio Chaplin poco antes de dejar los Estados Unidos). Aquí Chaplin sí que explota la idea en todo su potencial: el absurdo intercambio de sombreros con el embajador para intentar despistar al perseguidor («¿Realmente tengo esas pintas?«, dice al ver al embajador con su sombrero), la escena tan slapstick en que se persiguen en el hall del hotel y, como broche final, el desenlace en que el protagonista firma accidentalmente la citación creyendo que está firmando un autógrafo.

Mejor aún es la divertidísima escena en que debe acudir al juicio y su dedo se engancha en la manguera antiicendios del ascensor, que es puro slapstick: sus intentos de escapar que le enredan aún más con la manguera, la solución de compromiso de acudir al juicio cargando la manguera consigo y ese final en que accidentalmente moja con un violento chorro de agua a toda la Comisión de Actividades Antiamericanas, en lo que debe ser su pequeña venganza personal por lo que le hizo pasar la Comisión de verdad en la vida real.


Otro aspecto que merece reprocharse a Chaplin es la falta de generosidad que tiene aquí con el resto de actores con la excepción de su hijo, ya que apenas ninguno tiene un papel interesante que ofrecer al espectador. En sus anteriores comedias, aunque Chaplin fuera la principal atracción siempre dejaba hueco a otros secundarios para que también se lucieran, como el ridículo dictador Benzino Napaloni en El Gran Dictador (1940) o algunas de las irritantes esposas del personaje protagonista de Monsieur Verdoux (1947). ¡Incluso en la única escena cómica de Candilejas (1952) decidió compartir escenario con un grande como Buster Keaton en lugar de interpretarla él solo! Aquí solo consigue destacarse un tanto Oliver Johnston como secundario cómico encarnando al embajador Jaume, pero aun así no tanto como podría dar de sí el personaje. En cambio, el personaje de Ann Kay así como su relación con el rey están terriblemente desaprovechados, dejando por tanto toda la función en manos de los dos Chaplin. Esto tampoco hace necesariamente que la película flojee porque el protagonista seguía siendo un actor cómico excepcional, pero le quita a la película algunas posibilidades humorísticas que le habrían venido bien.

Así pues, pese a ciertos momentos excepcionalmente divertidos y la agradecida crítica al mundo de la publicidad, Un Rey en Nueva York no acaba de despegar nunca del todo y no es ni tan divertida ni tan emotiva como sus comedias anteriores. La subtrama de Shahdov con la reina (que se casó con él por compromiso) apenas da para una escena que ni siquiera resulta especialmente conmovedora y para una previsible reconciliación final que difícilmente puede emocionarnos si casi no sabemos nada sobre ella ni les hemos visto juntos más que unos minutos. Y por otro lado, la subtrama de Rupert y sus padres acusados de comunismo funciona algo mejor pero está muy torpemente hilvanada con la trama principal en que el rey intenta negar la acusación de comunismo. ¿Qué fue del Chaplin tan experto en unir meticulosamente las diferentes tramas de una película? ¿Habría acabado ese Chaplin la película de forma tan extrañamente torpe cuando precisamente los desenlaces de todos sus anteriores largometrajes sin excepción estaban cuidadísimos para dejar al espectador con una impresión final impecable?


En todo caso seguramente el perfeccionista Chaplin también se dio cuenta de ello, ya que en su autobiografía, escrita pocos años después, omite esta película y pretende que
Candilejas es la última obra de su carrera. Ciertamente, habría sido un cierre perfecto a nivel cualitativo y de contenido, pero es comprensible que el inquieto cineasta no quisiera quedarse de brazos cruzados y no resistiera la tentación de seguir haciendo más películas. El hecho de que en sus memorias falseara la realidad dando a entender lo que a él le habría gustado que fuera en la teoría (acabar su carrera con un filme tan perfecto como cierre de filmografía como Candilejas) y que luego se viera incapaz de llevarlo a la práctica es una muestra de cómo a menudo ni siquiera los más grandes artistas pueden evitar resistir la tentación de contenerse.

La Dama Blanca [Queen of Spades] (1949) de Thorold Dickinson

Presten atención y tomen nota de este nombre si aún no lo conocían: Thorold Dickinson. Cineasta británico virtualmente desconocido hasta hace unos años con apenas más de 10 largometrajes en su haber pero con una trayectoria apasionante. Al igual que otros coetáneos suyos de la industria británica como Michael Powell y Anthony Asquith, Walbrook hizo sus primeros pinitos en el mundo del cine a finales de la era muda y se empapó de todo lo que se llevaba: desde Abel Gance a las vanguardias soviéticas, prestando especial atención a las posibilidades del primer cine sonoro. Con experiencia previa como montador y guionista, cuando saltó a la dirección demostró enseguida ser un conocedor de todas las posibilidades expresivas del medio y las utilizó a su beneficio.

Su momento cumbre fue una primera adaptación de Luz de Gas (1940) que desafortunadamente se retiró de circulación cuando Hollywood realizó su remake en 1944 dirigido por George Cukor (en mi opinión inferior al de Dickinson) para evitar que le hiciera la competencia. Si su versión ha sobrevivido hasta nuestros días es de puro milagro. Su carrera tras la II Guerra Mundial se redujo a solo cuatro películas y al final Dickinson prefirió dedicarse a otros menesteres relacionados con el mundo del cine (como enseñar el arte de hacer películas a jóvenes estudiantes) antes que supeditarse a las limitaciones que le imponían los productores.

A falta de echarle un ojo a las otras películas suyas que están en circulación, de momento La Dama Blanca (1949) – también conocida en español como La Reina de Espadas, que sería una traducción más ajustada – me ha impresionado lo suficiente como para considerarle un cineasta a tener en cuenta, una opinión que comparte entre otros el más cinéfilo de los directores, Martin Scorsese, que no ha dudado en calificar dicho filme de obra maestra y a Dickinson como un realizador británico de primera categoría. Y lo más sorprendente de todo es que un filme tan cuidado y bien realizado estaba lejos de ser un proyecto personal: Dickinson fue adjudicado a esta producción literalmente cinco días antes de empezarse el rodaje, ya que tanto el principal miembro del reparto (mi adorado Anton Walbrook) como el productor Anatole de Grunwald no estaban seguros de que estuviera a la altura el nombre inicialmente propuesto para dirigirlo, el coautor del guion Rodney Ackland. Walbrook ya había trabajado previamente con Dickinson en Luz de Gas y tenía plena confianza en él, pero aun así el resultado final es admirable sabiendo con qué poca antelación pudo prepararse el rodaje.

