
Aunque debo reconocer que no soy especialmente fan del célebre ciclo de monstruos clásicos de la Universal, sí que disfruto bastante de esas películas no solo por su contenido tan atractivo sino por lo curiosas que resultan vistas hoy día en la forma que tienen de recrear el ambiente de terror. El género de terror ya existía desde la era muda, pero es en este ciclo donde se dio forma realmente a los códigos y estereotipos más habituales de este tipo de películas. De forma que estamos viendo a los cineastas probando y descubriendo todo tipo de recursos, que en ocasiones funcionan a la perfección (como es el caso de las dos películas de Frankenstein) y en otras a veces solo lo hacen a ratos (es lo que sucede en mi opinión con el célebre Drácula (1931) de Tod Browning).
En ese contexto, La Momia (The Mummy, 1932) es un filme que ofrece ni más ni menos los defectos y virtudes que uno espera de este ciclo pero dando como resultado una obra bastante disfrutable, que incluso prefiero a la más canónica Drácula. La trama se inicia cuando en unas excavaciones arqueológicas en Egipto se encuentra la momia de un sacerdote, Imhotep, que vuelve a la vida a raíz de que uno de los arqueólogos lea un conjuro sagrado. Años después Imhotep, ahora caracterizado como un egipcio contemporáneo de aspecto un tanto grotesco llamado Ardeth Bey, facilita a un nuevo grupo de arqueólogos las pistas para encontrar la tumba de una princesa. Los hallazgos son llevados al Museo del Cairo y se suceden una serie de extraños incidentes que involucran a Frank, el hijo del arqueólogo que halló el sarcófago de Imhotep, el Doctor Muller y una mujer que cae bajo el extraño hechizo de Ardeth Bey.