Basado en un relato breve de Alexander Pushkin, el filme tiene lugar en San Petersburgo a principios del siglo XIX, donde Herman Suvorin, un humilde capitán de ingenieros, se siente en inferioridad respecto a sus compañeros, que gracias a su situación económica y social pueden aspirar a ascensos inalcanzables para él. Pero un día se entera de la historia de una anciana condesa que vendió su alma a cambio de descubrir un truco para ganar a un juego de cartas llamado Faro, sabiendo cuáles serían las tres cartas que deberían utilizarse para resultar vencedor. Para acceder a la condesa, Herman seduce a su dama de compañía, la inocente Lizaveta Ivanovna, que a su vez es pretendida (pero en este caso de forma sincera) por su amigo Andrei.

El primer aspecto que llama la atención de La Dama Blanca es el magnífico trabajo de ambientación tan detallista por parte de Dickinson que rompe, una vez más, con ese tópico tan extendido durante años de que la cinematografía británica era menor o, en todo caso, incapaz de hacer grandes películas. La recreación de esa Rusia de siglo XIX, que bebe abiertamente de una estética gótica y de los clásicos dickensianos que adaptaba David Lean por esas fechas, es sumamente eficaz y tiene el pequeño aliciente de sumergir al espectador en un ambiente plenamente ruso… con personajes de marcado acento británico. Pero si aceptamos esas concesiones lingüísticas de todas las producciones hollywoodienses ambientadas en cualquier otro época y país, ¿por qué no de Reino Unido?

El guion adapta el relato de Pushkin con bastante fidelidad tomándose únicamente un par de concesiones más o menos afortunadas según el caso. Por un lado está el personaje de Andrei que permite compensar al arribista y cínico protagonista ejerciendo de contrapunto como pretendiente honesto y de buenos sentimientos. Siendo con diferencia el personaje menos interesante de los principales, a cambio le da más emoción a la partida de cartas final al enfrentar a los dos amigos. Más interesante resulta la historia de la condesa explicada en flashback, no tanto por la historia en sí como por el hecho de que se narre como un relato (Herman la lee en un libro), lo cual permite a Dickinson la licencia de filmarla con un estilo más abiertamente irreal, casi de pesadilla, culminando en ese extraño encuentro con un ser misterioso entre lúgubres pasillos.

Otro aspecto sobre el que se sustenta claramente el filme es la magistral interpretación de Anton Walbrook, a quien curiosamente ya vimos en este gabinete hace solo unos meses en otro filme de tintes faustianos y que aquí compone un personaje abiertamente cínico y ambicioso pero que nos genera fascinación. El otro gran aliciente del reparto es sin ningún lugar a dudas la interpretación que hace de la condesa la veterana Edith Evans, actriz de prolongada trayectoria teatral que aquí muestra a la perfección el carácter caprichoso de la anciana pero también sus puntos vulnerables, como ese temor a la muerte.

Con la base que le confieren esos sólidos intérpretes, el excelente trabajo de ambientación y de fotografía (otra casualidad, el director de fotografía es el magnífico Otto Heller del cual también comentamos hace poco su trabajo en Me Hicieron un Fugitivo) y el absorbente relato de Pushkin como base, Dickinson se desata con un estilo de dirección fluido y muy apoyado en recursos visuales, como esa imagen de la telaraña en el plano de Herman escribiendo la carta que luego se superpone con el plano de Lizaveta leyéndola, dando a entender la idea de que está cayendo en su trampa.

A partir de la excelente escena del entierro, el filme entra más firmemente en el terreno de lo sobrenatural y eso le permite a Dickinson apostar por un estilo en ocasiones casi cercano al terror, como en la tensa secuencia en que la fallecida condesa se le aparece a Herman, pero solo se da a entender el encuentro a partir de una serie de fenómenos naturales y de ruidos (el inconfundible sonido de su vestido arrastrándose por el suelo y su voz), demostrando que el cineasta sabía lo eficaz que era sugerir antes que mostrar.

La Dama Blanca de hecho funciona tanto si la queremos tomar como una versión bastante fiel del relato de Pushkin como si preferimos verla como una adaptación en forma de relato gótico inglés. Dickinson compuso un film suficientemente rico en detalles como para que sea satisfactorio en ambas vertientes, y nos confirma que se trataba de un cineasta imaginativo y rebosante de recursos del que no podemos dejar de lamentar que su carrera como director fuera tan breve.

Me Hicieron un Fugitivo [They Made Me a Fugitive] (1947) de Alberto Cavalcanti


En los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial, un expiloto de la RAF, Clem Morgan, se une a una banda de contrabandistas liderada por el peligroso criminal Narcy, que comercia en el mercado negro. Pero cuando descubre que uno de los trabajos que han realizado consistía en transportar drogas decide dejar la banda después del último golpe que se había comprometido a llevar a cabo. No obstante Narcy, resentido porque los abandone, decide tenderle una trampa y le deja tirado cargando de forma injusta con la muerte de un policía. Pasa el tiempo y Clem, condenado a quince años de prisión por homicidio, recibe la visita de Sally, la exnovia de Narcy, que le revela que éste le traicionó ayudado por la amante que Clem tenía entonces, quien por cierto ahora se ha convertido en la chica de Narcy. Furioso, Clem se fuga de prisión en busca de venganza.

Uno de los rasgos que encuentro tan interesantes de un género tan genuinamente americano como el cine negro es el poder reconocer en obras de otros países sus rasgos tan reconocibles pero adaptados al contexto y la idiosincracia del lugar en que se han filmado. En otras palabras, disfruto mucho de las películas negras que no pretenden simplemente copiar lo que hacían los referentes americanos, sino tomar las características de identidad del género pero luego otorgarles una personalidad propia, y esto es algo que se hace evidente en la magnífica Me Hicieron un Fugitivo (1947) de Alberto Cavalcanti.

Los elementos con los que juega la trama son sin duda los típicos de un buen film noir: un falso culpable perseguido por la policía y una banda criminal, personajes de moralidad dudosa, un protagonista con la impronta del perdedor (de hecho a al inicio de la película no es más que un pobre borracho que se deja arrastrar al mundo del contrabando), violencia bastante cruda para la época, una fotografía en blanco y negro que se sirve a menudo de los claroscuros, etc. Pero luego, aparte de esos elementos, encontramos otros detalles que le dan singularidad a la cinta y la diferencian claramente de sus equivalentes americanos: la precariedad de posguerra que sobrevuela en la mayoría de secuencias (presente en detalles como el expiloto condenado a hacerse delincuente por no tener otro medio de subsistencia o las continuas menciones al mercado negro y los cupones de racionamiento), el ambiente típicamente londinense de pubs de mala muerte, el peculiar sentido del humor que exhiben todos y cada uno de los personajes incluso en los momentos más tensos y, por qué no, el marcado acento británico que le da un aire distintivo a la cinta respecto a sus equivalentes yankis.

Si algo demuestra Me Hicieron un Fugitivo es que el noir no es un género necesariamente americano. Es una forma de narrar historias, una visión pesimista y decadente del mundo, una estética opresiva. De hecho Cavalcanti a veces opta sorprendentemente por dejar de lado momentos de potencial suspense (por ejemplo la fuga del protagonista) y en cambio prefiere centrarse en detalles que enfatizan esa visión tan oscura del mundo típica del noir, como ese pequeño episodio de la mujer que ayuda a Clem a escapar… a cambio de que asesine a su marido, un insufrible borrachín. Cuando más adelante el inspector de policía le reprocha a Clem que acabara mezclado en esa banda de criminales en el fondo no podemos evitar preguntarnos qué alternativa tenía: ¿cómo no caer en esa tentación en un mundo donde quien más y quien menos coquetea con el crimen para sobrevivir (la esposa que quiere eliminar a su marido, el camionero que comercia con cupones de gasolina)?

El cineasta de origen brasileño Alberto Cavalcanti – uno de esos directores internacionales con una curiosa filmografía a caballo entre Francia, Reino Unido, Brasil, Alemania del Este e Israel – le imprime magistralmente a la película ese tono de film noir ayudado por la excelente fotografía en blanco y negro del checo Otto Heller y un muy inspirado Trevor Howard en el papel protagonista, encarnando a un personaje de carácter más bien rudo y desencantado. Una muestra de cómo ese género tan asociado a la cinematografía americana a menudo da lo mejor de sí combinando los talentos de diferentes países.

Como broche final, el desenlace de la película se mantiene sorprendentemente fiel a su tono tan duro y cínico ofreciendo un pequeño resquicio de esperanza pero muy leve. En realidad nada nos parece asegurar que se vaya a hacer justicia con Clem o incluso que su fuga haya servido realmente para algo. No obstante, éste lejos de parecer decepcionado se muestra más bien resignado, como alguien que ha recibido tantos palos en la vida que en el fondo sospechaba que su plan no podía salir del todo bien y que era iluso esperar que se hiciera justicia con él. El cine negro es de hecho una especie de oasis dentro de los diferentes géneros de la era clásica en el cual los cineastas podían permitirse ser fieles hasta el final a su visión cínica y pesimista del mundo. En este caso no es una excepción.

Nowhere to Go (1958) de Seth Holt


Aquellos de ustedes que nunca se hayan dedicado al mundo del crimen como este Doctor seguramente tienen la percepción de que lo más difícil de cometer un robo es realizar el acto en sí. Y aunque muchas veces es así, en otras ocasiones lo realmente complicado no es cometer el crimen… ¡sino conseguir llevarse el botín! Miren si no el caso de Paul Gregory: un estafador canadiense que consigue ganarse la confianza de una viuda que viaja hasta Londres para vender la colección de monedas valiosas de su marido, para luego robárselas y venderlas por su cuenta. El crimen de Paul es aparentemente simple: sabe que le atraparán e irá a la cárcel, pero su idea es esconder el botín, cumplir una sentencia menor por robo y cuando salga de prisión recogerlo. El problema es que en lugar de ser condenado a tres o cinco años como tenía previsto le cae una sentencia de diez. Así que con la ayuda de su cómplice Sloane escapa de la cárcel y se dispone a recuperar el valioso botín, que está guardado en una caja fuerte en un banco. Parece fácil, ¿Verdad? Pues todo el desarrollo de Nowhere to Go (1958) se basa en la imposibilidad de Paul por recuperar ese dinero que tiene a su disposición.

Dentro del ciclo de películas policíacas realizadas en Reino Unido, este filme de Seth Holt me parece uno de los más interesantes. De entrada me gusta el tono tan seco que se le imprime con una ausencia casi total de banda sonora salvo en momentos muy puntuales y un protagonista que no hace nada por congraciarse con el espectador. Es uno de esos filmes que va al grano, sin escenas superfluas y que se centra en esos pequeños detalles que uno suele pasar por alto cuando piensa en el ajetreado día a día de un fugitivo de la ley.

Por ejemplo, ¿nunca han pensado que los criminales también necesitan dormir? ¿Qué hacer cuando no puedes volver a tu escondrijo y no tienes a dónde ir, como indica el título del filme? Durante buena parte de la trama nuestro Paul deja momentáneamente de lado el problema de sacar su dinero del banco y se centra en algo más sencillo: encontrar un sitio donde pernoctar, ya sea buscando a alguien de confianza que le proporcione un lecho o colándose en una casa abandonada simplemente para descansar. Acostumbrados a los filmes policíacos donde la trama se centra en las partes más emocionantes nos puede parecer un poco absurdo que nuestro protagonista se exponga a ser atrapado de esta manera, pero ¿cómo organizar un plan para escapar del país sin tener antes donde caerse muerto para reponer fuerzas?

Otro aspecto realmente interesante del filme es la forma como se nos ocultan a menudo las intenciones del protagonista, de modo que muchas veces no entendemos el por qué de sus actos hasta más adelante. No se nos conduce la mano facilitándonos la comprensión de lo que estamos viendo, más bien parece que Paul va por delante nuestro con sus planes y que nosotros tenemos que seguir su ritmo como podamos. Mi ejemplo favorito es cuando compra en una tienda de mascotas un pequeño saco de arena para pájaros que somos incapaces de entender para qué lo necesita, y que acaba utilizando para tender la trampa más tonta del mundo pero que funciona a la perfección. En detalles como éste es innegable que se busca crear un filme policíaco más prosaico y menos dado a los clásicos tiroteos.

Hay un momento de la película en que parece que la trama se pierda, que el botín robado se da por perdido y que ni el mismo Paul sepa qué hacer. Eso, que podría parecer un defecto de guion, en realidad es una muestra de lo fiel que es a su premisa realista, y como a veces un criminal se ve obligado a abandonar su plan inicial y simplemente centrarse en escapar improvisando sobre la marcha. Aquí cobra aún más fuerza el título de la película cuando Paul descubre que literalmente no tiene a dónde ir ni casi nadie en quien apoyarse, ni siquiera otras figuras del mundo del crimen a las que pedir ayuda a cambio de una parte del botín. La única excepción es una joven (interpretada por una debutante Maggie Smith) a quien acaba de conocer y con la que no tendrá el clásico romance que uno esperaría, sino que su relación tendrá un final más bien desencantado basado en un malentendido.

Holt le imprime a la cinta un tono desesperanzado pero sin dramatismos, simplemente como la crónica de un hombre inicialmente lleno de recursos a quien poco a poco éstos se le van agotando. La película ofrece muy buenas escenas de suspense y un inteligente criminal como protagonista, pero no hay ni rastro del romanticismo del perdedor ni del aura mítica del cine negro. Es un relato seco que consigue fiel a si mismo hasta el mismo desenlace y que una vez más nos invita a reivindicar el legado cinematográfico que nos ofrece Reino Unido más allá de los clásicos títulos canónicos.

Larga Es la Noche [Odd Man Out] (1947) de Carol Reed

Hay películas cuyo valor no se puede entender simplemente leyendo su trama o una mera descripción de su puesta en escena. De este modo, el que afronte Larga es la Noche (1947) esperando una obra de suspense basándose en el argumento o en que a menudo suela citarse como ejemplo de film noir británico probablemente se llevará una decepción, como explicaremos más adelante.

Ambientada en el norte de Irlanda, el protagonista es Johnny McQueen (un sensacional James Mason), líder de una organización terrorista cuyo nombre nunca se desvela pero no hay que ser muy hábil para sospechar que es el IRA. Fugado de la cárcel, lleva meses escondido en la casa de Kathleen, una joven que está enamorada de él. Después de un tiempo de inactividad propone un plan para robar una gran cantidad de dinero para la organización, en el que además insiste en tomar parte activa pese a llevar un largo tiempo desentrenado. El plan sale mal: Johnny se ve obligado a matar a un hombre y a su vez recibe un disparo. Durante la huida además cae del coche en que le esperaban sus cómplices y tiene que esconderse él solo en mitad de la ciudad. A partir de aquí se inicia una búsqueda de Johnny por parte de la policía, de sus cómplices y de la propia Kathleen mientras éste, moribundo, siente remordimientos por el hombre al que ha asesinado.

Larga Es la Noche, aparte de no se realmente una película de suspense, se trata de una obra con varios aspectos que le dotan de un carácter bastante particular: es un filme cuyo protagonista no solo es un antihéroe (aunque tiene un carácter noble, en el fondo sigue siendo un terrorista que ha matado a un inocente) sino que además es alguien que no puede valerse por sí solo y cuyo destino viene totalmente condicionado por las personas que se lo van encontrando a lo largo de la noche sin que éste tenga casi capacidad de reacción. De hecho Johnny no solo no es un héroe sino que es una carga para aquellos que dan con él (las mujeres que quieren curarlo, el cochero…), o en el mejor de los casos, un medio del que valerse para obtener un beneficio (tal y como se sirven de él los vagabundos). De hecho, la propuesta del filme resulta aún más insólita por ser una obra cuyo final ya conocemos desde el principio, puesto que su protagonista está moribundo, y en todo momento se nos da a entender que las oportunidades de que sobreviva son realmente escasas.

No, Larga es la Noche no es un film noir. Pero eso no es malo, al contrario, se trata de una película especial, de ésas a las que es difícil hacer justicia por escrito, porque el gran mérito de Carol Reed es cómo consigue captar cinematográficamente el ambiente en que se mueven esos personajes, plasmar esa sensación de pesadumbre y de desesperación no tanto por los acontecimientos como por todo lo que les rodea. De hecho, pese al dramatismo de muchos de los actos que presenciamos, se trata de una obra más bien contenida, en que los personajes hablan entre sí casi en susurros, en que su protagonista parece menos preocupado que el resto de personajes por salvarse y en que el antagonista, el inspector del policía, parece más empeñado en evitar que Kathleen se mezcle en este asunto que en atrapar a Johnny.

Es una película definitivamente extraña, en que la trama se aleja a menudo de Johnny para ofrecernos instantáneas de vidas de otros personajes y que al final se centra en unos vagabundos que quieren aprovecharse del protagonista por diferentes motivos – pero a los que difícilmente se les podrían reprochar nada teniendo en cuenta que éste acaba de matar a un hombre durante un robo y ellos son unos muertos de hambre. En conclusión, se trata de una obra teóricamente de suspense en que las escenas de suspense definitivamente son la excepción antes que la norma.

Mención aparte merece Carol Reed en la que fue su primera gran película por el extraordinario trabajo que hace de dirección. Aquí asimila muchos códigos estéticos del film noir, es cierto, pero combinándolos con otros recursos visuales que acentúan cierta sensación de irrealidad (los delirios visuales de Johnny) y con una ambientación urbana que aprovecha maravillosamente el uso de exteriores (buena parte de éstos filmados en Belfast), que le acaban de dar ese toque de autenticidad tan especial. En definitiva, Larga es la Noche es una película que en la vieja tradición de la era muda invita más a dejarse llevar sin pensar en los códigos de ningún género y a disfrutar de sus imágenes.

Cada Minuto Cuenta [Payroll] (1961) de Sidney Hayers


Cuatro delincuentes liderados por Johnny Mellors se proponen atracar un furgón que lleva el dinero de una gran empresa su desde el banco hasta la fábrica, pero justo antes de animarse a dar el golpe, éstos cambian el automóvil por un nuevo furgón blindado a prueba de robos. Lejos de desanimarse, Johnny sigue empeñado en mantener el plan y presiona a un contacto que tiene dentro de la empresa, el voluble Dennis Pearson, para que le consiga unos planos sobre el funcionamiento del furgón

El cine de atracos es un subgénero siempre agradecido de ver. La escena del robo en sí, a poco que esté mínimamente bien planteada, es una garantía de suspense; y el hecho de tener la convicción de que inevitablemente todo va a acabar saliendo mal le suma aún más tensión: ¿cuándo empezarán a torcerse las cosas? ¿Qué o quién será el causante de ello? Aparte de eso, Cada Minuto Cuenta (1961) – una vez más aplaudimos la imaginación del traductor del título – tiene un aliciente especial al situar la trama en un entorno poco habitual. Porque si bien existen otros ejemplos de películas del género realizadas en Inglaterra – la más paradigmática seguramente El Gran Robo (1967) de Peter Yates – ésta presenta la acción en la zona de Newcastle, ya que el director Sidney Hayers creía que la toponomía de esa ciudad resultaría muy atractiva en la pantalla y que Londres estaba ya muy visto.

La película de hecho empieza magníficamente con una escena en que se muestra el nuevo sistema antirrobos en funcionamiento y, seguidamente, a los protagonistas haciendo ya el seguimiento del furgón para planear el atraco. El estilo es ágil y moderno, acentuado por su banda sonora de corte jazzístico, aunque la trama no guarda grandes sorpresas: el clásico jefe autoritario que hace de cabeza pensante, el miembro de la banda más rebelde dispuesto a discutirle a la mínima de cambio, el inestable compinche que hace de contacto interno en la empresa… Una de las pocas diferencias está en que también se nos relata en paralelo el día a día del conductor de la furgoneta, algo que adquirirá especial significancia en la segunda parte del filme.

El robo en sí de hecho sucede sorprendentemente pronto en la trama pero presenta una diferencia significativa respecto a otras películas del estilo como Rififi (1955) de Jules Dassin: aquí el plan no sigue una estrategia especialmente brillante y audaz, de hecho es sorprendentemente basto, hasta el punto de que uno se pregunta si para esa resolución les hacía falta a los protagonistas un plano del furgón blindado. Pero eso no lo veo como un defecto, sino como una forma diferente de afrontar un tipo de trama tan prototípica que además no le resta ni un ápice de suspense a la tensa escena del robo.

Desafortunadamente la película acaba yendo inevitablemente de más a menos, y una vez se ha llevado a cabo el atraco se pierde algo el interés, con algún triángulo amoroso no especialmente interesante y la figura de la mujer del conductor del furgón emergiendo como una totalmente improbable vengadora. Es interesante el hecho de que Cada Minuto Cuenta sea una película carente de personajes que resulten simpáticos al espectador (la esposa del conductor sería la única candidata, pero se la mantiene demasiado en segundo plano como para que nos sintamos más cercanos a ella), lo cual va en consonancia con el tono más bien seco del filme. Pero en su segunda mitad la cinta inevitablemente pierde a ratos un poco el norte hasta su final un tanto desmadrado (lo cual no es necesariamente malo).

En definitiva, sin ser una obra imprescindible Cada Minuto Cuenta es una película de atracos más que satisfactoria que además ofrece una visión que se aparta un tanto del género. Interesante.

Especial décimo aniversario: A Vida o Muerte [A Matter of Life and Death] (1946) de Michael Powell y Emeric Pressburger


Este post forma parte de un especial que el Doctor Mabuse ha preparado para celebrar el décimo aniversario de la fundación de este gabinete cinéfilo. Podrán ver más detalles y la lista de películas escogidas en el siguiente enlace.

Uno de los mayores admiradores de Michael Powell, el director Martin Scorsese, explicaba que cada vez que veía en la televisión una película que empezaba con el logo de The Archers (una diana con varias flechas clavadas) siempre se quedaba expectante porque sabía que vería algo interesante. No le faltaba razón. Se puede acusar de muchas cosas a las películas que realizaron juntos el director Michael Powell y el guionista Emeric Pressburger, pero desde luego no que fueran vulgares. La magia del cine de Powell y Pressburger (quienes en sus obras hechas bajo el paraguas de The Archers compartían créditos como directores, guionistas y productores) no está solo en la calidad de sus obras, sino en que sus filmes eran especiales. Todos tenían algo insólito y curioso que los diferenciaba del resto, ya fuera en el planteamiento, en la puesta en escena… o en prácticamente todo; pero sin por ello parecer estas rarezas algo gratuito hecho para llamar la atención o fruto de experimentar a ciegas. Aunque uno puede simpatizar más o menos con su estilo (y durante mucho tiempo Powell y Pressburger han estado un tanto injustamente desprestigiados), me parece innegable que su estilo y sus recursos están pensados honestamente para el beneficio de la película. Eran cineastas puros, que creían en las posibilidades artísticas del cine y no querían ponerse ningún límite; que de forma un tanto insólita gozaron de muchos años de suficiente libertad creativa para hacer lo que les diera la gana como les diera la gana, y que, por ello, desoyeron las innumerables y tentadoras ofertas que les llegaban de Hollywood, sabiendo que ahí no tendrían tanta libertad como en Reino Unido.

A Vida o Muerte nació como muchas otras piezas de su carrera a partir de un encargo. Y como sucedió con las precedentes, Powell y Pressburger se pasaron por el forro el requerimiento inicial llevando el filme a terrenos que les interesaran más. En Vida y Muerte del Coronel Blimp (1943) – la película favorita de Pressburger – se suponía que tenían que hacer un filme de apoyo al esfuerzo bélico británico, y ellos entregaron en su lugar una obra mucho más compleja que ironizaba sobre algunos de los aspectos tradicionalmente asociados a lo británico y que además contenía un personaje alemán de carácter bondadoso, todo ello en el peor momento de la II Guerra Mundial. En Un Cuento de Canterbury (1944) se suponía que tenían que hablar sobre la cooperación angloamericana durante el conflicto bélico y en su lugar entregaron una película extrañísima ambientada en un pueblo de provincias en que un misterioso tipo se dedica a atacar mujeres echándoles pegamento en el pelo y que, al final, adquiría leves tintes místicos. La idea tras A Vida o Muerte era hacer una obra que fomentara las relaciones entre ingleses y americanos en el contexto de la posguerra. Lo que ellos hicieron fue un drama romántico sobrenatural sobre un aviador que se encuentra a medio camino entre el mundo de los vivos y de los muertos. No se puede decir que se ciñeran mucho a la idea.

En los últimos meses de la guerra, el piloto inglés Peter Carter ha sufrido un ataque y está intentando llegar a su base en un avión terriblemente dañado tras haber ordenado al resto de la tripulación que saltaran en paracaídas sin revelarles que el suyo ha quedado prácticamente inservible. Mientras se acerca a la zona consigue contactar con June, una operadora de radio americana, y hablan unos pocos minutos sabiendo que Peter va a morir irremediablemente en breves instantes. Finalmente, el piloto salta del avión… pero en vez de fallecer, se despierta en una playa, donde se encuentra con June y se enamoran al instante. ¿Qué ha sucedido? Al parecer el emisario encargado de recogerle y llevarle al otro mundo, un aristócrata guillotinado durante la Revolución Francesa, le perdió de vista por culpa de la niebla. De modo que éste regresa a la Tierra para llevarse a Peter consigo, pero el piloto se niega y pide una apelación al haber conocido a una joven de la que se ha enamorado en este tiempo extra. Se decide entonces celebrar un juicio en el otro mundo para decidir si dejarle vivir o no. En paralelo, en la Tierra, June y su amigo, el Doctor Reeves, se muestran preocupados por estas extrañas visiones que tiene el piloto y que atribuyen a un problema médico que seguramente requiera operarle.

¿Puede alguien no sentirse fascinado e incluso hechizado por el inicio de A Vida o Muerte? En primer lugar unos planos del universo que hacen que sintamos que nuestros conflictos (una guerra mundial nada menos) nos parezcan insignificantes. Seguidamente el inicio del drama en mitad de la acción, con el avión volando ya destrozado y Peter en una situación desesperada. Ella y June hablan por radio, la escena es intensísima, con esos primeros planos de Peter sudoroso y rodeado de llamas, y June en la base con un fondo rojizo casi abstracto. Peter y June se despiden, el suyo es el romance más breve y desesperado de la historia del cine, iniciado justo cuando uno de los dos va a morir. Y seguidamente pasamos a una escena en blanco y negro que muestra un entorno extraño que identificamos como el cielo (aunque nunca se usa esa palabra), donde parece que Peter está tardando más de lo normal en llegar. La siguiente escena es una de mis favoritas de la película: Peter se despierta en una playa completamente desierta que podría estar sacada de un cuadro surrealista, se levanta y el primer ser humano al que ve es un niño cuidando de unas cabras… desnudo. La imagen es bucólica y al mismo tiempo irreal. Llevamos 20 minutos de película y tras una imagen así no estamos seguros de dónde está Peter. ¿En la Tierra? ¿En otro mundo? ¿En un sueño? Entonces aparece casualmente June y todo empieza a tener un poco de sentido, pero este primer segmento de película ha sido en sí una experiencia fascinante.

Uno de los aspectos que más me gustan de la autobiografía de Michael Powell es que, a diferencia de otros ejemplos que conozco, se trata de un libro rebosante de generosidad. Powell ciertamente no se queda corto en alabarse a sí mismo y en destacar sus méritos, pero no es menos cierto que dedica páginas y más páginas a citar todos sus colaboradores alabando sus virtudes y las contribuciones esenciales que hicieron en su cine. Sí, él era un autor con una idea muy clara de cómo quería hacer sus películas, pero al mismo tiempo reconoce que si pudo llevarlas adelante fue gracias a saber rodearse de un gran equipo de técnicos y artistas. En ese sentido, A Vida o Muerte definitivamente no habría sido posible sin el trabajo de Alfred Junge en el diseño de producción ni el de Jack Cardiff a cargo de la fotografía. El primero destaca sobre todo en la elaboración de ese cielo de estilo modernista, mientras que el segundo se desmarca con el soberbio trabajo de fotografía alternando Technicolor con blanco y negro monocromo, es decir, filmado en color pero luego imprimido sin los tintajes, que le da un tono ensoñador e irreal que se perdería en el blanco y negro convencional. De hecho Powell le daba tanta importancia al color que pospuso el rodaje de la película nueve meses hasta que volviera a haber disponibilidad de cámaras Technicolor, que por entonces estaban utilizándose en películas de entrenamiento militar.

Una de las grandes metas de Powell era evitar el uso de recursos típicos a la hora de combinar el mundo real y el mundo fantástico. Nada de personajes con aspecto fantasmal mediante sobreimpresiones, su intención era que parecieran igual de reales. En su lugar, el veterano cineasta se sirve de otros recursos que le dan a la película un tono extraño, como cuando los personajes terrenales se quedan congelados en el tiempo en que Peter recibe la visita de su contacto con el otro mundo, todo ello puntuado con una música levemente misteriosa que sugiere un ambiente enrarecido más que la presencia de lo sobrenatural. Esto hace que la película funcione a la perfección en su propósito de no aclarar del todo qué es real y qué no, de modo que nunca sabemos si realmente Peter ha estado batallando con los personajes del otro mundo o si simplemente es alguien con una contusión cerebral que tiene alucinaciones. Lo importante es que, tanto en un caso como el otro, realmente Peter está batallando con la muerte y que ambas versiones encajan (de hecho, Powell y Pressburger hicieron un exhaustivo trabajo de investigación para asegurarse de que los síntomas de Peter pudieran encajar con la dolencia que padece).

Los detractores de Powell y Pressburger probablemente les echarán en cara entre otras cosas la poca modestia del dúo, el hacer películas que se nota que se toman a sí mismas muy en serio (el propio Powell lo da a entrever en su autobiografía), pero a cambio hay que reconocer que saben compensarlo con detalles ligeros que prueban que, como buenos ingleses que son (bueno, Pressburger era húngaro pero ya me entienden), sabían añadirle una nota de humor. Eso es visible en detalles como el emisario del otro mundo haciendo una referencia al Technicolor cuando llega a la Tierra o en un pequeño gag que rompe por completo el tono serio del inicio de la película, como es situar una máquina expendedora de Coca Cola en la puerta de entrada del otro mundo.

El único momento en que la película pierde ese tono más liviano es precisamente donde más se resiente el metraje: la escena del juicio en el otro mundo, que acaba derivando en una diatriba algo plomiza entre ingleses y americanos que resulta incomprensible al espectador (¿qué más da que Peter y June sean de dos países distintos?) a no ser que sepa que la génesis de la película era de hecho ésa, fomentar la armonía entre ambos países demostrando que los prejuicios contra unos u otros no tienen sentido. Es esta escena lo que a mi juicio impide que A Vida o Muerte sea una obra maestra redonda, pero aun así comparto la devoción que Michael Powell sentía por ella, que la citaba como su obra favorita, si bien yo sigo prefiriendo Las Zapatillas Rojas (1948). Y haciendo balance general me es imposible no quedar subyugado por la belleza de sus imágenes, por toda la imaginería que despliega y por esa forma tan peculiar de saltar entre realidad o fantasía o, si se quiere, entre un mundo y otro. Y si algo nos confirma el filme con sus pros y sus (pocos, a mi juicio) contras, es que ciertamente no hay nada comparable al cine de Michael Powell y Emeric Pressburger en sus momentos de mayor inspiración.

El Sentido de la Vida [The Meaning of Life] (1983) de Terry Jones y Terry Gilliam


Después del enorme éxito que el grupo cómico Monty Python cosechó con La Vida de Brian (1979) llegó a sus oídos una propuesta altamente tentadora: hacer otra película aprovechando el tirón de la anterior, para la cual se les pagaría una suma difícil de rechazar. Aunque no son pocos los casos de filmes de encargo que han acabado siendo grandes obras, el hecho de que la génesis de El Sentido de la Vida (1983) viniera de esta «obligación» de entregar otra película más acabaría notándose en el resultado final. Sus dos anteriores filmes habían surgido de forma más o menos espontánea desde una idea base a partir de la cual elaboraron los diferentes sketches y les dieron una estructura, pero en este caso la escritura inicial del guion fue un proceso tortuoso en que los diferentes miembros del grupo aportaban gags sin saber cómo unirlos entre sí ni qué dirección debía tomar la historia (entre las ideas que se barajaron había algunas muy prometedoras como una con el título de «La Tercera Guerra Mundial»). Pero entonces, cuando estuvieron a punto de cancelar el proyecto, les vino a la mente la idea de reflejar las siete edades del hombre y agrupar los sketches bajo el concepto de «el sentido de la vida».

No obstante la estructura de la película seguía resistiéndose: muchos sketches que parecían buenos se descartaron por no saber cómo encajarlos y al final la idea inicial de seguir las diferentes etapas de la vida de un hombre acabó difuminándose en el resultado final. Según algunos miembros del grupo, si se hubieran dado unas semanas más de trabajo habrían conseguido perfilar el guion para que fuera más cohesionado, incluso aunque incluyera sketches que tuvieran lugar en épocas históricas y países distintos. Pero a esas alturas muchos de ellos estaban agotados de pelearse con un guion que resistía y, sobre todo, en esa etapa de su carrera todos habían empezado a involucrarse en otros proyectos fuera de los Python que dificultaban que pudieran reunirse todos juntos más tiempo para rematar el guion.

Habida cuenta del difícil inicio de este proyecto, resulta remarcable constatar que, después de todo, El Sentido de la Vida sea una película bastante conseguida que en primer lugar se beneficia de la absoluta libertad creativa de la que gozó el grupo, quienes tuvieron literalmente carta blanca y se negaron a mostrar el guion final al estudio. Esto, como veremos, es algo de lo que supieron aprovecharse. En segundo lugar, el siguiente factor clave que diferencia este filme de los precedentes es que se nota que fue realizado para un gran estudio (la Universal) con un generoso presupuesto. Si a esto le sumamos que Terry Jones (el miembro del grupo encargado de dirigir la película) se benefició de todo ello para hacer un trabajo de realización extraordinario, nos queda una obra que a nivel cinematográfico es impecable: si Los Caballeros de la Mesa Cuadrada (1975) es su película más divertida (o al menos a mí me lo parece, quizá porque traslada ese espíritu tan anárquico de su magnífica serie de televisión «Monty Python’s Flying Circus»), y La Vida de Brian (1979) la más redonda que jamás hicieron (hilarante y al mismo tiempo con una historia bien construida), El Sentido de la Vida (1983) es sin duda la mejor hecha de las tres, compensando el hecho de que sea la que tiene un nivel más endeble a nivel de estructura y de desigual calidad de los sketches.

Aunque un mayor presupuesto es algo que no necesariamente beneficia el resultado de una obra, en el caso de El Sentido de la Vida es algo que parecía necesario al estar claro que los Python no querían hacer una comedia modesta, al contrario, buscaban hacer algo aún más grande que La Vida de Brian. Donde eso se ve más claramente es en los números musicales, que son probablemente los momentos cumbre de la cinta, especialmente el de «Every Sperm Is Sacred», que recrea los grandes musicales del Hollywood clásico con una corrosiva crítica al catolicismo; pero también en el final de «Christmas in Heaven» que a su vez adquiere la forma de un especial cutre televisivo que los propios Python interrumpen súbitamente en su momento cumbre, y eso sin olvidar uno de los que más se se enorgullecían, «The Galaxy Song», una divertida canción de Eric Idle sobre el universo recreado con animaciones.

Tampoco faltan sketches de apariencia más modesta como el divertidísimo interludio de «Find the Fish», uno de los más surrealistas y extraños de su carrera (lo cual no es decir poco), o el del matrimonio protestante que observa con desprecio a sus vecinos católicos, seguramente el gran momento de la película de Graham Chapman (protagonista de las dos películas anteriores) encarnando a la perfección ese prototípico hombre protestante de mediana edad sexualmente reprimido y que además supone un perfecto contraste entre las dos facetas del filme: del número más espectacular a un breve sketch realizado en un solo espacio basado en una conversación entre los dos personajes.

En el aspecto más negativo, también hay algunos sketches que evidencian cómo el guion no acabó de ser pulido del todo, como es el caso del que sucede en la guerra zulú, el de las trincheras o el de la clase de educación sexual. Todos tienen gags divertidos y buenas ideas, pero al poco rato resulta obvio hacia donde quieren tirar, y cuando uno espera ese giro imprevisible típico de los Python que redondearía el sketch uno se encuentra con que la cosa no va a más.

No obstante, el rasgo más característico de El Sentido de la Vida es el tratarse con diferencia de la película más provocadora que hicieron – que La Vida de Brian fuera más polémica responde no tanto a lo subversivo del contenido como a que los representantes de muchas religiones no entendieron que ésta no era una obra sacrílega (puesto que no se burla de ninguna figura divina)… o quizás, al contrario, a que entendieron demasiado bien su auténtico mensaje: una crítica a la forma como se orienta el culto religioso para dominar a la gente. Nunca antes los Python habían realizado una obra tan desagradable, escatológica y explícita, lo cual demuestra que, lejos de acomodarse, siguieron fieles a sus principios de resultar lo más molestos posibles a sus productores (no hay más que recordar los innumerables aguijonazos dirigidos a la BBC durante su programa de televisión). ¿No es el sueño de todo artista tener un presupuesto ilimitado y libertad absoluta para hacer lo que quiera? Pues los Python lo aprovecharon para incluir un sketch sobre un personaje mórbidamente obeso, Mr. Creosote, que vomita a chorro, otro sobre una clase de educación sexual en que se muestra a los alumnos en vivo cómo funciona el acto reproductivo y una de un transplante de hígado que contiene más sangre que algunas películas slasher. Realmente no se les puede acusar a los Python de haberse acomodado.

Mención aparte merece en todos los sentidos el cortometraje de Terry Gilliam. Aunque éste había codirigido Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, no fue una experiencia muy feliz porque sus compañeros estaban hartos de su perfeccionismo como cineasta y porque tanto él como Jones tenían demasiada personalidad para compartir las labores tras la cámara. Para cuando llegó la producción de La Vida de Brian, Jones le propuso a Gilliam que volvieran a encargarse ambos de la realización pero éste no aceptó; acababa de hacer su primer largometraje en solitario, La Bestia del Reino (1977), y no se veía capaz de volver a dirigir a medias teniendo que llegar a acuerdos con otro director. Por ello todo parecía indicar que en El Sentido de la Vida su labor volvería a restringirse a las animaciones que la habían hecho famoso en el programa televisivo, pero el caso es que Gilliam también estaba harto de ese tipo de trabajo. Después de probar el placer de dirigir sus propias películas – y más tras el enorme éxito de su segundo proyecto, Los Héroes del Tiempo (1981) – cualquier otra cosa le sabía a poco.

Su principal labor en la película era el sketch animado, «The Crimson Permanent Assurance», pero consiguió convencer al resto para que le dejaran filmarlo en imagen real y, lo más importante de todo, que le cedieran un plató y un equipo aparte para llevarlo adelante. Y si algo aprendieron el resto de Pythons de esta experiencia es que no es buena idea dejar solo a Terry Gilliam a cargo de una película sin nadie que lo controle. Al estar el resto tan ocupados con las otras escenas ninguno de ellos se acercó al plató de Gilliam hasta muy avanzado el rodaje y entonces descubrieron estupefactos lo que había sucedido: Terry había convertido ese pequeño sketch en un carísimo cortometraje de más de 20 minutos que por estilo y argumento era totalmente independiente del resto de la película. En él se nos muestra la oficina de una compañía de seguros que tiene la apariencia de una galera en que sus ancianos oficinistas son tratados como esclavos. En cierto momento éstos se rebelan contra sus superiores, toman el control de la compañía y se embarcan a vivir aventuras como si fueran piratas. Es puro Gilliam tanto en esa mezcla de fantasía y crítica a la realidad como en la idea de sus protagonistas rebelándose de su situación para apostar por la aventura, un tema que sería recurrente en sus obras posteriores.

El problema es que si bien The Crimson Permanent Assurance a nivel técnico y formal era un corto excelente (para mí de lo mejor que ha hecho nunca Gilliam), no encajaba de ninguna manera dentro del filme. Lo único que podía hacerse era o reducir el metraje drásticamente (que sería tirar a la basura el excelente trabajo de Gilliam) o, la opción que ellos escogieron, presentarlo antes de la película como un corto introductorio. Si algo dejaba claro dicho cortometraje es que en esos años el único Python americano ya era un director con un mundo y estilo propio.

Como era de esperar, la película fue un enorme éxito de taquilla apoyado por la popularidad de la que disfrutaba el grupo por entonces, pero lo que resultó más inesperado es que fuera seleccionada a competir en el Festival de Cannes, una muestra de cómo los Monty Python ya no eran vistos como unos simples cómicos sino que habían adquirido una cierta respetabilidad. Terry Jones por suerte estuvo a la altura de las circunstancias evitando tomarse a sí mismo demasiado en serio incluso en esa ocasión especial, y cuando fue entrevistado a su llegada a Cannes dijo estar seguro de que ganarían porque habían sobornado al jurado. Tras recibir el Premio Especial del Jurado, en su discurso de agradecimiento Jones siguió la broma indicando a los miembros del mismo dónde podrían encontrar el maletín con el dinero. Puede que fuera la menos redonda de sus tres películas, pero si algo no se les puede reprochar a los Python es que no mantuvieran su estilo subversivo hasta el final.